Querido Franklin,
No estoy segura de por qué un incidente sin importancia esta tarde me ha impulsado a escribirte. Pero, puesto que estamos separados, tal vez sea que ahora te echo más de menos al llegar a casa para contarte las curiosidades de mi jornada, tal como el gato podría dejar unos ratones a tus pies: la pequeña y humilde ofrenda que se hacen las parejas tras un día de haber estado cazando en patios separados. De seguir tú aún instalado en mi cocina, extendiendo capas de mantequilla de cacahuete en crujientes tostadas de pan integral aunque ya fuera casi la hora de cenar, aún no me habría dado tiempo de dejar las bolsas —de una de las cuales estaría rezumando una especie de baba viscosa— cuando estaría contándote esta pequeña historia incluso antes de advertirte de que esa noche cenaríamos pasta y de rogarte que, por tanto, hicieras el favor de no zamparte aquel monumental emparedado.
En los primeros tiempos, por supuesto, mis relatos eran más bien importaciones exóticas de Lisboa…, de Katmandú… Pero puesto que, en realidad, nadie quiere oír historias de tierras lejanas, hasta yo pude detectar en tu reveladora cortesía que preferías detalles anecdóticos más próximos a ambos, como, por ejemplo, una excéntrica discusión mía con un cobrador de peaje en el Puente George Washington. Rarezas triviales que ayudaran a ratificar tu punto de vista de que mi periplo extranjero era sólo una especie de engaño. Mis recuerdos —un paquete de galletas belgas rancias, mi versión británica del término «paparruchas» (¡codswallop!)— recibían un toque de magia por la simple evocación de la lejanía. Como esas chucherías que intercambian los japoneses —en una caja, dentro de una bolsa, otra caja dentro de otra bolsa—, el brillo de mis regalos de tierras lejanas era puro envoltorio. ¡Cuánto más importante es el logro de sobrevivir en medio de la zafiedad del feo y viejo estado de Nueva York o de obtener unos instantes de morbosa satisfacción durante una simple visita al supermercado Grand Union de Nyack!
Que es, justamente, donde se inicia mi relato. Parece que, por fin, estoy aprendiendo lo que siempre has tratado de enseñarme. Que mi país es tan exótico e incluso tan peligroso como Argelia. Yo estaba en la sección de lácteos y no necesitaba, ni quería, gran cosa. Ahora ya nunca como pasta, puesto que tú no estás para ayudarme a despachar la mayor parte de la fuente. De veras que echo en falta tu glotonería.
Aún me resulta difícil dejarme ver en público. En un país que, como dicen los europeos, apenas tiene «sentido de la historia», tal vez pienses que puedo ser un caso más de la proverbial amnesia de América. No tengo esa fortuna. Nadie en esta «comunidad» da pruebas de querer olvidar, y eso que han pasado ya un año y ocho meses justos. Por lo tanto, tengo que hacer de tripas corazón cada vez que las provisiones empiezan a escasear. Oh, sí…, por lo que se refiere a los dependientes del 7-Eleven de Hopewell Street, ya no soy ninguna novedad para ellos, y puedo ir a comprar un litro de leche sin gafas de sol, pero nuestro habitual supermercado Grand Union sigue siendo un reto para mí.
Siempre me siento como una intrusa allí. Para compensar esa sensación, enderezo la espalda y cuadro los hombros. Ahora entiendo lo que significa eso de ir con la cabeza bien alta, y a veces me sorprende hasta qué extremo puede llegar a transformarte interiormente esa actitud de mantener el cuerpo recto como una vara. Cuando mi porte es orgulloso físicamente, me siento algo menos mortificada en mi interior.
Estaba dudando entre elegir huevos medianos o grandes cuando la vista se me escapó hacia los yogures. A pocos pasos más allá, había otra clienta de cabellos negros como el carbón, cuyas raíces mostraban, sin embargo, dos buenos dedos de canas en tanto que las puntas se rizaban aún por efecto de una antigua permanente. Su top de color lavanda y su falda a juego quizá estuvieron de moda en alguna época, pero ahora la blusa le colgaba por debajo de los brazos, y sus faldones no hacían sino acentuar unas abultadas caderas. Sus ropas necesitaban un buen planchado y en la guata de las hombreras se notaba la fina huella de haber pasado mucho tiempo colgadas de una percha de alambre. «Una prenda sacada de las regiones más profundas del armario», deduje, «adonde sólo llegas cuando tienes todo lo demás hecho una porquería o amontonado en el suelo». Cuando la mujer inclinó la cabeza para observar el refrigerador de los quesos fundidos, distinguí el surco de una doble papada.
No hagas conjeturas: jamás la reconocerías por el retrato que acabo de hacer de ella. En otros tiempos se mostraba tan neuróticamente esbelta, repulida y pintiparada como si la hubieran envuelto para regalo. Aunque tal vez sea más romántico representarse a las personas afligidas por una desgraciada pérdida como seres demacrados, me imagino que una puede sentir tan eficientemente el dolor comiendo chocolatinas como bebiendo agua del grifo. Además, hay mujeres que se mantienen delgadas y elegantes más por competir con sus hijas que por agradar a su esposo…, un incentivo del que ella, gracias a nosotros, carece actualmente.
Era Mary Woolford. Reconozco que no me siento orgullosa de esto, pero lo cierto es que no me veía con ánimos para encontrarme cara a cara con ella. Así que retrocedí. Notaba húmedas mis manos mientras pasaba los dedos por el cartón para asegurarme de que los huevos no estuvieran rotos. Compuse mi actitud para pasar por una clienta que acaba de recordar que ha olvidado tomar algo del pasillo contiguo, y me las arreglé para dejar los huevos en el asiento para niños del carrito sin volverme. Después, escabulléndome con el pretexto de ir en busca de lo olvidado, dejé al carrito atrás porque las ruedas rechinaban. Y recuperé el aliento frente al estante de las sopas.
Debería haber estado preparada, y a menudo lo estoy: alerta, en guardia…, aunque, como ocurre las más de las veces, no exista ningún motivo para estarlo. Pero no puedo acorazarme por completo para salir de casa cada vez que he de hacer un simple recado y, por otra parte, ¿qué más daño podría causarme Mary ahora? Lo ha intentado con todas sus fuerzas, incluso me ha demandado ante los tribunales. Pero, aún así, yo no podía serenar mi corazón…, ni volver de inmediato a la sección de lácteos cuando me di cuenta de que había dejado en el carrito mi bolso bordado de motivos egipcios con el monedero dentro.
Lo cual fue, también, la razón de que no abandonara enseguida el supermercado. Tuve que recuperar subrepticiamente mi carrito y el bolso, e incluso medité algún tiempo ante una crema de espárragos y queso de Campbell, preguntándome vanamente cómo hubiera rediseñado su etiqueta Warhol.
Para cuando llegué ante la caja, no había moros en la costa, y arrimé mi carrito con la brusquedad de la profesional atareada que desea zanjar cuanto antes las tareas domésticas. Un papel familiar para mí, dirías tú… Pero ha pasado tanto tiempo desde que me veía a mí misma de esa manera, que estaba convencida de que las personas que me precedían en la cola no habrían visto en mi impaciencia la actitud imperiosa de alguien consciente de que el tiempo es oro, sino el pánico viscoso y apremiante de quien está huyendo.
Cuando descargué mis heterogéneos comestibles, el cartón de los huevos estaba pegajoso, y ello movió a la cajera a abrirlo. Ah…, después de todo, Mary Woolford me había descubierto…
—¡Están todos rotos! —exclamó la chica—. Llamaré para que le traigan otra docena.
Yo se lo impedí con un ademán.
—No, no —dije—. Tengo mucha prisa. Me los llevaré tal como están.
—¡Pero si no hay ni uno solo que no…!
—Me los llevaré así.
No hay mejor forma de hacer que la gente coopere en este país, que aparentar cierta dosis de locura. Tras frotar concienzudamente el código de barras con un pañuelo de celulosa, escaneó los huevos y después empleó el pañuelo para limpiarse con cuidado las manos mientras levantaba los ojos al cielo.
—Khatchadourian —pronunció la muchacha cuando le tendí mi tarjeta de crédito. Lo dijo en voz alta, como si se dirigiera a todos los que aguardaban en la cola. Eran ya casi las seis de la tarde, el turno adecuado para trabajar unas horas después de la jornada escolar. Como la chica tendría alrededor de los diecisiete años, pudiera haber sido muy bien una de las compañeras de clase de Kevin. Claro que en esta zona hay como media docena de institutos de segunda enseñanza y que su familia tal vez acabara de llegar de California. Pero, por la expresión de su cara, no me lo pareció. Sus ojos me miraron con dureza—. Es un apellido muy poco corriente.
No estoy segura de qué fue lo que me hizo reaccionar así…, pero ¡estoy tan harta de todo esto! No es que no me sienta avergonzada, sino que la vergüenza me ha dejado exhausta, cubierta de pies a cabeza de su baba resbaladiza y pegajosa que lo ensucia todo. No es una emoción que conduzca a ninguna parte.
—¡Soy la única Khatchadourian en todo el estado de Nueva York! —grité desafiante. Y le arranqué mi tarjeta de la mano. Ella dejó caer mis huevos en una bolsa, donde rezumaron un poco más aún.
O sea que ahora estoy de vuelta en casa…, o en lo que pasa por serlo. Por supuesto, tú nunca has estado aquí, así que permíteme que te la describa.
Te sorprendería. De entrada, porque haya optado por quedarme en Gladstone tras desechar mis tremendas ansias iniciales de mudarme enseguida a alguna urbanización de los alrededores. Pero es que sentí como un deber seguir lo suficientemente cerca de Kevin para poder llegar hasta donde está con un simple trayecto en coche. Además, por mucho que desee el anonimato, no es que quiera que mis vecinos olviden quién soy. Quiero que me conozcan, y eso no es una oportunidad que te pueda ofrecer cualquier ciudad. Este es el único lugar del mundo donde se comprenden plenamente todas las ramificaciones de mi vida, y en estos tiempos no me importa tanto que me quieran como que me comprendan.
Después de pagar a los abogados, aún me quedó algo de dinero para poder comprar una casita. Pero me atrajeron más las posibilidades de cambio que ofrece el alquiler. De alguna manera, mi vida en este dúplex de juguete me parecía un adecuado maridaje de temperamentos. Oh…, te horrorizaría… Todo este mobiliario de madera conglomerada desafía el lema de tu padre: «La calidad de los materiales lo es todo». Pero lo que a mí me atrae de ellos es, precisamente, ese aspecto de precariedad que entrañan.
Todo es precario aquí. La empinada escalera que lleva al segundo piso carece de barandilla, con lo que mi ascensión para irme a la cama por las noches, después de haber bebido tres copas de vino, se ve un tanto excitada por el efecto del vértigo. Los suelos crujen y los marcos de las ventanas no encajan todo lo bien que deberían, de manera que todo tiene un aire de fragilidad, de ser poco fiable, como si en cualquier momento la estructura entera del edificio pudiera, simplemente, desvanecerse como una mala idea. Las diminutas bombillas halógenas del piso bajo, que penden de bamboleantes perchas metálicas oxidadas, colgadas de un cable eléctrico tendido a lo largo del techo, tienen tendencia a parpadear, y su luz trémula contribuye a crear la sensación de «ahora caigo, ahora me levanto» que caracteriza mi nueva vida. De modo similar, las entrañas de mi único enchufe telefónico están desparramadas; mi insegura conexión con el mundo cuelga de dos alambres mal soldados, y a menudo se corta. Aunque el propietario me ha prometido poner un horno decente, en realidad, no me importa tener sólo una placa…, cuyo piloto, por cierto, tampoco funciona. A menudo me quedo con el tirador interior de la puerta de entrada en la mano. Hasta ahora puedo salir para ir a trabajar y volver a entrar en casa por la tarde, pero ese hierro que se suelta de la cerradura me trae a la memoria el recuerdo de mi madre, impedida como está para salir de casa.
También me he dado cuenta de la notable tendencia de mi dúplex a estirar hasta el límite sus posibilidades. La calefacción es muy pobre, y se desprende de los radiadores como un aliento rancio y superficial, a pesar de que estamos sólo a comienzos de noviembre. Ya he puesto los reguladores al máximo. Cuando me ducho, tengo que emplear sólo agua caliente y cerrar por completo el paso de la fría; aún así, sale sólo lo bastante caliente para no tiritar, pero la conciencia de que no hay apenas reserva me obliga a hacer mis abluciones con el temor de que en cualquier momento salga sólo agua fría. Tengo también al nivel máximo el mando del frigorífico, pero aún así la leche no se me conserva dentro de él más de tres días.
En cuanto a la decoración del interior, me sugiere cierta actitud burlona que me parece muy adecuada. La planta inferior está pintada chapuceramente de un amarillo rabioso y desagradable, a base de torpes brochazos que no llegan a cubrir por completo la anterior pintura blanca, que reaparece como si se tratara de rayas trazadas con tiza. En el piso de arriba, en mi dormitorio, las paredes han sido pintadas torpemente de color azulverdoso por un aficionado que utilizó una esponja, y el conjunto recuerda los chafarrinones de un estudiante de primaria. No es posible sentir esta vacilante casita como una casa real, Franklin… Y yo tampoco me siento real dentro de ella.
Espero que no sientas pena por mí; no es mi intención dártela. De haberlo querido, hubiera podido conseguir un alojamiento más principesco. Pero, de alguna forma, me gusta este lugar. Es poco serio, de juguete. Vivo en una casa de muñecas. Hasta los muebles están hechos a una escala errónea. La mesa del comedor me llega hasta la altura del pecho, lo que hace que me sienta pequeña, y la mesita de noche en la que he colocado este ordenador portátil es demasiado baja para escribir. Parece tener la altura justa para servir pastelitos de coco y zumo de piña a los niños de un jardín de infancia.
Tal vez esta burlona atmósfera juvenil sea la explicación de por qué ayer no acudí a votar en las elecciones presidenciales. Me olvidé, simplemente. Todo cuanto sucede a mí alrededor parece estar ocurriendo en un lugar tan lejano… Y ahora, en lugar de oponer un contrapunto firme a esa dislocación mía, el país da la impresión de haber venido a reunirse conmigo en el reino de lo surrealista. Los votos están contados. Pero, como en algún relato de Kafka, nadie parece saber quién ha ganado.
Y yo tengo esa docena de huevos…, o lo que queda de ellos, más bien. He vaciado los restos en un cuenco y he pescado uno a uno los trocitos de cáscara. Si estuvieras aquí, podría preparar para los dos una buena tortilla con patatas cortadas a dados, cilantro y una cucharadita de azúcar, que es el secreto. Pero, como estoy sola, los echaré en una sartén, los revolveré y me los comeré de mal humor y sin ganas. Pero, en todo caso, me los comeré. Ha habido algo en ese gesto de Mary que me ha parecido, en principio, elegante hasta cierto punto.
Al principio me repugnaba la comida. Cuando fui a Racine a visitar a mi madre, me volví vegetariana ante sus rollitos rellenos de carne, aunque para prepararlos se había pasado el día entero escaldando hojas de vid y envolviendo en ellas porciones de cordero y de arroz, como si fueran paquetitos perfectamente hechos. Le recordé que podía congelarlos. En Manhattan, cuando pasaba por el establecimiento de delikatessen de la 57th Street, camino del bufete de Harvey, el olor picante de la grasa del pastrami me revolvía el estómago. Pero la náusea pasaba y lo echaba de menos. Cuando, al cabo de cuatro o cinco meses, volví a sentir hambre —un hambre voraz, de hecho—, tener apetito me pareció algo indecoroso. Así que continué representando el papel de una mujer que ha perdido todo interés por la comida.
Pero al cabo de un año tuve que enfrentarme al hecho de que aquel teatro era una pérdida de tiempo. A nadie le importaba que me pusiera cadavérica. ¿Qué esperaba? ¿Que envolvieras mi esmirriada caja torácica con tus manazas, acostumbradas a abrazar caballos, y me alzaras por encima de tu cabeza con ese severo reproche que hace temblar de placer a cualquier mujer occidental: «Estás demasiado delgada»?
Así que ahora desayuno un croissant con mi café por las mañanas y recojo con el índice húmedo hasta la última migaja que se desmenuza en la mesa. Picar col metódicamente ocupa una parte de mis largas tardes. He declinado, un par de veces, las pocas invitaciones que aún me llegan por teléfono, usualmente de amigos del extranjero que me envían e-mails de vez en cuando, pero a los que llevo años sin ver. En especial, si ellos no saben nada, cosa de la que siempre me doy cuenta: los inocentes muestran siempre ganas de juerga, en tanto que los que ya están al corriente del asunto comienzan con un tartamudeo deferente y entre murmullos, con un tono que parece de conversación en el interior de una iglesia. Obviamente, no me apetece nada relatar la historia. Tampoco deseo la callada conmiseración de unos amigos que no saben qué decir y que dejan que me desahogue a conciencia dándome conversación. Pero lo que realmente me impulsa a pedir disculpas por lo «ocupada» que estoy es que me aterra que pediremos los dos una ensalada y nos traerán la nota cuando no serán más que las ocho y media o las nueve de la noche, y tendré que volver a mi diminuto dúplex, donde no encontraré nada que picar.
Tiene gracia que, tras años de ir de la Ceca a La Meca confeccionando las guías AWAP para mi editorial, A Wing and A Prayer[1] —un restaurante diferente cada noche, donde los camareros hablaban español o tailandés y cuyos menús incluían platos de cebiche o de perro—, haya acabado aficionándome a esta rígida rutina. Es horrible… Me estoy volviendo como mi madre, pero lo cierto es que no me siento capaz de romper este estricto menú (una loncha de queso junto con media docena de aceitunas; pechuga de pollo, chuleta, o una tortilla; verduras calientes; un solo par de galletas con relleno de vainilla; vino, pero no más del que baste para dejar exactamente mediada la botella), como si estuviera caminando por la cuerda floja y cualquier paso en falso pudiera hacerme caer. He tenido también que desestimar los guisantes, porque su preparación no requiere apenas trabajo.
En todo caso, aún estando separados, sabía que te preocuparías por si como o no. Siempre lo has hecho. Gracias a la pequeña venganza que se ha tomado esta tarde Mary Woolford, ahora me siento ahíta. No todas las gansadas de nuestros vecinos han tenido un efecto tan anodino.
Por ejemplo, todos aquellos litros y litros de pintura roja arrojados sobre nuestra fachada cuando aún vivía en nuestro rancho de nuevo rico (ésa es la verdad, Franklin, te guste o no: era una casa-rancho) en Palisades Parade. Los tiraron sobre las ventanas y la puerta de entrada. Lo hicieron de noche. Y cuando me desperté a la mañana siguiente, la pintura casi estaba ya seca. Pensé en aquel momento, sólo un mes después de aquel… —¿cómo designaría yo a aquel jueves…?—, que jamás podría volver a sentirme tan horrorizada o herida. Pero supongo que es una idea absurda muy común la de pensar que, cuando te han herido tanto, la propia herida, en su totalidad, te sirve como protección.
Aquella mañana, mientras doblaba la esquina de la cocina para entrar en la sala, iba diciéndome que era inmune a las paparruchas. Y, de pronto, se me cortó la respiración. El sol entraba a raudales por las ventanas o, al menos, a través de los cristales no embadurnados por la pintura. Y se filtraba asimismo por los puntos donde la capa de pintura era más fina, proyectando sobre las paredes blancas de la habitación los morbosos resplandores rojos de un chillón restaurante chino.
Yo siempre había tenido por norma, y tú la admirabas, enfrentarme a mis temores, aunque esa norma fue concebida en tiempos en que mis temores no pasaban del de perderme en una ciudad extraña…, un juego de niños, como si dijéramos. ¡Lo que daría ahora por volver a los tiempos en que no tenía ni idea de lo que nos aguardaba (al propio juego de niños, por ejemplo)! aún así, como los viejos hábitos tardan en desaparecer, en lugar de volver corriendo a nuestra cama y acurrucarme bajo las sábanas, decidí examinar los daños. Pero la puerta delantera se resistió, pegada como estaba por la gruesa capa de esmalte rojo. A diferencia de la pintura al látex, el esmalte no es soluble en agua. Y es caro, además, Franklin. Alguien había hecho una considerable inversión para adquirir toda aquella pintura. Nuestro antiguo vecindario tendría muchas carencias, sí, pero la de dinero no era una de ellas.
Así que tuve que salir por la puerta lateral y dar la vuelta hasta la fachada vestida sólo con mi bata. Mientras observaba la obra de arte de mis vecinos, pude notar que mi rostro asumía la misma expresión de «máscara impasible» con la que el New York Times me había descrito durante el juicio. Menos amable, el Post decía que mi expresión era absolutamente «desafiante», y nuestro Journal News Local había ido todavía más lejos cuando escribió: «Por el relato implacable de Eva Khatchadourian, podría pensarse que su hijo no ha hecho nada más digno de reseñarse que meter la coleta de una niña dentro de un tintero». (Reconozco que estuve envarada ante el tribunal, que entorné los ojos y chupé las mejillas por dentro para mantenerlas pegadas a mis muelas; me recuerdo a mí misma aferrándome a uno de tus lemas favoritos de chico duro: «No permitas que te vean sudar». Pero… ¿desafiante, Franklin? Sólo estaba tratando de no llorar).
El efecto era soberbio…, si tenías cierta afición por lo espectacular, cosa de la que yo, en aquel momento, carecía absolutamente. Daba la impresión de que a la casa le hubieran dado un tajo en la garganta. Habían elegido tan hábilmente el tono de la pintura, arrojada con fuerza para crear manchas tipo Rorschach —un rojo profundo, intenso y vibrante, con una nota de azulado púrpura—, que bien podría ser el resultado de una mezcla especial. Me dije sin convicción que, si los responsables de aquel hecho habían solicitado aquel color, en lugar de tomar simplemente unas latas de una estantería, la policía estaría en situación de poder dar con ellos.
Pero yo no pensaba acudir a una comisaría de policía a menos de verme obligada a hacerlo.
Mi kimono era fino…, el que me regalaste para nuestro primer aniversario de boda en 1980. Pensado para el verano, era el único salto de cama que me habías comprado, y no se me ocurrió ponerme nada más encima. He tirado muchas cosas, pero nada que tú me hayas dado o dejado. Reconozco que estos talismanes son insoportables. Por eso los guardo. Los psiquiatras más combativos dirían que mis atestados armarios son una «insensatez». Siento tener que discrepar de ellos. A diferencia de la vergüenza y del dolor de Kevin, de la pintura, de los procesos criminal y civil, este dolor es sensato. La sensatez, tan menospreciada en los años sesenta, es una cualidad que he llegado a valorar como algo sorprendentemente escaso.
La cuestión es que, vestida con aquel fino tejido de algodón azul y concentrada en ponderar aquel trabajo de pintura un tanto chapucero que nuestros vecinos habían considerado oportuno encargar gratis para nosotros, sentí frío. Estábamos ya en mayo, pero era un día fresco, con un viento racheado. Antes de averiguarlo por mí misma, hubiera podido imaginar que, al día siguiente de aquel apocalipsis personal, las pequeñas molestias de la vida habrían desaparecido por completo. Pero no es así. Sigues notando escalofríos, te desesperas todavía cuando ves que un paquete se pierde en el correo, y aún te irrita descubrir que te han devuelto mal el cambio en una cafetería. En aquellas circunstancias, hubiera podido ser un tanto embarazoso para mí confesar que seguía necesitando un jersey o una prenda de abrigo o quejarme de que me estafaran un dólar y cincuenta centavos… Pero desde aquel jueves mi vida entera se ha visto envuelta en semejante manto de vergüenzas, que he optado por tomar esos alfilerazos pasajeros, esas pejigueras, como un solaz, es decir, como emblemas de que aún sobrevivo. Ir inadecuadamente vestida para la estación del año, o irritarme porque en unos grandes almacenes de la superficie de un mercado de ganado no consiga encontrar una sola caja de fósforos de cocina, hacen que me sienta dichosa en la banalidad de lo que es emocionalmente común.
Mientras me dirigía de nuevo a la puerta lateral de la casa, me pregunté, extrañada, cómo una pandilla de merodeadores podía haberse colado en nuestro terreno con tanta facilidad mientras yo dormía dentro ajena por completo a aquella invasión. Le eché las culpas a la fuerte dosis de tranquilizantes que tomaba entonces cada noche (no me regañes, por favor, Franklin, sé que no lo apruebas), hasta que me di cuenta de que me estaba representando mal la escena. Ocurrió un mes después, no al día siguiente. No hubo abucheos, ni gritos, ni pasamontañas, ni escopetas de cañones recortados. Vinieron sigilosamente. Los únicos sonidos fueron ramitas rotas, un golpe apagado en el momento en que la primera lata de pintura golpeó nuestra barnizada puerta de caoba, la lenta pleamar oceánica de la pintura contra el vidrio, un menudo golpeteo al dispersarse las salpicaduras, no más fuerte que una lluvia gruesa. Nuestra casa no había sido convertida en un ascua roja por el rociado fluorescente de un spray de espontánea venganza, sino embadurnada por un odio que se había ido concentrando hasta transformarme en algo denso y sabroso, como una buena salsa francesa.
Tú habrías insistido en que contratáramos a alguien para quitar la pintura. Siempre has tenido debilidad por esta espléndida tendencia norteamericana a la especialización, en la que siempre hay un experto para cada necesidad, y en más de una ocasión has hojeado las páginas amarillas sólo por diversión. «Quitapinturas: Esmalte Rojo». Pero se ha escrito tanto en los periódicos acerca de lo ricos que éramos, y de cómo habíamos malcriado a Kevin… No quería darle a Gladstone la satisfacción de burlarse, de decir que había contratado un operario más para que viniera a limpiar el estropicio, como aquel carísimo abogado. No… Así que los obligué a verme trabajar un día tras otro rascando la pintura a mano, y alquilé una máquina limpiadora de chorro de arena para los ladrillos. Una tarde, después de un día de trabajo, me vi reflejada en un espejo —las ropas embadurnadas, las uñas rotas, los cabellos salpicados de pintura…—, y se me escapó un alarido. Porque ya había tenido aquel aspecto en otra ocasión.
Unas cuantas grietas alrededor de la puerta puede que tengan aún huellas de pintura de color rubí. Puede que en los recovecos de esos ladrillos falsamente antiguos queden aún algunas gotas viscosas de resentimiento hasta las cuales no pude llegar con la escalera… Me da igual. Vendí aquella casa. Después del juicio civil, tuve que hacerlo.
Había esperado que tendría problemas para desprenderme de la propiedad. Seguramente los compradores supersticiosos se asustarían cuando descubrieran a quién había pertenecido antes. Pero eso viene a demostrar una vez más lo mal que entendía a mi propio país. Una vez me acusaste de dispersar mi curiosidad en rincones de mierda del Tercer Mundo, cuando tenía delante de mis ojos el que probablemente era el imperio más extraordinario de la historia del género humano. Tenías razón, Franklin. No hay ningún lugar como tu propia tierra.
En cuanto se puso a la venta, empezaron a llover las ofertas. Y no precisamente porque los ofertantes ignoraran de quién era, bien que lo sabían. Lo cierto es que nuestra casa se vendió en bastante más de lo que valía, por encima de los tres millones. En mi ingenuidad, no había comprendido que el aspecto más atractivo de la propiedad era su mala fama. Mientras husmeaban en nuestra despensa, las visitas, aparentemente parejas en buena posición, se representaban gozosamente, con los ojos de su imaginación, el momento estelar de su calurosa fiesta de bienvenida para sus amistades:
[Tintín, tintín.] Escuchad, amigos… Voy a proponer un brindis, pero dejadme que os diga, primero, que no vais a creer a quién hemos comprado esta finca. ¿Listos? A Eva Khatchadourian… ¿Os suena ese apellido…? ¡Claro que sí! ¿Por qué nos habríamos mudado, si no? ¡Y a Gladstone…! Sí, esa Khatchadourian, precisamente, Pete, ¿o es que conoces a muchas más? ¡Dios santo, chico…! La verdad es que eres un poco lento…
… Exactamente: «Kevin». Un tanto salvaje el muchacho, ¿no? Mi hijo Lawrence duerme ahora en su cuarto. Y yo probé también a dormir allí la pasada noche. Me dijo que quería permanecer despierto conmigo para ver Henry: Retrato de un asesino, porque pensaba que su habitación estaba «hechizada» por «Kevin Ketchup». Tuve que desilusionarlo. «Lo siento, hijo —le dije—: No puede ser que Kevin Ketchup esté hechizando tu dormitorio, porque el maldito cabronazo está vivito y coleando, y a buen recaudo en alguna prisión juvenil del estado». Por mi parte, yo a ese cerdo lo habría condenado a la silla eléctrica… No, no fue tan malo como lo de Columbine. ¿Cuántos fueron, querida…? ¿Diez? Ah, bueno…, nueve…, siete chicos y dos adultos. El profe al que se cargó era también, probablemente, el preferido o el gran valedor de ese mocoso. Y a mí que no me vengan con eso de que la culpa es de los vídeos o de la música rock… Todos nosotros hemos crecido con el rock, ¿no? Y a ninguno nos dio por organizar una carnicería así en nuestro instituto. O fijaos en Lawrence… A nuestro pequeño le encantan las pelis con cantidad de sangre y de vísceras…, y, por gráficas que sean, él ni pestañea cuando las ve. Pero atropellaron a su conejo, y se pasó una semana llorando a lágrima viva. Sabe la diferencia que existe entre realidad y ficción.
Lo estamos educando para que sepa lo que está bien y lo que está mal. Tal vez parezca injusto, pero, en realidad, habría que investigar a los padres.
Eva