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La petición de Cornelia

Roma, noviembre de 184 a. C.

Cornelia menor paseaba nerviosa por el atrium de la gran domus que su marido, Tiberio Sempronio Graco, poseía en el Clivus Victoriae en el centro de Roma. La joven esposa acababa de recibir un mensaje urgente de su madre y Cornelia llevaba horas meditando en qué términos dirigirse a su marido.

Querida Cornelia menor:

Tu padre está cada día más débil. Él, como siempre, se niega a reconocerlo, pero cada día recorta más sus paseos por el bosque de la hacienda y cada vez duerme más. Tiene frecuentes accesos de fiebre que lo tienen en cama durante días y los días en los que se encuentra bien son cada vez menos. Temo que pronto nos deje y vaya al Averno, donde espero que los dioses sabrán reconocerle sus méritos y donde no sufra más la deslealtad de Roma. Sé que te debes a tu marido y sé que es muy posible que por ello no puedas nunca venir y lo entenderé, pero si pudieras conseguir visitarle aunque sólo fuera unos días, estoy seguro de que tu presencia le daría fuerzas suplementarias para combatir esta maldita enfermedad que le consume por dentro desde hace ya tantos años. Haz lo que puedas. Tu deber primero ahora es complacer a tu marido y cumplir con el pacto del Senado. Cualquier cosa que hagas me parecerá bien. Que los dioses te guarden y te protejan de todo mal.

Emilia Tercia

La tablilla con el mensaje permanecía aún sobre una pequeña mesita en el centro del atrium situada justo al lado del impluvium. Aquél era un lugar favorito de Cornelia para leer con tranquilidad durante las tardes en las que su marido andaba ocupado en visitas a diferentes senadores de la ciudad. Cornelia contemplaba la tablilla desde una distancia de varios pasos mientras se mordía el labio inferior y pensaba. En ese momento se abrió la puerta del vestíbulo que daba al Clivus Victoriae y la voz potente de su esposo se escuchó resonando en cada pared del gran atrium. Regresaba contento. Seguramente debía de haber conseguido más apoyos para una próxima candidatura suya al consulado. Después de su tribunado de la plebe y de la gran fama que había adquirido al interponerse entre Catón y su padre, su marido gozaba de un creciente prestigio que le hacía albergar esperanzas de salir elegido alguna vez como cónsul de Roma, pero, pese a todo, y con un Catón molesto y distanciado por su intromisión final en el desenlace del juicio contra su padre, Graco se estaba esforzando en asegurar apoyos en las filas de ambos bandos, entre los que respaldaban al maldito Catón y entre algunos de los que en el pasado reciente se mostraron como fieles seguidores de la familia de los Escipiones. De hecho, su matrimonio con ella, una joven Cornelia, a la que los amigos de los Escipiones veían tratada con dignidad por su esposo, le había granjeado nuevos partidarios entre los más acérrimos seguidores del general exiliado. Cornelia se dio media vuelta en un vano intento de ocultar sus sentimientos. Graco, mientras se lavaba las manos en una bacinilla que le sostenía el atriense de la casa, comprendió de inmediato que algo la preocupaba sobremanera. Entre ellos se había establecido una relación intensa en lo sexual y honesta a la hora de compartir preocupaciones, de modo que su marido no se anduvo por las ramas y evitó palabras innecesarias.

—Algo te preocupa.

Cornelia asintió con claridad, pero aún sin decir nada. Su esposo hizo un gesto y el atriense desapareció mientras recibía las órdenes de su amo.

—Que no nos molesten. —Y, a continuación, Graco, observando que sobre la mesa junto al impluvium había una tablilla, se sentó en un solium en el que solía descansar y se dirigió a su mujer—: ¿Has recibido noticias de tu familia?

—Sí.

—¿Es sobre tu padre? —Pero Cornelia no decía nada y Graco, aunque con dolor, se sintió obligado a decir algo que sabía que hacía sufrir a su mujer pero que no podía cambiarse de ninguna forma—. Sabes que no puede regresar a Roma. Eso es del todo imposible.

Cornelia, para alivio de su esposo, volvió a asentir.

—No es eso —dijo, y guardó un segundo de silencio antes de terminar su frase—. Está muy enfermo y me gustaría poder visitarle.

Tiberio Sempronio Graco se levantó y caminó por el atrium hasta dar la espalda a su esposa, que, expectante, aguardaba una respuesta. Graco apretaba los labios mientras pensaba. Se detuvo ante el altar de los dioses Lares y Penates de la casa. Le pareció un sitio apropiado para tomar una decisión relacionada con la familia. Cornelia ahora, por razón de su matrimonio con él, era parte de la familia, pero Cornelia a su vez era parte del pacto que él mismo, Tiberio Sempronio Graco, había tejido entre el Senado y Escipión. Catón, pese a estar inmerso en la construcción de aquella enorme basílica, no cejaba en avivar las insidias contra los Escipiones y a los siempre volubles senadores de Roma sólo les tranquilizaba ver con frecuencia al poderoso Tiberio Sempronio Graco paseando por la ciudad con su joven esposa, hija de aquel posible nuevo rey de Roma que, exiliado y alejado y con aquella hija como rehén en la ciudad, nunca se revolvería contra ellos. En el fondo, todos ellos, sobre todo los seguidores de Catón, la consideraban una simple prisionera de Roma, una salvaguarda contra cualquier intento de Escipión de retornar a la ciudad a rehacerse con su posición en el Senado como princeps senatus y, como insistía una y otra vez Catón, eso sólo como primer paso hacia una dictadura vitalicia. Entre el pueblo, Escipión, Publio Cornelio Escipión, Africanus, el vencedor sobre Aníbal, era aún inmensamente popular. Dejar salir a Cornelia hacia el sur para reencontrarse con su padre podría poner en peligro el complejo equilibrio de fuerzas que Graco había conseguido establecer en Roma para evitar que ninguno de los bandos, los Escipiones o Catón, se hicieran con el dominio completo. No, no era buena idea que Cornelia dejara Roma, incluso si su padre estaba gravemente enfermo. Por otro lado, negarle a su esposa el derecho de visitar a un padre enfermo le revolvía las entrañas; además, ni tan siquiera podía argüir que la muchacha no hubiera cumplido de forma plena con sus obligaciones matrimoniales. Cornelia había cumplido en público con discreción y en privado con pasión. No, su ánimo no estaba en negarle a su esposa lo que pedía y, sin embargo, sabía que era peligroso, no sólo para él y sus aspiraciones políticas, sino para Roma entera.

—¿Está realmente grave? —preguntó Graco sin volverse a mirar a su esposa.

—Eso da a entender mi madre, y mi madre nunca exagera. —Cornelia se acercó a la mesilla y tomó la tablilla en su mano—. Toma. Si quieres puedes leer la carta. —Y estiró su brazo ofreciendo la tablilla a su marido, pero sin acercarse, respetando la distancia que él mismo había buscado para reflexionar.

—No me hace falta leerla. Me fío de tu criterio. Tú conoces a tu madre, no yo, y tú sabes interpretar mejor el significado de sus palabras. —Y, nuevamente, volvió a guardar silencio. Inspiró y suspiró profundamente.

Cornelia, a sus espaldas, sabía que su marido se debatía entre dos decisiones complicadas y sintió agradecimiento de que, al menos, lo estuviera considerando. Había temido recibir un claro y rotundo no por respuesta que le habría dolido profundamente. Cornelia había pensado en fórmulas con las que facilitar la decisión que deseaba que su marido tomara.

—He pensado —empezó ella con voz baja, dubitativa— que podría salir de noche. Sería posible que abandonara la ciudad sin ser vista y podría regresar en pocos días. Puedo cabalgar y así se aceleraría el viaje. Podrías decir que estoy enferma y regresaría de nuevo de noche. Podría hacer esta visita sin que nadie lo supiese en Roma.

Graco se volvió hacia ella y sonrió ante su enorme ingenuidad.

—¿Tú crees que algo así puede hacerse en una ciudad como Roma sin que Catón lo sepa?

Cornelia bajó la mirada. Pensaba que sí, pero era evidente que su marido no lo veía del mismo modo.

—Cornelia —se explicó Graco con tono conciliador—, Catón tiene espías en todas partes y la calle en la que vivimos está especialmente infestada de ellos. Si se abrieran las puertas de esta domus a media noche y una litera o caballos o una cuadriga salieran de mi casa, Catón lo sabría en menos de una hora y te garantizo que serías seguida hasta que se averiguara quién había salido al abrigo de la noche de casa de Tiberio Sempronio Graco. No, eso que sugieres no puede hacerse de ningún modo. —Y volvió a acercarse al solium y se sentó de nuevo sin dejar de mirarla. Ella mantenía la mirada fija en el suelo. Graco sabía que estaba sufriendo pero que pese a todo aceptaría lo que él dijera. Retomó la palabra—. No, Cornelia, si mi mujer ha de salir de mi casa para visitar a su padre gravemente enfermo lo hará en pleno día y yo seré el primero en comentarlo en el foro. Eres la hija del admirado a la par que temido Publio Cornelio Escipión, pero ahora eres también la esposa de Tiberio Sempronio Graco y yo te concedo el permiso para visitar a tu padre. Partirás mañana al amanecer, cuando el sol haya despuntado y los mercados de Roma empiecen a atestarse de mercaderes y compradores y cruzarás por entre el tumulto del pueblo de Roma hasta la puerta Capena. Yo, entre tanto, pasearé por el foro, veré a mis clientes y compartiré con todos que te he permitido visitar a tu padre. Eso sí, Cornelia —dijo levantando la voz y callando un instante a la espera de ver cómo los ojos de su esposa se alzaban del suelo y le miraban directamente—, dispondrás sólo de una semana. Mañana es día de mercado. El próximo día de mercado has de estar entrando por la misma puerta por la que saliste de la ciudad y regresarás de nuevo de día para que todos te puedan ver. Yo procuraré que durante ese tiempo las murmuraciones e insidias de Catón queden en nada a la espera de tu regreso. Si no vuelves el fantasma de la guerra civil retornará sobre todos y yo, sin ti, no podré hacer nada para pararlo, ¿lo entiendes?

—Volveré en una semana —respondió Cornelia con los ojos muy abiertos, algo confusa y con ganas de abrazar a su marido, pero temerosa de hacerlo no fuera a ser que algún esclavo apareciera de forma inesperada.

—Sé que lo harás —confirmó Graco con seguridad—. Ahora estaría bien si en esta casa se comiera alguna cosa. Tengo un hambre voraz.

—Por supuesto. —Y la joven Cornelia salió veloz hacia la cocina. Tenía muchas instrucciones que impartir a los esclavos. Quería que su marido disfrutara de una comida adecuada para alguien de su importancia y, también, de su aún para ella incomprensible generosidad. Y es que Cornelia era todavía demasiado joven para comprender la irrefrenable influencia que una mujer joven y hermosa puede tener sobre un hombre enamorado.

Tiberio Sempronio Graco se quedó solo en el atrium de su casa. Suspiró entonces de forma profunda. Sabía que Catón haría de aquélla una larga semana.

En la cocina, una vez impartidas las instrucciones a los esclavos, la joven esposa, de forma inesperada, tomó asiento en una de las pequeñas sellae que usaban las esclavas para coser. Cornelia habría agradecido un respaldo, pero el mareo y el malestar repentino habían sido intensos y no quería dar explicaciones. Ninguno de los esclavos se atrevió a preguntar nada. Seguramente pensaron que la señora quería supervisar personalmente el trabajo en la cocina. Todos se afanaron en sus quehaceres cortando verduras, desplumando dos pollos y avivando el gran fuego donde se preparaban todos los platos. Cornelia se alegró de que nadie pareciera notar nada. Por un instante había pensado en desvelar a su esposo también esa otra gran noticia relacionada con su estado, pero temía que de saberlo, su marido le denegara el permiso para viajar. Así que había callado. Ya se encontraba mejor y, sin decir nada, salió de la cocina. Pasaría primero por el dormitorio y se echaría agua en la nuca y en el rostro. Eso, según su madre, siempre aliviaba. Aprovecharía el viaje para consultarle sobre el parto. No podía evitarlo. Le daba un poco de miedo.