Querido Franklin,
El carnaval de Florida no da muestras de llegar a ninguna conclusión. La oficina está sublevada a causa de cierto funcionario del estado que lleva un montón de maquillaje, y un buen número de mis exaltados compañeros de trabajo predicen una «crisis constitucional». Yo lo dudo, aunque reconozco que no lo he seguido con detalle. Lo que me sorprende al ver que en los mostradores de los restaurantes la gente se pone a discutir, cuando antes comía en silencio, no es cuán en peligro se siente, sino lo segura que está. Sólo un país que se siente invulnerable puede permitirse tomar como entretenimiento la conmoción de la vida política.
Pero, al haber estado tan cerca del exterminio no hace tantos años (ya sé que estás cansado de oírme hablar de eso), pocos armenios norteamericanos compartan el petulante sentimiento de seguridad de sus compatriotas. Las propias fechas de mi vida tienen resonancias apocalípticas. Nací en agosto de 1945, cuando las esporas de dos hongos letales nos dieron una visión anticipada del infierno. Kevin nació en 1984… Un año muy temido, como recordarás; y, aunque yo me burlaba mucho de todos aquellos que se tomaban en serio la arbitraria elección de George Orwell para título de su obra, esa fecha marcó para mí el inicio de una tiranía.
El jueves en cuestión ocurrió en 1999, un año que, de antemano, había sido calificado como el del fin del mundo. Y no lo fue.
Desde la última vez que te escribí, he estado rebuscando en mi desván mental mis reservas iniciales acerca de la maternidad. Recuerdo, de hecho, un montón de temores, aunque equivocados todos ellos. Si me hubiera puesto a catalogar los inconvenientes de la paternidad, jamás se me habría ocurrido escribir en la lista que «mi hijo pudiera convertirse en un asesino». Más bien, hubiera pensado en cosas como éstas:
Éstos, en la medida en que puedo recordarlos ahora, eran los mezquinos recelos que sopesaba por anticipado, y he tratado de no contaminar su pasmosa ingenuidad con lo que ocurrió realmente. Es evidente que las razones para seguir yerma —¡qué palabra tan devastadora!— se reducían a nimios inconvenientes y sacrificios sin importancia. Eran egoístas, mezquinas y cortas de miras, de forma que cualquiera que compilara semejante catálogo y eligiera, a pesar de todo, retener su minúscula, ordenada, falta de aire, estática y, finalmente, medio seca vida sin familia, no sólo era una persona corta de vista, sino también terrible.
Sin embargo, cuando releo esa lista, me sorprende que, a pesar de ser merecedoras de condena, todas esas reservas convencionales a propósito de la paternidad son prácticas. Después de todo, ahora que los hijos no labran tus campos o te aguantan cuando eres incontinente, no hay ninguna razón sensata para tenerlos, y es sorprendente que, con el advenimiento de los métodos eficaces de anticoncepción, haya alguien que elija reproducirse. En contraste, el amor, la historia, la satisfacción, la fe en la «cosa» humana… Todos los modernos incentivos, son semejantes a dirigibles: inmensos, flotantes y escasos; optimistas, bienintencionados, profundos tal vez, pero ominosamente faltos de fundamento.
Durante años estuve esperando aquella urgencia apremiante de la que siempre había oído hablar, aquel deseo narcotizante que empuja inevitablemente a las mujeres sin hijos hacia los cochecitos de desconocidas en los parques. Necesitaba verme arrastrada por el imperativo hormonal, despertar un día y pasar mis brazos alrededor de tu cuello, abrazarte y rogarte que mientras aquella flor negra florecía detrás de mis ojos, me dejaras con un hijo. (Con un hijo. Hay un maravilloso calorcillo en esa expresión, un antiguo y tierno reconocimiento de que durante nueve meses vas a tener compañía dondequiera que vayas. Preñada, en cambio, es una palabra pesada y voluminosa, y siempre suena a mis oídos como una mala noticia: «Estoy preñada». E instintivamente me imagino a una chiquilla de dieciséis años en la mesa del comedor —pálida, con mala cara, con un novio que es un sinvergüenza—, que no sabe cómo decirle a su madre lo que ésta más teme).
Cualquiera que fuese el detonante, jamás lo tuve en mi organismo, y eso hizo que me sintiera engañada. Cuando, mediada mi treintena, aún no había conocido el calor maternal, me preocupó pensar que tal vez algo no funcionara dentro de mí, que me faltara algo. Para cuando di a luz a Kevin, a mis treinta y siete, había empezado a angustiarme si, por el mero hecho de no aceptar simplemente esa carencia, habría amplificado una incidental y tal vez mera deficiencia química hasta convertirla en un defecto de proporciones shakespearianas.
Entonces… ¿qué fue lo que me llevó finalmente a saltar la barrera? Tú, para empezar. Porque, si como pareja éramos felices, tú no lo eras, no del todo, y yo hubiera debido darme cuenta de ello antes. Había un hueco en tu vida que yo no podía llenar por completo. Tenías trabajo, y era muy adecuado para ti: husmear en lugares recónditos buscando un campo que tenía que ser acotado con cercas de troncos y equipado con un silo de color rojo cereza y vacas de manchas blancas y negras (Kraft, cuyas lonchas de queso están hechas de «auténtica leche»); trabajabas las horas que querías, eras quien tomaba las decisiones. Disfrutabas localizando exteriores, pero no amabas tu trabajo. Tu pasión era la gente, Franklin. Por eso, cuando te vi jugar con las hijas de Brian, frotarles la nariz con sus monitos de peluche y admirar sus falsos tatuajes fregoteados, quise darte la oportunidad de conocer el ardor que encontré un buen día en A Wing and A Prayer, o, como hubieras dicho tú, en AWAP.
Recuerdo que, en cierta ocasión, intentaste expresar, entrecortadamente, lo que no te gustaba; no hablo de sentimientos, sino de lenguaje. Tú siempre te sentías incómodo con la retórica de la emoción, lo que no tiene nada que ver con la incomodidad de la emoción en sí. Temías que un exceso de introspección pudiera estropear los sentimientos, del mismo modo que el bienintencionado, pero tosco, manoseo de una salamandra con manos grandes y torponas la puede lesionar.
Estábamos en la cama, todavía en aquel loft abovedado de Tribeca cuyo montacargas crujía como si estuviera a punto de romperse. Cavernoso, polvoriento, con su serie de mesitas auxiliares dispuestas de modo que crearan, aunque apenas lo conseguían, la ilusión de diversos ambientes, el loft me recordaba siempre el escondite que habíamos improvisado mi hermano y yo en Racine a base de chapa ondulada. Acabábamos de amarnos, y estaba a punto de sumergirme en el sueño cuando me incorporé de pronto en la cama. Tenía que tomar un avión para Madrid dentro de diez horas y me había olvidado de poner el despertador. Una vez hube ajustado la hora de la alarma, noté que estabas tendido sobre la espalda. Con los ojos abiertos.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—No sé cómo lo haces —respondiste con un suspiro. Y, cuando me acurrucaba de nuevo, preparada para oír un nuevo elogio de mi admirable y aventurero valor, debiste de percibir mi error, porque te apresuraste a añadir—: Irte. Marcharte tantas veces y por tantos días. Dejarme.
—Sabes que no me gusta.
—Lo dudo.
—Mira, Franklin… No utilizo mi empresa para escapar de tus garras. Recuerda que ella es anterior a ti.
—Oh, difícilmente podría olvidarlo…
—¡Es mi trabajo!
—No tiene por qué serlo.
Me senté en la cama.
—¿Vas a…?
—No. Yo no. —Me empujaste con suavidad para que volviera a tenderme. La cosa no iba a salirte según tus planes; porque, podía asegurarlo, lo habías planeado. Rodaste de lado y te encaramaste en la cama encima de mí, con los codos a mis costados; después, tu frente rozó un instante la mía—. No intento que dejes de publicar tus guías. Sé lo mucho que significan para ti. Ese es el problema. En cambio, yo no podría hacerlo. No podría levantarme mañana para volar a Madrid e intentar convencerte de que no vinieras a recibirme al aeropuerto al cabo de tres semanas. Tal vez podría hacerlo una o dos veces. Pero no incesantemente.
—Podrías si tuvieras que hacerlo.
—Mira, Eva… Yo lo sé y tú lo sabes. Nada te obliga a hacerlo.
Me retorcí. Estabas demasiado cerca de mí: notaba el calor de tu cuerpo y me sentía como enjaulada entre tus codos.
—Ya lo hemos hablado otras veces…
—No tantas. Tus guías de viaje son un éxito clamoroso. Podrías contratar a estudiantes que se encargaran de realizar todo ese trabajo de comprobar alojamientos que haces tú. Se encargan ya de la mayor parte de tu investigación, ¿no es cierto?
Me sentí irritada; ya había pasado por aquello.
—Si no los vigilo, me estafan. Dicen que han confirmado que la inclusión de un alojamiento en la guía sigue siendo válida, y no se han molestado en ir a comprobarlo por si les dan con la puerta en las narices. Después resulta que el B&B ha cambiado de manos y ahora está lleno de chinches, o que se ha trasladado a otro lugar. He recibido quejas de ciclistas que han rodado un centenar de kilómetros para encontrarse con que en el lugar indicado hay una oficina de seguros en lugar de la cama que se han ganado con creces pedaleando. Se ponen furiosos, y con razón. Y sin la jefa observándolos por encima del hombro, algunos de esos estudiantes aceptarían sobornos. La baza más valiosa de A Wing and A Prayer es su reputación…
—También podrías contratar a alguien que se encargara de verificar de manera selectiva el trabajo de tus colaboradores. O sea que, si mañana te vas a Madrid, es porque quieres. No hay nada horrible en ello, salvo el hecho de que yo no querría ni podría hacerlo. ¿Sabes que cuando estás fuera pienso en ti todo el tiempo? No pasa una hora sin que me pregunte qué estarás comiendo, a quién estarás visitando…
—¡Pero si yo también pienso en ti! Te reíste, y tu risa se me contagió; no pretendías montar una escena. Me liberaste y volviste a echarte sobre tu espalda.
—¡Mierda, Eva…! Te preocupa si el puesto de cuscús de la esquina seguirá allí hasta la próxima reimpresión, y cómo describir el color del cielo. Me parece muy bien. Pero, en tal caso, tus sentimientos hacia mí deben de ser distintos de los que yo tengo hacia ti. Ésa es la conclusión a la que estoy llegando.
—¿Me estás diciendo en serio que no te amo lo bastante?
—Tú no me amas de la misma manera que yo a ti. No tiene nada que ver con que sea mucho o poco. Hay algo…, hay algo que te guardas —dijiste vacilante—. Tal vez te envidio por ello. Es para ti como un depósito de reserva, o algo por el estilo. Sales de aquí, y entonces entra en funcionamiento esa otra fuente. Te pateas Europa, o Malasia, hasta que, finalmente, notas que tu reserva comienza a agotarse, y entonces vuelves a casa.
Pero, en realidad, lo que habías descrito se acercaba mucho más a mi personalidad anterior: a mi ser pre-Franklin. Yo fui en otros tiempos una unidad pequeña y eficiente, como uno de esos cepillos de dientes de viaje que se pliegan y caben en una caja. Ya sé que tiendo a ver aquellos tiempos con ojos demasiado románticos, aunque al principio, sobre todo, trabajé sin descanso. Era una chiquilla, en realidad. La idea de crear A Wing and A Prayer me la dio mi primer viaje a Europa, para el cual partí más bien corta de dinero. La idea de una guía de viajes bohemia infundió una sensación de proyecto en lo que, de no haber sido por eso, habría acabado disolviéndose como un azucarillo en una taza de café, y a partir de entonces fui a todas partes con un tronado cuadernillo, en el que anotaba precios de habitaciones individuales, si tenían agua caliente, si el personal hablaba inglés o si los aseos merecían confianza.
Es fácil olvidarlo, ahora que A Wing and A Prayer ha suscitado tantos competidores, pero a mediados de los sesenta los trotamundos dependían por completo de la Guía Azul de Michelin, pensada para un público de mediana edad y clase también media. En 1966, cuando la primera edición de Western Europe on A Wing and A Prayer tuvo que ser reimpresa casi de la noche a la mañana, me di cuenta de que había dado con un filón. Me gusta verme como perspicaz, pero los dos sabemos que fue cuestión de suerte. No podía prever la moda de los mochileros, ni tenía suficientes conocimientos de demografía como para aprovechar deliberadamente la circunstancia de que tantos hijos del baby boom inmediatamente posterior a la guerra entrarían al mismo tiempo, todos con la ayuda de papá, en una era de prosperidad, todos llenos de la optimista convicción de que un puñado de dólares podía llevarlos a Italia, pero tremendamente necesitados de que alguien los aconsejara a propósito de un viaje que ellos querían que fuera lo más largo posible y que papá, de entrada, jamás hubiera deseado que realizaran. Me decía, sobre todo, que el siguiente explorador que siguiera mis pasos se asustaría, como yo, y tendría el temor de que lo estafaran de la misma manera que me habían estafado en más de una ocasión, y si estaba dispuesta a probar primero la comida traicionera podría conseguir, cuando menos, que nuestro excursionista novato no se pasara la noche en vela lamentando su primer día en el extranjero. No quiero decir que lo hiciera por benevolencia, sólo que escribí la guía de lo que me hubiera gustado disponer.
Estás poniendo mala cara… Este cuento ya está muy manido, y tal vez sea inevitable que precisamente las cosas que al principio te atrajeron de alguien sean después las mismas que hagan que te irrite. Ten paciencia conmigo.
Sabes que siempre me horrorizó la perspectiva de volverme como mi madre. Es curioso que, hasta cumplidos los treinta años, Giles y yo no aprendimos el significado de la palabra «agorafobia», y siempre me ha dejado perpleja su definición estricta, que he consultado más de una vez: «temor a los espacios públicos o abiertos». No es, a mi entender, una descripción precisa de su dolencia. A mi madre no la asustaban, por ejemplo, los campos de fútbol americano; lo que temía era salir de casa; y tengo la impresión de que tenía pánico tanto de los espacios cerrados como de los abiertos, a menos que ese espacio cerrado no fuera, casualmente, el del número 137 de la Enderby Avenue en Racine, Wisconsin. Me temo que no existe una palabra para eso (¿«enderbyfilia», acaso?), aunque, por lo menos, cuando digo que mi madre es agorafóbica, la gente parece entender qué es lo que padece.
¡Dios santo, qué ironía!, me han dicho más veces de las que puedo contar. ¿Con tantísimos lugares en los que has estado…? Bien es verdad que a otras personas las encanta la simetría de los aparentes opuestos.
Pero permíteme decirlo con toda sinceridad: me parezco mucho a mi madre en esto. Tal vez porque de niña estaba siempre haciendo recados para los cuales era demasiado joven y que, en consecuencia, me atemorizaban: cuando tenía ocho años, me enviaron a buscar unas juntas nuevas para el fregadero de la cocina. Al elegirme de esa forma como su emisaria, no obstante ser demasiado niña, mi madre consiguió reproducir en mí la misma angustia desproporcionada acerca de las pequeñas interacciones con el mundo exterior que ella experimentaba a sus treinta y dos años.
No puedo recordar, por contradictorio que parezca, ningún viaje que, por más que haya deseado hacerlo, no haya despertado en mí al mismo tiempo un sentimiento de temor que me indujera a cancelarlo. Me he visto repetidamente forzada a salir de viaje por una conspiración de compromisos previos: el billete comprado, el taxi solicitado, un montón de reservas confirmadas, de manera que, para comprometerme un poco más, siempre hablaba a mis amigos del viaje y me despedía de ellos con toda clase de floridos adioses. Incluso, ya dentro del avión, habría dado cualquier cosa a cambio de la bendita satisfacción de ver que el gigantesco pájaro penetraba en la estratosfera para permanecer allí arriba toda una eternidad. El aterrizaje era para mí una agonía, así como el encuentro con la cama de mi primera noche, aunque el alivio que eso me diera —mi propia réplica de Enderby Avenue— fuera francamente delicioso. Al final, quedé enganchada en una secuencia de terrores cada vez más acelerada, que culminaba en un vertiginoso hundimiento en mi lecho adoptivo. Toda mi vida he estado forzándome a hacer cosas. Nunca fui a Madrid, Franklin, porque me apeteciera comer una paella, y cada uno de esos viajes de investigación, que tú creías que realizaba para evadirme de los antipáticos lazos de nuestra tranquilidad doméstica, era, en realidad, un guante que yo misma me tiraba y que me obligaba a recoger, aunque alguna vez me alegró haber hecho un viaje, nunca disfruté al emprenderlo.
Pero con los años la aversión fue haciéndose más suave, y superar una simple molestia ya no vale tanto la pena. Una vez acostumbrada a demostrarme que estaba a la altura de mi propio reto —para probarme repetidamente que era independiente, capaz, libre y adulta—, el temor fue invirtiéndose poco a poco. Lo único que me atemorizaba más que otro viaje a Malasia era quedarme en casa.
Por eso ya no temía sólo convertirme en mi madre, sino también, simplemente, ser madre. Me asustaba ser el ancla firme, inamovible, que sirve como punto de partida para otro joven aventurero cuyos viajes tal vez envidiara y cuyo futuro no está aún asentado y cartografiado. Temía ser esa figura arquetípica en el umbral de la puerta —desaliñada, un poco rellenita— que te dice adiós con la mano y te lanza besos mientras metes la mochila en el maletero del coche; que se enjuga los ojos llorosos por los humos de un tubo de escape con un delantal arrugado; que da media vuelta, pesarosa, para correr el cerrojo y lavar en el fregadero unos platos, demasiado pocos ahora, mientras el silencio de la habitación pesa sobre ella como un techo que se hubiera desplomado. Más que el horror de la despedida, ahora sentía el de ser abandonada. ¡Cuántas veces te había hecho eso, te había dejado con las migajas de la cena de despedida todavía sobre la mesa para salir zumbando hacia el taxi que me aguardaba! No creo haberte dicho nunca cuánto me entristecía causarte todas esas pequeñas muertes con mis deserciones en serie, ni haber tratado de aliviar con alguna pulla tu más que justificado mal humor por sentirte abandonado.
Verás, Franklin, estaba absolutamente aterrorizada por la perspectiva de tener un hijo. Antes de quedarme embarazada, mis visiones de criar un hijo —cuando leía historias de cabañas llenas de caritas sonrientes a la hora de ponerse a dormir, empapuzadas de papilla en sus poco dispuestas bocas— parecían referirse a otra persona. Temía la confrontación que pudiera encontrar con la que pudiera ser una naturaleza cerrada, dura como una piedra, mi egoísmo y mi falta de generosidad, la naturaleza viscosa y densa de mi propio rencor. Por intrigada que me sintiera con respecto al hecho de volver una nueva página en mi vida, me desazonaba también la perspectiva de verme irremediablemente atrapada en la historia de otro. Y pienso que fue precisamente ese terror lo que acabó por inducirme a quedar embarazada, del mismo modo que un tronco caído en el camino te tienta a saltarlo. La propia imposibilidad de la tarea, su absoluta falta de atractivo, fue al final lo que me atrajo de ella.
Eva