Una copa frente al mar
Nicomedia, reino de Bitinia, Asia Menor. Enero de 183 a. C.
Aníbal observaba el paisaje desde lo alto de su residencia frente a las costas del mar Negro. A sus pies se extendían otras grandes casas de amigos y nobles de la corte del rey Prusias de Bitinia. Entre aquellas mansiones de los favorecidos por el monarca asiático, Aníbal había encontrado su último refugio. Aquélla era una construcción, regalo del propio rey por haberle conseguido la enorme victoria contra la flota del rey Eumenes de Pérgamo. Pero las cosas habían cambiado tanto. Roma, como siempre, al final, había aparecido para trastornar el curso de los acontecimientos. Una vez más. Tal y como imaginó, su última gran victoria naval no pasó desapercibida por mucho tiempo. Aníbal desconocía cuántas embajadas, cuántos emisarios, cuántas horas de debates habían debido tener lugar hasta que la poderosa pero implacable maquinaria de Roma se pusiera de nuevo en marcha con una única misión: cazarle. Pero daba igual desconocer todos esos datos. La hora de la verdad había llegado.
Aníbal había considerado diversas posibilidades, pero sin Maharbal y sin Imilce se sentía solo. Estaba cansado de huir. Apenas le quedaban una docena de sus veteranos, trece para ser exactos, y leía en sus ojos la misma melancolía que él sentía. De todas formas, un poco por costumbre, un poco por inercia, Aníbal había diseñado planes de huida. Había ocupado a sus fieles en excavar hasta siete túneles diferentes con salidas en distintos puntos de la montaña. Si le rodeaban tendría aún algunas posibilidades de desvanecerse entre el bosque de aquella región y buscar cobijo en las montañas. No era una idea que le ilusionara, pero sin haber decidido aún qué deseaba para sí mismo en caso de verse acorralado, pensó que lo apropiado era tomar este tipo de precauciones. Cuando aquella tarde vislumbró a varios manípulos de legionarios romanos ascendiendo por el tortuoso camino que conducía a las mansiones de la ladera de la montaña, comprendió que las negociaciones entre Prusias, Eumenes y Roma habían concluido y que el resultado final empujaba a esos legionarios a ascender hacia su casa, armados hasta los dientes y viendo cómo los guardias de Prusias se hacían a un lado para facilitarles el ascenso. Aníbal se asomó, sacando al máximo su pecho por encima de la baranda, teniendo cuidado de no perder el equilibrio. Había más guardias de Prusias en torno a su casa, varios de ellos frente a algunas de las salidas de algunos de los túneles que había ordenado excavar a sus hombres. Aníbal no pensó que estuvieran allí para impedir la entrada de los romanos, sino más bien para interceptar su posible huida. Aníbal no se sorprendió de verse, una vez más, traicionado. Puede que alguno de sus propios hombres o puede que cualquier esclavo que los hubiera visto sacando tierra durante las últimas semanas fuera el origen de las informaciones a los soldados de Prusias. El general se retiró de nuevo hacia el interior de la terraza. Se llevó la mano izquierda a lo alto de la cabeza y se rascó un poco. Acababa de comer con cierta complacencia y se sentía bien alimentado. En los últimos meses había sido especialmente indulgente consigo mismo en algunos aspectos, en particular con la comida y con el asunto de las mujeres. No se había encariñado, no obstante, de ninguna esclava en particular, así que no sintió preocupación por cómo ayudar a aquellas esclavas que le habían servido en los últimos meses. Eran guapas y razonablemente inteligentes. Saldrían adelante. En aquellos instantes, ellas lo tenían mucho mejor que él para sobrevivir. Se pasó la misma mano izquierda por la barba. Varios de sus hombres habían aparecido en la terraza. Nadie decía nada, pero todos esperaban la señal del general. Aníbal afirmó un par de veces sin abrir la boca. Dos de sus hombres le trajeron las armas, su espada púnica, una lanza, que desechó, y la coraza que se ajustó con rapidez con ayuda de uno de sus veteranos. Luego se ciñó el casco.
—Vamos allá —dijo, y acto seguido pasó entre todos sus soldados y se adentró en la mansión. Cruzaron el salón, las cocinas, donde los esclavos se hacían a un lado entre nerviosos y sorprendidos. Llegaron a su dormitorio. En una esquina se juntaron tres jóvenes esclavas aterrorizadas ante la irrupción de todos aquellos hombres armados. Aníbal hizo una señal a las jóvenes y éstas se acurrucaron en la esquina sin atreverse a decir palabra alguna.
—Vamos a dividirnos —comentó el general a sus hombres—. Somos catorce contando conmigo. Dos por cada túnel. Tú vendrás conmigo. El resto por parejas. Descendemos y comprobamos si la salida está vigilada o no. Si está vigilada la sellamos como tenemos previsto. Lo antes posible regresamos todos aquí y decidimos qué hacer si es que hay alguna salida sin vigilar.
Los soldados asintieron. Aníbal echó a un lado una cortina que se levantaba tras el lecho, empujó la gran cama del dormitorio y echó abajo unas maderas claveteadas en la pared del fondo. Ante todos apareció un largo pasadizo oscuro. Encendieron antorchas con una lámpara de aceite y se repartieron la luz. Luego entraron todos en el pasadizo. A los pocos metros se abrían varios desvíos y en cada uno de esos nuevos túneles iban adentrándose los soldados púnicos. Al final, quedaron solos Aníbal y el guerrero que le acompañaba, un veterano de los tiempos de la conquista de Hispania. No hablaba mucho y era bastante tosco, pero se había mantenido leal y era un excelente guerrero. Ésas eran las cualidades que contaban ahora. El pasadizo, a medida que se sumergía en el interior de la montaña, se hacía más estrecho y húmedo. Miles de pequeñas gotas de agua se deslizaban por las paredes henchidas de tierra apelmazada. La lumbre de la antorcha parecía encogerse por la falta de oxígeno. Costaba respirar. De pronto un giro y un haz de luz. Estaban próximos a la salida. Aníbal levantó la mano y el soldado que le seguía ralentizó la marcha. Así, el general, paso a paso, despacio, se acercó a la salida. Escuchó con atención. Como temía, captó voces de diferentes hombres. Estaban allí, esperándole. No había nada que hacer, al menos por aquel pasadizo. Aníbal volvió sobre sus pasos.
—Regresemos. Rápido —dijo el general en voz baja.
Y reemprendieron el tortuoso ascenso por aquel túnel oscuro.
Una vez de vuelta al dormitorio que daba acceso al gran pasadizo, Aníbal se reencontró con media docena de sus hombres. Todas las salidas que habían investigado los allí presentes estaban fuertemente vigiladas por decenas de legionarios y de soldados de Prusias. Faltaban media docena de guerreros púnicos. Aníbal no necesitaba explicaciones. Sólo habían regresado los más leales. El resto se habría entregado ya a los romanos. Todos los que estaban allí sabían que eso era lo que había ocurrido, pero nadie se atrevía a decir nada.
—Creo que lo mejor es que vosotros también os entreguéis —dijo al fin Aníbal—. Es muy posible que si os entregáis os respeten la vida. Quizá tengáis un futuro en los ejércitos de Roma o en sus cárceles, eso no lo sé, pero ya os he arrastrado por todo el mundo. No tengo victorias que ofreceros. La última fue contra Eumenes. Creo que si os entregáis… sí, quizá tengáis alguna posibilidad entre los romanos… no es mi caso.
Los hombres dudaban. Las esclavas ya no estaban allí. Habrían aprovechado el tiempo en que los soldados se habían adentrado en los pasadizos para escapar, para ponerse a salvo en previsión de la lucha mortal que iba a desatarse entre unos hombres y otros. Escapaban. Como todos. Era lógico.
—¡Marchad, por Baal y Tanit! ¡Marchad de una vez! —les espetó el general con furia. Los pocos soldados que quedaban, aún dudando, se adentraron de nuevo en el pasadizo. Aníbal esperó a que todos desaparecieran entre las sombras de la gruta y entonces se aproximó a uno de los laterales. Allí, varias cuerdas en tensión parecían sostener algo muy pesado. Una vez solo, cortó las cuerdas. Apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado. Una enorme losa circular giró sobre sí misma y se descolgó desde un lado hasta cerrar el pasadizo sellando su acceso al dormitorio aprovechando un ligero desnivel que la hizo rodar lenta pero irrefrenable. Salió Aníbal entonces de allí y, cruzando el dormitorio y las cocinas, ahora también vacías, fue pasando por las diferentes estancias de la casa. Todo estaba desierto. Ya no quedaba un alma en toda la fortaleza. Aníbal llegó a la entrada principal. Las puertas de madera gruesa estaban entreabiertas. El último que había escapado por allí no se molestó en cerrarlas. Aníbal se enfundó la espada y con ambas manos tomó la puerta y, desde el interior, haciendo fuerza, tensando todos sus músculos cargados de años y batallas, consiguió cerrar las pesadas hojas de aquellas puertas que debían detener lo inexorable. A continuación tomó el robusto travesaño caído en el suelo y lo ajustó en los cierres posteriores de la puerta para, una vez bien fijo, dejar aquella entrada sellada.
Fue entonces cuando se empezaron a escuchar voces en el exterior. Los legionarios ya habían llegado. Al toparse con la puerta falcada comenzaron a golpear y a empujar y a gritar en latín.
—¡Paso a Flaminino, enviado de Roma! ¡Abrid esa puerta!
Aníbal retrocedía mirando el grueso travesaño de roble. Resistía. Eso le daría unos minutos, hasta que trajeran un ariete o hasta que decidieran prender fuego a la madera. ¿Flaminino? Habían enviado a todo un excónsul para apresarle. Se sintió algo halagado en su maltrecho orgullo de guerrero exiliado. En otros tiempos habría rodeado con sus hombres a aquel cónsul y le habría dado caza como había hecho con tantos otros en el pasado. Se miró la mano derecha. Aún exhibía en ella los anillos consulares de todos aquellos magistrados de Roma que había abatido. De todos menos el de Emilio Paulo, que devolvió a Escipión tras la batalla de Zama. En esa misma mano, pero en el dedo meñique había uno más que no era consular: se trataba de un anillo pequeño, de plata con una turquesa. Aníbal suspiró y asintió, pero de forma casi imperceptible. No era un gesto dedicado a nadie, sino para sí mismo. Después de tantos años parecía haber llegado el momento oportuno para abrir ese pequeño anillo levantando la piedra turquesa. Desde el interior del gran dormitorio se escucharon golpes secos. Otro grupo de legionarios intentaba derribar la piedra que sellaba el acceso a los pasadizos subterráneos. Habían tomado ya todos los túneles. Aníbal levantó las cejas y sacudió levemente la cabeza. Por ahí no conseguirían nunca nada. Entrarían por la puerta, después de incendiarla. Eso es lo que iba a ocurrir. Tenía entre poco y muy poco tiempo, dependiendo de la inteligencia de los oficiales al mando. Paradójicamente, era tiempo más que suficiente. Aníbal salió de nuevo a la majestuosa terraza con vistas al mar. Se aproximó hasta el borde, pero cuidándose de no ser descubierto. No quería que empezaran a acribillarle con flechas, aunque no era probable que llevaran buenos arqueros. Y la altura era excesiva para que le alcanzaran con pilum. Pero era sosiego, unos momentos de paz, lo que buscaba. Se oían los gritos de los soldados romanos y los golpes en la puerta y contra la piedra de los pasadizos, pero todo parecía ya muy lejano en el interior de su mente. Aníbal caminó despacio hasta un extremo de la gran terraza. Allí había un baúl cerrado con llave. De debajo de la túnica, el general púnico sacó una llave de hierro y la introdujo en la cerradura del baúl. El cofre, chirriando, se abrió como alguien que llora. Del interior del cofre Aníbal extrajo una preciosa copa de oro macizo y una pequeña ánfora. El general se fue al centro de la terraza, allí donde había una mesa y una silla cómoda. Había adquirido la costumbre de beber unas copas de buen vino por las tardes, admirando los atardeceres rosados del mar Negro. No iba a permitir que unos centenares de legionarios romanos le interrumpieran en su celebración privada.
—¡Traed fuego! ¡Fuego! —Se oyó en el exterior.
Aníbal sabía el suficiente latín para entender que los romanos ya habían sacado las conclusiones correctas sobre cómo derribar las puertas. Se atusó la barba con la mano derecha. Luego tomó el ánfora con la izquierda y vertió el contenido en la copa de oro que brillaba acariciada por la pálida luz del atardecer. Dejó el ánfora en un lado de la mesa y con los dedos de su mano derecha levantó al fin la turquesa azul del anillo que no era consular. Se escuchó un leve clic. La gema cedió y apareció un recoveco en el interior del anillo repleto de un extraño polvo blanquecino. Aníbal giró entonces su mano izquierda muy, muy despacio sobre la copa dorada y el polvo se desprendió del anillo cayendo sobre el vino de la copa como una diminuta tormenta de nieve en miniatura. En unos segundos el polvo blanco se desvaneció y el vino mantuvo su fuerte color entre violeta y rojo inalterable, como si no hubiera pasado nada y, sin embargo, había pasado tanto… había pasado todo. Aníbal levantó la copa con su mano derecha y la elevó hasta la altura de sus ojos. Movió su mano rítmicamente en pequeños giros de modo que el contenido del vino y el polvo blanco se entremezclaran aún más perfectamente. Había hecho todas estas operaciones de pie. Había llegado el momento de sentarse. Era vino de Bitinia, muy bueno, que había guardado para esta ocasión. Vino que degustaba en sus momentos de sosiego, a solas, ya sin Imilce, sin Maharbal, sin amigos. Era lo último que le quedaba. Una buena copa de vino frente a un mar azul en un rojizo atardecer de Asia. Se llevó la copa a los labios y a la vez que bebía inhaló el olor profundo del licor. Gusto y aroma eran perfectos. No encontró ni un ápice de sabor extraño en aquel sorbo. Se preguntó si el veneno surtiría el efecto esperado. El médico griego que se lo proporcionara en Malaka, al sur de Hispania, le aseguró que era infalible y que su mortal capacidad permanecía intacta años y años, no importaba el tiempo que hubiera pasado. Pero Aníbal no sentía nada. Ese anillo había viajado con él durante más de treinta y cinco años. Quizá había sido demasiado tiempo. Había algo diferente en el aire. Humo. Las puertas ya debían estar ardiendo. Echó un trago más, un trago grande, largo, con el que se terminó casi todo el contenido de la copa. Seguía sin sentir nada, más allá de un leve cansancio. El médico griego también había asegurado que era prácticamente indoloro, que sólo se sentían unos pequeños espasmos en el estómago. Aníbal había visto los efectos en algunos presos iberos y romanos durante la larga guerra del pasado y todo confirmó lo que el griego había dicho. Los vio morir en silencio, sin quejarse, sólo alguno se lamentó de un pequeño dolor en la boca del estómago, pero antes de que fuera a más pareció quedarse dormido. Claro que eso era con un veneno recién preparado. ¿Quién sabe lo que aquella sustancia almacenada durante años podía causar en su cuerpo? Más golpes contra las piedras. Golpes absurdos. Y más gritos y nuevos golpes secos ahora contra la puerta en llamas. Algo se resquebrajó. Aníbal miraba hacia el mar. El cansancio parecía apoderarse de él. Tenía mucho sueño. Tantas batallas, tantas guerras para intentar frenar a Roma y todo había sido en balde. Si el Senado de Cartago le hubiera aportado los suministros necesarios… si el rey Antíoco le hubiera hecho caso… si hubieran enviado un nuevo ejército a Italia… si al menos en la batalla de Magnesia hubieran dispuesto las tropas como él decía… todo perdido, todo pasado… Miró la copa, inmóvil, sobre la mesa. Le costó que su mano izquierda la cogiera, pero lo consiguió y se la volvió a llevar a la boca. Ingirió el último trago. La copa… quiso dejarla sobre la mesa… no acertó… cayó rodando con un poderoso clang. Se escuchaban más golpes y algunos gritos de júbilo.
—¡Entrad, malditos, entrad!
La voz del oficial al mando resonaba exultante. Aníbal sonrió. Un nuevo triunfo para Roma. Ochocientos legionarios, quizá mil, consiguen detener a un guerrero púnico. Gran victoria. Flaminino celebrará un gran triunfo entrando por la Via Sacra camino al Capitolio. Años atrás era él, Aníbal, quien estuvo a punto de alcanzar el mismísimo Capitolio de Roma. Después de todo, quizá Maharbal llevara razón y debería, al menos, haber atacado la propia ciudad de Roma tras Cannae, pero aquélla habría sido una contienda inútil y de desgaste. Los romanos habrían resistido con las dos legiones urbanae y no disponían de fuerzas suficientes ni de armas para un asedio prolongado… Aníbal sacudió la cabeza. Llevaba años volviendo sobre lo mismo. El pasado no se podía cambiar y el futuro ya no existía para él. Pensó en sus dioses, en Baal, en Tanit y Melqart y pensó en su padre y en sus hermanos y en Imilce. Con un poco de suerte podría ser que en poco tiempo tuviera la ocasión de reunirse con ellos, si es que existía algo más allá de este mundo.
Nunca fue un hombre muy religioso, pero tampoco tenía miedo de la muerte. Cuando en tu vida lo has perdido todo, cuando estás sin los que amas, cuando en lugar de amigos sólo tienes traidores, no queda mucha ilusión con la que vivir. Pasos ascendiendo desde la entrada de la casa. Aníbal afirmó, pero su cuerpo ya no se movía. Era su mente la que asentía. «Ya están ahí, ya están ahí». Pronto podrían ultrajar su cuerpo como lo hicieron con Asdrúbal, pronto podrían trocearlo, troncharlo, desgajar unos miembros de otros, pero ya no tendrían a nadie a quien arrojar sus restos. No quedaban enemigos a los que amedrentar. No. Roma se devoraría a sí misma. Sin enemigos externos sería entre ellos, entre los propios romanos, de donde surgiría su caída, pero él ya no estaría allí para verlo. Eso le dolió, al tiempo que sintió una leve punzada en el estómago. Pensó en llevarse las manos a la barriga, pero éstas ya no respondían. El dolor, igual que vino se fue, de forma súbita, y Aníbal quedó relajado, en paz consigo mismo, sus ojos clavados en el horizonte azul sobre un amplio mar en calma. Era una tarde preciosa. Un último pensamiento le asaltó antes de perder el sentido: ¿qué sería de Escipión? Las noticias que le habían llegado eran que había sido condenado al destierro. Así pagaba Roma a su mejor general: después de conquistar Hispania, de derrotarle en África y tras desbaratar los ejércitos de Antíoco, Roma condenaba a Escipión al destierro. Aníbal se sintió acompañado en la desgracia. Escipión. El único romano con el que mereció la pena hablar.
—Está ahí. —Un legionario señalaba desde la puerta que daba acceso a la terraza, sin atreverse a entrar. El oficial al mando llegó junto a él y, ante las miradas de sus soldados, decidió aventurarse y cruzó el umbral. Llevaba su espada desenvainada y la empuñaba en alto, con el brazo extendido, apuntando con su filo al general púnico que permanecía sentado en medio de aquella terraza.
—¡Levántate…! —dijo el oficial romano con voz temblorosa, sin saber muy bien cómo dirigirse a aquel rebelde, si llamarlo general o miserable, sin atreverse a pronunciar el nombre de Aníbal y sin osar lanzar ningún insulto. No fue una orden cargada de autoridad. La espada temblaba, su pulso era incierto. Se detuvo a cinco pasos del general cartaginés. Apretaba los labios—. Esperaremos al general al mando, esperaremos a Quincio Flaminino. Esperaremos.
Nadie dijo nada. Oscurecía sobre el reino de Bitinia. Una veintena de legionarios custodiaban el cuerpo inmóvil de Aníbal. Todos a una distancia de varios pasos. Nadie decía nada. Trajeron antorchas que iluminaban la escena. Había tensión y un miedo perpetuo. Aníbal pareció mover una mano y los legionarios se estremecieron. Varios desenfundaron las espadas. No pasó nada. Nadie se rio. Alrededor de la casa ochocientos legionarios habían tomado la montaña entera. El resto de las tropas estaban acampadas junto a la ciudad de Nicomedia. Flaminino ascendía a lomos de un caballo negro. Alcanzó la entrada de la mansión. Vio las puertas reducidas a cenizas y el destrozo que el fuego había causado por las paredes de la sala de entrada a la casa. Los oficiales le indicaron el camino que debía seguir. Quincio Flaminino, excónsul de Roma, enviado plenipotenciario a Asia para establecer los términos de paz entre Pérgamo y Bitinia y con la misión de apresar a Aníbal vivo y traerlo a Roma para ser exhibido por sus calles, se detuvo en el umbral de la puerta de la terraza. Los legionarios se hicieron a un lado. A la luz de las antorchas, Flaminino vio a un hombre sentado junto a una pequeña mesa en el centro de una terraza.
—¿Es él? —preguntó el excónsul.
—Eso creemos —dijo uno de los oficiales—. Es lo que nos han confirmado varios de los cartagineses que hemos apresado. Todos dicen que es Aníbal.
Flaminino asintió. Le correspondía a él, en función de su autoridad, aceptar aquello como un hecho o rechazarlo. Entró en la terraza y se situó frente al que todos decían que era Aníbal. Vio a un hombre mayor, con una generosa barba entre blanca y negra, con un parche en un ojo, y con el otro ojo abierto, mirando al infinito. La boca estaba cerrada y parecía que sonreía. Una mano estaba en el estómago, la mano izquierda; la derecha estaba sobre un muslo, cerrada en un puño pétreo. Ésa era la mano donde Aníbal debía lucir los anillos consulares arrebatados a los cónsules de Roma durante sus años de guerra sin cuartel. Flaminino se dio cuenta de que ésa era la única forma que tenía de reconocer al general cartaginés y es que nadie en Roma se había visto cara a cara con el general púnico. Nadie, esto es, excepto el único con las agallas suficientes para hacerlo: Publio Cornelio Escipión. Estaba el hijo de éste, y, si era cierto lo que se contaba, el hijo de Escipión también se había visto a solas con Aníbal, pero aquello no estaba probado. Y Lelio y algunos veteranos en Éfeso, eso decían. Pero que vieran y hablaran con Aníbal sin tenerle miedo, eso sólo Publio Cornelio Escipión, Africanus. Nadie más. Todo era tan confuso en la maraña de acusaciones en las que se vieron envueltos los Escipiones… Flaminino se dio cuenta de cuán injusto había sido el tratamiento de Roma para con Escipión y los suyos. Allí estaban ellos, ochocientos legionarios armados y preparados para el combate, una legión entera en la ciudad, y él al mando, un excónsul de la todopoderosa Roma, y todos estaban casi temblando ante un general enemigo abatido, abandonado por todos los suyos y traicionado por sus aliados; un enemigo, sin embargo, con el que Escipión no había tenido inconveniente en bañarse tranquilamente y departir durante horas en la ciudad de Éfeso. Eso aseguraban, eso contaban. Resultaba difícil de creer. En aquellos momentos de tensión e incertidumbre, frente al que parecía ser el cadáver de Aníbal, Flaminino comprendió la grandeza de Escipión: ellos tenían miedo incluso de acercarse al cadáver de alguien con el que el propio Escipión no temió en hablar, bañarse o combatir en vida. ¡Por todos los dioses, qué abismo separaba a los actuales gobernantes de Roma de su antiguo general! ¡Qué lejos estaban ya todos de la leyenda de Publio Cornelio Escipión! ¡Cómo se había empequeñecido Roma!
Pero Flaminino era un hombre disciplinado. En ausencia de grandeza lo único que le quedaba a Roma era la disciplina. Más les valía a todos mantenerla. Se arrodilló frente a Aníbal y con ambas manos tomó la mano derecha de Aníbal y giró aquel puño de hierro. La piel de la mano aún estaba caliente. Eso estremeció al excónsul de Roma e hizo que se le erizara el pelo de todo su cuerpo. Pero siguió con su misión.
—Acercadme una antorcha —ordenó Flaminino. Un legionario aproximó una de las lumbres que portaban. Bajo su luz varios anillos de oro resplandecieron en el anochecer de Bitinia—. Es Aníbal, sin duda —concluyó Flaminino, y se levantó—. Nadie en el mundo puede exhibir esos trofeos en una sola mano. Nadie en el mundo.
Todos guardaban silencio. Era Aníbal.