124

Los lemures[*] del pasado

Literno, Campania, sur de Italia. Diciembre de 184 a. C.

Publio se despertó. Sus ojos parpadearon varias veces antes de definir el contorno de las formas más próximas a él. Había sellae y solii vacíos a su alrededor. El improvisado entarimado que había funcionado como escenario estaba desierto. Se veían algunas ropas y pelucas de los personajes abandonadas de forma azarosa, como si se hubieran marchado con cierta precipitación. El fresco de la tarde caía lánguido sobre la explanada en la que había estado asistiendo a la representación de Casina[*], hasta que quedó dormido. Se escuchaba el viento suave meciendo las hojas de los árboles del bosque que se extendía en la parte oriental de la villa. Era un atardecer plácido de un invierno aún suave. No había nadie. No sabía que su esposa había estado con él hasta hacía un instante cuando un esclavo la requirió para supervisar la cena que se estaba preparando en la cocina. Emilia pensó que por un momento que se ausentara no pasaría nada. La villa estaba rodeada por un fuerte muro y la puerta custodiada por varios guardias.

Publio observó que estaba cubierto por unas mantas y suspiró de forma casi imperceptible. Emilia, como siempre, ocupándose de que estuviera bien protegido. Y, sin embargo, tenía algo de frío. Andar le haría bien. Publio Cornelio Escipión se levantó de su solium. El peso de su cuerpo le pareció demoledor, pero se recompuso y echó a andar. Sabía que era la enfermedad la que le hacía sentirse tan débil. Caminar le vendría bien. Se reafirmó y, paso a paso, se dirigió hacia el bosque cercano. Un paseo bajo los árboles. Sí. Se llevó consigo, no obstante, una de las mantas y se la echó por los hombros, como si de un improvisado paludamentum se tratara. Sonrió lacónicamente. De su paludamentum púrpura exhibido con el máximo orgullo el día de su gran triunfo en Roma para celebrar su victoria sobre Aníbal, aclamado por todos, vitoreado como si casi fuera un dios, a su destierro obligado en Literno, olvidado y despreciado por Roma, recubierto por una vieja manta, con su cuerpo débil, febril, frágil, caminando solo, sin legiones ni jinetes a su mando, adentrándose entre aquellos árboles envueltos de viento y melancolía.

Publio Cornelio Escipión paseó así durante un par de minutos, hasta que el cansancio le obligó a sentarse bajo uno de aquellos enormes árboles. El aire fluía a su alrededor. Era como caricias de sirenas, incluso le parecía oír cantos lejanos. Se sentía como Ulises, atado al mástil del barco, oyendo aquellas voces. Estaba delirando, lo sabía. No debía perder el conocimiento. ¿O sí? ¿Qué importaba ya todo? De pronto, como sombras hostiles, se le aparecieron los rostros de sus enemigos: Asdrúbal Barca, el hermano de Aníbal, que se esfumaba entre unas montañas misteriosas rumbo a Italia huyendo de sus legiones; el joven Magón, navegando en una veloz trirreme cartaginesa, o Giscón, furibundo, respaldado por el indómito rey Sífax, rodeándole junto al mar, sus legiones arrinconadas; estaban también Macieno y Sergio Marco tramando una traición en la legión VI y las tropas de Suero amotinadas, en franca rebeldía, con Albio y Atrio al frente, pretenciosos, soberbios, todo perdido, historias del pasado que le rodeaban amenazadoras.

—¡Alejaos de mí, lemures malditos! ¡Fuera de aquí! ¡Fantasmas, marchad y huid si no queréis que me levante y acabe de nuevo con vosotros! —Pero su voz sonaba débil, falta de empuje y las sombras no se marchaban, sino que permanecían a su alrededor y, peor aún, empezaron a reír. Publio sacó entonces fuerzas que hasta él mismo desconocía que aún tuviera y, apoyándose con una mano, se levantó y con la otra mano, como si blandiera un gladio invisible, lanzó varios mandobles. Las formas lúgubres de sus enemigos, al fin, se desvanecieron y el enfermo excónsul suspiró con algo de sosiego recobrado.

De pronto, cuando pensaba que la paz había regresado al bosque, una voz grave y profunda le rasgó la memoria.

—No eres rey, no eres rey.

Publio, que había cerrado los ojos para recuperar el aliento perdido por el esfuerzo de levantarse, tuvo miedo de abrirlos. Era la voz de Fabio Máximo. No tenía fuerzas para enfrentarse, una vez más, contra él. No enfermo y solo y olvidado por todos.

—No eres rey, no eres rey.

—No lo soy, no, Máximo —se escuchó a sí mismo respondiendo aún sin abrir los ojos—. No lo soy, Máximo, sólo soy un pobre exiliado, desterrado.

Damnatus —le precisó la voz de Máximo.

Publio, todavía sin abrir los ojos, asintió mientras confirmaba.

—Maldito, sí, Máximo, como las legiones que llevé a África. —Y de súbito, una sonrisa en su faz, sus ojos abiertos de par en par, buscando la voz del enemigo eterno—. Y con las que vencí, Máximo, con las que vencí. —Y Publio buscaba a su alrededor pero no veía a nadie—. Vencí, Máximo, y regresé de entre los que tú dabas por muertos y disfruté al fin del triunfo que siempre me negaste.

Dam… na… tus… —se escuchó una vez más, pero la voz se confundía con el viento y pronto sólo quedó el rumor de las hojas temblorosas de los árboles del bosque.

Publio volvió a sentarse bajo el mismo árbol que le había cobijado antes. Se sentía más seguro bajo su inmensa copa entre verde y amarilla, salpicada de ocres. El paso del tiempo, su respiración algo entrecortada, el latido de su corazón. Sentía las cosas más nimias, aquéllas a las que damos menos importancia, ésas a las que ni consideramos y que son la vida misma. La sangre fluyendo por sus venas, las gotas de sudor resbalando por su frente arrugada, la cicatriz de Zama que parecía hervir por dentro. En ese momento unas pisadas sobre las hojas secas y el viento detenido. Ante él un senador de Roma embozado en su toga viril de un blanco inmaculado, casi insultante.

—Por fin te encuentro, Escipión, por fin te encuentro.

Publio no tenía fuerzas para aquello. Las últimas las había quemado ahuyentando al lémur de Máximo. No tenía energías para debatir, una vez más, con Marco Porcio Catón.

Catón se situó frente a él.

—Deberías levantarte ante un censor de Roma, ¿no crees, Escipión?

—Yo he sido, soy princeps senatus del Senado y he sido cónsul, dos veces, Catón, y edil y también censor.

—Cierto, cierto, pero tu traición a Roma te rebaja al nivel de la inmundicia, Escipión; lo quisiste todo y ahora no tienes nada, no eres nada…

—Yo nunca he traicionado a Roma —replicó sin levantarse, sin mirar hacia arriba, se limitaba a contemplar aquellas sandalias plantadas ante su dolorida figura—, en todo caso, ha sido Roma la que me ha traicionado.

—Roma se ha defendido. Eres débil, Escipión. Mediste mal tus fuerzas. Creías que podías doblegar a Roma y Roma te engulló y luego te escupió, como un mal trago. —Y Catón se agachó para que su presa herida le mirara a los ojos—. Te estás muriendo, Escipión, al fin, solo, sin amigos, ni familia, sin nada. Y yo me ocuparé personalmente de que se borre para siempre tu nombre de la historia. De ti no quedará nada, Escipión, ni los recuerdos. He acabado con tus amigos en Roma, he acabado contigo y luego acabaré con lo que queda de tu familia. Todos muertos, o en la cárcel o exiliados, ése es su futuro. ¿Aún guardas silencio? Sí, ¿crees que no sé dónde tienes puestas tus esperanzas? En tus palabras escritas en secreto, en tus memorias redactadas en ese deleznable griego que tanto alabas. De esas palabras también me ocuparé. Daré con ellas, Escipión, y las quemaré en mi propia domus mientras mis carcajadas devoran cada pizca de tu memoria.

—No, eso no —aulló un compungido Publio—, déjame ya, déjame ya. —Y rompió a llorar—. Deja de torturarme, por todos los dioses, y vete ya; tu victoria es completa, déjame morir en paz, deja a mi familia, respeta mis memorias…

Publio imploraba impotente, entre sollozos, de rodillas, gateando, como un perro.

—Déjame… déjame. —Pero Catón permanecía allí de cuclillas, como quien examina a una pieza de caza recién abatida, confirmando su último estertor.

—Acabaré con todos los miembros de tu familia… —seguía repitiendo, causando más dolor con cada sílaba que si hubiera clavado una espada en el corazón de su enemigo caído—, acabaré con todos y cada uno de ellos y excavaré si hace falta hasta dar con esas malditas memorias y destruirlas, y de ese modo dejar detrás de ti sólo un largo y profundo silencio. Lo único que mereces y lo único que la historia tendrá de ti. —Y Catón, con su faz apenas a unos centímetros del demacrado rostro de Escipión, empezó a reír con una carcajada desgarradora. Publio sacudía las manos intentando ahuyentar aquella pesadilla, encogiéndose, acurrucándose bajo el árbol en el que buscaba cobijo.

—Déjame… déjame…

El viento se levantó y pareció que los lemures se habían ido con la brisa, pero Publio no abrió los ojos, sino que permaneció allí, enrollado como un niño asustado, temblando de frío, helado por fuera, hirviendo por dentro, atenazado por las fiebres y el delirio. Así pasó un tiempo largo, hasta que el sol de la tarde sucumbió en el horizonte de Occidente y todo quedó sumido en la penumbra de las sombras difuminadas que proyectaba una resplandeciente luna llena.

La villa de Literno era una auténtica fortaleza rodeada por poderosas murallas, de manera que era prácticamente imposible que un desconocido pudiera entrar en sus terrenos. De ese modo, el bosque que rodeaba la vivienda y que quedaba dentro del recinto amurallado de la gran villa debía ser terreno seguro para el amo de la casa, incluso si éste quedaba dormido entre los árboles, sin nadie que velara su sueño, sin guardias ni esclavos que vigilaran a su alrededor.

Pero una sombra oscura y real se movía entre los árboles.

El viento se había detenido.

Publio Cornelio Escipión tenía sueños agitados. Soñaba que Catón enviaba sicarios para matarle. Hombres resueltos, algunos reos de muerte liberados por el implacable censor de Roma a cambio de que cumplieran aquella nefanda misión: asesinar a un excónsul de Roma enfermo y exiliado.

Publio dormía, abatido por el agotamiento de una enfermedad que le destruía desde dentro. El sudor corría por sus sienes. Algunas hojas secas de los árboles se le habían pegado a la piel, trabadas en las gotas de líquido salado que emergía de su piel temblorosa. La sombra se acercaba en zigzag, como quien bate un terreno en busca de una presa que parece escurrírsele por sólo unos segundos, que ya presiente herida y a la que sólo resta rematar. El enfermo excónsul se revolvió en el sueño. Al hacerlo quebró varias hojas secas y el ruido de las mismas al resquebrajarse llamó la atención de la sombra. El hombre que acechaba se aproximó despacio hacia el cuerpo tendido de Escipión. Era un hombre fornido, entrado en años, pues cuando la luna iluminaba su rostro descubría una faz ajada por la guerra y los viajes. La sombra se arrodilló junto al cuerpo del exhausto excónsul de Roma. Allí, sin nadie que lo protegiera, medio descubiertos sus brazos y piernas, embadurnado de polvo mezclado con sudor frío, respirando entrecortadamente, exiliado, abandonado, desterrado por Roma, no parecía un enemigo temible. No parecían guardar proporción el ataque y el encono de Catón contra aquella persona desvalida en el crepúsculo de su vida. La sombra llevaba ceñida a la cintura un recio gladio propio sólo de los veteranos de las legiones. El hombre se acercó y se agachó despacio sobre el cuerpo de Publio Cornelio Escipión y puso el dorso de su mano bajo la nariz del excónsul. Sintió un calor tímido pero intermitente que le indicaba que aquel viejo general de Roma aún seguía con vida. La sombra suspiró aliviada. Se levantó y gritó con fuerza.

—Está aquí, está aquí, por Hércules…

Y esperó respuesta, pero nadie dijo nada. El bosque era grande y no eran tantos para buscar. La voz, no obstante, despertó al general.

—Lelio… ¿eres tú?

—Sí, mi general, aquí estoy, como siempre —respondió la sombra con voz emocionada—. Te dábamos por muerto. Hace frío y estás enfermo. Debemos llevarte pronto a casa para que con el calor de un buen lar recuperes fuerzas…

Pero Publio sacudió la cabeza.

—No… ya me da igual… no tiene sentido seguir esta tortura, Lelio. Me muero y uno no puede detener el destino… —Publio leía en los ojos de Lelio y comprendió que tendría que explicarse—: Lelio, juraste a mi padre protegerme siempre y siempre has cumplido fielmente tu promesa, incluso cuando ese juramento te ha obligado a seguirme a lugares donde nadie pensaba… —le costaba respirar—, de donde nadie pensaba que pudiéramos regresar vivos…

—Pero lo hicimos, mi general, regresamos y estamos aquí. Son las fiebres las que te hacen perder el sentido. Un poco de calor y algo de comida…

—No, Lelio, no. Siempre pensamos que siendo tú mayor que yo, vivirías para cumplir el juramento a mi padre hasta tu muerte, pero no va a ser así. Ya quise liberarte yo del juramento una vez y no aceptaste… eres tan testarudo… —Pero Publio, por primera vez en bastantes horas, trazaba una sonrisa relajada mientras hablaba—. Ahora te voy a liberar de una forma que no admite discusión, viejo amigo. Seré yo quien me vaya antes al reino de los muertos. Así quedarás, por fin, libre de tu juramento.

Era ahora Lelio el que negaba con la cabeza, pero Publio retomó la palabra. Parecía que había recuperado algo de fuerzas, pero no quería dejarse engañar. Sabía que el fin estaba cercano y lo importante era aprovechar aquellas energías suplementarias que los dioses le concedían para poner unas cuantas cosas en orden.

—Tienes razón, Lelio. Un excónsul de Roma, un veterano general de Roma no debe morir como un perro herido en un bosque, pero un exiliado, sí. Para Roma sólo soy eso, así que éste es un buen sitio. Déjame y recoged mi cuerpo mañana. Ayúdame sólo a sentarme algo mejor.

Y Lelio, aún negando con la cabeza, le ayudó a que se acomodara de modo más recto apoyando la espalda en el tronco del viejo árbol bajo el que el excónsul había caído abatido por las sombras de su delirio febril y enfermizo. Pero Publio, antes de volver a hablar, miraba a un lado y a otro.

—¿Estamos solos? —preguntó.

—He gritado pidiendo ayuda pero aún no ha respondido nadie. —Y Lelio se levantó para volver a gritar, pero el excónsul levantó el brazo reclamando que no lo hiciera.

—No, mejor así, mejor así… escucha, Lelio, acércate, escucha bien… he estado escribiendo. —Lelio se agachó de nuevo y se situó de cuclillas junto al general—. He estado escribiendo durante días, semanas, varios meses, en secreto, en el tablinium de la villa, bajo los árboles, en el atrium, pero sin que nadie supiera de qué se trataba, durante el día, por las tardes, noches. Incluso he mentido a Emilia, no quería que lo supiera nadie. Durante el día ella pensaba que escribía cartas y seguro que ella cree que me escapaba del lecho por la noche para yacer con Areté. Emilia no es consciente de que hace meses que mi cuerpo no vale ya para esos apetitos… —Y una sombra de autodesprecio enrareció la frente despejada del viejo general, pero se sacudió los pensamientos oscuros de remordimiento y volvió a centrarse en lo que quería transmitir a Lelio—. Escucha bien. He estado escribiendo unas memorias.

—Unas memorias, sí —repitió Lelio haciendo ver que estaba atento a lo que se le decía, pero con los oídos vigilantes también para escuchar si se acercaba alguien que pudiera ayudarle a llevar al general de vuelta a casa.

—Tenía que hacerlo, viejo amigo, tenía que hacerlo o de otro modo el mundo, Roma, sólo conocerá la versión de Catón, y eso no puede, no debe quedar así. Es importante que se sepa lo ocurrido, especialmente en estos últimos años, pero que se sepa bien, puede que no con objetividad, pero al menos desde otra perspectiva diferente a la de Catón. He estado escribiendo durante largas horas, Lelio, mis memorias, en griego, para que las lean los sabios de Grecia, de Oriente, los cultos de Roma, los hombres que forjarán el destino del mundo en los siglos venideros, quiero que lean mi historia desde mi punto de vista… —Tuvo que detenerse; le faltaba aire—. Debes coger esas memorias y llevártelas de aquí, llevártelas fuera de Literno… tengo miedo de lo que pase tras mi muerte, de que Catón ordene confiscar mis cosas, esta hacienda, quién sabe lo que su calenturienta mente pueda estar tramando… y en Roma no estarán seguras tampoco, nada de los Escipiones estará seguro en Roma tras mi muerte, a no ser que mi hijo y quizá sí, con la ayuda de la pequeña Cornelia… —Aquí su mente divagó unos segundos, era una posibilidad, debía hablar con los chicos o quizá ya para qué—. Pero cuida las memorias, cuídalas, Lelio, por los dioses, ¿lo harás? —Y le tiró del brazo con fuerza. Cayo Lelio asintió.

—Lo haré, cuidaré de ellas como he cuidado de ti hasta ahora.

Publio se relajó algo con aquella respuesta, pero aún insistió en aquel punto.

—Llévalas a algún lugar lejos de Roma… algún lugar donde se puedan preservar y estén seguras.

—Así lo haré.

—Bien, sea; creo que ahora ya puedo descansar en paz.

Lelio le miró nervioso. Eso no podía ser. El mayor general de Roma no podía fallecer allí, en medio del bosque, bajo un árbol cualquiera, como un jabalí herido.

—Eso no puede ser. Debemos regresar a casa y allí tu esposa y tu familia te atenderán. Es lo justo. Además, seguramente te recuperarás como lo has hecho en tantas otras ocasiones.

Publio sonrió ante la insistencia de su viejo amigo.

—Aquí estoy bien. A falta de un buen campo de batalla, éste es tan buen sitio como otro cualquiera. Además, aquí mismo acabo de librar mi último combate… —y rio un poco, pero la débil carcajada se transformó en lágrimas—; un combate contra lemures, Lelio, contra lemures. ¿Te imaginas? El gran general de Roma rasgando el aire, haciendo aspavientos frente a espíritus. No soy ni la sombra de quien fui y mi familia… más daño les he hecho a todos estos últimos años que placeres les di en el pasado. He traicionado a Emilia, he menospreciado siempre a mi hijo, y me he enfrentado una y mil veces con la pequeña, con mi pequeña Cornelia…

Lelio tuvo una idea e interrumpió al moribundo excónsul en medio de sus lamentaciones.

—La joven Cornelia acaba de llegar de Roma.

Publio calló un instante para de inmediato levantar la cara y preguntar a Lelio directamente.

—¿Cornelia, desde Roma? ¿Ha venido mi Cornelia?

—Sí. Ha llegado al atardecer. Fue entonces cuando salimos a buscarte, pero te habías marchado hacia el bosque.

No estaba claro si Publio escuchaba las explicaciones de Lelio. El abatido general mascullaba el nombre de su hija entre dientes junto con pensamientos que le remordían la conciencia.

—Cornelia menor está aquí. Ha venido a verme. Desde Roma. La más lista de todos, la que evitó la guerra civil. La pequeña Cornelia ha venido pese a que a ella también la desprecié. —Y miró de nuevo a Lelio—. Desprecié su capacidad para valorar a las personas, siempre pensé que era una traidora y una ingenua por tratar con Graco y fue Graco quien nos dio una salida, humillante, pero una salida sin sangre. No sé, no sé. Quizá debería haber levantado Roma en armas en aquella noche, pero habríamos muerto tantos… —Los pensamientos se entrecruzaban en un maremágnum de contradicciones y dudas hasta que la mente del general volvió a concentrarse en los acontecimientos cercanos—. Si Cornelia ha venido desde Roma, es justo que yo regrese a casa desde este bosque. Mi hija ha hecho un viaje largo. No seré yo quien le pague el esfuerzo con una última desconsideración. Ayúdame, Lelio, una vez más, por última vez ya en tu vida, mi querido Lelio, ayúdame a levantarme. He de regresar a casa. Llevabas razón. Debo volver a casa y hablar con los míos antes de cruzar el río Aqueronte en mi último viaje.

Lelio le ayudó a incorporarse. Andaban despacio, con gran dificultad. Publio estaba consumido por la enfermedad, muy débil, y Lelio ya no era un joven recio, pero los dos amigos se las apañaban para ir avanzando de regreso a la vieja domus.

—Cuida las memorias, Lelio —repitió Publio una vez más.

—Así lo haré, mi general. —Luego vino un largo silencio en el que el bosque los arropó con el sonido del viento filtrándose por el mar de hojas que los cubría.

—¿Se sabe algo del exterior que me interese? —preguntó el general. A Lelio le encantó ver una brizna de curiosidad aún viva en el abatido princeps senatus.

—Por fin han enviado una legión a Bitinia, a por Aníbal. Con varios meses de retraso, pero, al fin, Catón se ha salido con la suya. No ha dejado de presionar al Senado sobre ese tema en todo este tiempo, desde que Pérgamo envió su embajada.

—¿Una legión? —preguntó intrigado Escipión—. ¿Y con cuántos hombres cuenta Aníbal?

Lelio hizo una mueca medio de lástima que daba a entender que con muy pocos, pero precisó con palabras:

—Sólo tiene un puñado de sus veteranos y el rey de Bitinia ha pactado entregarlo. Está solo. Una legión será suficiente.

—¿Quién la comanda?

—Flaminino —respondió Lelio.

—Entonces sí será suficiente —concedió Publio—; Flaminino es un buen general. Hubo un tiempo en que pensé que debía casarse con la pequeña Cornelia. Ahora, ya ves.

Lelio no respondió a aquella confesión personal del general.

—Una legión contra un solo hombre —añadió Publio—. Lástima no estar allí para verlo. Incluso a Flaminino le costará atraparlo.

—Las órdenes son traerlo vivo —especificó Lelio.

—¿Vivo? —Publio frunció el ceño y negó con rotundidad—. No lo veo probable. Un hombre como Aníbal no se dejará exhibir cubierto de cadenas por las calles de Roma. Eso le gustaría a Catón, sería una forma de mostrar a todo el pueblo que él sí puede hacer cosas que yo no hice, pero, Lelio, estoy seguro de que eso no ocurrirá. —Y sonrió de nuevo—. Aníbal aún nos dará una satisfacción. Nunca lo cogerán vivo.