Las memorias de Escipión
Literno, Campania. Septiembre de 184 a. C.
El tiempo transcurría con la lentitud que sólo siente el exiliado. Los días eran repetitivos, aburridos. Emilia se mostraba distante, fría, o eso percibía Publio, quizá porque el alejamiento de Roma y de su hermano y del resto de la familia, que en su mayoría habían vuelto a Roma para hacerse cargo de los asuntos familiares, también era una pesada carga para ella. Las noches con Areté eran lo único que rompía la monotonía de aquel triste transcurrir de horas sin sentido ni rumbo. Ya no tenía claro si fue primero la frialdad de Emilia la que le empujaba a pasar más noches con Areté o si era ese creciente número de veladas con su hermosa esclava de Asia lo que había aumentado la distancia entre él y su esposa.
Estaban ya al final del verano y Publio se había sentado bajo una higuera que se levantaba dentro del recinto amurallado de su villa. Era su lugar preferido para simplemente ver pasar el tiempo. Laertes, a quien habían traído con ellos para que actuara como atriense tras la boda de Cornelia, le había servido un poco de agua caliente con hierbas que Publio bebía despacio. Habían traído a Laertes por su fortaleza como escolta, por su pasado guerrero, pero con el traslado a la villa habían descubierto en él a un magnífico capataz. Laertes había confirmado su destreza en la gestión de la finca comprando buen ganado y sacando el máximo rédito de la última cosecha de cereal, uva y aceite. Publio creía recordar que en algún momento el veterano guerrero espartano había comentado que en su tierra trabajaba en una granja, o quizá la poseyera él mismo, antes de ser alistado para las guerras de Grecia por Nabis. Pudiera ser. Además, Publio se había percatado de una extraña felicidad que parecía haberse apoderado de Laertes desde que se habían instalado en Literno. Publio relacionaba este marcado cambio en el estado de ánimo de su esclavo con el hecho de encontrarse ahora en un entorno que seguramente le recordara a Laertes su vida antes de la derrota frente a Roma. Publio estaba en lo cierto, en parte. El otro motivo que animaba el espíritu de Laertes lo desconocía por completo.
Sí, Publio Cornelio Escipión veía pasar los días con la lentitud del desterrado. Era una dura tortura donde percibía la lejana sonrisa de Marco Porcio Catón levantándose cada mañana por el horizonte. Eso era lo que más le revolvía las tripas hasta casi provocarle náuseas. Eso y pensar que no podía hacer nada. Había tenido que aceptar el exilio para liberar a su hermano de la cárcel. Todavía tenía dudas profundas sobre si no debería haberse levantado en armas y terminar con Catón de una vez para siempre. El miserable censor de Roma se dedicaba a diario a destruir todo lo que tuviera que ver con el recuerdo de sus pasadas hazañas. Catón había decidido no sólo exiliarle sino borrarle de la historia, a él y a toda su familia. No pasaba un día sin que llegaran penosas noticias de Roma en ese sentido. Desde hacía una semana había ordenado a su esposa que no le informara de nada sobre la política de Roma; no quería saber ya nada más ni sobre el Senado ni sobre los tribunos de la plebe ni sobre las provincias sobre las que gobernaba una Roma que él, ahora mismo, aborrecía. Sólo le interesaba conocer cómo estaban sus hijos, noticias familiares o, como algo excepcional, saber de la vida de viejos guerreros como Aníbal, que, como él mismo, estaban condenados a un destierro similar, traicionados por su propia ciudad. Era curioso que después de tantos años luchando contra Aníbal y después de tantas batallas y sufrimientos era precisamente con Aníbal con quien se sentía especialmente cercano. A veces pensaba que le gustaría volver a verle y compartir con el viejo general enemigo un vaso de leche de cabra a la sombra de aquella misma higuera. Y no sabría explicar bien por qué, pero intuía que a Aníbal, en aquellos momentos de su vida, esa invitación no le parecería nada desagradable. Al menos, eso le gustaba pensar a Publio.
Escipión se sentía impotente. Era como estar muerto sin todavía estarlo. Era como no existir pero con la obligación de tener que levantarse cada día, con la necesidad de comer, de beber, de hablar, de escuchar. Era como haber sido ejecutado y, sin embargo, permanecer en pie viendo cómo preparaban cada día al verdugo para volver a estrangular el pescuezo moribundo de uno mismo. Era como morir un poco más, lento, despacio, cada noche, pero sin llegar nunca a exhalar el último suspiro. Publio Cornelio Escipión hacía semanas que estaba considerando con seriedad la opción del suicidio.
El viento ligero que se arrastraba por la villa de Literno, recibido bajo la frondosa sombra de aquella centenaria higuera, proporcionaba paz de espíritu a la desmoralizada mente de quien en un tiempo fuera el mejor general de Roma, el hombre más poderoso del mundo. Una mueca de tristeza y decepción se dibujó en su rostro. Ya no tenía legiones a las que mandar, ni un Senado al que dirigirse, ni siquiera estaba seguro ya de contar con el afecto de su esposa y sabía que las caricias de Areté, por muy dulces que fueran, eran fruto de la obligación y no de la admiración o el amor sincero. Ésa era la vida que le quedaba y no parecía que mereciera mucho la pena vivirla. Fue entonces, en aquella lenta tarde de septiembre, con la desesperanza anclada en su ánimo, cuando se le ocurrió una idea, lo único que podía dotar de sentido a los días, semanas, meses o años que le quedara por vivir: contar su vida pasada, aquélla donde las cosas sí tuvieron sentido, aquella vida cuando él gobernaba no ya sobre otros, que no le importaba, sino cuando gobernaba sobre su propio destino. Sí, narrar la historia de la guerra contra Aníbal desde su punto de vista, explicar las batallas de Italia, la campaña de Hispania, la conquista de Cartago Nova, las batallas de Baecula e Ilipa, el castigo a Cástulo e Iliturgis, los debates en el Senado para conseguir el permiso para invadir África; explicar las motivaciones de su enfrentamiento con Quinto Fabio Máximo, primero, y luego sus interminables disputas con Marco Porcio Catón; contar el paso a Sicilia, el adiestramiento de las legiones V y VI y su recuperación para el combate, sí, narrar su encuentro con las famosas legiones malditas desterradas en el pasado como estaba él ahora desterrado, saboreando un poco de esa misma sensación de miseria que en su momento vivieron los legionarios de aquel ejército olvidado por Roma y que, sin embargo, gracias a él, gracias a Publio Cornelio Escipión, desembarcó en África para cambiar la faz del mundo y, a un tiempo, recuperar para cada uno de esos legionarios el orgullo de sentirse no ya romano, sino hombre libre; ¡cómo entendía ahora la decepción de aquellos soldados desterrados y despreciados! Sí, relatar los acontecimientos que explican su ataque a Locri y luego todas y cada una de las batallas de África, las negociaciones con Sífax y con Masinisa; contar cómo se las ingenió para zafarse de los ejércitos de Giscón y Sífax en una increíble batalla nocturna y narrar el desarrollo de la tremenda batalla de Zama donde perecieron tantos buenos oficiales, muchos de sus mejores amigos; contarlo todo, el regreso triunfal a Roma, el reconocimiento, la vida en una ciudad que por unos años le consideró un héroe, casi un dios, antes de humillarlo y traicionarle y obligarle a exiliarse para siempre; explicar cómo, cuando Aníbal se rehízo y se alió al rey Antíoco, Roma, de nuevo, recurrió a él y a su familia, y contar cómo consiguió, incluso enfermo, con la ayuda de su hermano, derrotar al todopoderoso rey de Siria en la brutal batalla de Magnesia; sí, narrarlo todo, la carga de los indestructibles catafractos, las maniobras de las legiones, relatarlo todo punto por punto, con claridad, con precisión, para que cuando en el futuro alguien quiera saber del pasado no sólo se encontrara con la versión única, y supuestamente autorizada al estar refrendada por un Senado corrupto, de Marco Porcio Catón. No, no podía pasar él, Publio Cornelio Escipión, siempre activo, siempre en lucha, los últimos días de su vida sin librar esta última batalla, la más importante de todas: escribir la historia de lo que realmente aconteció.
Publio se levantó y lanzó un potente grito. Desde la casa vino un esclavo para atender al amo.
—¡Tráeme un stilus, schedae y attramentum! ¡Rápido, por Júpiter Óptimo Máximo, rápido! ¡Necesito papiro y tinta para escribir! ¡Y tiempo, claro, necesito tiempo! —Y aquí Publio Cornelio Escipión echó la cabeza atrás mientras lanzaba una sonora carcajada—. Tiempo —reinició ahora ya en voz baja—, tiempo es de lo que más dispongo, gracias a ti, miserable Catón. No dudes que sabré usarlo de la única forma útil que me queda. El mundo ha de saber lo que ocurrió de verdad, quién fui y en quién me he convertido por tu causa.
El esclavo, azuzado al pensar que su amo se había vuelto loco, corrió como el viento y trajo todo lo que se le había pedido, pues un amo loco insatisfecho era lo más temible que un esclavo podía encontrar. Publio recibió con agrado el papiro y la tinta. Cogió una de las schedae y la extendió con cuidado sobre la mesa en la que permanecía, ya olvidado, el tazón de agua hervida. Tomó el stilus, lo mojó despacio y con esmero en el attramentum y empezó a escribir sus memorias. Comenzó en latín. Se detuvo. Sacudió la cabeza. Tachó las palabras escritas y volvió a empezar. En griego, sí. Estaba convencido de que si quería que sus palabras fueran leídas y recordadas debía escribir en griego. Sería ésta, además, su última decisión henchida de desprecio hacia el maldito Catón. Pero ¿por dónde empezar? Detuvo la pluma. En latín había iniciado el texto que acababa de tachar presentándose por su nombre. No. Si alguien empezaba a leer sus memorias debía saber desde un principio que aquellas palabras no eran los recuerdos de alguien insignificante, por lo menos no lo fue durante un tiempo. Publio Cornelio Escipión acercó al fin el stilus despacio al papiro y, con tiento, con el mimo con el que la madre teje ropa para su recién nacido, empezó a acariciar la superficie limpia de aquella hoja en blanco:
He sido el hombre más poderoso del mundo pero también el más traicionado. La maldición de Sífax se ha cumplido. Hubo un momento en el que pensé que mi caída era imposible. El orgullo y los halagos con frecuencia nublan nuestra razón…