109

Un pacto de sangre

Roma, 16 de abril de 184 a. C.

Tercera vigilia

Plauto y los triunviros ascendieron hacia el norte por el Clivus Victoriae. Al cruzarse con la Via Sacra[*] giraron a la izquierda y a la altura del Templo de Castor, que se levantaba en la confluencia entre la Via Sacra y el Vicus Tuscus, justo enfrente de la residencia de los Escipiones, la calle estaba cortada. Un centenar de hombres armados con corazas, gladios y cotas de malla de las legiones impedía el paso. Había viejos soldados que habían sacado sus armas oxidadas del interior de cofres olvidados en sus casas humildes de los alrededores de Roma y de las orillas del Tíber; pero se veía a jóvenes resueltos, con armas relucientes que denotaban su condición de hijos de patricios y, junto con ellos, se adivinaba también la figura recia de oficiales veteranos curtidos en mil batallas. Y nadie tenía cara de buenos amigos. A la luz de las antorchas encendidas en medio de aquella noche de nervios, las miradas de los que cortaban el paso eran desafiantes, decididas y prontas a desenfundar espadas y arrojar lanzas a la más mínima provocación. Los triunviros que acompañaban a Plauto ralentizaron la marcha. Sabían que no sería fácil acercarse a la casa del general de generales, pero tampoco habían esperado una tan tremenda oposición.

—¡Éstos vienen a por el general Escipión! ¡Por Hércules, vienen a por Africanus! —aulló una voz entre los soldados que cortaban la calle. Los triunviros se detuvieron en seco.

—¡Todos quietos! ¡Por Júpiter! ¡Que no se mueva nadie o nos matarán a todos! —gritó Plauto.

Los triunviros le obedecieron como si de un general se tratara. Plauto tomó una de las antorchas que portaba un triunviro y se adelantó despacio hacia la turba de soldados apostada junto al Templo de Castor. Ante él escuchó el inconfundible sonido de las espadas desenfundándose. La guerra no se olvida. La vivió en el pasado y reconocía cada ruido, cada mirada, cada movimiento rápido y nervioso del enemigo. El escritor sabía que tenía poco tiempo antes de que un exaltado le atravesara con una certera lanza. No fallarían. Se veía a muchos veteranos entre aquellos hombres.

—¡Soy Tito Maccio Plauto! ¡Soy amigo de Escipión! ¡Soy amigo de Africanus! ¡Estos hombres me acompañan, no vienen a prender a nadie!

Un murmullo se extendió entre los soldados. Emergió entonces de entre todos ellos la silueta corpulenta de un oficial de alto rango. Plauto no tardó en reconocer la figura de Cayo Lelio, pero le sorprendió la frialdad de su recibimiento. Si Lelio estaba tan serio es que las cosas estaban mucho peor de lo que había imaginado.

—¡Dejad pasar a este hombre! —vociferó Lelio, y empujó a varios a un lado para que se le obedeciera con celeridad y enseguida se dirigió al propio Plauto—. ¡Puedes pasar, pero más te vale tener un buen motivo para venir aquí esta noche, porque esta noche nos vamos todos al infierno!

Plauto avanzó despacio. Otro veterano se acercó, le quitó la antorcha y le palpó el cuerpo. No querían dagas cerca del general aquella noche.

—No va armado —dijo, y se separó del escritor. Los triunviros permanecían a una treintena de pasos de distancia sin saber qué hacer. Lelio les aclaró las ideas.

—¡Y vosotros marchaos de aquí a toda velocidad antes de que ordene a mis hombres atravesaros y cortaros la cabeza, miserables, y decidles a vuestros amos que ni un triunviro ni un legionario de las legiones urbanae saldrá con vida si se atreven a asomar entre el Templo de Jano y el Templo de Castor! —Justo en medio se levantaba la domus de Escipión. El mensaje era claro. Los triunviros salieron corriendo y no se detuvieron hasta alcanzar la residencia de Tiberio Sempronio Graco unos pocos mientras que otros siguieron corriendo buscando el refugio de una de las dos legiones urbanae que según decían se estaba armando al sur de la ciudad, ahora ya entre la Porta Capena y el Aqua Appia. Al norte, en el Campo de Marte se estaba reagrupando la otra legión de la ciudad, pero los hombres de Escipión parecían haber tomado el centro y no querían arriesgarse a intentar cruzar por entre unas calles dominadas por los veteranos de Africanus. Que aquel maldito autor de comedias se las compusiera como pudiera.

Plauto se encaró con Lelio.

—Esto es una locura, Cayo Lelio.

—Esto es la guerra, escritor. Si no liberan al hermano del general antes del amanecer, el nuevo día traerá mucha sangre. No es momento para una velada de teatro —sentenció Cayo Lelio, y añadió una pregunta—. ¿A qué vienes?

—He de hablar con el general, tengo un mensaje.

—¿De quién? —inquirió Lelio mirando hacia el fondo de la calle por encima de Plauto, asegurándose de que no venían tropas de las legiones urbanae.

—Eso es cosa mía y del general.

—Sea. Es tu vida —replicó Lelio sin dejar de mirar hacia el fondo de la calle—. El general está especialmente fuera de sí. No está para juegos ni secretos. Tú mismo. Adelante y que los dioses te protejan. Nunca me has caído mal, pero creo que esta noche estás equivocándote al venir aquí. No es éste sitio ni para escritores ni para palabras. —Y se llevó la mano a la espada—. Esto es lo que queda ahora, esto es lo único que ese miserable de Catón entiende y con esto nos explicaremos esta noche.

Plauto caminó sin ser molestado entre los soldados fieles a Escipión por un estrecho pasillo que se abría ante él de la misma forma que se cerraba en cuanto el escritor acababa de pasar. No, no sería fácil que los legionarios de la ciudad se abrieran paso entre aquellos hombres, no sin un cruento enfrentamiento y sangre, mucha sangre. Era una noche para la sangre. Pero había otras sangres. Otras sangres. Plauto apresuró el paso. Dejó el templo de Castor con las fuerzas de Escipión atrincheradas en mitad de la calle, cruzó el Vicus Tuscus y se detuvo frente a la domus de Publio Cornelio Escipión, princeps senatus, el hombre más poderoso de Roma pero también el que más enemigos tenía, el mayor de los generales de Roma a quien Roma le había arrebatado a su propio hermano para encarcelarlo en las mazmorras excavadas próximas a la Curia Hostilia. A cada lado de la puerta había una docena de hombres. Veinticuatro centinelas. No era un número al azar. Era una forma de dar a entender cómo estaban las cosas: un cónsul tenía derecho a doce guardias, pero un dictador era custodiado por veinticuatro lictores. Publio Cornelio Escipión había sido cónsul, pero no lo era en ese momento y nunca había sido dictador, pero aquellos veinticuatro soldados, aunque no llevaran las fasces de los lictores, eran un aviso de cómo estaban radicalizándose las posturas de cada bando a cada hora que pasaba. En el centro de aquellos hombres se encontraba un veterano oficial de las campañas de África y Asia, Marco, recordó Plauto con agilidad, un proximus lictor, un hombre de la máxima confianza de Escipión, como lo era Lelio, como debían ser los pocos a los que se les permitiera entrar aquella noche de vigilia en la casa del general de generales.

Marco le reconoció. El veterano recordaba la representación del Miles Gloriosus de aquel escritor en el teatro de Siracusa. La recordaba con nostalgia. Aquéllos fueron buenos días. No como ahora, cuando Roma traicionaba al hombre que más le había dado nunca.

—No es noche de visitas, por los dioses —dijo Marco, pero sin levantar la voz, con firmeza pero sereno.

—Traigo un mensaje. Lelio me conoce y me ha dejado pasar.

—Yo también te conozco… —Se llevó una mano a la barbilla—. ¿Dices que Lelio te ha dejado pasar? Eso es evidente. Y vivo. Eso ya es más raro. —Unos segundos de silencio—. Espera aquí.

Marco se volvió hacia la puerta.

—Dile al princeps senatus que traigo un mensaje importante. Dile que es sobre su hermano.

Marco se detuvo y se volvió de nuevo hacia el escritor. La mirada rezumaba perplejidad impregnada de admiración. Aquél no era un escritor y ya está. Era alguien extraño que se atrevía a cruzar Roma en medio de una noche en la que se fraguaba una guerra civil con un mensaje que podía ser clave. Marco pensó en preguntar, como había hecho Lelio, quién remitía el mensaje, pero lo meditó con rapidez y decidió dejar eso al general. El veterano oficial asintió un par de veces y desapareció tras la puerta. Alrededor, Plauto sentía las miradas de sorpresa y de curiosidad de los soldados que vigilaban la residencia de los Escipiones. Todos querían saber, pero nadie osó decir palabra alguna. La puerta se abrió y Marco reapareció con el rostro serio.

—Pasa y que los dioses te acompañen; que los dioses nos acompañen a todos esta noche.

Plauto entró en la vieja casa que tan bien conocía. Allí, veintiocho años atrás acudió Casca, su protector de antaño, muy escéptico, pero sin perder toda la esperanza, a entrevistarse con un entonces muy joven edil de Roma para proponer una serie de obras de teatro entre las que se encontraba La Asinaria[*], su primera obra. Casca retornó con la sorpresa reflejada en el rostro para anunciarle que el joven edil romano, Publio Cornelio Escipión, había aceptado varias obras y, entre ellas, la del entonces desconocido Plauto. Desde aquel día, el escritor no pudo dejar de pensar en aquel joven edil con cierta simpatía, un sentimiento, no obstante, salpicado siempre de desavenencias y diferencias por la forma en que Escipión, como el resto de patricios, a juicio de Plauto, abusaban de la guerra para enriquecerse. Quizá Escipión menos que los otros, pero… un esclavo le recibió en el vestíbulo y Plauto detuvo sus pensamientos del pasado. No era momento de recuerdos, sino una noche para cambiar el futuro que se estaba forjando con la fuerza indómita del odio. Necesitaba algo tan poderoso como el odio para persuadir a alguien aún más indómito: Publio Cornelio Escipión. Pero ¿qué hay que pueda con el odio?

En el atrium de la casa de los Escipiones, Plauto encontró al corazón del clan: en el centro, sentado en un sólido solium, con el rostro serio y ojeras marcadas por las largas horas sin sueño y repletas de preocupación, estaba Publio Cornelio, que no dejaba de escuchar a todos pero nadie sabía exactamente cómo resolver el principal de los problemas: sacar a Lucio de la cárcel con vida antes de que empezaran los combates. Alrededor estaba Emilia Tercia, su esposa, sentada en una sella a su derecha, un poco hacia atrás, y en pie, su hijo Publio; a su izquierda, y tras él, sentadas en pequeñas sellae, como su madre, las dos hijas, Cornelia mayor, que había acudido junto con su esposo Násica, y Cornelia menor. En pie, a ambos lados del general se encontraban Publio Cornelio Násica, Lucio Emilio Paulo, hermano de la esposa del general, Domicio Ahenobarbo, veterano general de la campaña de Asia, y algunos otros oficiales que Plauto no supo reconocer con precisión aunque le sonaban de la campaña de África, cuando coincidió con aquellas tropas en la isla de Sicilia.

—Si atacamos asesinarán a Lucio antes de que crucemos el foro —dijo Publio Cornelio Escipión Násica nervioso.

—Pero algo hay que hacer —le interpeló Lucio Emilio—. No podemos permitir que Catón meta en la cárcel a un Escipión, a un excónsul victorioso y no responder a esa provocación.

—Se trata de eso —intervino Domicio Ahenobarbo—. Se trata de una provocación. Es mejor esperar.

Plauto vio como Publio, sentado en el centro de aquella discusión, permanecía en silencio, escuchando, sin decir nada. Sus ojos le miraron directamente. Plauto caminó hasta quedar frente al veterano general. Publio Cornelio Escipión, princeps senatus, despegó los labios y todos callaron. El general se dirigía al recién llegado.

—Dicen que traes un mensaje sobre mi hermano.

—Así es, princeps senatus.

—Habla entonces, pero ve al grano. No hay tiempo para las palabras. Te escucho.

Plauto miró a su alrededor. Todos habían callado y todos le observaban extrañados por aquella visita, intrigados por aquello que aquel escritor tuviera que decir sobre el hermano del general.

—Traigo… traigo… —Al empezar a hablar, Plauto sintió que le fallaba el ánimo, como en sus primeros tiempos en el teatro, pero no había ya otra salida que acometer la empresa que había aceptado: transmitir su mensaje y, aún más importante, persuadir al hombre más poderoso de Roma de que aceptara aquella propuesta—. Traigo un mensaje sobre cómo liberar a Lucio Cornelio Escipión —dijo al fin con decisión; un murmullo se extendió por el atrium; Plauto estaba incómodo; no había empezado bien. Sabía que a los oídos de aquellos oficiales sus palabras sólo podían anunciar un plan para atacar la cárcel de Roma por sorpresa y sacar por la fuerza al excónsul preso, y no era ésa la idea—. Tengo un pacto que proponer… quien me envía se compromete a liberar a Lucio Cornelio Escipión de inmediato a cambio de unas condiciones…

—¿Quién te envía? —preguntó Publio interrumpiéndole. Plauto temía aquella pregunta, pero también sabía que era ineludible darle respuesta.

—Me envía Tiberio Sempronio Graco, tribuno de la plebe.

Del murmullo se pasó de nuevo al silencio. Publio, que había separado su espalda del respaldo de su solium para preguntar, volvió a reclinarse hacia atrás. Su faz seria no parecía anticipar nada bueno, pero, al menos, el general no gritó en su réplica.

—Graco es un amigo de Catón y un amigo de Catón no puede proponer nada bueno para los Escipiones. Graco ha dado la orden de encarcelar a Lucio.

Plauto meditó un instante antes de continuar con su mensaje. Miró a ambos lados del general: tanto la esposa, Emilia Tercia, como el hijo del general permanecían con sus ojos clavados en él, pero estaba claro que no sería fácil que intervinieran en aquella conversación.

—Graco se compromete a liberar a Lucio Cornelio Escipión si se cumplen unas condiciones —repitió Plauto.

—¿Qué condiciones? —indagó Publio sin mover un solo músculo.

Plauto tragó saliva. Sabía que no podría terminar de enumerar las tres condiciones.

—Son tres cosas: primero que se satisfaga el pago a las arcas del Estado que se exija a Lucio con relación a la campaña de Asia, y, en segundo lugar, en segundo lugar…

—Habla de una vez, por Hércules —espetó Publio, aún sin mover un ápice un solo músculo de su cuerpo.

—En segundo lugar, el general deberá exiliarse de Roma… —De inmediato decenas de imprecaciones contra Catón, contra Graco y contra el mensajero emergieron de boca de Lucio Emilio, de Domicio Ahenobarbo y del resto de oficiales presentes. Los hijos y la esposa del general callaban. Plauto elevó su voz para hacerse oír por encima de los insultos que le llovían como una infinita andanada de lanzas mortales en medio de un campo de batalla—. ¡Es la única forma… insisto, la única forma, según Graco, en la que el tribuno puede persuadir al Senado de que se vote una moción de liberación de Lucio Cornelio! ¡Si se paga el dinero se satisface una de las exigencias que los favorables a Catón vienen reclamando desde hace años, y si el general sale de Roma la teoría de la conspiración, la teoría de que Publio Cornelio Escipión quiere hacerse con el poder absoluto en Roma, quedará sin base! ¡Con esas dos condiciones es posible aprobar esa moción de liberación en el Senado y sacar al hermano del general de la cárcel sin derramamiento de sangre! ¡El exsilium[*] sería un exsilium iustum[*], sin pérdida de ciudadanía o de la patria potestas[*] y la pérdida del connubium[*] y el iustum matrimonium[*] sería compensado manteniendo el vínculo familiar por la affectio maritales[*] del ius gentium[*]! ¡La vida seguiría igual para el general, pero fuera de Roma, en un lugar de su elección!

Plauto calló al fin. Había dicho lo que tenía que decir. Al menos la primera parte. Los insultos seguían y en medio del griterío se desenvainaron algunas espadas que se esgrimían amenazantes hacia Tito Maccio Plauto. El escritor, por su parte, permanecía quieto mirando al general que, sin moverse, le observaba a su vez con detenimiento. Plauto sabía que el general estaba pensando, pero no tenía ni idea de en qué sentido iban los pensamientos de aquel hombre y eso sí le ponía nervioso; no temía las espadas, pues nadie se atrevería a derramar una sola gota de sangre en aquella casa sin que antes diera la orden el general, pero ¿qué pensaba Escipión de lo que se le había propuesto?

Publio miraba a Plauto intrigado. ¿Por qué aquel escritor se había prestado a transmitir aquel mensaje? ¿Por qué arriesgarse a ser, como estaba ocurriendo, el receptor de toda la ira de sus seguidores? ¿Por qué?

Publio Cornelio Escipión se levantó despacio del solium. Enseguida los gritos se esfumaron, pero las espadas, aunque bajadas, no se envainaron. Todos querían ser el primero en ensartar a aquel traidor en cuanto el general diera la orden.

—¿Por qué? —preguntó Publio. Plauto le miró confundido. El general se explicó mientras se acercaba con lentitud hacia el escritor—. ¿Por qué vienes tú a traerme este mensaje? ¿Por qué has aceptado? ¿Te obligan? ¿Temes acaso la guerra en las calles de Roma? ¡Por todos los dioses, Plauto! ¿Por qué te metes en esto? Explícame, dame una razón para que no diga a cualquiera de estos hombres que te maten aquí y ahora, pues acabas de pedirme que me exilie de Roma, de mi ciudad, de mi patria, a mí, por todos los dioses, por Júpiter Óptimo Máximo, al mismísimo princeps senatus de Roma, y me lo has pedido aquí, en mi propia casa, ante mi esposa y mis hijos y mis amigos. Dime, Plauto, ¿por qué estás aquí? ¿Qué te mueve?

Plauto optó por responder sin rodeos.

—En el pasado me ayudaste: contrataste mis obras primero y luego me ayudaste a sacar a un amigo de la cárcel. Es justo que, más allá de nuestras diferencias, te ayude yo ahora.

—¿Y crees que con este mensaje me ayudas? —espetó Publio con desprecio, rodeando a su interlocutor mientras hablaban; Plauto, por el contrario, permanecía inmóvil en el centro del atrium, girando la cabeza para seguir con la mirada al general.

—Parece una locura, pero es la mejor de las salidas si se quiere conseguir la liberación de Lucio Cornelio y evitar un derramamiento de sangre que sabemos cómo empezará pero no cómo ni cuándo terminará.

—Queda una condición por desvelar, Plauto —dijo Publio sin dejar de dar vueltas a su alrededor—. Dijiste que Graco imponía tres condiciones. ¿Cuál es la tercera condición?

Plauto bajó la mirada al suelo y dejó de respirar durante unos instantes. No había marcha atrás. El mensaje debía entregarse por completo.

—El tribuno exige un rehén que debe quedar en Roma para asegurar al Senado el cumplimiento de las dos condiciones previas; éste rehén será tratado con respeto y nunca encarcelado o maltratado. Un rehén asegurará al Senado que se realizarán los pagos exigidos y que el princeps senatus nunca regresará a Roma en vida.

—Ni muerto tampoco. —Y Publio lanzó una extraña carcajada—. Si me exilio en vida jamás regresare a esta ciudad, ni vivo ni muerto. Un rehén. ¡Un rehén! ¿Y a quién se supone que debo entregar? A mi hijo primogénito, como hacemos con los reyes a los que sometemos en lejanas regiones del mundo. Supongo que ése es el pago que me pide el tribuno de la plebe, ya que se me acusa siempre de querer convertirme en rey. ¿Es eso lo que quiere Tiberio Sempronio Graco? ¿Que entregue a mi hijo? ¿Y qué más debo hacer? ¿He de arrodillarme en público ante Catón y abrazarle las rodillas implorando clemencia? ¿Está eso incluido en las condiciones de esto que tú te atreves a llamar pacto?

Plauto ignoró todos los sarcasmos y explicitó el sentido de la demanda de Graco.

—No. La tercera condición es que entregues a tu hija menor en matrimonio al tribuno de la plebe. Eso bastará para que el Senado interprete que hay voluntad por parte de los Escipiones de cumplir el resto de condiciones.

Publio Cornelio Escipión se detuvo en seco. Eso no lo había esperado: casi habría visto con mejores ojos entregar a su hijo como rehén que entregar a su hija pequeña. Puede que no se hablara apenas con la pequeña, pero era su debilidad personal, aunque no supiera hacérselo entender a la muchacha, aunque ella se negara siempre a seguir sus indicaciones o sus consejos, aunque ella se negara siempre a aceptar ninguno de los pretendientes que él había propuesto como apropiados, pese a todo ello, la pequeña Cornelia era su hija del alma, la única de todos sus hijos que era como él, la única que había heredado su osadía, su inteligencia, su capacidad para resistirlo todo y ahora le pedían que la entregara al único hombre de quien había renegado él siempre, el único hombre con quien no la querría ver casada jamás.

—Eso que pides es imposible —respondió gélido el general. Plauto comprendió que hasta ahí todo habría sido posible, pero que Graco se había equivocado con esta última condición. Pero el escritor estaba también al límite de su ingenio, y había llegado el momento de buscar aliados. Levantó la mirada y la clavó en Emilia Tercia. Sólo una mujer podía interceder aquí. Sólo una mujer podía doblegar la voluntad de Escipión. Ésa era su gran idea, pero Plauto, al ver la cara abrumada y desolada de Emilia Tercia, se percató de que hasta la propia esposa de Escipión estaba completamente superada por la situación. Su plan se desmoronaba por momentos. Ya no había nada que hacer. Y, sin embargo, había tenido esa intuición tan clara, tan precisa, tan nítida de que una mujer podría doblegar al general de generales, que no podía evitar añadir a su desolación una dosis adicional de sorpresa. Pero no quedaba ya nada por hacer. Roma ardería aquella noche y la sangre de centenares, miles de ciudadanos, libertos, esclavos, extranjeros, soldados y civiles, patricios y plebeyos, ricos y miserables sería vertida por cada esquina de la ciudad hasta empaparlo todo con el inconfundible hedor del odio absurdo y su hermana fiel, la muerte, cuando, de pronto, la voz serena, armoniosa, perfecta de una joven partió la noche, el odio y la guerra, hiriendo a las tres, pero no estaba claro si con suficiente fuerza para detener a tan brutales enemigos.

—Si mi matrimonio con el tribuno Sempronio Graco contribuye a liberar a mi tío y a salvar a Roma de una guerra civil, acepto ese matrimonio.

Publio se dio la vuelta y vio a su hija que se había levantado y había hablado con la serenidad y la decisión que la caracterizaban. Publio iba a responder negando semejante posibilidad, pero entonces, al fin, Emilia Tercia, espoleada por la bravura de su hija, se levantó también y se decidió a hablar. Plauto, con los ojos bien abiertos, comprendía que su intuición no había sido errónea, pero sí inexacta: harían falta al menos dos mujeres para doblegar al general de generales. Quizá incluso más gente, pero quizá aún se pudiera.

—Todo parece una locura, pero si Cornelia está dispuesta a aceptar ese matrimonio para favorecer a la familia, facilitar la liberación de Lucio y preservar la paz, mi hija cuenta con mi apoyo. —Y volvió a sentarse. Cornelia, sin embargo, siempre desafiante, siempre retadora, permanecía en pie, mirando fijamente a su padre. Publio Cornelio se acercó despacio hacia su hija negando con la cabeza.

—Eso nunca será así —respondía mientras se acercaba a ella—. Con Tiberio Sempronio Graco nunca. Jamás. Antes cualquier cosa que permitir ese enlace y menos bajo la presión y el chantaje de tener a mi hermano encarcelado. —Y se hizo un silencio sepulcral en el que nadie se atrevía a decir una sola palabra.

Envuelto por todas las miradas, Publio recordaba las palabras de Aníbal en Éfeso, palabras que en su momento, cuando las escuchó, le parecieron carentes de sentido: «Administrar con justicia el dinero de otros es fácil si se quiere, lo difícil es administrar el dinero propio de forma apropiada». Por quinientos talentos. Por quinientos malditos talentos.

Cornelia quería responder, pero le faltaba aire. Le costaba hasta respirar. Ella misma estaba confundida. Se había ofrecido pensando en su propia familia, en el bienestar de todos más que en el suyo propio, y se había ofrecido en la confianza de evitar un derramamiento brutal de sangre en donde morirían muchos, y muchos de los que estaban allí, pero, al tiempo, sentía sensaciones extrañas, desconocidas en su interior. Había hablado con Graco aquella misma noche y no parecía que nada se hubiera conseguido, y luego llegaba aquel escritor con aquel mensaje en donde Graco pedía que ella se casara con él como forma de sellar una paz entre las familias. Cornelia estaba aturdida y ese embotamiento de ideas le impedía debatir con su padre como habría hecho en cualquier otro momento. No tenía fuerzas para más y se sentó y calló y miró al suelo mientras su padre seguía frente a ella negando con la cabeza y expresando con palabras rotundas que ese matrimonio no tendría lugar jamás. En ese momento fue la voz de su hijo la que empezó a sonar en medio de aquel atrium henchido de tensión y nervios.

—Padre, soy Publio Cornelio Escipión, tu hijo, llevo tu nombre, tengo tu sangre. Sé que nunca has estado orgulloso de mí y no me duele reconocer la verdad aquí, delante de todos, en esta noche que igual es la última noche para todos. Es una noche para verdades donde no queda sitio para las mentiras. El pacto que ofrece Graco es deleznable, horrible, humillante. Todo eso es cierto, pero no hay más que esa opción o la guerra, y una guerra en la que moriremos todos. Nos superan en número en razón de veinte a uno. Sé que piensas que soy un cobarde, pero esta noche no me importa lo que pienses de mí. Eso es algo muy pequeño con relación a lo que nos jugamos todos en las próximas horas. No es justo que mi tío esté en la cárcel y no es justo que se ordene tu exilio, como no es justo que se presione a mi hermana para casarse con ese maldito tribuno de la plebe, pero es aceptar esas condiciones o salir todos a combatir contra un enemigo imposible de vencer, pero tú, padre, has doblegado a tantos enemigos imposibles que decidas lo que decidas, todos te seguirán, hacia la muerte o hacia la victoria, padre, todos te seguirán, todos te seguiremos. Piensa lo que quieras de mí, eso hace tiempo que ya no me importa, sé que nunca estaré a la altura de lo que esperas de mí, pero eso ya da igual, lo único que importa ahora es que pienses bien, padre, que pienses bien lo que vas a hacer porque en tus manos está la vida de todos. Si crees que podemos ganar, no lo dudes y lánzanos al combate; si crees que hemos de morir luchando, lánzanos también al combate y no alargues más esta espera que es más una tortura que otra cosa, pero si crees que la mejor forma de luchar contra Catón y los suyos es la supervivencia del clan, acepta entonces las condiciones que propone Graco. Cornelia ha mostrado su predisposición a aceptar la parte que le corresponde, que es la mayor junto con tu obligación de aceptar el exilio. Si tú marchas, padre, nos exiliaremos todos contigo, y si decides que luchemos, lucharemos todos contigo. Me miras y leo que en tu mente sólo persiste la idea de que te habla un cobarde, pero te diré una cosa: no me hagas caso a mí, pero sé consecuente con tus ideas; siempre has pensado que Cornelia, mi hermana pequeña, era la más valiente de entre todos tus hijos, y la más inteligente; no, no digas nada sobre eso padre, es así, lo sé desde siempre, desde que éramos niños. Siempre ha sido así. No hablo desde el rencor ni le tengo odio a mi hermana pequeña. Ése no es el asunto de esta noche, pero siempre has pensado que Cornelia, aunque rebelde y testaruda, es valiente e inteligente. Sea entonces. No hagas caso al cobarde de tu hijo, pero escucha a la valerosa hija que tienes que también acepta el pacto. Haz lo que quieras. Todos moriremos contigo o viviremos en la forma que decidas que lo hagamos. No tengo más que decir. La noche avanza, padre, y el tiempo se nos acaba. Debemos estar ya en la última vigilia de la noche. Las legiones urbanae entrarán en el foro al alba. El amanecer está cerca. Haz lo que tengas que hacer.

Y sin esperar respuesta de ningún tipo, Publio Cornelio Escipión hijo salió del atrium pasando entre todos los oficiales y veteranos de su padre y se perdió en el pasillo que conducía a su habitación, donde entró, se sentó en su lecho y cerró los ojos a la espera de aquello que tuviera que ocurrir.

Fuera, en el atrium de la gran domus de los Escipiones, Publio Cornelio Escipión padre, mudo, silencioso, tomó de nuevo asiento en su solitario solium y, rodeado por todos, pero sin que nadie se atreviera a decir nada, meditaba mirando al suelo, con los ojos sin parpadear, con un sudor familiar, frío, que le producía escalofríos, asomando por su frente. Las fiebres de Hispania volvían de nuevo. Estaba agotado, perdido, derrotado. Muerte o victoria. Eso había dicho su hijo. Por una vez, por una sola vez, había hablado bien. Muerte o victoria. No había otro camino. Eso o la humillación absoluta disfrazada de pacto. Demasiado para engullir. Demasiado alto el precio de la paz. En realidad no era muerte o victoria, sino muerte o humillación y entregar a su hija al único hombre con el que nunca querría verla casada. La victoria, como general, sabía que era imposible. Cualquier opción se le antojaba insufrible, intolerable, imposible. Y no se veía otro camino. Estaba obligado a decidir. Cómo echaba de menos una carga con ochenta elefantes, el aire envuelto en arena, el bramido de las bestias, el miedo de los legionarios, la incertidumbre de la guerra. Cualquier cosa era mejor que esa soledad en la que tenía que decidir sobre el destino de su vida, la supervivencia de su familia y el futuro de Roma.