15 DE NOVIEMBRE DE 2000

Querido Franklin,

¿Sabes? Trato de mostrarme cortés. Por eso, cuando mis compañeros de trabajo —sí, así es…, lo creas o no, trabajo en una agencia de viajes de Nyack, y con gran satisfacción, además—, cuando mis compañeros de trabajo, digo, comienzan a despotricar por el desproporcionado número de votos otorgados a Pat Buchanan en Palm Beach, aguardo pacientemente a que terminen su perorata, lo cual ha hecho de mí una interlocutora inestimablemente apreciada y buscada: soy la única de la oficina que les permite concluir una frase. Si la atmósfera de este país se ha convertido de pronto en una especie de carnaval de opiniones encarnizadas, yo no me siento invitada a esa fiesta. No me importa quién resulte elegido presidente.

Aún así, puedo ver con toda claridad lo ocurrido esta última semana a través del prisma de mi vida privada, del «si aquello no hubiera pasado…». Yo habría votado por Gore, tú por Bush. Hubiéramos tenido algunas discusiones bastante encendidas antes de las elecciones. Pero eso…, oh, bueno…, eso hubiera sido maravilloso. Fuertes y estridentes puñetazos sobre la mesa y puertas cerradas de golpe con violencia, yo recitando párrafos escogidos del New York Times, tú recalcando furiosamente las páginas de opinión del Wall Street Journal, y los dos esforzándonos por no sonreír. ¡Cuánto echo de menos todas esas peleas por bagatelas…!

Puede que no fuera del todo sincero por mi parte haber dado a entender, al comienzo de mi anterior carta, que, cuando charlábamos al final de un día, te lo contaba todo. Por el contrario, una de las cosas que me impulsan a escribirte es que tengo la mente llena a rebosar de pequeñas historias que jamás te conté.

No te imagines que he disfrutado con mis secretos. Me tienen atrapada, repleta, y hace mucho que nada me habría gustado tanto como abrir mi corazón. Pero tú, Franklin, no querías escuchar. Seguro que aún sigues sin querer escuchar. Tal vez yo debería haberlo intentado con más insistencia entonces, para obligarte a prestar atención. Pero lo cierto es que no tardamos en adoptar criterios opuestos acerca de todo. En el caso de muchas parejas que discuten lo que hace que se encuentren en campos enfrentados puede ser algo intangible, una especie de línea, una abstracción que las divide, las idiosincrasias personales, una vaga sensación de agravio, una insensible lucha por el poder que tiene vida propia: algo tan sutil como una telaraña. Tal vez a esas parejas, en los momentos de reconciliación, la propia irrealidad de esa línea las ayude a deshacerla. Mira —puedo imaginarlos, llena de envidia, diciéndose—, no hay nada en la habitación; podemos cruzar sin problemas el espacio que nos separa. Pero, en nuestro caso, lo que nos separaba era demasiado tangible, y, si no estaba en la habitación, podía entrar en ella por voluntad propia.

Nuestro hijo. Que no es la suma de un conjunto de pequeñas anécdotas, sino toda una historia. Y aunque la tendencia natural de los narradores de anécdotas sea comenzar por el principio, me resistiré a ella. Porque tengo que remontarme más allá todavía. Y es que muchas historias están predeterminadas antes de iniciarse.

¿Qué locura se apoderó de nosotros? ¡Éramos tan felices…! ¿Por qué arriesgamos cuanto teníamos en ese juego atroz de tener un hijo? Me doy cuenta de que te parecerá sumamente blasfemo el simple planteamiento de esta pregunta… Aunque las yermas tienen derecho a decir aquello de que «las uvas no están maduras», sin duda va contra las reglas que tengan realmente un hijo y pasen algún tiempo en esa vida prohibida paralela quienes nunca hubieran debido atreverse a entrar en ella. Pero, en mi caso, una perversidad afín a la de Pandora me impulsa a valorar sobre todo lo que está prohibido y a dejarlo libre. Tengo imaginación y me gusta atreverme. Y sabía también esto acerca de mí: soy de esas mujeres capaces, aunque les resulte difícil, de respetar el derecho a la vida de los demás. En cambio, Kevin no pareció aceptarlo, ¿verdad?

Lo lamento, pero no puedes esperar que evite hablar de aquello. Puede que no sepa cómo denominar aquel jueves. El calificativo atroz parece sacado de un periódico; hablar del incidente de aquel jueves es minimizar el hecho hasta un extremo casi repugnante, y referirse al día en que nuestro propio hijo cometió un asesinato en masa es demasiado largo, ¿no crees? ¿Sería mejor no referirse a ello, por eso? Pues yo lo voy a hacer. Cada mañana me despierto pensando en lo que hizo, y con el mismo pensamiento me voy a la cama cada noche. Este pensamiento es mi pobre sustitutivo del marido que ahora me falta.

Por eso me he estrujado el cerebro tratando de reconstruir aquellos pocos meses en 1982, cuando estábamos oficialmente «decidiéndonos». Vivíamos aún en mi cavernoso loft de Tribeca, rodeados de homosexuales que nos miraban por encima del hombro, de artistas sin ataduras a los que calificabas de demasiado indulgentes consigo mismos y de parejas de profesionales sin cargas familiares que iban cada noche a cenar a un Tex-Mex y se dejaban ver en el club nocturno hasta las tres de la madrugada. En aquel vecindario los hijos estaban a la par con el búho manchado y otras especies en peligro de extinción, por lo que no resulta extraño que nuestras deliberaciones sobre el tema fueran rebuscadas y abstractas. Nos pusimos incluso una fecha tope, en atención a que aquel agosto iba a cumplir treinta y siete años y porque no queríamos un hijo que estuviera viviendo aún con nosotros cuando fuéramos ya sesentones.

¡Sesentones! En aquellos tiempos era una edad tan desconcertante y teórica como pudiera serlo el hecho de tener un hijo. Y, sin embargo, voy a adentrarme en ese territorio desconocido dentro de cinco años tan sólo, sin más ceremonias que como una se sube a un autobús urbano. En realidad, fue en 1999 cuando di el gran salto en el tiempo, aunque entonces noté mi envejecimiento menos en el espejo que en la atención de los demás. Cuando este enero fui a renovar mi permiso de conducir, el funcionario que me atendió no pareció sorprenderse en absoluto de que tuviera ya cincuenta y cuatro años, y recordarás que en otro tiempo estaba muy envanecida a ese respecto y acostumbraba a que me piropearan y me dijeran que parecía, por lo menos, diez años más joven. De la noche a la mañana los piropos cesaron por completo. De hecho, tuve una desagradable experiencia, poco después de aquel jueves, cuando un empleado del metro, en Manhattan, me informó de que los mayores de sesenta y cinco años «teníamos» derecho a solicitar un descuento por nuestra avanzada edad…

Habíamos acordado que, si nos convertíamos en padres, ésta sería «la decisión más importante que tomaríamos juntos en la vida». Pero la propia importancia de la decisión era la garantía de que jamás parecería real, y por eso se movía siempre en el reino de la fantasía. Cada vez que uno de nosotros planteaba el tema de la paternidad, me sentía como una niña de siete años contemplando la muñeca que se hace pipí que le han regalado por Navidad.

Recuerdo una serie de conversaciones en aquel periodo que se sucedieron con un ritmo arbitrario entre la tendencia a favor y la tendencia en contra. La más optimista de ellas fue, sin duda, la que sostuvimos cierto domingo después de un almuerzo con Brian y Louise en Riverside Drive. Ellos ya no salían nunca a cenar, lo que siempre provocaba una situación de apartheid paterno: uno de los miembros de la pareja representaba el papel de persona adulta, comiendo aceitunas griegas y bebiendo cabernet, mientras el otro acorralaba, bañaba y metía en la cama a dos chiquillas revoltosas. Por mi parte, siempre he preferido salir de noche; se presta más, implícitamente, a la alegría desbordante, aunque para aquel entonces esa clase de alegría ya no era una cualidad que yo asociara con aquel amable y casero guionista de la cadena de televisión por cable HBO, que elaboraba su propia pasta y regaba altas plantas de perejil en el alféizar de su ventana.

—¡Y pensar que era tan alegre y alocado! —exclamé, maravillada, cuando bajábamos en el ascensor.

—Intuyo cierta nostalgia en tu voz —observaste.

—Oh, estoy segura de que ahora es más feliz.

Pero no estaba segura, en realidad. En aquel entonces pensaba aún que la sensatez era sospechosa. De hecho, pasamos allí un rato «encantador», lo que me dejó después desconcertantemente infeliz. Admiré el comedor de roble macizo adquirido por cuatro cuartos en una subasta mientras tú escuchabas un exhaustivo inventario de las muñecas repollo de las crías de la casa con una paciencia que me dejaba absolutamente sorprendida. Alabamos la ensalada, llena de inventiva, con inocente fervor, puesto que en los primeros años de la década de los ochenta aún estaban de moda el queso de cabra y los tomates madurados al sol.

Años antes habíamos convenido en que tú y Brian no os pelearíais por causa de Ronald Reagan: para ti la imagen de un tipo jovial y brillante, con ideas fiscales muy simples, que había restaurado el prestigio de nuestro país, y para Brian un personaje rayano en la imbecilidad, que llevaría al país a la bancarrota con sus recortes fiscales para los ricos. Así que nos ceñimos a temas más inocuos mientras sonaba como música de fondo la canción «Ebony and Ivory», interpretada a todo volumen, y yo trataba de contener mi enfado porque las niñas de la casa cantaran tan desafinadamente y estuvieran repitiendo sin parar la misma música. Tú lamentaste el hecho de que los Knicks no hubieran llegado a los play-off, y Brian hizo una admirable imitación de un hombre interesado en los deportes. A los cuatro nos decepcionaba que la serie All in the Family fuera a concluir pronto su última temporada en pantalla, pero coincidimos en reconocer que ya no daba más de sí. Casi el único conflicto que se planteó entre nosotros aquel día fue el relativo al destino igualmente terminal de M*A*S*H. Consciente de que Brian sentía veneración por él, te ensañaste con Alan Alda calificándolo de «pelma mojigato».

Aún así, vuestra diferencia resultó decepcionantemente cortés, y, puesto que Brian tenía debilidad por Israel, me sentí tentada a introducir una tranquila alusión a los «judeo-nazis» para hacer saltar por los aires semejante afabilidad. Finalmente, opté por no hacerlo y preguntarle, en cambio, por la marcha de su nuevo guión, pero no conseguí una respuesta adecuada porque en aquel momento la mayor de las niñas apareció quejándose de que en sus rubios cabellos estilo Barbie se había pegado un chicle. Siguió una larga divagación acerca de posibles disolventes, a la que Brian puso fin cortando el rizo con un cuchillo de trinchar, lo que provocó de paso un pequeño enfado de Louise. Pero éste fue el único incidente aislado, y cabe añadir, por otra parte, que nadie bebió más de la cuenta ni se sintió molesto; la casa de Louise y Brian era agradable, la comida fue buena, sus niñas eran lindas… Todo lindo, lindo, lindo.

Me sentí decepcionada de que me repateara aquel almuerzo perfectamente agradable con personas perfectamente agradables. ¿Por qué? ¿Acaso hubiera preferido una disputa? ¿No eran aquellas niñas todo lo cautivadoras que podían serlo, sin que importara que estuvieran interrumpiéndonos constantemente y que en toda la santa tarde no fuera capaz de concluir un solo pensamiento? ¿No estaba casada con un hombre al que amaba? Y, si era así, ¿por qué algo travieso en mi interior me hizo desear que Brian subiera su mano por mi falda cuando lo ayudaba a traer de la cocina los boles de helado? Pensándolo ahora, veo que hacía bien al tratar de pasármelo lo mejor posible. Han pasado muy pocos años, pero ahora daría cualquier cosa por tener una reunión agradable con una familia normal, en la que lo peor que pudiera pasar fuera que a una de las niñas se le pegara en el pelo un trozo de chicle.

Tú, sin embargo, anunciaste ruidosamente en el vestíbulo:

—Ha sido estupendo. Creo que los dos son fantásticos. Deberíamos invitarlos a que nos devuelvan la visita lo más pronto posible, si pueden conseguir una canguro para las niñas.

Me mordí la lengua. No estabas para escuchar mis críticas acerca de que el almuerzo había sido un tanto insulso, ¿no crees?, ni para preguntarte si habías tenido la misma sensación de hartazgo que yo ante aquella continua actitud de padre serio y que da sesudos consejos adoptada por Brian, teniendo en cuenta lo poco convencional que era en otro tiempo (admito que echamos un polvete rápido en una habitación de invitados durante una fiesta antes de que nos conociéramos tú y yo). Pero es muy posible que te ocurriera lo mismo que a mí: que aquella reunión aparentemente agradable te hubiera resultado también cargante e insípida, sólo que, en vez de buscar otro modelo al que aspirar —el de que no podíamos estar de acuerdo en todo—, te refugiabas en la negativa. Es decir, en que eran buena gente, se habían portado amablemente con nosotros y, en consecuencia, teníamos que haber pasado un buen rato. Porque llegar a otra conclusión hubiera sido amenazador, ya que habría hecho aparecer el fantasma de algo indefinible sin lo que no podíamos vivir, pero que no podíamos hacer aparecer a voluntad, y menos aún obrando de absoluto acuerdo con una fórmula establecida.

Tú considerabas que las personas se redimían por un acto de voluntad. Menospreciabas a las que, como yo, se abandonaban a sus puñeteras insatisfacciones inconcretas, porque su incapacidad para aceptar que el mero hecho de estar vivo ya resultaba maravilloso era la prueba de su carácter débil. Siempre les has tenido manía a los melindrosos con las comidas, a los hipocondríacos y a los esnobs que fruncen el ceño ante La fuerza del cariño por el hecho de ser popular. Lindas comidas, un lindo apartamento, personas lindas… ¿qué más podría pedirse? Y, además, la buena vida no llama a la puerta. La alegría es una tarea. Así que, si creías con suficiente empeño que habíamos pasado un rato excelente con Brian y Louise, en teoría, al menos, tenía por fuerza que haber sido así. El único indicio de que, en realidad, no había ido todo tan bien era que tu entusiasmo resultaba excesivo.

Cuando salimos a Riverside Drive a través de las puertas giratorias, estoy segura de que mi inquietud no estaba bien formada, sino que era algo flotante. Más tarde volverían a acosarme aquellas ideas, aunque lo que no podía esperar era que tu compulsiva tendencia a embutir tu rebelde y contrahecha experiencia en el interior de una linda caja, como quien apretuja un informe montón de restos de madera en el interior de una Samsonite de tapa dura, junto con esta sincera confusión tuya de lo que es con lo que debería ser —o, lo que es igual, tu conmovedora tendencia a confundir lo que tenías con lo que querías desesperadamente tener— trajera consecuencias tan devastadoras.

Propuse que regresáramos a casa caminando. Cuando confeccionaba una guía AWAP, iba andando a todas partes, y caminar se había convertido en una segunda naturaleza para mí.

—Debe de haber diez u once kilómetros hasta Tribeca —objetaste.

—No dudarías en tomar un taxi y, una vez en casa, dar siete mil quinientos saltos a la comba mientras presencias un partido de los Knicks, pero encuentras agotador un vigoroso paseo hasta el lugar adonde vas.

—¡Demonios, sí! Todo en su momento.

Cuando se limitaba a hacer ejercicio o a doblar meticulosamente las camisas, tu manera siempre estricta de proceder era adorable. Pero mira, Franklin…, en contextos más serios me encantaba bastante menos. Con el tiempo, el orden acaba por degenerar en conformismo.

Amenacé con irme andando sola a casa, y surtió efecto; tenía que viajar a Suecia dos días más tarde, y deseabas mi compañía. Nos adentramos, pues, por el sendero hacia Riverside Park, donde los ginkgos estaban en flor y los suaves taludes cubiertos de césped bullían de anoréxicos practicando el tai chi. Con las prisas por alejarme de mis amigos, tropecé.

—Estás bebida —me dijiste.

—¿Por dos copas tan sólo?

Chascaste la lengua.

—En mitad del día.

—Debería haber tomado tres —repliqué con viveza.

Como tenías racionados todos tus placeres, excepto el de ver la tele, a veces deseaba que te dejaras ir, como hacías en nuestros viejos tiempos, cuando me cortejabas y te presentabas ante mi puerta con dos botellas de pinot tinto, un paquete de seis latas de St. Pauli Girl y una expresión libidinosa que no era precisamente una promesa de resistir hasta que nos hubiéramos cepillado a conciencia los dientes.

—Las chicas de Brian… —inicié el tema formalmente—. ¿Te hacen sentir el deseo de tener un hijo?

—Hum… Tal vez. Son muy monas. Por otra parte, yo no soy el que tiene que meter a los animalitos en un saco cuando piden una galleta, su osito de peluche y cinco millones de vasos de agua.

Entendí lo que querías decir. Aquellas conversaciones nuestras formaban parte de un juego, y por eso me respondiste sin comprometerte. Uno de los dos representaba siempre el papel de aguafiestas en lo que a la paternidad se refería, y en la representación anterior había sido yo quien había despotricado contra el hecho de procrear: los niños eran ruidosos, alborotadores, exigían atenciones, eran ingratos. Aquella vez aposté por el papel más arriesgado:

—Por lo menos —dije—, si me quedo preñada, ocurriría algo.

—Por supuesto que sí —respondiste secamente—: tendrías un crío.

Te obligué a bajar por el camino hasta la orilla del río.

—Me gusta pensar que todo consiste en pasar página.

—Eso es imprevisible.

—La pregunta es… ¿somos felices? ¿Dirías que sí?

—Claro —asentiste cautamente—. Así lo creo.

Para ti nuestra satisfacción mutua no admitía ningún escrutinio, como si se tratara de un pájaro asustadizo que huiría a escape en el instante en que cualquiera de los dos dijera en voz alta: «¡Mira qué cisne tan precioso!».

—Bueno…, tal vez somos demasiado felices.

—Sí. He estado pensando en hablarte de eso. Querría que me hicieras sentir un poco desgraciado.

—No digas tonterías. Hablo de nuestra historia. Lo de «Vivieron felices y comieron perdices» es la última frase de los libros de cuentos.

—Hazme un favor: trátame como a un niño.

Pero sabías exactamente qué era lo que quería decir. No que la felicidad sea algo aburrido. Es algo que no se puede explicar. Y una de nuestras diversiones más absorbentes, a medida que envejecemos, consiste en explicar, no sólo a los demás, sino a nosotros, nuestra propia historia. Bien que lo sé: cada día me la cuento y me persigue como un perro fiel. En consecuencia, el único aspecto en el que me aparto de mi personalidad joven es que ahora considero terriblemente afortunadas a todas las personas que tienen muy poca o ninguna historia que contarse.

Caminamos lentamente a lo largo de las pistas de tenis bajo el resplandor de la luz de abril, y nos detuvimos para admirar un poderoso golpe de revés a través de una brecha abierta en las verdes mallas cortavientos.

—¡Parece todo tan organizado! —me lamenté—. El negocio de las guías AWAP va viento en popa, de forma que lo único que puede sucederme realmente en mi vida profesional es que la empresa se vaya al garete. Siempre podría ganar más dinero…, pero soy adicta a las cosas de segunda mano, y no sé qué hacer con él, Franklin. El dinero me cansa, y está empezando a cambiar nuestra manera de vivir de un modo que hace que no me sienta cómoda. Hay muchos que no tienen un hijo porque no pueden permitírselo. Para mí sería un alivio encontrar algo importante en lo que gastar mi dinero.

—¿Yo no soy importante?

—Tú tienes pocas necesidades.

—¿Una nueva cuerda para saltar?

—Diez pavos.

—Bueno —dijiste en tono condescendiente—, por lo menos un chico sería la respuesta a la Gran Pregunta…

Yo también podía ser perversa. Por eso pregunté:

—¿Qué Gran Pregunta?

—Ya sabes… —respondiste con indulgencia, y añadiste en tono solemne—: el viejo dilema existencial.

No sé por qué, tu alusión a la Gran Pregunta me dejó indiferente. Prefería mucho más mi idea de pasar página.

—Siempre podría marchar en busca de un nuevo país… —dije.

—¿Te queda alguno aún? Cambias de país con la misma facilidad con la que otras personas cambian de calcetines.

—Rusia —observé—. Pero, por una vez, no tengo ganas de poner en peligro mi vida volando con Aeroflot. Porque, últimamente…, todo parece igual. Todos los países tienen distintos alimentos, pero en todos ellos se come… ¿Comprendes lo que quiero decir?

—¿Cómo llamas tú a eso? ¡Venga! ¡Paparruchas!

Verás… En aquellos tiempos tenías la costumbre de fingir que no entendías de qué estaba hablando, si lo que intentaba decirte era algo complicado o sutil. Más adelante, esa estrategia de hacerte el sordo, iniciada como una broma amable, se transformó en una incapacidad cada vez mayor para captar lo que yo intentaba expresar, no porque fuera algo abstruso, sino porque era demasiado claro y tú no querías que lo fuera.

Permíteme, pues, que te lo aclare ahora: el clima es diferente en todos los países, pero todos tienen un clima, una arquitectura, cierta opinión acerca del eructo en la mesa, que puede ser considerado un halago o una grosería. Por lo tanto, había empezado a prestar menos atención a si se esperaba que una dejara sus sandalias a la puerta, como en Marruecos, que a la constante de que, dondequiera que estuviese, la cultura de aquel lugar tendría alguna costumbre con relación a los zapatos. Y tenía la impresión de que no valía la pena tomarse tantas molestias —pasar el equipaje por la aduana, adaptarse a los cambios horarios— sólo para permanecer dentro del familiar continuum, clima-calzado; y ese continuum había llegado a convertirse para mí en una especie de decorado fijo, por lo que después de cada uno de mis vuelos aterrizaba siempre en el mismo lugar. Con todo, aunque a veces despotricaba contra la globalización —el que ahora pudiera comprar tus mocasines Stove de color marrón chocolate en una tienda de Banana Republic en Bangkok—, lo que realmente me resultaba cada vez más monótono era el mundo que tenía dentro de mi cabeza: lo que pensaba, lo que sentía y lo que decía. La única forma de que mi cabeza viajara realmente a alguna otra parte sería trasladarme a una vida diferente, y no meramente a un aeropuerto distinto.

—La maternidad —resumí en el parque—. Eso es lo que entiendo ahora por un país extranjero.

En las escasas ocasiones en que daba la sensación de que realmente quería hacerlo, te ponías nervioso.

—Puedes estar satisfecha de tu éxito —dijiste—. A mí, en cambio, la búsqueda de exteriores para que las agencias de publicidad filmen sus anuncios no me ha proporcionado el más mínimo orgasmo de autorrealización.

—De acuerdo —dije. Me detuve, me incliné sobre la tibia barandilla de madera que nos separaba del Hudson y extendí mis brazos a uno y otro lado antes de mirarte directamente a la cara—. ¿Qué va a ocurrir, pues? Para ti, profesionalmente…, ¿qué estamos aguardando y qué podemos esperar?

Ladeaste la cabeza, buscando mi rostro. Dabas la impresión de entender que yo no estaba intentando impugnar tus logros ni la importancia de tu trabajo. Me refería a otra cosa.

—Podría, si no, ocuparme en buscar exteriores para películas.

—¡Pero si siempre has dicho que es el mismo trabajo! Buscas el lienzo, y otro pinta la escena. Y los anuncios se pagan mejor.

—Pero eso, estando casado con la señora Ricachona, carece de importancia.

—Te importa a ti.

Tu aceptación del hecho de que ganara más que tú tenía sus límites.

—He estado pensando en probar alguna otra cosa juntos.

—¿Te animarás a montar tu propio restaurante?

—Cuesta mucho que lleguen a tener éxito —dijiste sonriendo.

—Así es. Eres demasiado práctico. Tal vez hagas algo diferente, pero en gran parte vendría a estar en el mismo plano. Y yo te estoy hablando de topografía…, de topografía emocional narrativa. Vivimos en Holanda. Y en ocasiones me entran ganas de estar en Nepal.

Puesto que otros neoyorquinos están tan obsesionados por tener éxito, podría haberte herido que no te considerara ambicioso. Pero una de las cosas que conocías bien era a ti mismo, y no te lo tomaste como ofensa. Eras ambicioso, pero en lo que hacía referencia a tu vida, a la manera como te despertabas cada mañana, sin pensar en conseguir algo concreto. Como la mayoría de las personas que no han sentido especial interés por una carrera determinada a edad temprana, considerabas tu trabajo algo externo a ti; cualquier ocupación llenaría tu tiempo, pero no tu corazón. Me gustaba eso de ti. Me gustaba enormemente.

Echamos a caminar de nuevo, y te cogí la mano.

—Nuestros padres morirán pronto —dije cambiando de tema—. De hecho, todas las personas que conocemos empezarán a caer, una tras otra. Todos nos hacemos viejos, y en algún punto de tu vida comienzas a perder más amigos de los que haces. Por supuesto, podemos seguir yendo de vacaciones, pero al final tendremos que resignarnos a las maletas con ruedas. Podemos comer más, paladear más vinos y follar más. Pero, y no te lo tomes a mal, me preocupa que todo eso empieza a cansarme un poco.

—Siempre podría ocurrir que uno de nosotros tuviera un cáncer de páncreas… —dijiste en broma.

—Sí, o que estrellaras tu camioneta contra una hormigonera y el cemento se te solidificara encima. Pero tengo razón. Todo cuanto puedo pensar que nos suceda de aquí en adelante…, no, no te hablo de recibir una afectuosa postal desde Francia, claro, sino de suceder, de sucedemos en realidad…, es horrible.

Me besaste en el pelo.

—¡Qué morbosos pensamientos para un día tan espléndido!

Dimos unos pasos caminando medio abrazados, pero nuestras zancadas no iban al unísono; lo remedié metiendo el índice en la hebilla de tu cinturón.

—Ya conoces ese eufemismo, el de que una mujer está esperando. Es muy adecuado en este caso. El nacimiento de un bebé, a condición de que sea sano, es algo que hay que esperar con alegría. Es algo bueno, un acontecimiento bueno, importante. Y, en consecuencia, cualquier cosa buena que les ocurra a ellos a partir de entonces te sucede a ti también. Al igual que cualquier desgracia, naturalmente —me apresuré a añadir—, pero eso ya lo sabes: los primeros pasos, las primeras citas, los primeros lugares en las carreras de sacos… Los chicos se gradúan, se casan, tienen hijos a su vez…, así que, en cierto modo, con ellos te suceden todas las cosas dos veces. E incluso si nuestro hijo tuviera problemas —supuse neciamente—, por lo menos, no serían nuestros mismos viejos problemas…

En fin…, ya basta. Recordar aquel diálogo me está partiendo el corazón.

Mirando ahora hacia atrás, tal vez lo que decía acerca de que necesitaba más «historia» era una forma de aludir al hecho de que necesitaba alguien más a quien amar. Nosotros nunca decíamos esas cosas abiertamente; éramos demasiado tímidos. Y me apuraba hasta la idea de insinuarte siquiera que no eras bastante para mí. En realidad, ahora que estamos separados me digo que ojalá hubiera superado mi propia timidez y te hubiera dicho más a menudo que enamorarme de ti fue lo más asombroso que jamás me ocurrió. No me refiero sólo al enamoramiento, y tampoco a la parte trillada y finita, sino al hecho de estar enamorada. Cada día que pasábamos separados evocaba aquel amplio y cálido pecho tuyo, sus firmes colinas pectorales formadas gracias a tus cien flexiones diarias, aquel valle entre tus clavículas en el que podía recostar la parte superior de mi cabeza las gloriosas mañanas en las que no tenía que salir corriendo para tomar un avión. A veces te oía gritar mi nombre desde una esquina —«¡EVA!»—, a menudo en tono irascible, cortante, exigente, ordenando que te siguiera porque era tuya, ¡como un perro, Franklin! Pero yo era tuya, en efecto, y no lo lamentaba, y necesitaba que demostraras tu dominio sobre mí diciendo: «EVA», siempre cargando el acento en la segunda sílaba, y había algunas noches en las que apenas podía responder porque tenía un nudo en la garganta que se apretaba cada vez más. Tenía que dejar de cortar manzanas en la tabla de la cocina para hacer una tarta, porque un velo de lágrimas cubría mis ojos, y la cocina se había vuelto líquida y ondulante, y, si seguía cortando, acabaría cortándome. Siempre me chillabas cuando me cortaba, pues era algo que te ponía furioso, y la irracionalidad de aquella ira tuya me inducía a cortarme de nuevo.

Yo nunca, nunca, di por sentado que me pertenecías. Nos conocimos demasiado tarde para eso. Yo tenía treinta y tres años entonces. Y mi pasado sin ti era demasiado fuerte e insistente para hacerme considerar una cosa normal el milagro de la compañía. Pero después de haber sobrevivido tanto tiempo con las migajas de mi propia mesa emocional, me viciaste con un banquete diario de miraditas cómplices en las fiestas, de ramos de flores por sorpresa, sin ningún motivo especial, y de notitas fijadas con imanes en la nevera, que firmabas siempre «XXXX, Franklin». Llegué a sentir avidez por todas esas cosas. Y, como cualquier adicto, quería siempre más. Además, era curiosa. Me preguntaba qué se sentiría cuando una vocecita llamara «Maaamii» desde aquella misma esquina. Tú lo empezaste, igual que cuando alguien te regala un elefantito tallado en ébano y, de pronto, se te ocurre la idea de que sería divertido iniciar una colección.

Eva

PS (3:40 a. m.)

Trato de pasarme sin somníferos, aunque sólo sea porque sé que tú no aprobarías que los tome. Pero, sin las píldoras, no paro de dar vueltas en la cama. Mañana no serviré para nada en Viajes R Us, pero quería escribir otro recuerdo de esa época.

¿Recuerdas haber tomado en el loft cangrejos de caparazón blando con Eileen y Belmont? Aquella velada sí que hubo alegría desbordante. Hasta tú arrojaste por la borda toda precaución y te dedicaste al brandy de frambuesas a las dos de la madrugada. Sin ninguna interrupción para admirar vestidos de muñecas, y sin tener la preocupación de que el día siguiente fuera jornada escolar, nos dimos un atracón de fruta y helado y bebimos sin ninguna moderación abundantes copas de la transparente y embriagadora frambuesa, animándonos los unos a los otros con nuestros relatos, que trataban de superar a los de los demás en exageración, en la orgía de eterna adolescencia que caracteriza a las personas de mediana edad que no tienen hijos.

Hablamos de nuestros padres, más bien en detrimento de todos ellos, me temo. Y montamos una especie de concurso extraoficial para descubrir quién de nosotros había tenido los progenitores más chiflados. Tú estabas en desventaja: el inflexible estoicismo de Nueva Inglaterra que caracterizaba a tus padres era difícil de parodiar. En cambio, las ingeniosas artimañas de mi madre para evitar salir de casa causaron gran hilaridad, e incluso me las arreglé para explicar el chiste privado entre mi hermano Giles y yo acerca de la frase «Es muy conveniente», latiguillo empleado en nuestra familia en vez de «Cumplen lo prometido», en referencia, sobre todo, a los políticos. En aquellos tiempos (antes de que se mostrara contrario a permitir que sus hijos se acerquen a mí), no tenía más que decirle a Giles «Es muy conveniente», y se desternillaba. Hacia las tantas de la madrugada, podía decirles a Eileen y Belmont «Es muy conveniente», y ellos se partían de risa también.

Ninguno de los dos podía competir con el vodevil interracial de aquel par de bohemios vecinos nuestros. La madre de Eileen estaba esquizofrénica, y su padre era un tahúr profesional; la madre de Belmont era una antigua prostituta que se vestía aún como Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?, y su padre un batería de jazz de cierta notoriedad, que había tocado con Dizzy Gillespie. Me di cuenta de que no era la primera vez que contaban aquellas historias, pero, probablemente por eso, las contaban muy bien, y, después de tanto vino blanco para regar el festín de cangrejos, me reía hasta que se me saltaban las lágrimas. En cierto momento consideré dirigir la conversación hacia aquella tremenda decisión que tú y yo estábamos intentando tomar, pero Eileen y Belmont eran, como mínimo, diez años mayores que nosotros, y no estaba segura de que carecieran de hijos por elección propia, así que pensé que quizá fuera poco delicado plantear el asunto.

Cuando se marcharon, eran casi las cuatro de la madrugada. Y no te confundas: en esa ocasión pasé una velada estupenda. Fue una de esas raras noches que compensaron de sobras el jaleo de ir al mercado del pescado y preparar todo aquel marisco e incluso el esfuerzo de limpiar la cocina, sucia de restos de harina y pegajosas peladuras de mango. Me sentía triste porque la cena había acabado, y también un poco mareada por haber bebido en exceso un vino cuyos efectos embriagadores habían pasado ya, y sólo habían dejado cierta inestabilidad en mis pies y la dificultad de concentrarme cuando debía fijar mi atención en que no se me cayeran las copas de vino. Pero no era éste el motivo de que me sintiera quejosa.

—Todo en silencio ya —observaste mientras amontonabas la vajilla—. ¿Cansada?

Me comí la pinza de un cangrejo que había quedado olvidada en la sartén.

—Debemos de haber pasado cuatro, cinco horas, hablando de nuestros padres…

—¿Y qué? Si te sientes culpable de haber hablado mal de tu madre, puedes hacer penitencia hasta el 2025. Es uno de tus deportes favoritos.

—Lo sé. Y es lo que me molesta.

—Ella no podía oírte. Y a ninguno de los que estábamos sentados a la mesa se le pasó por la imaginación que, por más que la encontraras divertida, no vieras también lo trágico de su estado. O que no la quisieras. —Hiciste una pausa, y añadiste—: A tu manera…

—Pero cuando ella muera, no seremos…, no seré capaz de seguir así. No me será posible ser tan mordaz sin sentirme una traidora.

—Pues, entonces, critica a la pobre mujer mientras puedas.

—Pero… ¿crees que a nuestra edad deberíamos estar hablando durante horas de nuestros padres?

—¿Qué problema ves? Tus carcajadas eran tan fuertes, que debes de haberte meado de risa.

—Después que se marcharon, nos he visto a los cuatro, ochentones ya, pero todavía llenos de granos y espinillas, emborrachándonos y contando aún las mismas historias. Tal vez teñidas de afecto y de añoranza porque habrían muerto ya, pero explicando aún las rarezas de mamá y papá. ¿No lo encuentras un tanto patético?

—Es decir, que preferirías angustiarte por la situación en El Salvador…

—No, no es eso…

—… O criticar las costumbres culturales de sobremesa: los belgas son groseros, los tailandeses rechazan los toqueteos en público y los alemanes están obsesionados por la mierda.

El tono de amargura de esas pullas había ido en aumento. Mis datos antropológicos, trabajosamente atesorados, servían sólo, aparentemente, para recordar mi aventurera vida en el extranjero mientras tú explorabas los suburbios de Nueva Jersey en busca de un destartalado garaje para vender herramientas de Black and Decker. Podía haberte replicado que lamentaba que mis anécdotas de viaje te aburrieran, pero tú estabas bromeando, más que nada, era ya muy tarde y no estaba de humor para pelearme.

—No digas tonterías —dije—. Soy como cualquiera: me gusta hablar acerca de otras personas. Pero no en general. De personas a las que conozco, próximas a mí…, de personas que sacan de quicio. Pero, por otra parte, siento como si estuviera abusando de mi familia. A mi padre lo mataron antes de nacer yo; y un hermano y una madre son un bagaje escaso. De verdad, Franklin, creo que deberíamos tener un hijo, aunque sólo fuera para tener alguien más de quien hablar.

—Decir eso ahora es una frivolidad —dijiste, al tiempo que dejabas caer sobre el fregadero la sartén de las espinacas.

Me quedé mirando tu mano.

—No lo es —dije—. Hablamos sobre lo que pensamos, lo que constituye nuestras vidas. No estoy segura de querer pasar la mía mirando por encima del hombro a una generación cuya continuidad estoy contribuyendo personalmente a truncar. Hay algo nihilista en no querer tener hijos, Franklin. Como si no creyeras en el ser humano. Si todo el mundo siguiera nuestro ejemplo, la especie desaparecería en un centenar de años.

—Déjate de cuentos —te burlaste—. Nadie tiene hijos para perpetuar la especie.

—Tal vez no conscientemente. Pero te recuerdo que hasta principios de los sesenta no hemos sido capaces de decidir sobre ese punto sin ingresar en un convento. Además, después de noches como ésta, podría haber cierta justicia poética en el hecho de que unos niños grandes se pasen horas hablando a sus amigos acerca de mí.

¡Cómo nos protegemos! Porque estaba claro que la perspectiva de aquel escrutinio me atraía. ¿No era guapa mamá? ¿No era valiente? ¡Jo, si viajó sola a un montón de países! Estos destellos de las tardías reflexiones de mis hijos acerca de su madre mostraban una adoración que se echaba claramente de menos en la cruel disección de mi propia madre. Veamos, ¿no es una pretenciosa?, ¿no le gusta meter la nariz en todo? Y esas guías de viaje con las que nos atosiga…, ¡son aburridísimas! Peor todavía, la mortal precisión de la crítica filial se ve facilitada por la cercanía, la confianza, la voluntaria confesión de parte, y constituye, por lo mismo, una doble traición.

Aun así, vista en retrospectiva esa ansia de «alguien más de quien hablar» parece que dista mucho de ser frívola. Ciertamente, es posible que lo primero que me hizo atractiva la idea de quedar embarazada fueran esas breves escenas, imaginativas y tentadoras, que son como tráileres de películas: la apertura de la puerta de entrada al chico del que mi hija (porque reconozco que siempre me imaginé una hija) se enamora por primera vez, un chico cuyas torpezas alivias con bromas fáciles y al que valoras una y otra vez —alegremente, pero sin concesiones— después de que se ha ido. Mi deseo de quedarme levantada hasta tarde con Eileen y Belmont cavilando por una vez acerca de jóvenes que tenían toda una vida por delante —que escribirían historias nuevas, unas historias acerca de las cuales yo tendría nuevas opiniones, unas historias cuyo tejido no estaría desgastado de tanto repetirlas— era muy real, no se trataba de una chifladura.

Lo que jamás me cupo en la cabeza es que, una vez estuviera por fin provista de la codiciada materia, tendría que contarla. Y mucho menos podía prever la dolorosa ironía de O. Henry de que, al adquirir mi nuevo y absorbente tema de conversación, perdería al hombre con el que más deseos tenía de conversar.