Las últimas visitas
Literno, Campania. Diciembre de 184 a. C.
Nada más ver a Lelio en el vestíbulo con el demacrado general en sus brazos, Emilia reaccionó con rapidez e hizo que condujeran a su esposo al dormitorio y que le tendieran en el lecho. Laertes ayudó en todo momento y desvistió al general, le puso una cómoda túnica, lo tumbó en la cama y lo cubrió de mantas. La propia Emilia se sentó al lado de su esposo y le secó el sudor de la fiebre durante un buen rato, hasta que su marido recuperó algo de fuerza y pidió ver a todos sus hijos, uno a uno.
La primera en pasar fue la hija mayor. Con ella la conversación fue breve, pero sincera y emotiva. Publio le rogó que, como siempre, siguiera siendo una buena matrona y que ayudara a su hermana pequeña y a su hermano en todo lo que pudiera y que siempre velara por la unión de la familia. Su matrimonio con Násica la hacía especialmente importante en este aspecto, pues era el vínculo de unión entre diversas ramas de la gens Cornelia que fortalecía al clan y le agradeció que en su momento aceptara dicho enlace.
—La unión nos hará fuertes. Ése debe ser el camino hacia el futuro de nuestra familia, hija —dijo Publio al terminar de hablar con su hija mayor. Ella asintió y le tomó la mano sudorosa y la apretó con fuerza. Su padre se vio obligado a añadir unas palabras más—: Y no lloréis por mí. No le deis ese gusto a Catón. Caminad siempre con la cabeza bien alta. Siempre nos ha acusado de ser orgullosos. Seámoslo de veras.
La muchacha asintió, pero nada más darse la vuelta rompió a llorar al tiempo que salía de la habitación dejando solo a su padre un instante hasta que su hermano la reemplazó y entró en el dormitorio. El joven Publio no sabía muy bien dónde situarse y se quedó de pie junto a la puerta.
—No, hijo, siéntate aquí, a mi lado —dijo su padre desde el lecho—. No me queda mucha fuerza y mi voz es débil. Debemos hablar. Lo hemos hecho en tan pocas ocasiones… —Vio como su hijo se sentaba junto a él y suspiró aliviado—. Creo que en realidad nunca hemos hablado. Siempre te he dado órdenes, te he dicho lo que tenías que hacer y tú siempre lo has hecho.
—Lo he intentado, padre —respondió su hijo precisando, pues muchas veces no había conseguido hacer todo lo que su padre le exigía y lo explicitó—; siento no haber estado a la altura del hijo que habrías deseado tener, padre.
Pero Publio padre negó con la cabeza.
—He sido un imbécil contigo. Siempre intentando que fueras como yo. Siempre te presioné demasiado y eso casi te cuesta la vida.
Los dos compartieron un silencio mientras ambos recordaban, sin decir nada, el episodio de la captura de Publio hijo por el ejército de Antíoco y su prisión bajo el control del mismísimo Aníbal.
—Hijo, sólo tú y yo hemos hablado con Aníbal y hemos sobrevivido para contarlo. Es algo que nos une. Y me gusta que eso nos una. Escúchame bien, Publio: tú puedes ser mejor que yo, siempre he sido muy exigente contigo, he querido que fueras lo que no puedes ser; te pedía que fueras mejor soldado, mejor guerrero que yo y eso es difícil, y como no lo hacías te he menospreciado una y mil veces; un error imperdonable. —Y miró al cielo mientras inhalaba aire—. Puede que haya sido un gran general, pero he sido el peor de los padres posibles.
—Eso no es cierto, padre. Todos te admiramos.
—Todos me sufrís, eso es cierto, pero os he tratado mal. En especial, a tu madre, a ti y a tu hermana pequeña. Y con tu hermana mayor nunca he discutido porque siempre ha hecho todo sin replicar, pero a la mínima rebelión habría chocado con ella como lo hice contigo o con la pequeña. No, siempre he estado en guerra, o luchando en el Senado, y nunca os he escuchado.
—Has hecho a Roma más grande que ninguna otra ciudad…
—Y me lo pagan con el destierro —le interrumpió su padre—, y vosotros, a los que he maltratado, sin embargo, sois los que estáis aquí conmigo. Pero ya no puedo cambiar el pasado, no hay vuelta atrás, pero se pueden hacer cosas, hijo, se pueden hacer muchas cosas aún, sólo que yo ya no estaré ahí para hacerlas. Escúchame por última vez, hijo: siempre he estado equivocado al leer tu destino. Siempre creí que tú deberías combatir como yo en el campo de batalla, pero eso no será así. Tu destino no está ahí, en la guerra, sino en Roma. Debes volver a Roma, toda la familia debe hacerlo. El exilio es sólo contra mi persona. Muerto yo, nada os debe retener aquí más tiempo. Tú, hijo, debes combatir en el Senado, con la palabra, algo que manejas mejor que yo. El viejo Icetas, vuestro pedagogo, siempre alababa tu retórica, pero yo, cegado como estaba, me interesaba más por tus avances en el adiestramiento militar con Lelio; pero Catón, hijo, Catón me ha derrotado con palabras. Tú, en cambio, con tus propias palabras influiste en mí la noche fatal en la que podría haber mandado a todos nosotros al infierno. Sí, hijo, tus palabras influyeron en mí notablemente. Más de lo que imaginas. Hablas bien. Sabes hacerlo. Ése es tu don. Tú debes volver a Roma, al Senado, ocuparás mi asiento en el edificio de la Curia y desde allí contraatacarás. Es un trabajo colosal. Catón es un enemigo inabarcable. Yo no he podido con él, pero yo no he sabido luchar en su campo. Como ves, hijo, tienes la posibilidad de ser más grande que yo, de derrotar a quien yo nunca he sabido vencer.
—Padre, nadie puede ser más grande que tú.
Publio padre levantó su sudorosa mano derecha y rechazó el halago en un gesto seco.
—No quiero discutir sobre eso. Lo importante, hijo, es que vuelvas a Roma y luches desde el Senado. No puedo darte consejos sobre cómo hacerlo porque serían los consejos de un perdedor en esas lides. Si fueras a entrar en una batalla campal, ahí sí que valdría mi opinión. No, en el Senado, en Roma, tú mismo tendrás que encontrar el camino, pero estoy seguro que allí donde yo no supe combatir, tú saldrás victorioso. Estoy seguro de que encontrarás alguna forma que a mí ni tan siquiera se me ha ocurrido. Confío en ti, hijo. Te encomiendo un trabajo enorme, pero sé que lo harás.
—Haré todo lo que pueda, padre, por hacer que nuestra familia recupere su posición en Roma.
—Lo sé, lo sé. —Y fue Publio padre quien tomó con su mano el brazo fuerte de su joven hijo—. Lo harás. —Y calló.
—¿Quieres ver a mi hermana pequeña? —preguntó entonces Publio hijo.
—Sí, por favor, dile que pase —y el viejo general vio como su hijo se levantaba y se dirigía hacia la puerta con el semblante serio, preocupado—, y gracias por no guardarme rencor —añadió Publio padre desde la cama. Su hijo se volvió y miró una vez más hacia él y asintió. Luego lo vio desaparecer por la puerta. Apenas pasó un instante y la joven Cornelia entró entonces en la habitación. Publio la vio caminar con el sigilo que la caracterizaba, moviéndose despacio pero con agilidad y gracia en sus gestos, como siempre, y, como siempre, igual de preciosa, incluso más que la última vez que la vio, antes de partir para su exilio. Sí, la pequeña tenía una mirada brillante como nunca antes y se la veía sana y fuerte y decidida. La vio sentarse a su lado y sintió, por unos instantes, un destello de felicidad.
—¿Graco te trata bien? —Fueron las primeras palabras que Publio pronunció. Quería haber dicho tantas otras cosas y, sin embargo, llegado el momento crucial, eso fue lo que brotó de sus labios. Ni tan siquiera al borde de la muerte podía retener su maldita rabia hacia ese hombre.
—Mi esposo me trata bien, padre —respondió Cornelia con una sonrisa al tiempo que posaba su mano sobra la pálida mano de su padre. Publio aceptó aquel regalo y aprisionó con ternura la suave piel de los finos dedos de su hija—. Es con el permiso de mi esposo que he venido a verte.
Publio asintió, pero persistió en su línea defensiva.
—Si te trata mal regresaré de entre los muertos si es necesario para protegerte. Díselo.
Cornelia mantuvo su sonrisa.
—Eso no hará falta. Tiberio es amable conmigo en todo momento y nos llevamos bien. Incluso me ha permitido este viaje pese a que… —Aquí, la joven se detuvo; iba a decir que pese a que Catón lo aprovecharía para criticar a su marido y volver a asustar al Senado sobre una posible conspiración de los Escipiones, pero Cornelia no quería hablar con su padre de Catón, ni tan siquiera quería que se mencionara ese nombre en la que seguramente sería la última conversación entre ambos, pero las palabras estaban ya en el aire y su padre estaba sorprendentemente atento incluso cuando la fiebre volvía a subir.
—¿Pese a qué? —inquirió Publio mirándola a los ojos y apretando su mano con la suya.
—Pese a que estoy embarazada de varias semanas.
Publio Cornelio Escipión abrió los ojos de par en par. Su hija mayor aún no les había regalado una noticia tan hermosa y su joven hijo aún estaba a la espera de casarse. Una vez más la pequeña Cornelia les adelantaba a los dos.
—¿Un nieto? —preguntó entre dientes el enfermo general de Roma.
—O una nieta, padre.
Publio sonrió.
—O una nieta. En cualquier caso un hijo tuyo, Cornelia. Ésa es una noticia que me hace muy feliz, muy feliz y viene en un momento y a un lugar donde no suelen llegar buenas noticias. Por todos los dioses, te lo agradezco de verdad. Y dices que Graco te dejó venir pese a tu estado. No es un viaje peligroso, pero sí son varias jornadas de polvo y largos desplazamientos. Sí que me sorprende un poco esa extraña generosidad suya. No debía haberte permitido viajar así. Es como pensaba. Ese hombre no te cuidará nunca. No te merece…
—Bueno, padre —empezó Cornelia bajando la voz y acercando sus labios a los oídos del general—; he hecho trampa.
—¿Trampa?
—No le dije a mi esposo que estaba, que estoy embarazada. Sólo le dije que mi padre estaba enfermo y que deseaba visitarle.
Publio suspiró. Tenía sentimientos dispares ante aquella respuesta.
—La parte mala de lo que dices es que Graco debe estar ya muy bien informado de lo avanzado de mi enfermedad y por eso te ha dejado venir. Sabe que voy a morir pronto y por eso sabe que nada de lo que diga el Senado importa ya con relación a mí. La parte buena, sin embargo —y Cornelia se alegró de ver sonreír a su padre mientras hablaba—, es que me has dado la noticia de tu embarazo primero a mí antes que a tu marido. Es una pequeña gran victoria que me llevaré conmigo al otro mundo. Una pequeña gran satisfacción de mi pequeña gran hija.
Y de pronto sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y temblores que apenas podía controlar. Soltó la mano de su hija e intentó taparse mejor con las mantas, pero no podía. Fue Cornelia quien le ayudó a cubrirse bien hasta el cuello.
—Es la fiebre… —dijo Publio mientras se recomponía una vez pasados los temblores—. El final está cerca, pequeña. Es hora de que vea a tu madre.
Cornelia asintió y se levantó con cuidado. No quería separarse de su padre, pero sabía, como todos, que su padre y su madre tenían asuntos de los que tratar, asuntos públicos y privados que no podían esperar. Asuntos pendientes.
—Adiós, padre. Que los dioses te protejan siempre —dijo, y se dio media vuelta. Su padre quiso responder, pero la voz le falló y para cuando se recompuso, la puerta se había cerrado. Su hija se había marchado. Ya no la volvería ver, pero la noticia de que la sangre de la familia seguiría brotando de las entrañas mismas de la más valiente de sus hijas le insufló una última dosis de energía, fuerzas que, sin duda, necesitaba para encarar la conversación más difícil de todas. La puerta se volvió a abrir y la silueta pequeña, delgada, inconfundible de Emilia se recortó en el umbral. En cuanto se sentó, Publio empezó a hablar. Se alegró de tener asuntos que arreglar más allá de la larga infidelidad. Eso facilitaba iniciar aquella última conversación.
—Tienes que liberar a Laertes, Emilia. Se lo prometí a ese esclavo y ha cumplido bien. Le prometí que le liberaría cuando la pequeña se casara, pero con el exilio y mi rechazo a esa boda olvidé mi promesa. Una promesa más incumplida. Ahora he tenido tiempo de repasar todo lo que no he hecho bien. Ésa es una de las cosas.
—Laertes será manumitido. Me ocuparé de ello —respondió Emilia con voz seria.
—Bien —exhaló Publio.
Un largo silencio se apoderó de la habitación. Sólo se escuchaba la costosa respiración del enfermo. Al final, Publio reunió las fuerzas suficientes para decir lo que tenía que decir, para tener esa conversación que debían haber tenido hacía muchos meses, quizá años.
—Sé que te he decepcionado —empezó un ya muy débil Publio. La pequeña figura de su mujer, sentada en el solium dispuesto junto al lecho permaneció imperturbable, como una efigie muda. En la penumbra de la habitación, las arrugas de los años se difuminaron y Publio creyó ver de nuevo el rostro de aquella muchacha que le enamoró en el pasado. Se sintió más culpable que nunca—. Te he decepcionado y lo siento.
Vino entonces, de nuevo, el silencio, aún más profundo, aún más duro. Publio esperaba una respuesta mientras recuperaba el resuello. Las conversaciones anteriores le habían dejado exhausto. Emilia no parecía decidirse a dar réplica alguna. El excónsul sentía más dolor ante aquella frialdad.
—Has sido discreto —rompió al fin a hablar su esposa, y el viejo general se sintió aliviado—. Has sido discreto con esa muchacha y eso lo agradezco. Ya teníamos bastantes problemas en Roma como para añadir habladurías.
Publio afirmó con la cabeza.
—No fue nada planeado —empezó a explicarse Publio, y Emilia iba a interrumpirle, pero el general siguió con su débil hilo de voz y ella se detuvo—. No, no voy a darte excusas, sólo quiero contarte cómo fue. No fue nada planeado, nada que buscara. Estaba enfermo y lejos de ti y Aníbal tenía a nuestro pequeño y fui débil y estúpido y luego me hice acomodaticio con lo que obtenía de ella. Podría haberla dejado allí y no traerla a Roma, pero no lo hice. No busco el perdón para mí, Emilia, pero hay algo importante… —Se detuvo para recuperar el aliento—. Esa muchacha no debe pagar dos veces por las debilidades de un viejo excónsul. No pagues con ella lo que sólo ha sido fruto de la lascivia de un viejo. —Y terminó con una sonrisa amarga—. He sido como uno de los viejos griegos de las obras de Plauto.
El silencio recuperó el control del dormitorio. Las lámparas de aceite chisporroteaban en las esquinas. Las llamas se movían agitadas por una suave brisa de ventilación. Emilia había ordenado dejar entreabierta una de las ventanas altas. Las sombras temblaban por el suelo, por las paredes, por el techo. Emilia tomó un paño fresco de la mesita junto a la cama con una mano mientras que con la otra retiraba el paño ya más tibio de la frente de su marido y lo substituía por el nuevo.
—Ella también ha sido discreta —dijo la esposa del excónsul—. No pagaré con ella mi rabia por lo ocurrido. —Y no dijo más. Y Publio no pidió más aclaraciones. Emilia era parca en palabras, pero nunca decía una de más ni una de menos. Si había dicho que no pagaría con la muchacha la rabia que sentía por la infidelidad que había cometido estaba claro para Publio que no la maltrataría. Le gustaría haber obtenido un arreglo explícito para la joven que tan bien se había portado con él en los últimos años de su vida, no por acostarse con él, eso lo podía haber conseguido de cualquier esclava, sino por haberlo hecho con cariño, sincero o fingido, pero cariño; pero en las actuales circunstancias, desterrado de Roma, enfermo y con una esposa indignada era imposible conseguir más. Si al menos había logrado que el odio de Emilia no fuera contra la joven como un caballo desbocado, ya se había conseguido algo. También estaba claro que no sería posible despedirse de la muchacha, pero en cualquier caso no tenía fuerzas para más palabras.
—Me muero, Emilia… espero no haberte decepcionado en todo.
Los moribundos buscan palabras amables cuando están ante el final de su camino en este mundo, las buscan incluso entre aquéllos a los que han herido. Emilia no era una persona cruel.
—No has sido un marido perfecto, pero no has sido ni con mucho el peor posible. Has sido un buen padre y has sido el mejor general de Roma. Has honrado a mis antepasados y a los tuyos y has derrotado a los enemigos de Roma en los confines del mundo y sé que hubo un tiempo en que me quisiste mucho, lo sé, y tengo buenos recuerdos de aquellos tiempos y con ellos me quedo. Nadie es perfecto. Yo también me he hecho fría con la edad, con los niños, con los ataques incesantes de Catón. Has sido un buen marido, Publio, con alguna imperfección, pero sin ti no existiría ya ni Roma ni Italia ni todo el imperio que dominamos desde el Tíber. Sin ti no existiría el mundo como es hoy. Por eso te odia tanto Catón. Quiere borrarte de la historia, pero no puede porque no puede borrar tus victorias. Yo cuidaré de la familia. El joven Publio no es el guerrero que tú has sido, pero es noble, y las dos hijas son buenas, la mayor discreta y la pequeña Cornelia intrépida pero leal, y su lealtad nos ayudará en el futuro. Saldremos adelante y nos ocuparemos de que la familia salga adelante. —Publio la escuchaba mientras se hundía en un sopor profundo; era como si Emilia hubiera estado escuchando las conversaciones que habían tenido lugar unos minutos antes y pensó, por un instante, que quizá así hubiera sido, pero pronto se dio cuenta de que pese al tiempo y los años y el distanciamiento, él y Emilia seguían tan íntimamente unidos que pensaban tan igual en todo, que habían llegado cada uno a las mismas conclusiones por caminos distintos; las palabras de Emilia le acompañaron mientras se dormía.
Areté se sentó en el solium junto a su amo. Era ya entrada la noche. Todos velaban en el atrium de la casa, pero apenas se escuchaban voces suaves, murmullos escondidos. Todos esperaban el desenlace final. Areté recordaba cómo hacía un rato se había acercado la señora a su habitación, detrás de las cocinas. Ella estaba medio desnuda, con la túnica de dormir sólo; la señora iba, como siempre, elegantemente vestida con su stola inmaculada de mangas largas y cubierta con una palla[*] igual de limpia, siempre tan digna incluso en aquellas horas en las que el señor estaba a punto de morir, o eso decían todos. Emilia se había sentado en una sella que había junto a la puerta que daba acceso a la cocina.
—Estoy agotada, Areté, al igual que lo están todos —empezó Emilia—. Quiero que me sustituyas junto al lecho de mi marido. Ya le has cuidado en el pasado, ya conoces sus fiebres, sabes todo lo que se debe hacer. Al amanecer volveré a ocuparme yo.
Areté se había levantado, con las manos cruzadas sobre el pecho desnudo; asintió pero no tuvo tiempo de responder, pues la señora, sin esperar palabra alguna, desapareció como una exhalación. Era la primera vez que la señora se dirigía a ella en todos aquellos años, desde que le pidiera que retuviera a su esposo antes de ir a una sesión del Senado. Areté se vistió con rapidez y salió de su habitación y cruzó la cocina en dirección al atrium. Nadie le impidió que pasara por el amplio patio bajo un manto de estrellas que velaban junto con todos los familiares del que decían había sido el mayor general de Roma. Para ella, sin embargo, había sido un hombre que la había sacado de la triste obligación de tener que acostarse con cuantos hombres querían y podían pagar sus servicios en las costas de Asia. Ella no entendía de guerras, pero había aprendido que aquel hombre que durante noches enteras se relajaba con ella era uno de los más poderosos de todo aquel inmenso imperio que llamaban Roma. Su esposa siempre se había mantenido distante de ella, ¿por qué ahora la invitaba a cuidar de él, ahora que iba a morir? ¿Por qué no una de las hijas? Areté, nerviosa, asustada, temiendo una emboscada, un golpe, la cárcel, castigos, no sabía bien qué, cruzó el umbral de la puerta del dormitorio de su amo custodiado por Laertes. El atriense, como siempre, la miró con ojos de deseo, no insultante sin ser obsceno, pero de evidente interés por su persona. Areté, como hacía siempre también, fingió no darse cuenta y abrió la puerta.
En la habitación sólo había sombras, el murmullo de los que esperaban fuera, las llamas tintineantes de las lámparas y la respiración entrecortada del amo tendido en su lecho de enfermedad. Areté se sentó en el solium. El asiento aún estaba caliente. Quizá el general ya no despertara. Le cambió el paño de la frente por uno nuevo fresco y le puso paños frescos también en los brazos desnudos, musculados pero más delgados que de costumbre, engullida la energía del general por la implacable fiebre. Areté se levantó entonces y quitó las mantas y puso paños frescos también en las piernas, como le había enseñado el médico Atilio en Asia para ayudar a bajar la fiebre. Seguramente ya nada de aquello devolvería al amo a la vida, pero quizá le aliviara algo el sufrimiento en sus últimas horas. Eso la consolaba. Areté se encontró sollozando en silencio. En el fondo de su alma se daba cuenta de que, de algún modo, había querido a aquel hombre.
—¿Emilia…?
Era la voz del amo. Se estaba despertando. Areté se secó las lágrimas con rapidez con el dorso de las manos.
—Soy Areté, mi señor. El ama me ha ordenado que cuide que la fiebre no suba más. Soy Areté, mi señor.
—¿Areté…?
Y Publio entreabrió los ojos. En efecto, ante él estaba la resplandeciente belleza de su joven amante. ¿Era un sueño, un delirio final antes de partir o un regalo de su esposa?
—¿Eres tú realmente…?
—Sí, mi señor, pero el general no debe hablar. Está agotado. Debe descansar y dormir.
Publio sonrió y, alzando levemente su mano, capturó la muñeca de la joven. Allí estaba aquella piel tersa, suave, delicada y aquel pulso vital que latía por las venas de aquella muchacha.
—Eres tú, sin duda… —Y ya no dijo más, pero Areté observó que la leve sonrisa permanecía en los labios mientras volvía a dormirse. La muchacha se acercó al rostro del general para sentir su leve respiración en sus mejillas. El excónsul estaba muy débil, pero aún estaba allí, dormido de nuevo. No pudo contenerse, estando tan cerca sus labios de los labios del general y la joven le besó despacio, con dulzura bien adiestrada. Publio Cornelio Escipión permaneció plácidamente dormido. Areté volvió a sentarse en el solium. Una puerta que daba acceso a otra habitación, entre las sombras, pareció cerrarse movida por el viento. La muchacha se reclinó sobre el respaldo de la butaca y, despierta, con los ojos con diminutas lágrimas silenciosas, se quedó velando el moribundo cuerpo de un general de Roma hasta que se quedó dormida.
En medio de la noche, Publio Cornelio Escipión abrió los ojos. A la luz de las lámparas languidecentes vio a la bella Areté dormida, velándole. El viejo general se incorporó con dificultad, pero lo consiguió. Sabía que no tendría muchas fuerzas ya. Se levantó en silencio y descalzo, para no hacer ruido, llegó junto a la mesa debajo de la ventana. Abrió un pequeño cofre con una diminuta llave que le colgaba del cuello y extrajo uno de los varios rollos que se encontraban en el interior. Se sentó en la silla y con un stilus que humedeció con la tinta negra de un cuenco dispuesto junto al cofre escribió unas líneas. Eran sus últimas palabras. No era nada épico. Los últimos pensamientos de quien sabe que va a morir, pero se sintió mejor después de dejarlos por escrito. Luego, con la meticulosidad del último momento, sopló sobre el texto para que se secara. Esperó un rato mirando la luna por la ventana entreabierta. Enrolló la hoja y reintrodujo el rollo en el cofre. Sólo quedaba una schedae suelta. En ella anotó dos palabras. «Para Lelio».
Y puso la nota asomando por debajo del cofre, atrapada por aquella pequeña caja, para evitar que pudiera volarse con una corriente de aire. Suspiró. Se reincorporó y, con aún mayor dificultad, regresó junto al lecho. Se sentó, se tumbó de costado y, al fin, se volvió a tumbar boca arriba. Areté dormía con el sueño profundo de la juventud. A Publio, sin embargo, le costaba respirar y tenía cada vez más frío, aunque ya no sudaba. Aquello le extrañó, pero en aquel momento sólo pensaba en dormir. Se tapó de nuevo con la manta y procuró relajarse. En un momento volvió a sumirse en un denso sopor que no era sueño pero tampoco vida.
La manta que cubría el cuerpo desfallecido de Publio Cornelio Escipión se movía lentamente hacia arriba y hacia abajo, marcando la pausada pero débil respiración del excónsul. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Arriba y abajo.
Abajo.
Abajo.
Quieta.
Detenida.