Egipto, 9 de noviembre de 48 a. C.
La reina Cleopatra VII, última descendiente de Cleopatra I, quien fuera esposa del faraón niño Ptolomeo V en los ya muy lejanos tiempos de Escipión, ascendió por las escaleras del palacio a toda velocidad. A los soldados egipcios de su guardia personal, que debían de subir por aquellas largas escaleras, cargados con sus corazas y pesadas espadas y lanzas, les costaba seguirla. La reina de Egipto llegó pronto a la gran terraza desde la que se divisaba la ciudad. Allí encontró la larga figura de Julio César recortada contra la luz que emergía del incendio de la ciudad.
—¡La Biblioteca de Alejandría…! —A la reina le costaba hablar; estaba sin resuello al haber ascendido corriendo por toda la infinita escalinata que conducía hasta aquel mirador, pero la tragedia era tal que encontró aire que emergía desde lo más profundo de sus entrañas—. ¡Por Osiris, la Biblioteca de Alejandría está en llamas!
—Lo sé —respondió César serio, con un vibrato tenso en su voz—. He ordenado a mis hombres que detengan el incendio.
—¿Los mismos hombres que lo iniciaron?
César tardó unos instantes en responder. Antes de hacerlo dejó de mirar a la reina y volvió sus ojos hacia las llamas que consumían la zona portuaria de la ciudad.
—Los mismos y más hombres. Los tengo a todos trabajando para evitar que el incendio alcance la Biblioteca. He tenido que ordenar incendiar la flota que nos acosaba enviada por los generales favorables a tu hermano. No había otra forma de defenderse, pero sólo están ardiendo los almacenes del Museo, no la Biblioteca, y detendremos el fuego antes de que eso ocurra.
La reina se acercó al poderoso general de Roma y contempló la desgracia que asolaba su ciudad sacudiendo la cabeza, pero en silencio.
Era cierto que César tenía que defenderse de la llegada de los nuevos soldados enviados por Ptolomeo, pues si éstos desembarcaban se harían con el control de la ciudad y los acorralarían en el palacio, pero aquel incendio… Quizá César tuviera razón y aún consiguieran detener el desastre. Quizá aún se pudiera salvar la mayor parte de los fondos de la mayor biblioteca del mundo. La reina de Egipto lloraba por dentro y lloraba por fuera. Su país se desangraba en una cruenta guerra civil y las llamas acechaban el mayor de sus tesoros. Cerró los ojos y rezó a Osiris y a todos los dioses de Egipto.
El bibliotecario de Alejandría corría por las diferentes salas de la grandiosa biblioteca que el rey Ptolomeo I fundara en la ciudad del Nilo hacía ya más de dos siglos. A su edad, rondaba ya los cincuenta años, y poco acostumbrado al ejercicio físico, el bibliotecario resoplaba y sudaba como un animal que fuera a su sacrificio. Además, para colmo de males, empezó a toser. El humo lo envolvía todo. Cruzó por las salas dedicadas a los inmortales filósofos griegos, corrió por las estancias dedicadas a los estudios sobre las palabras; allí observó que en su lugar privilegiado, en un gran estante a la derecha seguían los voluminosos rollos de Filitas titulados Palabras misceláneas[*], dedicado a las palabras más antiguas del griego, una ayuda inestimable para leer a Homero, aunque siempre confusa; al lado estaban los rollos con una obra similar de Zenodoto, pero con las palabras ordenadas por orden alfabético, una idea genial del primero de los bibliotecarios de Alejandría que hacía enormemente sencillo localizar cualquier término; ¿qué pensaría Zenodoto si viera lo que estaba ocurriendo? Jadeaba, pero seguía firme en su objetivo y continuaba trotando; no tuvo tiempo de comprobar si el Lexeis[*] del gran Aristófanes de Bizancio, uno de sus antecesores en el puesto de bibliotecario, seguía allí o si lo habían trasladado a la zona del Museo, junto a los almacenes del puerto. La reina Cleopatra se había empeñado en regalar a los romanos, a esos malditos romanos que habían creado el incendio que ahora amenazaba miles de rollos, algunos de los ejemplares más valiosos de la Biblioteca como muestra de reconciliación con el nuevo poder de Roma, con el gran Julio César.
El bibliotecario tuvo que detenerse un momento. Se apoyó en unos estantes donde vio que los cestos donde se debían guardar las obras del magnífico geógrafo Eratóstenes también estaban vacíos. Gracias a Zeus que los poemas de Hesíodo, Píndaro y otros poetas seguían allí. Pero los mapas de Eratóstenes no podían perderse. El bibliotecario reemprendió la marcha abrumado por su responsabilidad. Había citado a todos los asistentes frente a la puerta que daba acceso al Museo, de donde parecían provenir las llamas. Julio César, temeroso del levantamiento de los egipcios que veían en él tan sólo a un general extranjero, un invasor codicioso, sublevados bajo el auspicio del hermano de Cleopatra, habían obligado al conquistador romano a reaccionar con furia ordenando el incendio de la flota egipcia. Militarmente la acción había sido un éxito, pero las llamas pasaron de los barcos egipcios a los muelles del puerto y de los muelles a la parte del Museo de la Biblioteca donde se acumulaban miles de rollos aún por evaluar, además de las obras que se querían regalar a Roma. Lo central era preservar el resto de la gran Biblioteca y salvar todo lo posible del Museo. Tenía las ideas claras, pero le faltaba el resuello constantemente y sabía que sin sus instrucciones los asistentes no sabrían cómo organizarse para defender la Biblioteca y rescatar los manuscritos más importantes. El anciano repasaba los estantes con su mirada a medida que avanzaba por los pasillos. Las obras de Esquilo y Eurípides estaban allí. Bien.
—¡Las Pinakes[*], por todos los dioses, las Pinakes! El bibliotecario encontró fuerzas suplementarias para seguir corriendo al recordar que las Pinakes de Calímaco, la obra más exhaustiva de clasificación de todos los escritores griegos del mundo antiguo en interminables tablas donde se recogía todo tipo de información sobre cada autor, también habían sido trasladadas al Museo para restaurar algunos rollos dañados por el tiempo y la humedad. Ahora se encontraban a merced de las llamas. ¿Cómo iban a seguir clasificando las obras restantes sin tener la referencia de aquellas tablas de Calímaco? Hacía tiempo que tenían que haber hecho copias, pero había que copiar tantas cosas y disponía de tan pocos hombres válidos…
Llegó al final del último pasillo y abrió la puerta de la Biblioteca de Alejandría. Ante él el más terrible de los espectros: la furia de las llamas emergía por las ventanas superiores del Museo; el humo lo abrazaba todo, ascendiendo hacia el cielo como una torre destructora de consecuencias inimaginables para toda la humanidad. Al pie de la escalinata de acceso, una veintena de asistentes, pálidos, aterrados y desolados le aguardaban. No era momento ni de lágrimas ni de lamentaciones. El bibliotecario de Alejandría se dirigió a todos como un general antes de la batalla.
—Dividíos en grupos de tres. El primero ha de guiar a los otros dos, derribar obstáculos y abrir camino. Los otros dos detrás, deben cargar tantos rollos como sea posible. ¿Habéis traído los cestos húmedos y los paños mojados?
—Sí, bibliotecario, sí, lo hemos traído todo —dijo uno de los asistentes más veteranos.
—Bien. Ahora la humedad y los daños que pueda causar ésta a los rollos es el menor de nuestros problemas. Meted los volúmenes en los cestos y tapad cada cesto con un paño húmedo para protegerlo de las llamas y del calor y usad otro paño para cubriros la cara. Hay que salvar las Pinakes de Calímaco, los mapas de Eratóstenes, el Lexeis de Aristófanes, las obras de Zenodoto. ¿Está todo claro?
Los asistentes asintieron y se pusieron manos a la obra, pero uno de los más jóvenes se acercó al bibliotecario, nervioso, con las manos sudorosas. El bibliotecario vio que aquel muchacho era presa del pánico, pero la confesión del joven dejó al veterano bibliotecario sumido en una aún más profunda depresión.
—Hay que salvar también los dos libros de poética de Aristóteles, mi maestro; estaba encargado de copiarlos pero había tan poca luz en la sala de la biblioteca que los llevé al Museo. Lo siento, lo siento.
El bibliotecario pensó en matar allí mismo con sus propias manos a ese insensato. La Poética de Aristóteles. No era momento para reproches. Eso vendría luego.
—¿Dónde están?
—En la sala de los textos romanos.
En los últimos años, los bibliotecarios que habían precedido al bibliotecario general de Cleopatra habían compilado textos provenientes de la emergente Roma que habían juntado con otros procedentes de la misma ciudad que habían llegado a Alejandría en el pasado por muy diferentes cauces. El bibliotecario no tenía en mucha estima todos aquellos textos y había ordenado hacía tiempo trasladarlos a una sala del Museo de ventanas grandes donde la humedad procedente de los muelles parecía empaparlo todo, para de esa forma ganar espacio en la gran Biblioteca para otros textos griegos de más valor, y aquel estúpido jovenzuelo había llevado la Poética de Aristóteles a ese nefasto lugar.
—Tú vendrás conmigo y reza a los dioses por que salvemos la Poética, los dos libros, o de lo contrario ordenaré que te quemen vivo tras el incendio. Y tú y tú acompañadme también.
Los diferentes grupos de asistentes entraron en el Museo. Nada más abrir las puertas una bocanada de humo les recibió con su carga mortal de asfixia.
—¡Al suelo, al suelo! ¡Arrastraos si hace falta, pero entrad, malditos, entrad! —El bibliotecario aullaba sus órdenes y un par de grupos de asistentes se introdujo en el Museo, pero el resto, aterrorizado y tosiendo, se alejó de la puerta—. ¡Malditos cobardes, malditos seáis todos! —exclamó el bibliotecario y, sin dudarlo más, entró a gatas en el Museo de la Biblioteca de Alejandría repleto de humo. Sólo le siguió el joven asistente que había confesado el desgraciado traslado de la Poética de Aristóteles, quizá impulsado por la fuerza extraordinaria que proporciona el sentimiento de culpa.
En el exterior, centenares de legionarios venidos de todas partes se arracimaban alrededor del Museo y hacían largas colas en las que se pasaban con rapidez infinidad de odres de agua para, al menos, contener el incendio en la zona del Museo. Y el trabajo daba sus frutos: la gran Biblioteca podría salvarse de las llamas, pero el Museo estaba perdido. Perdido por completo.
Tosiendo, tapándose la nariz con paños húmedos que se habían atado a la cara, con los ojos llorosos y casi a ciegas, el bibliotecario y su joven asistente llegaron a la sala del Museo de las grandes ventanas que encaraba los muelles del puerto de Alejandría.
—¿Dónde… es… tan…? —preguntó el bibliotecario incorporándose apoyándose en una pared desnuda, opuesta a las ventanas, y a salvo aún de las llamas que trepaban por el muro del fondo.
El joven asistente se arrastró hasta una mesa repleta de rollos justo bajo uno de los grandes ventanales y señaló una colección de rollos que el bibliotecario reconoció enseguida.
—¿Has traído los cestos?
El muchacho parecía horrorizado ante la respuesta que tenía que dar.
—Los he perdido, mi maestro —respondió entre lágrimas fruto de la combinación de humo con culpa y abatimiento.
El bibliotecario le habría matado allí mismo, pero no había tiempo para eso. Miró a su alrededor. Quizá podrían lanzar los rollos por la ventana. Pegado a la pared, girando en la esquina de la estancia, llegó al ventanal, empujó a un lado la mesa y se asomó. La lengua feroz de una llama le chamuscó el pelo de la cabeza.
—El fuego trepa por las paredes exteriores. No podemos arrojar los rollos por aquí o arderán antes incluso de llegar al suelo. Además, los edificios de alrededor también arden y la ventana no da a la calle, sino a los tejados de las casas que están ardiendo. Estamos perdidos. —Pero el bibliotecario no se refería a ellos mismos, algo que le parecía superfluo, sino al hecho de que los volúmenes de la Poética de Aristóteles se iban a perder para siempre.
—Tengo los paños húmedos, maestro, es todo cuanto tengo —dijo el joven asistente, y de debajo de la túnica sacó varios paños aún empapados en agua.
El bibliotecario abrió bien los ojos, tomó los paños y los extendió sobre el suelo. Luego cogió los rollos del libro primero de la Poética, sobre tragedia y epopeya, y los envolvió como una mujer envuelve en pañales y mantas suaves a su recién nacido. A continuación repitió la misma operación con los diferentes rollos del segundo libro de la Poética, los que estaban dedicados a la comedia y a la poesía yámbica. Cada paquete era voluminoso al contener varios rollos y requería de un brazo para poder llevarlos. Pensó en coger él los dos, pero entonces no tendría al menos un brazo libre para abrirse camino. Estaba enrabietado, enfurecido con aquel ayudante estúpido, pero al menos el muchacho había demostrado valor y lealtad al confesar su estupidez y acompañarle hasta allí en medio del fragor de las llamas. La razón se impuso en su mente.
—Toma —dijo el bibliotecario, y le dio al joven el paquete con los rollos de Aristóteles dedicados a la tragedia y la epopeya—. Corre, corre y salva esto. Yo te seguiré en un momento. Corre, por Heracles, corre y salva estos rollos. Olvídate de mí. No mires atrás.
El joven tomó con un brazo el paquete, se agachó y encogido salió corriendo de la gran sala de los ventanales. En su interior quedó el bibliotecario, pasando su vista, turbia por las lágrimas que el humo generaba en sus ojos, por las etiquetas de las decenas, centenares de rollos que se apretujaban en las estanterías unos contra otros por la falta de espacio, aunque ahora pareciera que se apretaban unos con otros asustados ante lo que el destino les tenía deparado para dentro de unos instantes. El bibliotecario buscaba los escritos romanos más antiguos, pues sabía que había algunas piezas que podían tener un valor inestimable para muchos de los historiadores que se acercaban hasta Alejandría. En particular buscaba las memorias de un antiguo general romano del pasado, un tal Escipión, que siempre fue proclive a promocionar la cultura griega en Roma y que, cómo no, terminó desterrado de la propia Roma por unos salvajes e ignorantes conciudadanos. Era una orden que había pasado de bibliotecario a bibliotecario desde los tiempos de Aristófanes de Bizancio: «Preservad las memorias de ese general romano». Sus ojos se detuvieron. Allí estaba. Alargó la mano que tenía libre y tomó uno de los rollos que estaban en una de las estanterías de la esquina más alejada aún del fuego.
—Las memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus —leyó no sin cierto esfuerzo. Estaban en griego. Era un gran rollo resultado de pegar varios más pequeños en uno solo que ahora era mucho más grueso. Escipión. Un romano que defendió la difusión de la cultura griega y que además escribió en griego merecía ser salvado de las llamas, seguramente era lo único de Roma que merecía no quemarse allí aquella noche, sobre todo si Aristófanes de Bizancio dejó aquella instrucción, pero no tenía más paños húmedos y no estaba dispuesto a desenvolver los rollos de Aristóteles que él mismo llevaba sobre comedia y poesía para proteger esas memorias. Las cogió, pues, con la mano libre con la esperanza de que en el mejor de los casos sólo llegaran algo chamuscadas al exterior del edificio.
El bibliotecario avanzó por los pasillos llenos de humo. Se agachó y caminó en cuclillas, pues no podía gatear con las manos ocupadas. El esfuerzo era demasiado para su maltrecho cuerpo poco entrenado para pruebas físicas y muy maltratado ya por el humo y los constantes golpes que se daba contra paredes y puertas a medio abrir, pues avanzaba casi a ciegas, incapaz de abrir los ojos por más de un instante. Pronto se mareó y sintió nauseas y en medio de las llamas y el humo y el calor se arrodillo y vomitó a espasmos secos. Aquello le dolió primero, pero al poco le alivió algo y continuó en cuclillas avanzando pegado a una pared del largo pasillo que conducía a la salida del Museo. De pronto una viga cayó sobre la espalda del bibliotecario y el viejo hombre de letras cayó de bruces contra el suelo. Su cabeza chocó contra la piedra, escuchó un chasquido y se quedó inmóvil, sin sentir ya su cuerpo. Así permaneció un momento hasta que escuchó la voz del joven asistente que había regresado para ayudarle.
—Aguante, maestro, aguante y le sacaré de ahí —dijo el joven mientras se esforzaba por empujar la viga que aplastaba el cuerpo del bibliotecario.
—Déjalo, muchacho… ¿Y los rollos que te di… de Aristóteles…? —preguntó el herido sin atender a lo terrible de su situación.
—Están a salvo, a salvo, maestro.
—Pues toma este segundo paquete con el segundo libro de la Poética y sal de aquí corriendo antes de que se derrumbe todo el edificio.
—¡Pero maestro…!
—¡Coge los rollos, maldito seas… y sal de aquí con ellos… tú que puedes! ¡Yo no soy nadie, no soy nada… pero estos rollos son las palabras de uno de los mayores sabios! ¡Yo no merezco tus esfuerzos… estos rollos sí!
El joven tomó el segundo paquete, lanzó una mirada sollozante hacia su maestro apresado bajo aquella pesada viga humeante, se levantó y se alejó corriendo. Lo hizo porque tenía decidido poner a salvo ese segundo grupo de rollos de la Poética de Aristóteles para luego regresar de inmediato, si era posible acompañado de algún otro asistente y así, entre los dos, liberar al maestro bibliotecario de aquella pesada viga y salvarlo de morir en medio de aquel pavoroso incendio. El joven alcanzó la salida, tosiendo, escupiendo humo y cenizas por la boca. Cayó de rodillas y dos compañeros lo arrastraron lejos de las llamas. Le dieron la vuelta y lo tumbaron boca arriba para que se recuperara. El joven se esforzaba en hablar, pero tenía la garganta seca y no hacía más que toser. Nadie le entendía. Uno de los asistentes tomó el paquete que llevaba y lo puso a buen recaudo junto con las otras obras que se habían podido salvar. No muchas, pues los rollos de Zenodoto, las Pinakes de Calímaco, el Lexeis de Aristófanes y muchos de los mapas de Eratóstenes se habían perdido para siempre, al igual que muchos documentos provenientes de Roma, pero les quedaba el consuelo de que se habían salvado todos los volúmenes de la Poética de Aristóteles. Al menos por el momento, pues en aquel mundo envuelto en continuas guerras ¿quién podía predecir lo que ocurriría en el futuro con lo que consiguieran salvar aquella funesta noche de la insaciable sed de las llamas?
—¿Y el maestro? —preguntó al fin uno de los asistentes al muchacho. El joven, haciendo un esfuerzo sobrehumano, interrumpió su interminable tos y acertó a pronunciar unas pocas palabras.
—En el pasillo central, al final… próximo… salida… una viga… caído… —No pudo decir más, pero fue suficiente. Un grupo de los asistentes más valientes, de los que habían entrado al Museo aunque apenas consiguieran salvar obras menores y sin gran importancia en comparación con todo lo perdido, se arremolinaron frente a la puerta del Museo para intentar rescatar al bibliotecario, pero ya era demasiado tarde. La puerta misma era consumida por el fuego y el pasillo central estaba completamente en llamas. Ya nadie podía entrar ni salir. Ya no podía hacerse nada.
En el interior del Museo, el bibliotecario de Alejandría se mira la mano vacía y sonríe un segundo. Aristóteles ha sido salvado. Un momento de felicidad frente a la muerte más terrible que se avecina. Respira entrecortadamente. Gira la cabeza y ve como en su otra mano, apretujado, ahumado ya por el calor, el gran rollo del antiguo general romano permanece dispuesto a ser engullido por el incendio que lo consume todo.
—En la confusión te he olvidado… buen romano —dice entre dientes el bibliotecario al percatarse de su error, ofuscado como había estado en salvar a Aristóteles. La mano del bibliotecario pierde fuerza y se abre y el rollo de Las memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus rueda por el suelo alejándose del hombre que había intentado salvarlo y, al girar sobre sí mismo, el rollo se aleja en parte desplegando su contenido de palabras, historia y sentimientos. Los ojos del veterano bibliotecario, apresado bajo la viga, incapaz de huir de la muerte, se entregan a la única actividad de la que su cuerpo era ya capaz: leer. Las llamas acercan la muerte tanto para el lector como para el texto que está siendo leído, pero eso sí, irónicamente, proporciona luz más que suficiente para desvelar cada palabra, cada frase, hasta desplegar por completo el último párrafo de las memorias de aquel antiguo romano.
La fiebre ha vuelto a subir. Me duele todo el cuerpo, pero sé que esto terminará pronto. Quizá esta misma noche. Me he levantado para escribir un último pensamiento: después de todo lo escrito parecerá irónico, después de toda una vida luchando contra Aníbal parecerá absurdo, pero creo que si Aníbal y yo hubiésemos sido los dos romanos o los dos cartagineses hubiéramos sido grandes amigos. Grandes amigos. Éste es un mundo extraño.
El bibliotecario deja de respirar y sus ojos abiertos, aunque posados sobre el texto que se desvanece, ya no son capaces de hacer llegar a su mente las palabras finales de un papiro que se deshace en cenizas, que se desintegra hasta quedar en nada, en humo silencioso sacudido por el rugido del incendio. Las últimas palabras del texto parecen consumirse en medio del fuego como lejanos vestigios de un tiempo que fue pero que ya ha desaparecido para siempre.