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La victoria de Catón

Roma, enero de 183 a. C.

Las noticias de la muerte de Escipión llegaron a Roma como llevadas por el viento. Era una tarde plomiza y las nubes surcaban el cielo con la velocidad que anticipa una gran tormenta. Ya no era hora de tratar asuntos públicos o privados en el foro, pero el centro de la ciudad estaba a rebosar de gente. A todos les costaba creer que lo que era inexorable, todos morimos, había ocurrido con alguien tan legendario como Africanus.

—¿Ha muerto?

—¡Por Castor y Pólux!

—¿De verdad?

La gente compartía su sorpresa y su escepticismo, pero nuevos mensajes llegaban desde el sur de Roma. Todas las familias que habían tenido algún representante en el funeral que se había celebrado en Literno habían enviado mensajeros a sus respectivas residencias y de cada una de esas casas emergían nuevos mensajes para otros familiares y amigos que no hacían más que confirmar lo que acababa de ocurrir, de lo que todos hablaban sin parar.

Al poco tiempo, con el anochecer adelantado por la tormenta que estaba a punto de descargar sobre Roma, el pueblo pasó de las dudas y de la sorpresa a las lamentaciones y al miedo. Roma era poderosa, sí, pero lo era por hombres como Africanus y ahora él ya no estaría allí nunca para protegerlos. Algunos demandaban pruebas de que Aníbal también había muerto, como se había comentado, pero las noticias de Asia eran aún confusas. Unos decían que había huido, otros que se había encerrado en una fortaleza y que estaba asediado por Flaminino y sus tropas, otros que el propio Flaminino había muerto en el combate. En el fondo todos seguían temiendo que el cartaginés aún retornara desde Oriente al frente de un nuevo ejército, pero siempre sabían, hasta ese día, que estaba Publio Cornelio Escipión, Africanus, al que podrían recurrir, incluso si por sus enfrentamientos contra el Senado había terminado desterrado, incluso entonces, todos estaban seguros de que si era necesario Africanus retornaría de su destierro para ayudarles, pero de entre los muertos no era ya posible volver. Nadie, ni siquiera él que había podido con todo y contra todos los enemigos de Roma, podía vencer a la muerte. ¿Qué sería ahora de ellos sin él? Estaban Flaminino o Catón o Régilo u otros grandes generales que habían logrado grandes victorias y merecido entradas triunfales en Roma, pero nadie había como Africanus. Publio Cornelio Escipión era irreemplazable, irrepetible y nadie, ni los más próximos a él, como su hermano Lucio, ni los más contrarios a él como Catón o Graco eran ni la sombra de lo que él fue. ¿Qué sería ahora de ellos? Y, de pronto, con el miedo a lo desconocido les invadió a miles, a decenas de miles de ciudadanos de Roma, una sensación sucia de asco de sí mismos, de vergüenza, de miseria. A ése al que tanto debían, a ese hombre del que tanto dependían, a ese general que tanto los protegió en el pasado, le habían abandonado para que le juzgaran y le expulsaran de Roma sus enemigos en el Senado. Y de la vergüenza saltaron a la pena más profunda que nunca antes habían sentido por la desaparición de alguien que no fuera un familiar propio y entonces, sólo entonces, con la noche ya entrada, con el cielo a punto de reventar de agua, llegaron las lágrimas en tropel, un mar de llantos que se escuchaba por cada una de las esquinas de Roma. La gente bajaba entonces por la Via Nomentana desde el monte Quirinal, por la Via Tiburtina Vetus desde el Monte Viminal, por la Via Labicana desde el Esquilino, por la Via Tusculana y luego la Via Sacra desde el monte Celio, y por el Vicus Tuscus llegaban decenas de miles de ciudadanos que venían desde el Palatino y el Aventino, confluyendo así desde esas colinas en las faldas de la colina Capitolio, el monte central de Roma, donde emergía el foro de la ciudad. Era un imparable torrente de gente que primero venía sin nada y que, al poco, empezó a encender antorchas, primero unas tímidas decenas en el foro, pero luego a miles, a decenas de miles por todas las arterias de una ciudad, imitando los funerales humildes de quien no tiene imagines maiorum[*] que exhibir, cuando los familiares se limitan entonces a pasear el cuerpo de su familiar fallecido arropado sólo por unas pocas antorchas. Sólo que ahora no eran unas pocas decenas de lumbres, sino un mar de miles y miles de lumbres ardiendo en medio de aquella triste noche. El funeral del Escipión había tenido que ser, por culpa del exilio obligado, fuera de Roma y los romanos no tenían cuerpo que llorar, ni imágenes que ver, ni ceremonias oficiales a las que asistir, de modo que todo surgió de forma improvisada, como los miles de antorchas y, acto seguido, las visitas a todos los templos de Roma, las libaciones en honor de Escipión, los sacrificios de centenares de animales y el llanto permanente de las mujeres que lo inundaba todo.

Catón salió de su casa protegido por un nutrido grupo de legionarios de las legiones urbanae enviados por el pretor urbano que se presentaron en medio de aquella tormenta de luto incontrolado con un mensaje breve en una tablilla: «Sugiero que pases la noche fuera de Roma». Catón arrojó la tablilla contra la pared del atrium, enfurecido.

—¿Cómo puede Escipión, aun después de muerto, exiliado y muerto, obligarme a salir de Roma?

Pero la puerta había quedado entreabierta y hasta Catón llegaron los ruidos del tumulto de personas que había por toda la calle. Se dirigió al umbral y los soldados se hicieron a un lado para dejarle pasar. El veterano senador no daba crédito a lo que veía: antorchas, llantos, animales arrastrados por ciudadanos posesos de una rabia extraña camino de sacrificios que parecían necesitar aquellos hombres como si la vida les fuese en ello; miles de mujeres sollozando o gimiendo sin control y entre todos aquellos seres que parecían haber perdido el sentido se veía a esclavos, libertos, patricios, comerciantes, prestamistas, pescaderos, mercaderes, putas, niños pequeños, artesanos, panaderos, soldados, veteranos de guerra heridos, veteranos de guerra con sus torques y falerae, incluso algún triunviro y legionarios en activo con sus uniformes relucientes.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó el senador y censor de Roma al oficial de los legionarios enviados por el pretor.

—Es por la muerte de Escipión. La gente está como loca. Vagan por las calles con antorchas, como si estuvieran perdidos y todos claman por el general.

«Por el general». El legionario había usado el artículo definido «el», como si en Roma no hubiera más generales tan buenos o mejores que el maldito Escipión. Catón recordó entonces el mensaje del pretor urbano: «Sugiero que pases la noche fuera de Roma».

—Rápido —dijo el senador—, vámonos de aquí. —Y, sin perder tiempo en procurarse mejor ropa que la que llevaba, con la túnica puesta, limitándose a coger una daga de uno de los anaqueles del tablinium, regresó a la puerta raudo, cruzó el umbral y, seguido de cerca por la veintena de legionarios que debían escoltarle se encaminó hacia la calle.

Marco Porcio Catón cruzó aquella noche las calles de Roma como un bandido que hubiera sido hecho preso por los soldados. Eso es lo que pensaban la mayoría de los que se cruzaban con él y el senador no hizo nada para desbaratar esa opinión; de hecho, sus acciones, como andar mirando siempre al suelo, con actitud humilde, casi culpable, parecían confirmar la percepción de la gente que observaba aquel extraño grupo que caminaba en dirección opuesta al resto, seguramente, coincidían muchos, en dirección a la cárcel o, si se cruzaban con él pasado ya el Tullianum, a una prisión militar; lo que nadie dudaba es que debía tratarse de un renegado que pronto pagaría con la muerte su alta traición.

De esa forma, Marco Porcio Catón consiguió salir de Roma aquella noche y coger una cuadriga dispuesta para él en la puerta Carmenta que le conduciría a toda prisa a su villa en donde se refugiaría el resto de la noche junto con su familia y, mejor ser cautos, donde permanecería el resto de la semana. Había habido suerte de que, al menos, su esposa e hijo ya estaban allí, pues a su mujer no le gustaba el bullicio de Roma, algo que su esposo comprendía. Eso facilitó la salida de la ciudad.

Justo al subir a la cuadriga, las nubes que tanto tiempo habían esperado reventaron por fin y sobre Roma descargó una lluvia infinita e inclemente que, sin embargo, no arredró a nadie. Las calles permanecieron atestadas e, incomprensiblemente, en una señal que muchos interpretaron como divina, las antorchas continuaban ardiendo en miles de llamas que luchaban contra el agua que parecía querer ahogar todo lo demás.

—¡Son los dioses que lloran! —gritó un legionario en el foro, y su grito se repitió de calle en calle hasta que todos miraban hacia el cielo convencidos de que todos y cada uno de los dioses de Roma lamentaban con congoja sin límites la desaparición del hombre que más les había honrado con sus hazañas desde la fundación de la ciudad.

Marco Porcio Catón dirigía su cuadriga en medio de la brutal tormenta apretando los dientes y sin mirar atrás.

—¡Le olvidarán! —gritaba una y otra vez—. ¡Le olvidarán todos! ¡Yo me ocuparé de ello! ¡No quedará de él ni el recuerdo! ¡Le olvidarán!