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La votación final

Roma, 16 de abril de 184 a. C.

Hora primera

A instancias de Graco, el praetor urbanus aceptó convocar al Senado de urgencia. El pretor estaba a favor de las medidas sugeridas por Catón contra los Escipiones, pero al igual que otros muchos senadores, estaba sorprendido y temeroso por la dura reacción de Publio Cornelio Escipión quien, con quinientos veteranos fuertemente armados en el pomerium, en el corazón de Roma, podía convertir aquel amanecer en el más sangriento que hubiera visto Roma desde los tiempos de la lejana monarquía. Ya había habido unas cuantas decenas de muertos en diversos enfrentamientos en el foro, donde había caído un primus pilus, además de otros combates en varias calles adyacentes y en las puertas Carmenta y Fontus donde un centenar más de veteranos de Escipión habían intentado entrar en la ciudad, pero todavía no se había desatado la locura total e incontrolada de una batalla civil en el corazón de la ciudad a gran escala. Aún podía evitarse lo peor. Pero estaba difícil. Muy difícil.

El edificio de la Curia estaba completamente rodeado a su vez por centenares de legionarios, hasta el punto de asemejarse más al praetorium de una campaña militar que al lugar donde se congregaban los patres conscripti. Los soldados habían habilitado varios pasillos que cruzaban el Comitium y el foro para facilitar el acceso al edificio de la Curia a todos aquellos senadores que quisieran atender la convocatoria del pretor. Todos los seguidores de Catón, con Lucio Porcio, Spurino y Quinto Petilio al frente, acudieron raudos a la convocatoria. Catón no la creía necesaria, pero ya sabía que había sido convocada a petición de Graco y no podía permitirse el lujo de no asistir. Spurino estaba preocupado, pero Catón, confiado en que los sicarios hubieran hecho el trabajo según lo estipulado, aún sin estar seguro, pensaba que Graco, revuelto ahora sí contra Escipión, querría exigir medidas todavía más duras. Quizá incluso querría ordenar la detención del propio Publio Cornelio por interferir en el encarcelamiento de su hermano. Si así fuera, Catón se aseguraría de que el tribuno de la plebe obtuviera todo el apoyo del Senado. Lo que no le gustaba tanto al censor de Roma era ver tantas caras de preocupación entre muchos senadores. Estaba claro que la mayoría eran unos débiles, unos flojos que se asustaban por cualquier cosa. ¡Qué importaba que Africanus tuviera un pequeño regimiento armado! Si Publio Cornelio optaba por la violencia sería aplastado por las legiones urbanae y, con un poco de suerte, en el fragor de la lucha, se podría masacrar a toda su familia y Roma se libraría de esa condenada estirpe, aquel tremendo peligro siempre latente en lo más profundo de la ciudad. Sería un castigo ejemplar y pasaría mucho tiempo antes de que nadie quisiera seguir la senda de Escipión para situarse por encima del resto y pavonearse ante el pueblo como el único gran salvador de Roma. Sí, el enfrentamiento armado, un par de días sangrientos como mucho, eran la mejor salvaguarda de la República. A ver si, con un poco de suerte, el encuentro con los sicarios hacía que Graco abriera esa senda.

Tiberio Sempronio Graco esperaba en el centro de la Curia, sentado en una modesta sella. Como temía, todos los seguidores de Catón habían hecho acto de presencia, también bastantes de los senadores independientes, pero del grupo de patres conscripti que solían apoyar a los Escipiones, ahora que era cuando más falta hacían, apenas si habían aparecido unos cuantos y, de entre ellos, ninguno de los más relevantes. No estaba Publio Cornelio Escipión, por supuesto, que permanecía encerrado en su casa a la espera del resultado de la votación de aquella mañana, ni tampoco Cayo Lelio o Silano o Lucio Emilio Paulo, que debían estar junto a su líder. Así aún sería más difícil persuadir al Senado del camino a seguir, pero debía intentarlo. Graco se lo repetía una y otra vez. Debía intentarlo aunque lo más probable es que fracasara en el intento, pero al menos su conciencia estaría más limpia que la de otros cuando las calles de Roma se bañaran de sangre de ciudadanos de uno y otro bando. El presidente, sentado justo detrás de él, pronunció las palabras acostumbradas para abrir la sesión del Senado y Graco escuchó su nombre. Era su turno para hablar. Se levantó despacio. Era la primera vez que se iba a medir con Catón en el Senado. Era la primera vez que alguien que no fuera uno de los Escipiones o uno de los amigos íntimos de los Escipiones iba a enfrentarse contra Catón.

Graco miró a su alrededor. Los ojos de todos le observaban cargados de curiosidad, intrigados, algunos buscando un rayo de esperanza en aquel amanecer gris. Había en muchas miradas el temor a la guerra civil. Graco se sintió mejor. Había algo por dónde empezar. Inspiró despacio. En el pasado la diosa Fortuna se había mostrado generosa para con él, pero pese a todas las situaciones límite vividas en los últimos años, el enfrentamiento de aquella mañana se le antojaba el más difícil de todos. Unos cuantos, empezando por el propio Catón, Spurino, Lucio Porcio y otros más, le iban a acusar de traidor, pero eso no era lo importante. Lo esencial era qué pensaría el resto.

—Gracias a todos los que habéis acudido esta fría mañana —empezó con solemnidad, y es que pese a estar en abril parecía que el sol había decidido esconderse hasta que Roma decidiera qué iba a hacer consigo misma—. Patres conscripti, hemos aplicado las leyes de la ciudad y se han cumplido, pero Roma se ve abocada a una dura elección y nosotros tenemos la posibilidad de decidir por qué camino queremos ir. Tenemos dos opciones ante nosotros: la muerte o el pacto; la sangre de los enemigos del Estado derramada por las calles de Roma junto con la sangre de los defensores del Estado, o una solución donde no deban morir ni los unos ni los otros y donde los enemigos del Estado estén convenientemente impedidos de atentar contra la República.

—Esto no me gusta nada —cuchicheó Spurino a los oídos de un Catón con un profundo entrecejo plasmado en su frente. El censor levantó la mano para alejar de su mejilla el rostro ajado por los años de Spurino. Quería escuchar lo que decía Graco. Aún no tenía claro de qué iba todo aquello. No podía creer que después del ataque de los sicarios Graco aún hablara de pacto. Quería ver a dónde iba a parar todo aquel discurso.

—El Estado no puede permitir —continuaba Graco— que los cónsules elegidos cada año crean que pueden hacer y deshacer a su antojo, que no deben rendir cuentas de sus acciones. Lucio Cornelio Escipión ha sido juzgado por esto y declarado culpable por un tribunal extraordinario, ha sido convenientemente encarcelado. Pero, realmente, ¿a qué viene todo esto? Realmente, patres conscripti, decidme, realmente, ¿a quién teme el Senado, a quién teme Roma? —Y aquí hizo una breve pausa para que los senadores reflexionaran; nadie dijo nada, pero Graco estaba seguro de que todos tenían en mente el nombre que iba a pronunciar a continuación—. Todos tememos al mismo hombre: Publio Cornelio Escipión, ése al que todos conocemos con el sobrenombre de Africanus, el senador más veterano de todos, por lo que le concedimos el título de princeps senatus. Es a él al que tememos, es de él de quien tememos que la República se transfigure en una injusta monarquía donde sólo él gobierne por encima de todos. Ésa y no otra es la causa real del encono, o la persistencia justa, interprétese como quiera, con la que el Senado reinició la causa contra su hermano Lucio Cornelio Escipión. Hermano al que hemos encerrado para mandar un mensaje al propio Africanus. Es así. Veo que algunos asienten con la cabeza. Sólo estoy poniendo en palabras sencillas la realidad de lo que está ocurriendo, claro que están ocurriendo muchas cosas más: como era previsible, nuestro primero encumbrado por todos y luego temido por muchos, Publio Cornelio Escipión, ha reaccionado con violencia al encarcelamiento de su hermano. Seamos justos: a ninguno de nosotros nos gustaría que se encarcelase a un familiar nuestro, y menos aún si somos de la opinión de que el juicio puede, a nuestros ojos, no haber sido imparcial; sea, ése es un sentimiento irrefrenable que todos podemos compartir, pero de ahí a, patres conscripti, de ahí a reaccionar con violencia, de ahí a intentar impedir por la fuerza que los triunviros ejecuten las órdenes recibidas, de ahí a introducir en la ciudad hasta quinientos veteranos fuertemente armados y dispuestos a la lucha, de una cosa a otra, hay una gran diferencia, y esa diferencia es la que define el orgullo y la soberbia de Publio Cornelio Escipión. —Spurino se reclinó más sosegado en su asiento, Catón se mantenía recto, con el ceño fruncido, algo más tranquilo también pero aún en guardia; la mayoría del resto de senadores, excepto el pequeño grupo de los que apoyaban a los Escipiones, asentían con claridad; Graco continuó hablando—. Sí, no dudaré un instante en calificar a Publio Cornelio Escipión como soberbio, orgulloso y henchido de vanidad, porque sus acciones últimas así lo corroboran. Nadie está por encima del Estado. Si no está de acuerdo con el tribunal extraordinario, sea, que venga aquí y que aquí defienda sus opiniones; pero no, en su lugar viene a Roma rodeado de soldados dispuestos a sacar a su hermano de la cárcel por la fuerza. Dicho con otras palabras: viene a Roma dispuesto a hacer valer su opinión por la fuerza de las armas y no por la fortaleza de los argumentos. Gracias a que los dioses nos protegen y a la prevención de los que nos gobiernan —y aquí lanzó una breve mirada de reconocimiento a Catón, que le devolvió el gesto con un leve cabeceo de su cabeza—, las legiones urbanae, oportunamente emplazadas en diferentes puntos de la ciudad, han podido mantener el orden público. —E hizo una nueva breve pausa—. Hasta el momento. —Otro silencio, algo más largo—. Sí, amigos senadores, insisto: hasta el momento, porque no tardará mucho Publio Cornelio Escipión en ordenar a sus hombres que por la fuerza de las armas se abran paso hasta el Tullianum y liberen a su hermano. Seguramente no lo conseguirán, pero son hombres rudos, valerosos y que han demostrado su capacidad de combate en el pasado y, frente a unos jóvenes legionarios más inexpertos, sin duda, harán que corra mucha sangre y, gobernados por alguien que, aunque vanidoso, ha mostrado ser uno de los mejores generales de Roma en el pasado reciente, pueden aún sorprendernos y causar aún mucho más daño, dolor y sufrimiento del que ahora podemos prever. Y, yo me pregunto, porque como tribuno de la plebe, una plebe que, no lo olvidemos, admira a este hombre que se ha rebelado contra las autoridades de Roma, yo me siento en la obligación de preguntarme, incluso si Publio Cornelio Escipión ha perdido ya toda razón al venir a Roma dispuesto sólo a combatir y no a debatir, yo me siento en la obligación, insisto, como tribuno de la plebe, me siento obligado a preguntarme lo siguiente: ¿no hay otro camino?, ¿no hay otra salida? —Nuevamente detuvo su discurso y paseó despacio por el centro de la gran sala; algunos senadores, próximos a Catón, negaban con la cabeza, pero Graco, para su propia sorpresa, observó que muchos, la mayoría, ni negaba ni asentía; había conseguido sembrar la duda; muchos de aquellos senadores no querían que las cosas llegaran al derramamiento general de sangre. Era Catón el que los estaba empujando. Tenía que explotar eso, tenía que acertar en la forma, en las palabras; un rayo de sol entró por el amplio rectángulo de la gran puerta del Senado e iluminó el centro de la sala, cayendo justo a sus pies; quedaba poco tiempo; Escipión pronto daría la orden de atacar. No podía dilatar más su anuncio—. Yo, patres conscripti, tengo otra salida. —Y vio cómo todos se inclinaban hacia delante en sus asientos y cómo los mayores giraban la cabeza para escuchar mejor—. Yo, patres conscripti, he llegado a un pacto con Publio Cornelio Escipión que evitará todo derramamiento de sangre pero que, al mismo tiempo, desbaratará para siempre cualquier peligro de influencia política de Publio Cornelio en la vida política de Roma.

—¡Pero qué dice, por Castor y Pólux, este maldito traidor! —aulló Spurino levantándose desde su asiento—. ¡No se puede negociar con Escipión! ¡Por todos los dioses, tú mismo lo has dicho!

Graco no se arredró y reemprendió su parlamento superponiendo con potencia su voz a las voces disonantes que surgían del entorno de un Catón que le clavaba los ojos como dagas afiladas.

—¡Publio Cornelio Escipión irá al exsilium! ¡Un exilio permanente, fuera de Roma! —precisó Graco, y las voces de los seguidores de Catón callaron confundidas mientras el resto de senadores abría las bocas con sorpresa o parpadeaban incrédulos—. Sí —empezó a explicarse Graco con rapidez—. Publio Cornelio Escipión se exiliará de Roma, se recluirá en el sur, en su villa de Literno con la prohibición expresa de nunca jamás retornar a Roma. Será un exsilium iustum, que, en consecuencia, no afectará a la totalidad de sus derechos privados o a su ciudadanía, pero que le impedirá retornar jamás a esta ciudad o influir nunca más en la vida pública de Roma. De ese modo se terminará para siempre ese temor creciente entre todos nosotros de que Publio Cornelio, valiéndose del apoyo del pueblo, quiera nombrarse cónsul o dictador vitalicio o, como se le ha acusado en repetidas ocasiones, rey de Roma. No. Publio Cornelio Escipión habrá desaparecido como peligro para el Estado. Hoy mismo, antes del mediodía, si esta sesión acepta esta alternativa y la votación se realiza pronto, hoy mismo, repito, al mediodía, en la hora sexta, Publio Cornelio Escipión saldrá de Roma junto con todos sus veteranos para no volver nunca jamás, sin enfrentamientos, sin derramamiento de sangre, sin violencia. Éste es un buen pacto para Roma.

Marco Porcio Catón, incapaz de contenerse por más tiempo, se levantó de su asiento.

—Y, si puede saberse, querido Graco, esto que tú denominas pacto, ¿qué costará a Roma? ¿Cuánto dinero hemos de pagar a Escipión por su, digamos, generosidad? ¿O es que hemos de creer que Publio Cornelio Escipión va a salir de Roma sin nada a cambio? —Y extendió los brazos mirando al resto de senadores para provocar que muchos insistieran en preguntar en voz alta qué obtendría Escipión a cambio, pero Graco, rápido, antes de dar tiempo a que intervinieran otros senadores, replicó con celeridad sorprendente.

—La libertad de su hermano. Ésa es la parte del pacto que el Senado debe cumplir. Liberamos a su hermano y Publio Cornelio se exilia de Roma para siempre.

—Eso es chantaje —respondió Catón bajando al centro del Senado y encarándose ya abiertamente contra Graco; el tribuno, pese a que el censor de Roma se acercaba, no retrocedía, pero Graco no dejaba de mirar bien las manos de Catón. Mientras estuvieran a la vista no retrocedería, pero si las ocultaba, aunque sólo fuera un instante, entre los dobleces de su toga, entonces sí daría unos cuantos pasos atrás. Ya había tenido bastantes dagas por la noche y no quería ver más aquella mañana.

—El censor de Roma puede llamar a este pacto como quiera, pero es un pacto que evita el derramamiento de sangre y que no deja sin castigo la vanidad y el orgullo de Publio Cornelio, de su hermano y de toda su familia. Su malversación de fondos en la campaña de Asia y sus actitudes intolerables de los últimos días o su desplante en el iudicium populi del pasado, todo quedará más que castigado con el exilio permanente del jefe del clan de los Escipiones, además de que los Escipiones deberán satisfacer un pago que resarza al Estado de la apropiación indebida de dinero público durante la campaña de Asia. Cualquier nuevo cónsul sabrá que malversar en una campaña o desafiar a las autoridades de Roma le llevará, como mínimo, al exilio obligado tras, además, haber tenido que devolver el dinero robado. Ése es un buen mensaje para las futuras generaciones de gobernantes y, no me cansaré de insistir, un pacto que nos permite encontrar una solución al día de hoy que evita muertes innecesarias. ¡Por todos los dioses, Roma debe luchar en sus fronteras, no en sus entrañas!

Catón miró hacia las bancadas senatoriales. Muchos asentían, incluso algunos de los suyos, que eso sí, en cuanto su mirada se acercaba, dejaban de mover la cabeza y miraban al suelo como el niño que ha sido cazado en medio de una fechoría. El censor de Roma veía que los senadores, flojos, débiles, dubitativos, estaban dispuestos a pactar con Escipión a instancias de Graco. Cobardes. Cobardes y miserables todos. Todos.

El tribuno veía, por su parte, no sin cierta perplejidad, que su planteamiento estaba siendo bienvenido entre muchos de los patres conscripti. Graco había pensado en hacer referencia al hecho, desconocido para algunos de los senadores que aún dudaban, que ese tipo de exilio era similar a la pena de ostracismo que se practicaba en algunas ciudades griegas cuando un ciudadano era demasiado popular y se incurría en el peligro de que éste se impusiera sobre el resto, pero igual de rápido que le sobrevino la idea, la desechó, pues Catón aprovecharía que se trataba de una costumbre griega para desautorizarla por extranjerizante y contraria a las costumbres de los antepasados de Roma. No, era mejor hablar sólo de exsilium, algo contemplado en el ordenamiento jurídico romano.

Marco Porcio Catón no estaba dispuesto a darse por vencido. Se daba cuenta de que a la mayoría de senadores aquel pacto les parecía bien, claro que quedaba un aspecto clave en todo acuerdo: que se cumpliera por ambas partes y, para eso, hacían falta garantías. Aquí iba a morder y aquí iba a destrozar a Tiberio Sempronio Graco para siempre.

—Veo que los patres conscripti de Roma, contrariamente a lo que yo aconsejaría, se muestran proclives a aceptar un pacto tan insólito como el que el tribuno nos propone, pero, pregunto yo ahora, es mi turno para preguntar ahora —añadió con cierto tono irónico que puso a Graco de inmediato en guardia—, pregunto yo, Tiberio Sempronio Graco, si nosotros, el Senado, damos hoy orden de liberar a Lucio Cornelio Escipión, ¿cómo sabemos que Publio, su hermano, corresponderá cumpliendo su parte del pacto? —Graco iba a decir algo, pero Catón levantó su mano derecha y prosiguió con una nueva pregunta—: Y más importante aún, incluso suponiendo que Publio Cornelio Escipión saliera esta misma mañana de Roma, llevándose consigo a su familia a la que pondría a buen recaudo, ¿cómo sé yo, cómo podemos saber todos nosotros aquí presentes, que a los pocos días, ese nuevo amigo tuyo, Publio Cornelio Escipión, no levantará en armas Italia entera y se pondrá al frente de un ejército de veteranos de todas sus campañas pasadas y asediará Roma hasta rendirnos por hambre o por la fuerza de las armas? Sé que, movidos por la bondad que existe en el corazón de todo buen senador romano, muchos de vosotros os habéis dejado conmover por las palabras de Graco y que queréis evitar que mueran ciudadanos romanos, pero, pregunto yo, ¿no será mejor que mueran ahora unos pocos centenares de legionarios de las legiones urbanae y los quinientos veteranos de guerra de Escipión a que nos veamos abocados a una guerra civil de grandes dimensiones en donde toda Roma será asediada y en donde muchos de los que ahora, con vuestras buenas intenciones queréis pactar, seáis también pasto de los buitres? Pensad bien lo que vais a votar, porque no votáis sólo sobre el futuro del Estado sino que votáis sobre la vida de cada uno de vosotros. —Y de pronto, como movido por un resorte invisible, Catón se revolvió hacia Graco para asestarle la estocada final, no con una daga, como había temido el tribuno, sino con su mejor arma: con punzantes palabras que despedazaban siempre a sus contrincantes políticos—: ¿O es que acaso ese pacto incluye algún rehén de la familia de los Escipiones?

Pero Catón no esperó respuesta, porque estaba seguro de que no la había, y, resuelto, entre las aclamaciones de Spurino, Quinto Petilio, Lucio Marcio y otros de los más fieles senadores, fue caminando de regreso a su asiento para saborear, como tantas otras veces, la miel dulce de la victoria política. La voz de Graco, por inesperada, le hizo detenerse de golpe y darse la vuelta de nuevo para encarar al tribuno.

—No sé si es un rehén o no —precisó Graco—, pero este pacto incluye que Publio Cornelio Escipión tendrá que entregar en matrimonio a su hija pequeña con un senador aquí presente. Yo me he propuesto para ser ese senador. Todos sabéis que Publio Cornelio Escipión me tiene como uno de sus mayores enemigos políticos, pero no he cedido en ese punto. Sin ese matrimonio no hay liberación de su hermano, incluso si acepta el exsilium. El pacto incluye tres cosas por su parte: pago a las arcas del Estado, exilio y entregar a su hija menor; por la nuestra sólo una: liberar a su hermano. Escipión nunca atacará Roma, ni hará nada que pueda poner en peligro la vida de su hija. Todos sabéis que Escipión adora a su hija pequeña. Por mi parte, yo tenía otros planes para mi vida, pero si esto ayuda a Roma y si el Senado así lo acuerda, estoy dispuesto a desposarme con la hija menor de Escipión, liberar a su hermano y ser testigo de cómo Publio Cornelio abandona Roma para siempre. Y sin derramamiento de sangre ni ahora ni en el futuro. En una sola cosa estamos de acuerdo el censor de Roma y yo; en todo pacto debe haber un rehén y éste también lo incluye. —Y antes de que Catón pudiera reaccionar, Graco se dirigió al presidente del Senado en voz alta, potente, soberana—: Exijo una votación sobre mi propuesta. Quiero saber si el Senado quiere luchar a muerte contra Escipión o ver cómo se exilia dejando detrás a su hija en prenda de cumplimiento permanente de su pacto con Roma. Y exijo esa votación ahora mismo.

El presidente no pudo negarse a la petición del tribuno. Miraba a Catón, pero, por primera vez en la vida, parecía que al senador Marco Porcio Catón le faltaban las palabras.

Tiberio Sempronio Graco, tribuno de Roma, ganó aquella votación, por un estrecho margen, pero la ganó. Marco Porcio Catón se quedó sentado en su banco de la Curia Hostilia con la mirada vacía y la boca cerrada, apretando tanto los labios que se convirtieron en una fina línea blanquecina sin sangre ni color. Ninguno de los suyos se atrevió a decirle nada, a acercarse tan siquiera y susurrarle unas palabras de apoyo. Todos iban saliendo en silencio, uno a uno: primero los seguidores de los Escipiones, luego Graco, rodeado de decenas de senadores admirados de que hubiera conseguido doblegar al invencible censor en el Senado de Roma y, al fin, los propios seguidores de Catón fueron abandonando también la sala. Salió al fin el presidente y ya no quedó nadie, sólo él, Marco Porcio Catón, sentado entre la penumbra de sombras alargadas de la Curia. Catón no daba crédito, no podía creerse lo que había ocurrido. Lo había tocado con la punta de los dedos, lo había rozado: el triunfo completo y absoluto sobre los Escipiones; ahora mismo podían estar las legiones urbanae haciendo su trabajo y la sangre de los Escipiones estaría regando las calles de Roma y todo habría, por fin, de una maldita vez, para siempre, habría terminado. Y, sin embargo, sin embargo eso no había ocurrido. Había sido derrotado, y había sido derrotado de la forma más vil, obscena y humillante que nunca hubiera podido imaginar. Catón cerró los ojos y sacudía la cabeza enfurecido, sin gritar la agonía de su rabia sin fin; engulléndola, masticándola con dentelladas de odio y miseria. Había sido derrotado por Cornelia menor. Había sido derrotado en el Senado por una maldita mujer.