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La Basílica Porcia

Roma, octubre de 184 a. C.

Catón se presentó en el emplazamiento señalado para las obras justo antes del amanecer. Se trataba de una amplia extensión de terreno junto a la mismísima Curia Hostilia, en su costado occidental. El censor de Roma, a precio de oro, había comprado varias casas y tiendas antiguas en el corazón de Roma, entre la Curia y el Vicus Lautumiarum que descendía de norte a sur en dirección al foro. Justo en ese enclave, en el que Catón había invertido gran parte de su fortuna personal procedente de la campaña de Asia y de su participación en la batalla de las Termópilas, se iba a levantar en pocos meses la gran nueva basílica de Roma, una basílica que llevaría el nombre de su gens: la Basílica Porcia. Un lugar donde se impartiría justicia según la doctrina más tradicional y escrupulosa con las costumbres de los antepasados de Roma. Su ubicación entre el edificio donde se reunía el Senado y las lúgubres mazmorras de Roma no había sido elegida de forma azarosa por Catón. El censor de Roma quería que quedara claro a todos, incluso a los senadores, que, a pocos pasos de la Curia, se impartía justicia, una justicia que podía conducir a cualquiera a la mismísima cárcel. Lo de Escipión había sido un aviso, pero Catón quería dejar su impronta permanente en el corazón de la ciudad. Aquella basílica vigilaría, más allá de su muerte, que Roma se condujera de acuerdo a las leyes que la habían hecho fuerte. Sí, se había dejado prácticamente toda su fortuna en aquel empeño, pero la villa, con sus cosechas y ganado, iba bien y le daba réditos suficientes para vivir con razonable holgura incluso si ya no se embarcaba en ninguna nueva campaña militar. Y él quería dejar su huella en Roma de forma indeleble: aquella magnífica construcción, de la que en ese momento sólo se adivinaban los cimientos, sería su gran obra, su gran legado para la posteridad. Por ello le recordarían siempre.

Marco Porcio Catón paseaba por entre los trabajadores que se afanaban en apilar millares de ladrillos recién cocidos que llegaban de los hornos de Roma para levantar el nuevo gran edificio de la ciudad. Roma cambiaba, sí. Y cambiaba para bien. La república había sobrevivido a las maquinaciones de los Escipiones e incluso a las maniobras del iluso y flojo de Tiberio Sempronio Graco. Catón quería mostrarles ahora a todos con quién estaban echando aquel pulso. Para su satisfacción vio como varias decenas de senadores que cruzaban el Comitium en dirección al edificio del Senado se desviaban ligeramente de su ruta para aproximarse a las obras de la nueva basílica y maravillarse por sus dimensiones. Catón leía en sus rostros la admiración y la perplejidad entremezcladas.

—¿Creíais que una votación perdida terminaría conmigo? —dijo Catón entre dientes henchido de orgullo—. Roma no ha hecho más que despertar a un nuevo amanecer. Escipión está exiliado, debería estar muerto, pero está exiliado de por vida y yo velaré, esta basílica, todos sus jueces, velarán porque ese exilio se cumpla y porque el nombre de Escipión se diluya en olvido y porque los senadores de Roma se ajusten a la letra escrita de las leyes de la ciudad. Yo los vigilaré a todos. A todos.

Y se alejó del grupo de senadores para pasearse durante un largo rato más, hasta que el sol deslumbrara en el horizonte, por entre las inmensas obras de su legado al mundo.