2 DE DICIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

Me he instalado en una pequeña cafetería de Chatham; lo cual es el motivo de que esta carta te llegue escrita a mano; bien es cierto que siempre has sido capaz de descifrar mis garabatos en las postales, con las que te he dado un tremendo montón de práctica. La pareja que ocupa la mesa de al lado está manteniendo una larga discusión acerca del proceso de recuento de los votos por correo en el condado de Seminóla: es la clase de minucia que parece consumir el tiempo de las personas de este país, puesto que todo el mundo a mi alrededor da la impresión de haberse convertido en un pedante experto en procedimientos electorales. Aún así, me deleito en su acaloramiento como si estuviera delante de una estufa de leña. Mi propia apatía es escalofriante.

El Café Bagel es un establecimiento hogareño, y no creo que a la camarera le importe que me tome sin prisas una taza de café junto a mi cartapacio de papelorio legal. Chatham es, también, un lugar acogedor, auténtico, con ese pintoresquismo de la América Media que ciudades más prósperas, como Stockbridge y Lenox, gastan mucho dinero en aparentar. Su estación de ferrocarril sigue recibiendo trenes. Su principal calle comercial muestra el tradicional repertorio de establecimientos: librerías de lance (llenas de todas aquellas novelas de Loren Estleman que tú devorabas), panaderías donde venden bollos integrales con los bordes tostados, tiendas de objetos y ropa de segunda mano vendidos con fines benéficos, un cine en cuya marquesina puede leerse «theatre» en lugar de «theater», según la presunción pueblerina de que la grafía británica es más sofisticada que la estadounidense, y una licorería en la que, junto a las botellas mágnum de Taylor para los locales, se encuentran algunos tintos o claretes californianos de precio sorprendentemente caro para los foráneos. Los habitantes de Manhattan con segundas residencias aquí mantienen viva esta desordenada aldea ahora que han cerrado la mayoría de las industrias locales, así como los veraneantes y, evidentemente, el reformatorio juvenil situado a las afueras.

No hace falta que te diga que iba pensando en ti mientras conducía hacia aquí. A manera de contrapunto, trataba de recordar la clase de hombre que, antes de que nos conociéramos, pensaba que acabaría encontrando. Aquella representación mental estaba formada, sin duda, por fragmentos de las imágenes de los novietes que me había ido echando durante mis andanzas, y de los que tanto te habías choteado. Algunos de mis enamorados eran muy sentimentales, aunque, cuando una mujer emplea el adjetivo sentimental para describir a un hombre, la relación está condenada al fracaso.

Si todo ese surtido de acompañantes ocasionales en Arles o en Tel Aviv indicaba alguna tendencia (lo siento por los «perdedores»), el hecho es que estaba destinada a sentar la cabeza con un tipo ásperamente cerebral cuyo lábil metabolismo consume platos a base de garbanzos a ritmo feroz. Codos prominentes, pronunciada nuez, finas muñecas. Un vegetariano radical) en suma. Y un individuo angustiado, que lee a Nietzsche y lleva gafas, alienado de su época y despreciativo del automóvil. Amante del ciclismo y el montañismo. Con una profesión marginal —alfarero, tal vez—, aficionado a las maderas finas y los jardines con hierbas aromáticas y medicinales, cuyas aspiraciones a llevar una vida sin pretensiones de trabajo físico y contemplación de largas puestas de sol sentado en un porche se ven de algún modo desmentidas por la ira con que rompe y lanza al interior de un bidón vacío las piezas de cerámica que le han salido defectuosas. Contemplativo, con cierta debilidad por la marihuana. Con un solapado, pero implacable, sentido del humor, y una risa seca y distante. Le gustan los masajes en la espalda, el reciclaje y la música de sitar, y flirtea con el budismo, que, afortunadamente, no acaba de convencerlo. Amigo de vitaminas, jugar al cribbaje[2], los filtros de agua y los filmes franceses. Un pacifista con tres guitarras, pero sin televisor, con desagradables asociaciones mentales con los deportes de equipo desde que en la infancia todos lo tomaban como cabeza de turco. Un tanto susceptible a causa de las entradas de su cabello; una coleta morena le cae sobre la espina dorsal. Tez vulgar, olivácea, de apariencia casi enfermiza. Tierno y susurrante cuando hace el amor. Lleva colgando del cuello un curioso talismán de madera del que nunca habla, pero del que jamás se desprende, ni siquiera para bañarse. Tiene diarios que una no debe leer, llenos de morbosos recortes de prensa que ilustran en qué mundo tan horrible vivimos. («Espeluznante hallazgo: La Policía encontró trozos de un cuerpo humano, que incluyen dos manos y dos piernas, en seis taquillas de la estación central del ferrocarril de Tokio. Tras inspeccionar las dos mil quinientas taquillas que funcionan con monedas, la Policía halló asimismo un par de nalgas dentro de una bolsa de basura de plástico»). Cínico con respecto a las corrientes políticas mayoritarias, con un irreductible e irónico despego por la cultura popular. Y lo mejor de todo: extranjero, hablando un inglés fluido aunque con fuerte acento.

Viviríamos en el campo…, en Portugal o en alguna pequeña población de Centroamérica, donde las granjas que cruza la carretera venden leche cruda, mantequilla recién elaborada y gordas calabazas llenas de semillas. Nuestra casa de piedra tendría enredaderas y jardineras en las ventanas rebosantes de geranios rojos floridos, y haríamos los correosos panes de centeno y brownies de zanahoria para nuestros rústicos vecinos. Como hombre sumamente educado, mi pareja imaginaria buscaría en el suelo de nuestro idilio las semillas de su propio descontento. Para, en medio de aquella abundancia natural, hacerse cada vez más desdeñosamente ascético.

¿Aún te estás riendo por lo bajinis? Porque entonces llegaste tú. Un corpulento devorador de carne, de cabellos de un rubio chillón y con una tez propensa a sonrojarse y a quemarse en la playa. Un manojo de apetitos. De risa franca y ruidosa: un hombre que no para de hacer sardónicos comentarios demoledoramente críticos. Aficionado a los perritos calientes: no ya a las gruesas bratwurts de la East 86th Street, sino a las grasientas salchichas de textura harinosa con tripa de cerdo y de un color rosado aterrador. Al béisbol y a las gorras que regalan en los partidos. A los juegos de palabras y a las películas de los videoclubes, al agua pura de grifo y a las latas de cerveza en paquetes de seis. Un impávido y confiado consumidor que sólo lee las etiquetas para cerciorarse de que contengan muchos aditivos. Un decidido partidario de la carretera abierta, apasionado de su camioneta, convencido de que las bicicletas son para los gansos. Que jode violentamente y es un malhablado; con un gusto personal por la pornografía del que no se disculpa. Aficionado a las novelas de misterio, los thrillers y la ciencia ficción; suscriptor del National Geographic. Barbacoas el cuatro de Julio y propósitos, cuando llegue el momento, de dedicarse al golf. Que se pirra por todo lo que sea deleznable comida basura: Burgles, Curlies, Cheesies, Squigglies… Te estás riendo, pero yo no como nada de eso, nada que parezca más material de embalaje que alimento, y que esté, como mínimo, a media docena de procesos de elaboración de su origen en una granja. Bruce Springsteen, en sus primeros álbumes, grazna a todo volumen por la ventanilla abierta de su camioneta mientras el aire alborota sus cabellos. Y sigue las canciones desafinando… ¿cómo es posible que me encariñara con una persona con tan pésimo oído? Los Beach Boys. Elvis… No ha perdido sus raíces, y le gusta el viejo y sencillo rock and roll, ¿verdad? Pretencioso. Pero no tan duro como querías dar a entender: recuerdo que te prendaste de Pearl Jam; precisamente por entonces Kevin tuvo el ramalazo de locura… (lo siento). La música tenía que ser ruidosa; no encontrabas tiempo para mi Elgar ni mi Leo Kottke, aunque hacías una excepción con Aaron Copland. En una ocasión, en Tanglewood, te sorprendí enjugándote apresuradamente los ojos como si trataras de aclararte la vista, confiando en que no advirtiera que la interpretación de «Quiet City» hacía que se te saltaran las lágrimas. Y, después, tus placeres corrientes y obvios: el Zoo y los Jardines Botánicos del Bronx, las montañas rusas de Coney Island, el ferry de Staten Island, el edificio del Empire State… Eras, de cuantos neoyorquinos conocía, el único que había tomado el ferry para visitar la Estatua de la Libertad. Una vez me arrastraste hasta allí, y éramos los únicos turistas que hablábamos inglés en el barco. Decidido partidario del arte figurativo, como el de Edward Hopper. Y, ¡Dios santo, Franklin…!, ¡republicano! Firme y acérrimo defensor de reducir al mínimo la acción del gobierno y de rebajar los impuestos. Físicamente, por lo demás, eras también sorprendente, parecías un sólido defensa. Había veces que te preocupaba que pensara que pesabas demasiado, porque, aunque tenía más o menos tu misma estatura, estabas, por término medio, entre los setenta y cinco y los ochenta kilos, y luchando siempre contra esos cinco kilos de mantecosos michelines que se te instalaban a la altura del cinturón. Y para mí eras enorme. Tan resistente y sólido, tan grande, tan fuerte, que no tenías nada que ver con las manejables creaciones de mi imaginación. Con la constitución de un poderoso roble, contra el que podía apoyar mi almohada y leer; por las mañanas, podía acurrucarme en el ángulo de tus ramas. ¡Qué felices somos cuando se nos da lo que creemos que necesitamos! ¡Cómo hubieran llegado a cansarme los cacharros de alfarería y las absurdas dietas, y cómo detesto los chirridos de la música de sitar!

Pero la mayor de mis sorpresas fue la de casarme con un americano. Pero no, simplemente, con un americano, con un hombre que lo era por pura casualidad. No, tú eras americano por elección, como por nacimiento. Eras, de hecho, un patriota. Nunca había conocido antes a nadie así. A patrioteros, sí. A personas cortas de miras e ignorantes, que jamás habían salido de los Estados Unidos y creían que eran el mundo entero, de forma que decir algo contra su país equivalía a denigrar al universo, o a una muestra de engreimiento. Tú, en cambio, habías estado en unos pocos lugares —en México, y en Italia, en un desastroso viaje con una mujer cuyo arsenal de alergias incluía la que tenía a los tomates—, y habías decidido que te gustaba tu país. No, mejor dicho: que estabas enamorado de tu país, con su manera serena y eficiente de hacer las cosas, su sentido práctico, su idiosincrasia tolerante y nada pretenciosa y su énfasis en la franqueza. Hubiera dicho —y dije— que estabas enamorado de una versión arcaica de los Estados Unidos y también de una América que hacía mucho tiempo que había pasado o que nunca existió en realidad. Y tú hubieras respondido —y respondiste— que una parte de la esencia de América consistía precisamente en ser una idea, y que eso era más de lo que podían decir la mayoría de los países, que se reducían a poco más que a unos pasados deshilvanados y a meras circunscripciones en un mapa. Era una idea estupenda, y también bella —dijiste—, y me hiciste ver —lo reconozco— que una nación que pretendía preservar por encima de todo la libertad de sus ciudadanos para hacer todo aquello que desearan era precisamente el tipo de país que por fuerza tenía que cautivar a quienes eran como yo. Te hubiera objetado que las cosas no han sido así, en realidad, pero tú habrías respondido que es mejor que cualquier otro, y allí se habría acabado la discusión.

Es cierto que mi desencanto ha ido en aumento. Pero todavía quiero agradecerte que me presentaras a mi propio país. ¿No fue así como nos conocimos? En A Wing and A Prayer habíamos decidido poner unos anuncios en Mother Jones y Rolling Stones, y cuando estaba dudosa acerca de las fotos que necesitábamos, los de Young & Rubicam te dijeron que pasaras por nuestra oficina. Apareciste en mi despacho vistiendo una camisa de franela y téjanos llenos de polvo, y mostraste una encantadora impertinencia. Intenté con todas mis fuerzas mostrarme profesional, porque tus hombros impedían que me concentrara. «Francia», imaginé. «El valle del Ródano». Pero enseguida titubeé pensando en el coste de enviarte y rodar allí. Tú te reíste. Puedo encontrarle un valle del Ródano aquí mismo, en Pennsylvania. Y lo hiciste, en efecto.

Hasta entonces siempre había considerado los Estados Unidos como un lugar del que marcharme. Después que me pediste descaradamente que saliera contigo —a mí, una ejecutiva con la que no tenías más que una relación de negocios—, me acorralaste hasta reconocer que, de haber nacido en un lugar diferente, los Estados Unidos de América habrían sido, posiblemente, el primer país que habría querido visitar; que, fuera lo que fuese lo que pensara de este país, era, sin duda, el que llevaba la voz cantante en el mundo y tiraba de todos los hilos; el que producía la mayor parte del cine, vendía la Coca-Cola y enviaba los episodios de Star Trek hasta la mismísima Java; un país con el que necesitabas relacionarte, aún en el caso de que esa relación fuera hostil; un país que exigía aceptación o rechazo, cualquier cosa menos indiferencia. El país en el que se miraban todos los demás países, el país que te salía al paso, tanto si querías como si no, en cualquier punto del planeta en el que te hallaras. «De acuerdo, de acuerdo», protesté. «De acuerdo. Lo visitaré».

Y eso fue lo que hice. ¿Recuerdas tu reiterado asombro en aquellos primeros días? De que no hubiera asistido jamás a un partido de béisbol…, de que no hubiera estado nunca en Yellowstone…, o en el Gran Cañón… Los despreciaba, pero jamás había tomado un pastel de manzana caliente en un McDonald’s… (Y me gustó, lo reconozco). Algún día —observaste— no habrá ningún McDonald’s. El mero hecho de que existan miles de establecimientos de ésos no implica que los pasteles calientes de manzana no sean excelentes, o que no sea un privilegio vivir en una época en que es posible comprar uno por 99 centavos. Éste era uno de tus temas favoritos: que la profusión, la multiplicidad, la popularidad no disminuían necesariamente el valor de una cosa, y que el paso del tiempo acababa haciendo que todas las cosas fueran excepcionales. Te encantaba saborear el tiempo presente, y no he conocido a nadie más consciente que tú de que todos sus componentes se caracterizan por la fugacidad.

Y ésa era también tu perspectiva sobre nuestro país: que no duraría siempre. Que, por supuesto, era un imperio, aunque no había nada vergonzoso en serlo. La historia está hecha de imperios, y el de los Estados Unidos era con mucho el mayor, el más rico y el más justo que jamás hubiera dominado la Tierra. Caería, inevitablemente. Les ocurría a todos los imperios. Pero podíamos sentirnos afortunados —decías—, porque nos estaba permitido participar en el experimento social más fascinante que se hubiera intentado jamás. Luego añadías que era imperfecto, sin lugar a dudas, con el mismo aspecto con que yo decía, antes de nacer Kevin, que, obviamente, había niños «problemáticos». Pero me asegurabas que, si los Estados Unidos fueran a hundirse o a desaparecer en el curso de tu vida, a colapsarse económicamente, a ser vencidos por un agresor o a ser corrompidos interiormente hasta transformarse en algo malo, tú los llorarías amargamente.

Creo que lo harías, sí. Pero en aquellos tiempos consideraba a veces, cuando me llevabas a visitar el Museo Nacional de Diseño de la Smithsonian Institution, me incitabas a recitar los nombres de todos los presidentes por orden y me acribillabas a preguntas sobre las causas de los disturbios en la plaza Haymarket de Chicago en 1886, que no estaba conociendo el país realmente. Lo que estaba conociendo era tu país. El que tú habías construido para ti, del modo como un chiquillo construye una cabaña de troncos con palitos de pirulí. Era, eso sí, una reproducción encantadora. Todavía hoy, cuando me encuentro con algún fragmento del Preámbulo de la Constitución: Nosotros, el pueblo…, siento que se me pone la carne de gallina. Porque oigo tu voz. Y con la Declaración de Independencia me pasa lo mismo: Sostenemos como evidentes estas verdades… ¡Es tu voz!

Irónico. He pensado sobre ti y la ironía. Siempre te ponía de mal humor que mis amigos de Europa criticaran a nuestros compatriotas por «no tener sentido de la ironía». Pero (irónicamente) en el pasado siglo XX hubo una enorme cantidad de ironía en los Estados Unidos, demasiada, incluso. De hecho, a mí me asqueaba, aunque no me había dado cuenta hasta que tú y yo nos conocimos. Al llegar a los años ochenta, todo era «retro» y había una corriente subterránea de sarcasmo, un distanciamiento de todos aquellos restaurantes de los cincuenta, con sus asientos cromados y sus descomunales batidos de frutas. Ironía significa tener y no tener, a la vez. La ironía implica cierta crítica, cierta desaprobación. Teníamos amigos cuyos apartamentos estaban completamente decorados con objetos de pega, con un kitsch sardónico —muñecas negritas, anuncios enmarcados de los copos Kellogg’s de los años veinte («¡Fíjate cómo desaparecen los boles!»)—; daba la sensación de que allí todo eran artículos de broma.

Tú no querías vivir de esa manera. Oh, carecer de «sentido de la ironía» era, supuestamente, no saber lo que era: ser un imbécil, no tener el más mínimo sentido del humor. Pero tú sí sabías qué era eso. Por educación, te reíste un poco del candelabro de hierro con la figura de un jockey negro que Belmont había elegido para la chimenea de su casa. Captaste la broma. Sólo que no pensabas que fuera divertido, en realidad, y que para tu vida deseabas objetos que fueran realmente bellos y no sirvieran sólo para hacer reír. Dada tu inteligencia, eras sincero a propósito, y no por simple naturaleza. Y eras americano por decisión personal, la misma con la que asumías todo cuanto había de bueno en ello. ¿Puede hablarse de ingenuidad cuando se es ingenuo a propósito? Irías a meriendas campestres. Seguirías la convención de visitar los monumentos nacionales durante las vacaciones. Cantarías a pleno pulmón, con tu desafinada voz, el himno nacional al empezar los partidos de los Mets, y no se te escaparía ninguna sonrisa al decir aquello de «sobre la tierra de los libres y la patria de los valientes». Los Estados Unidos —decías— estaban en la vanguardia de la existencia. Eran un país cuya prosperidad carecía de precedentes, en el que todos, virtualmente, tenían lo suficiente para comer; un país que se esforzaba por practicar la justicia y ofrecía prácticamente toda clase de espectáculo y deporte, toda religión, raza, ocupación y afiliación política imaginables, junto con una asombrosa variedad de paisajes, de flora, de fauna y de climas. Si no era posible llevar en este país una vida hermosa, rica, espléndida, con una bella esposa y criar un hijo saludable, no sería posible en ninguna parte. Incluso ahora sigo pensando que tal vez tuvieras razón, pero en lo de que tal vez no sea posible en ninguna parte.

9 p. m. (de vuelta en casa)

La camarera era tolerante, pero el Café Bagel se cerraba. Y la escritura de impresora puede que sea impersonal, pero resulta más fácil de leer. Por eso me preocupa que todo el largo pasaje anterior manuscrito puedas haberlo recorrido mirando sólo por encima, leyendo a toda prisa. Y me preocupa que, al leer la palabra «Chatham» al principio, no hayas podido pensar en otra cosa y que, por una vez, no te hayan interesado mis sentimientos hacia los Estados Unidos. Chatham. ¿Quieres saber si voy a Chatham?

Pues sí. Voy siempre que tengo la oportunidad. Afortunadamente, esos viajes cada dos semanas al Reformatorio Juvenil de Claverack tienen que ajustarse a un horario de visitas tan restrictivo que no me dejan libertad de elección para ir una hora más tarde u otro día. Salgo exactamente a las once y media, porque es el primer sábado del mes y debo llegar inmediatamente después del segundo turno de almuerzo, a las dos de la tarde. Trato de no reflexionar demasiado acerca de si temo verlo o, lo que es mucho menos probable, lo deseo. Simplemente, voy.

¿Te asombras? No deberías. Es mi hijo, y una madre debe visitar a su hijo preso. He tenido incontables fallos como madre, pero siempre me he ajustado a las normas. Uno de mis errores, de mis muchos errores, fue seguir al pie de la letra la ley no escrita de la paternidad. Eso se puso en evidencia durante el juicio, durante la demanda civil. Me consternó ver lo fría que parecía sobre el papel. Vince Mancini, el abogado de Mary, me acusó ante el tribunal de visitar a mi hijo con tanta diligencia en el lugar donde se hallaba detenido durante el juicio sólo porque preveía que me demandarían por negligencia en su educación. Decía que estaba haciendo teatro mientras presentaba petición tras petición al tribunal en favor de mi hijo. Por supuesto, el problema con la jurisprudencia es que en ella no caben sutilezas. Mancini no andaba desencaminado del todo. Puede que en aquellas visitas hubiera algo de teatro. Pero continúan ahora que nadie se fija en ellas porque, si trato de demostrar que soy una buena madre, lo hago, llena de desaliento, para mí.

El propio Kevin ha mostrado su sorpresa por mis persistentes visitas, lo que no significa, por lo menos al principio, que lo complacieran. En 1999, a sus dieciséis años, estaba aún en esa edad en que resulta embarazoso que te vean con tu madre; ¡cuán agridulce es que semejantes clichés acerca de los adolescentes persistan incluso cuando se enfrentan al más adulto de los problemas! Y en aquellas primeras visitas parecía ver mi presencia como una acusación, de forma que si decía una sola palabra se enfurecía. No parecía darse cuenta de que era yo quien debía sentirse enfurecida por su culpa.

Pero, en la misma línea, he notado que, cuando un coche está a punto de atropellarme en un paso cebra, es frecuente que su conductor se dirija a mí —furioso, gesticulante, maldiciente—, a mí, la casi atropellada, olvidando que era yo quien tenía preferencia en el cruce. Esta es una dinámica muy habitual en los enfrentamientos con conductores varones, que parecen tanto más indignados cuanta menos razón tienen. Pienso que el razonamiento emocional, si puede llamársele así, sigue esta secuencia: haces que me sienta mal; sentirme mal me saca de mis casillas; por consiguiente, tú me sacas de mis casillas. Si yo hubiera tenido por aquel entonces la suficiente serenidad para captar la primera parte de esa secuencia, podría haber vislumbrado un destello de esperanza en la instantánea indignación de Kevin. Pero, en aquel entonces, su ira, simplemente, me engañó. ¡Me parecía tan injusta…! Las mujeres tendemos más hacia la pena, y no sólo en cuestiones de tráfico. Así que me culpaba, y él también. Me sentía como si todo se confabulara contra mí.

Por esa razón, al principio de estar Kevin en la cárcel no conversábamos, en realidad. El mero hecho de tenerlo delante hacía que me flaquearan las fuerzas. Me dejaba incluso sin energía para llorar, unas lágrimas que, por otra parte, no hubieran servido de nada. A los cinco minutos, con voz ronca, le preguntaba, por ejemplo, qué tal era la comida, y él me miraba con un incrédulo desconcierto, como si en aquellas circunstancias mi pregunta fuera absurda; y, sin duda, lo era. O bien le decía: «¿Te tratan bien?», aunque no estaba muy segura del sentido que pudiera tener eso, ni tan sólo de si quería que sus celadores le dispensaran un buen trato. Él, entonces, balbucía un «Claro que sí: vienen cada día a darme las buenas noches a la hora de irme a la cama». No tardé en agotar mi repertorio de preguntas maternas formales, lo cual fue un alivio para los dos.

Pero si pronto dejé atrás mi pose de madre leal, preocupada sólo porque su pequeño se coma la verdura, seguimos todavía luchando con la actitud más impenetrable de Kevin como irremediable ser antisocial patológico. El problema está en que, mientras que mi papel como madre que defiende a su hijo pase lo que pase es, en definitiva, degradante —por necio, irracional, ciego y sentimentaloide—, y, por ende, un papel del que me alegra haberme librado, Kevin saca demasiado partido de su propio cliché para dejar tranquilamente que desaparezca. Parece decidido todavía a demostrarme que puede haber sido en mi casa un ser dominado que tenía que rebañar bien su plato, pero ahora es una celebridad que ha ocupado la portada de Newsweek y cuyo sonoro nombre, Kevin Khatchadourian —o «KK» para los diarios sensacionalistas, como Kenneth Kaunda en Zambia— ha restallado como una censura en los labios de los presentadores de las principales cadenas de televisión nacionales. Incluso ha contribuido a que haya surgido una corriente de opinión que propugna los castigos corporales y la pena de muerte para los delincuentes juveniles, así como la obligatoriedad de que todos los televisores dispongan de un V-chip, dispositivo activado por los padres para evitar que sus hijos vean programas de sexo o violencia cuando los dejan solos. En el reformatorio, según me ha explicado Kevin, no lo tratan como a un delincuente menor, sino como a un verdadero enemigo público, y sus compañeros, no tan afortunados, sienten por él respetuosa admiración.

Una vez, al principio (después que se volvió más comunicativo), le pregunté: «¿Cómo te tratan los otros chicos? ¿Te…, te critican? ¿Por lo que hiciste?». En realidad, lo que hubiera querido saber era si le hacían la zancadilla en los pasillos o le escupían en la sopa. Al principio, comprendía, vacilaba y era deferente con él. Me asustaba, me asustaba físicamente, y deseaba desesperadamente no irritarlo. Por supuesto estaban allí los guardias de la prisión, pero ¿acaso no había personal de seguridad en su instituto, y policía en Gladstone? ¿De qué sirvieron? Ya no me siento protegida.

Kevin soltó una especie de graznido forzado por la nariz, una risotada seca y carente de alegría, y dijo algo así como: «—¿Bromeas? Me adoran, mami. No hay un solo tío en este antro que no se haya cargado antes del desayuno a cincuenta mamones, por lo menos. Pero lo hacen mentalmente. Yo soy el único que tuvo pelotas para hacerlo en la vida real». Cuando Kevin habla de la «vida real», lo hace con esa convicción absoluta con que los fundamentalistas se refieren al cielo o al infierno. Es como si estuviera tratando de convencerse a sí mismo de algo.

Yo sólo tenía su palabra, por descontado, de que aquellos maleantes que sólo habían robado coches o apuñalado a camellos rivales, lejos de hacerle el vacío, lo habrían elevado a la categoría de héroe mítico. Pero me convencí de que en algún momento debió de gozar de cierto prestigio la tarde en que, indirectamente, como de costumbre, me confesó que había comenzado a menguar.

«Te diré una cosa», me confesó: «Estoy ya harto de contar la misma jodida historia». De lo que deduje, más bien, que sus compañeros estaban ya cansados de oírsela. Año y medio largo es mucho tiempo para los adolescentes, y la historia de Kevin es ya agua pasada. Y es ya lo bastante mayor para comprender, también, que una de las diferencias entre un criminal y el lector medio de la prensa es que este último es un mero espectador y, como tal, se le permite el lujo de «hartarse de oír contar la misma jodida historia» y es libre de largarse en cuanto quiera. Los criminales, en cambio, están inmovilizados en lo que debe de ser una repetición tiránica del mismo trillado cuento. Así que Kevin se verá condenado el resto de su vida a subir las escaleras de la sala de máquinas de aerobic del gimnasio del instituto de enseñanza media de Gladstone.

Esta es la razón de que se sienta resentido, y no puedo censurarlo por haber llegado a aburrirse ya de su propia atrocidad, ni por envidiar la posibilidad de olvidarla que tienen otros. Hoy se quejó incluso de un pipiolo de sólo trece años recién llegado a Claverack. «Su picha tiene el tamaño de un bollicao de los pequeños, ¿sabes?», añadió como para aclarar las cosas, mientras agitaba el meñique derecho. «De los que te dan tres por veinticinco centavos». Y, a continuación, me explicó con entusiasmo los motivos en que se fundaba la aspiración del chico a la fama: un matrimonio anciano, que vivía en el apartamento contiguo al suyo, se había quejado de que ponía demasiado alto su CD de los Monkees a las tres de la madrugada. Al siguiente fin de semana, la hija de la pareja descubrió a sus padres muertos en la cama, con un tajo que les llegaba desde la ingle hasta la garganta.

—Es terrible —comenté—. No puedo creer que todavía haya quien escuche a los Monkees.

Me gané un gruñido de reproche. Luego pasó a explicarme que la policía no encontró los intestinos de las víctimas, que es el detalle sobre el que se habían hecho lenguas los medios de comunicación, por no citar al club de fans del chico en Claverack.

—Tu amigo es realmente precoz —comenté—. Eso de las tripas perdidas… ¿no está de acuerdo con aquello que me dijiste de que, para llegar a ser famoso en ese negocio, hay que echarle una pizca de originalidad?

Puede que esto te horrorice, Franklin, pero me ha costado la mayor parte de los últimos dos años llegar hasta este punto con él, y que nuestras bromas macabras y dichas sin esbozar ni una sonrisa parezcan un progreso. Pero, puesto que Kevin no se siente aún muy cómodo con mis bromas, en ocasiones usurpo sus réplicas, lo cual le hace sentir celos.

—No creo que sea tan listo —replicó con cierta displicencia—. Probablemente, fue sólo que, al ver aquellas tripas, se le ocurrió pensar: «¡Qué bien! ¡Salchichas gratis!».

Kevin me dirigió una mirada furtiva. Estaba claro que lo decepcionaba que me mostrara impasible.

—Aquí todos piensan que el gilipollas ese es un tipo realmente duro… —siguió diciendo Kevin—. El caso es que a todos les cae bien. Y le dicen: «Chico, puedes poner, si quieres, Sonrisas y lágrimas a todo volumen, que no diré ni pío». —Ha adquirido un acento afroamericano que combina muy bien con el suyo—. Pero a mí no me impresiona. Es sólo un crío. Demasiado pequeño para saber lo que estaba haciendo.

—¿Y tú no lo eras? —le pregunté sin pensármelo dos veces.

Kevin se cruzó de brazos y me miró con satisfacción: había conseguido que volviera a mi papel de madre.

—Sabía perfectamente lo que estaba haciendo —dijo. Y, después, apoyándose sobre los codos, añadió—: Y volvería a hacerlo.

—Ya veo por qué —dije como si tal cosa mientras indicaba con un gesto las paredes de la habitación sin ventanas, con paneles de rojo bermellón y chartreuse. No se me ocurre qué razón existe para que pinten las prisiones como un decorado de Los Teleñecos—. ¡Te salió todo tan bien…!

—Sólo cambié un cochino agujero por otro. —Hizo un gesto con la mano derecha extendiendo dos dedos de una forma que indica que fuma—. Funcionó bien, realmente.

Tema cerrado, como de costumbre. Aún así, tomé nota de que aquel advenedizo de trece años recién llegado a Claverack hacía que nuestro hijo ya no fuera el centro de la atención de sus compañeros, y que no le hacía ninguna gracia. Parece que no debimos preocuparnos tanto por su falta de ambición.

Había pensado no decirte nada acerca de nuestra despedida de hoy. Pero, si por una parte quisiera ocultarte lo sucedido, por otra me muero de ganas de contártelo.

El guardia, con un rostro lleno de pecas que parecían motas de barro, nos avisó de que ya era la hora; por una vez los dos habíamos empleado la hora entera en algo más que mirar casi todo el rato el reloj. Estábamos de pie, uno a cada lado de la mesa, y yo iba ya a murmurar alguna frase de relleno, como «Te veré dentro de dos semanas», cuando me di cuenta de que Kevin me estaba mirando fijamente, cuando antes todas sus miradas eran sólo de refilón. Aquello hizo que me detuviera, nerviosa, y que me preguntara por qué había deseado siempre que me mirara a los ojos.

Una vez que hube dejado de jugar con mi abrigo, me espetó:

—Puede que engañes a los vecinos y a los guardias, y a Jesús y a tu chocha madre con estas santurronas visitas tuyas, pero a mí no me engañas. Sigue con ellas si quieres ganarte una estrella de oro, pero deja de arrastrar tu culo hasta aquí por mi causa. —Finalmente, añadió—: Porque te odio.

Ya sé que los niños suelen decir eso en sus arranques de mal genio: ¡Te odio, te odio!, con los ojos arrasados en lágrimas. Pero Kevin tiene casi dieciocho años, y su voz carecía de apasionamiento.

Yo ya tenía alguna idea de lo que se suponía que tenía que replicar: Bueno…, sé que no es eso lo que quieres decir, pero era consciente de que sí quería decirlo. O bien: Pues te quiero en cualquier caso, hijo, te guste o no. Pero tuve el presentimiento de que aquello significaría sólo que estaba siguiendo los trillados guiones que me habían llevado a encontrarme en una habitación de colores chillones, con la calefacción a tope, y que olía como el lavabo de un autobús, durante una tarde de diciembre que, por lo demás, era desacostumbradamente agradable. Así que, en lugar de decir nada de aquello, le respondí en el mismo tono desapasionado:

—Yo también te odio a menudo, Kevin…

Di media vuelta y salí.

Comprenderás ahora por qué necesitaba una restauradora taza de café. Tuve que hacer un esfuerzo para no entrar en un bar.

Mientras conducía hacia casa iba reflexionando que, por mucho que deseara evitar un país cuyos ciudadanos, cuando se les anima a realizar «todos sus caprichos», destripan a los ancianos, tenía todo el sentido del mundo que me casara con otro americano. Contaba con más motivos que la mayoría para considerar pasados de moda a los extranjeros, ya que, una vez conoces sus peculiaridades, son todos iguales. Además, en aquel entonces yo contaba treinta y tres años y me sentía cansada, víctima de ese agotamiento que se te acumula cuando estás de pie todo el día, pero que sólo notas cuando te sientas. Y me había convertido en una permanente extranjera que repasaba febrilmente su diccionario italiano de frases para ver cómo se decía «cesta del pan». Incluso en Inglaterra tenía que acordarme de decir pavement en lugar de sidewalk para referirme a la acera. Consciente de que era una especie de embajadora, desafiaba cada día una barrera de prejuicios hostiles, cuidando de no mostrarme arrogante, prepotente, ignorante, presuntuosa, grosera o excesivamente notoria en público.

Pero, si me había arrogado todo el planeta como mi jardín privado, este mismo descaro me señalaba como irremediablemente americana, igual que lo hacía mi peregrina idea de que era capaz de transformarme en un híbrido tropical internacionalista a partir de mis peculiaridades terriblemente propias de Racine, Wisconsin. Hasta el desinterés con que abandonaba mi tierra nativa era algo típico de nuestro pueblo, ruidoso, inquieto, agresivo, que (salvo tú) asume complacientemente que América es algo permanente, inmutable. Los europeos son más perspicaces a ese respecto. Conocen la variabilidad de la historia, saben que se adapta a las circunstancias, han sufrido su repentina rapacidad, y a menudo se precipitarán a cuidar sus perecederos huertos para asegurarse de que Dinamarca, por ejemplo, siga donde estaba. Pero, para aquellos de nosotros que asociamos el término «invasión» exclusivamente al espacio extraterrestre, nuestro país es una roca inexpugnable, que permanecerá indefinidamente intacta hasta nuestro regreso. Lo cierto es que en más de una ocasión he explicado a los extranjeros que mi carácter peripatético se veía facilitado por mi percepción de que «los Estados Unidos no me necesitan».

Resulta embarazoso elegir a tu media naranja atendiendo a los programas de televisión que veías de niño, pero, en cierto modo, eso es exactamente lo que hice. Yo necesitaba dar con un hombrecillo nervudo, un inútil como Barney Fife, pero sin tener que añadir tortuosamente que el tal Barney era el protagonista de una serie simpática y rara vez exportada llamada El show de Andy Griffith: un incompetente ayudante de sheriff que siempre estaba metiéndose en líos por culpa de su propia petulancia. Quería poder tararear el tema musical de The Honeymooners y que tú corearas conmigo: «¡Qué dulce es!». Y necesitaba ser capaz de decir: «Ésa salió por la izquierda del campo» sin tener que pararme a pensar si una imagen tomada del béisbol era comprensible en el extranjero. Necesitaba dejar de fingir que era un bicho raro cultural sin costumbres propias, tener una casa con reglas propias a propósito de los zapatos que los visitantes tuvieran que seguir. Tú restauraste para mí la idea de hogar.

Y el hogar es, precisamente, lo que Kevin me ha quitado. Mis vecinos me miran ahora con la misma suspicacia que reservan para los inmigrantes ilegales. Buscan a tientas sus palabras y me hablan con una deliberación exagerada, como si fuera una mujer para la que el inglés es una segunda lengua. Y, desde que he sido exiliada a la singular clase de madre de uno de esos «chicos de Columbine», yo también busco mis palabras tanteando, dudosa de cómo arreglármelas para traducir mis pensamientos, que no parecen de este mundo, a un lenguaje de ventas a dos por el precio de una y de tickets de aparcamiento. Kevin me ha vuelto a convertir en una extranjera en mi propio país. Tal vez esto ayude a explicar estas visitas de cada dos sábados, porque sólo en el reformatorio de Claverack no necesito traducir mi extraña jerga al lenguaje del mundo suburbano. Sólo allí podemos hacer alusiones que no requieren explicación y podemos dar por sobreentendido un pasado cultural que compartimos.

Eva