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La noche más larga

Roma, 16 de abril de 184 a. C.

Cuarta vigilia

Patrullas de uno y otro bando se cruzaban en la noche. A falta de órdenes de ataque por parte de ningún líder, pues tanto Catón como Graco por un lado, como Escipión, por otro, callaban, los soldados de los unos y los otros procuraban evitarse, pero la omisión de derramamiento de sangre en todos los casos resultaba imposible. A veces bastaba un grito airado, en ocasiones una mala mirada y decenas de gladios se desenvainaban, las espadas chocaban unas contra las otras y, al poco, los gritos ahogados de unos y los insultos de los otros daban el lance por terminado. Una docena de sombras se alejaba dejando un largo reguero de sangre mientras los vencedores se quedaban en medio de la calle, desafiantes, esperando el amanecer.

Lelio estaba en una de esas patrullas, en la parte sur del foro, controlando que nadie se atreviera a adentrarse en el Vicus Tuscus, cuando, de pronto, uno de sus hombres aulló con potencia.

—¡Es ése, es ése!

Cayo Lelio ordenó callar al legionario y le conminó a explicarse.

—Ese de ahí, el que está con esa treintena de triunviros, junto al Templo de Vesta, es el maldito primus pilus que encarceló al hermano del general.

Cayo Lelio se olvidó de todo y de todos. En su gran domus, Escipión debía aún decidir qué se iba a hacer, si luchar a muerte contra las legiones urbanae y, seguramente, morir en el combate, o ceder y pactar con Graco. Pero aún no había llegado orden alguna de Publio y aún era de noche y estaban ante el oficial que había despreciado a Publio y encarcelado a su hermano y Cayo Lelio se olvidó de todo y de todos menos de ese primus pilus.

Craso caminaba pavoneándose como un gallo en un gallinero, como el león jefe ante toda la camada, como un dios supremo ante sus dioses inferiores y servidores. Había sido él el que había encerrado a Lucio Cornelio Escipión, desafiando, retando al mismísimo Publio Cornelio, al mismísimo Africanus, y allí estaba él, sabedor de que pronto recibiría todo tipo de recompensas por parte de Catón y del resto de senadores por cumplir fielmente con las órdenes recibidas. Órdenes que muchos se habrían negado a cumplir pero que él había ejecutado hasta las últimas consecuencias. A su alrededor todos le miraban con admiración y con miedo, con terror, pensaba él, pues él, Craso, había doblegado al gran Africanus a pocos metros de la cárcel. Escipión le había ordenado que dejara libre a su hermano y él se había negado. Escipión había dicho: «Tengo quinientos jinetes que no permitirán que lleguéis a la prisión con mi hermano», y él había respondido: «Si no nos dejáis pasar, si no os retiráis hasta la puerta Fontus, ejecutaré al prisionero aquí mismo». Y Escipión se retiró. Todos le admiraban. Estaba tan henchido de gloria que no tenía ojos para el enemigo y cometió el único error imperdonable: infravalorar las posibilidades del oponente. Estaba convencido de que Escipión se rendiría al alba. Les superaban por veinte a uno. Nadie se atrevería a atacarles. Nadie. Se olvidó de Lelio.

Craso no vio al medio centenar de veteranos de Hispania y África que se lanzaron bajo el mando de un excónsul loco contra el Templo de Vesta. Fue una acción rápida, casi quirúrgica. La sangre no se desparramó más allá del lago de Juturna y para cuando los triunviros recibieron refuerzos desde la Nova Via por el este y desde el Templo de Venus desde el norte, ya era demasiado tarde. Sólo encontraron treinta cadáveres de los triunviros y siete veteranos de Escipión malheridos a los que no perdonaron la vida. Era lo único que podían hacer: rematar a los enemigos. Uno de los legionarios de las legiones urbanae se arrodilló ante un cadáver y llamó a su superior. El centurión al mando acudió con rapidez.

—¿Qué pasa? —preguntó el oficial.

El legionario señalaba el cuerpo del compañero caído al tiempo que hablaba.

—A éste le falta la cabeza.

Cayo Lelio caminaba entre los veteranos de Escipión portando en su mano derecha la cabeza de Craso. No estaba claro si aquello era el principio del fin o sólo el final de una pesadilla, pero a Lelio le sabía a gloria haberle arrancado de cuajo la cabeza a aquel miserable.