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La noche de bodas de Cornelia menor

Roma, 17 de abril de 184 a. C.

Primera vigilia

Cornelia aún llevaba los aderezos de la boda, con su cabello trenzado y un velo anaranjado cubriéndole el rostro. En el interior del dormitorio nupcial, por fin, ambos, esposa y marido, habían quedado solos. Tiberio Sempronio Graco se sentó en una pequeña sella en la esquina de la habitación. La joven Cornelia, nerviosa aunque controlando su ánimo, permaneció en pie, frente a la cama a la que miró un breve instante para luego volver sus ojos hacia el suelo y esperar.

Graco estaba cansado. Había sido una ceremonia larga, como obligaba el hecho de ser dos familias importantes las que se unían, y una celebración aún más larga. Pese a la ausencia de los Escipiones, Graco no había querido hurtar boato al enlace. Era su forma de reafirmar su poder ante el Senado, ante Catón. Tanta fiesta llevaba sus efectos secundarios. Había comido y bebido en abundancia, pero, pese a todo, no estaba borracho. No obstante, el vino y el hastío de la comida le habían dejado algo adormilado. Ante él una hermosa joven patricia romana muerta de miedo. Forzarla no era su manera ni de divertirse ni de relajarse después de una fiesta donde había estado con todos sus amigos. La muchacha… no había más que verla: allí, en pie, recta, inmóvil, con el vestido de novia, sin saber qué hacer. Ni siquiera todo el rencor acumulado hacia el padre de la joven era suficiente para despertar su ansia de revancha. Ya era bastante tenerla allí, como esposa suya, aquello que tanto se esforzó el padre en preservar de él, de Tiberio Sempronio Graco. Recordó la campaña de Asia, recordó la peligrosa negociación con Filipo, las heridas perpetradas en su cuerpo por los terribles catafractos seléucidas. Y luego las largas sesiones en el Senado, las intrigas de Catón, los sicarios en medio de la noche.

—Me has costado mucho, joven Cornelia; poseerte me ha costado mi propia sangre. Tu padre me hizo pagar por algo que nunca se me permitió hacer: cortejarte. Es justo que si me hizo pagar con mi propia sangre, al menos, el motivo de la animadversión de tu padre cobrara forma real. Ahora eres mi esposa.

Cornelia no sabía bien qué decir ni cómo reaccionar. Pensó que no habría mucho tiempo para hablar una vez que entraran en la habitación y se quedaran solos. De pronto aquel hombre, su marido, un hombre que en el pasado fue justo y servicial con ella, de súbito mencionaba el despecho de su padre hacia él. Tampoco era de extrañar. La muchacha había sentido ternura hacia aquel hombre, pasión, decepción, se había arrodillado ante él, le había insultado, le había despreciado. No habían sido nada y, sin embargo, habían pasado infinitas cosas entre ellos. Cornelia buscaba una salida al silencio pero no la encontraba. Esperaba que su marido se abalanzara sobre ella en cualquier momento y acabara con aquella tortura de la espera antes del momento culminante. Acostumbrada a controlarlo todo era más difícil de lo que había imaginado no controlar nada y ante alguien al que debía respeto sin saber siquiera si ese alguien la respetaba de igual forma.

—Siempre tan habladora, siempre que nuestras vidas se cruzaron hablabas y ahora que puedes hacerlo con toda libertad, ahora que he conseguido para los dos el derecho de la intimidad completa, ahora callas. —Graco la miró de pies a cabeza. Era guapa, y se adivinaba un aún más hermoso cuerpo bajo el vestido nupcial; sería interesante confirmar ese dato, pero advirtió la seriedad de la muchacha, su incomodidad infinita—. ¿Tienes miedo? —El silencio de Cornelia persistía. Graco suspiró y se levantó—. Sé que te has casado conmigo para liberar a tu tío. Te honra la dignidad con la que llevas la situación. Supongo que poseerte pudiera ser algo agradable, pero estoy cansado y no pienso desperdiciar las pocas fuerzas que me quedan en luchar con una joven patricia atolondrada a la par que asustada. Hay sitios en Roma donde puedo obtener la clase de placer que me vendría bien ahora sin que me miren unos ojos aterrados. No pienso forzarte, Cornelia. La boda era necesaria para asegurar que tu padre cumple con su parte del trato. No te preocupes, que no pienso molestarte. Hubo un tiempo que pensé que la conversación contigo podía ser hasta interesante, pero obviamente las circunstancias te superan y el miedo te atenaza. No te culpo. No sé cómo reaccionaría yo en tu situación, casada con uno de los mayores enemigos políticos de tu padre, como tú misma me echaste en cara en el pasado. Está claro que entre tú y yo hay un gran abismo que una ceremonia puede resolver pero sólo de cara al pueblo de Roma, pues es eso, sólo una ceremonia a fin de cuentas y está claro que de nada vale cuando nos quedamos en privado. Descansa tranquila. No me esperes despierta. —Y se dio media vuelta, abrió la puerta del dormitorio y puso un pie sobre el umbral cuando la voz de Cornelia le capturó como las sirenas que encandilaron a Ulises.

—Soy joven, soy inexperta y tengo miedo, pero soy tu esposa, Tiberio Sempronio Graco. No importa si me casé porque nuestras familias se odian y ésta era la única forma de evitar que toda Roma se volviera un mar de sangre y sufrimiento. Eso es el pasado y creo que entre mi marido y yo la única forma de entendernos será olvidar el pasado y pensar sólo en el presente y en el futuro. —Graco se dio la vuelta, retiró el pie del umbral y se volvió hacia la muchacha para escucharla con atención, pero sin cerrar la puerta; Cornelia seguía hablando; se había quitado ella sola el velo anaranjado y sus hermosos ojos oscuros miraban al suelo a veces, un instante a él, luego a las paredes y de nuevo al suelo en un ciclo que se repetía varias veces—. Tengo miedo porque nunca he estado con un hombre antes, como me corresponde como patricia antes del matrimonio, pero aquí ya no me importa el motivo de mi boda, sino sólo cumplir con mi cometido. Siempre te consideré enemigo de mi padre y de mi familia, pero mis acciones y palabras del pasado también, y tú, Tiberio Sempronio Graco, lo sabes bien, también han reconocido en ti a alguien que puede ser justo y atento y considerado con sus iguales, con el pueblo y con Roma entera. Cuando acepté este matrimonio, es cierto, lo hice sobre todo pensando en la libertad de mi tío y en evitar un baño de sangre, pero lo hice también con la esperanza en mi corazón de que el hombre con quien me casaba, aunque fuera enemigo de mi familia, era, sería, es también alguien capaz de actos justos y eso me animó y me ha ayudado a sobrellevar la situación. Te he insultado en el pasado, es cierto, pero también te he implorado de rodillas. Ahora, es verdad, aquí a solas contigo, en esta habitación tengo miedo por mi inexperiencia, pero si mi marido busca en otros lugares de Roma el placer que anhela no será porque su esposa no intente cumplir hasta el final con lo que el matrimonio la obliga. Soy tu esposa y acepto las consecuencias de ese hecho por completo y haré todo lo que quieras que haga para satisfacerte, sólo que, sólo que… no sé ni por dónde empezar. —Y cualquier otra joven hubiera llorado con profusión en ese instante, pero Cornelia menor, hija de Publio Cornelio Escipión, ella no. Cornelia se tragó las lágrimas entre sollozos ahogados y se mantuvo allí de pie, quieta, viendo como su marido cerraba la puerta despacio y volvía a sentarse en la sella mirándola fijamente, entre perplejo y confundido, entre intrigado y atraído. Cornelia recordaba las últimas palabras de Areté: «Y no importa nada de lo que te haya contado yo, tú muéstrate siempre temerosa, asustada e inexperta. No hay nada que halague más al ego de un hombre que creer que sabe más de todo que una mujer y más aún cuando se trata de amar. En poco tiempo sabrás tú mucho más que él, pero que él nunca lo sepa».

—Te ha vuelto el habla y con intensidad —empezó Graco—. Eso me agrada. Siempre fueron interesantes nuestras conversaciones y veo que ésta también va a serlo. ¿Dispuesta a todo para satisfacerme?

—A todo —dijo ella, pero con la voz baja y sin ocultar su miedo. No le era difícil actuar como había dicho Areté. No tenía que fingir.

—¿Dispuesta a ser mi esposa en privado y no sólo en público?

—Dispuesta, mi señor. Dispuesta —repitió ella con algo más de aplomo, pero aún nerviosa.

—Eso habrá que verlo. —Le gustaba Cornelia, sentía simpatía por ella, le conmovía su valentía y su sinceridad aun acorralada, sola, sin su familia alrededor, esa familia que hasta ese día la había protegido de todo y que sólo falló un día, el día del foro Boario, en protegerla de todo mal, pero, al mismo tiempo, a Graco aún le dolían algunas de las cicatrices de las heridas de Magnesia, aún recordaba las diferentes estratagemas que el padre de aquella muchacha había usado en Grecia y luego en Asia para acabar con su vida y no podía evitar destilar algo de rencor duramente reprimido durante años. En el Senado, era cierto, en la última votación contra Catón, había defendido la dignidad de su antiguo enemigo, de Escipión, porque más allá de lo personal estaba convencido de que nadie había engrandecido más a Roma que Escipión, pero el exilio parecía una medida prudente, que si el propio incriminado aceptaba, como había hecho, reducía al mínimo el peligro para el Estado y le permitía una salida a la familia de los Escipiones evitando el enfrentamiento, la cárcel, ejecuciones y una larga y sangrienta tragedia para toda Roma; pero ahora, en la intimidad de aquella habitación tenía ante sí a la hija del hombre que le había causado tanto daño, tantas heridas, que le había llevado al borde de la muerte, al menos, en dos ocasiones, y su hija era ahora suya y podía hacer con ella lo que quisiera, y la rabia del pasado parecía tan viva, tan presente que Tiberio Sempronio Graco, por primera vez en toda su vida, sintió miedo de sí mismo. Se iba acercando lentamente hacia la joven y ella, digna, en pie, quieta, mirándole a los ojos con una mezcla de terror, de nervios, de entrega esperaba sin intentar defenderse. Y en el corazón de Graco se desató la mayor de las tormentas, porque aquélla era la misma joven que le cautivó desde que le sorprendió con su sagacidad infantil en su primer encuentro cuando ella era tan sólo una niña pequeña, la misma joven que en la adolescencia le hechizó con su fuerza y su belleza, la misma joven que fue capaz de retar la vigilancia extrema del todopoderoso Escipión, para comunicar con él pese a tenerlo prohibido, ¿qué hacer con aquella muchacha, con aquella hermosa patricia, con su propia esposa en la que estaban, al mismo tiempo, entrelazados, el camino frío y perfecto de la venganza suprema junto con el destino incierto de la pasión?

Tiberio Sempronio Graco se detuvo junto a Cornelia y le habló con una voz que hasta para él sonó desconocida, con un timbre grave y profundo, como la voz del augur que presagia el futuro.

—Desnúdate.

Y Cornelia, con algo de torpeza natural que parecía fingida por la más experta de las meretrices de Roma, intentó aflojarse el nodus Herculis[*] que ceñía su vestido nupcial, pero fue incapaz de deshacerlo y fue a hablar, pero para entonces su marido ya había desenfundado la espada y la esgrimía con su poderoso brazo con la punta hacia su vientre plano y recto en donde el estómago se había hecho pequeño a la espera del ataque de aquel hombre que se acercaba con aquella enorme espada hasta el vestido. Cornelia cerró los ojos y pensó en su padre, en su tío y en Roma, y pensó en todos los que había salvado y rezó a los dioses por que aquel hombre no la matara, que sólo la hiriera, una herida que pudiera ocultar, porque si no su padre regresaría a Roma y no cejaría hasta matar a tantos como se pusieran por delante.

Graco enganchó el nudo del vestido con la punta de su gladio y con agilidad levantó el arma hacia arriba de forma que la tela del nudo soltó un chasquido como quien avisa de que algo va a pasar, se partió y el nudo destrozado en su corazón cedió quedando el vestido suelto y sin más sujeción que los hombros suaves y torneados de la patricia que lo portaba. La muchacha, interpretando con sorpresa pero con rapidez la acción de su esposo, permaneció estática, clavada sobre el suelo, pero movió los brazos, cruzándolos ante su pecho de forma que cada mano llegó al hombro contrario y deslizó el vestido por cada hombro hasta que la tela cedió por la fuerza de la gravedad y cayó al suelo dejando su esbelta figura bien visible tan sólo ligeramente cubierta por una fina túnica íntima de la que su marido no tardó en estirar hacia abajo para así, al fin, dejar el cuerpo rabiosamente hermoso y joven de Cornelia completamente desnudo, desprotegido, abierto ante el hombre que su padre odiaba y que, a su vez, muy probablemente, odiaba también a su propio padre.

Tiberio Sempronio Graco enfundó lentamente su espada y así pudo conducir sus manos libres a los pechos prietos de Cornelia. Los asió con fuerza, ejerciendo una presión repartida a partes iguales sobre cada seno, sintiendo a la joven estremecerse al tiempo que los pezones se erizaban en el centro de las palmas de sus manos. Graco miraba a los ojos de su esposa, de su víctima, de su locura, pero la muchacha los había cerrado. Sin dejar de sostener los pechos, pero sin apretar tanto como para hacer daño, el tribuno de Roma empujó a la joven contra el lecho y ésta, rendida, se dejó tumbar sobre la cama.

Hicieron el amor durante horas, y cuando al amanecer Cornelia se despertó y se descubrió a sí misma envuelta en unas sábanas ligeramente ensangrentadas no sintió ya ni miedo ni dolor ni ganas de escapar. Al contrario, se reclinó sobre su esposo, apoyando su pequeña cabeza sobre el pecho fuerte y poderoso de su marido, allí donde varias cicatrices de guerra se juntaban unas contra otras y las lamió como el león que se lame una pata herida. Graco abrió los ojos, posó su brazo sobre la espalda limpia, tersa y suave de su esposa. Así pasaron varios minutos, hasta que el hombre, para su más completa sorpresa, de nuevo excitado, se incorporó en la cama, tumbó de nuevo a su joven esposa y volvió a poseerla con esa mezcla de furia y delicadeza que, desde aquel día, se convertiría en la forma habitual de mostrarse el uno al otro esa combinación tan compleja de sentimientos y circunstancias que habían hecho que los destinos de ambos se unieran para siempre, y todo ello en medio de la zozobra de una Roma que los gobernaba, que los dirigía, sin rumbo fijo, hacia una historia que los dos intuían tan grande y complicada que sentían que sólo estando juntos podrían sobrevivir.