Un puñal en la noche
Las calles de Roma, 16 de abril de 184 a. C.
Primera vigilia
Graco caminaba veloz, mirando a un lado y a otro de la calle. Roma estaba revuelta, encendida, a punto de estallar. Con Lucio Cornelio Escipión en la cárcel cualquier cosa era posible. Pese a ser un poderoso tribuno de la plebe, con capacidad para acusar y demandar incluso a los mismos cónsules de la república, como representante del pueblo que era, no vestía ninguna prenda que lo distinguiera de los demás ni tenía derecho a la escolta de ningún lictor, pero como la ciudad estaba en armas, con seguidores de los Escipiones por un lado y los fieles a Catón y el Estado por otro, sin que ninguno respetara el sagrado territorio del pomerium, Graco había optado por rodearse de una pequeña guardia de viejos compañeros veteranos de la campaña de Asia que le respetaban por su heroísmo en la batalla de Magnesia y en el resto de acciones de aquella ya lejana guerra. Optó al fin por dejar a los esclavos en casa. Era una noche para profesionales. De modo que eran media docena de fornidos exlegionarios los que rodeaban al tribuno mientras éste cruzaba el foro en su vuelta de reconocimiento por la ciudad.
En cualquier otro momento aquella guardia le habría hecho sentirse completamente seguro, invulnerable en la siempre peligrosa noche romana, pero en medio de aquella turbulencia y con el estado de ánimo de todos impregnado de ansias de sangre del adversario político, Tiberio Sempronio Graco no estaba tan convencido de que dispusiera de los suficientes hombres para asegurarse un regreso tranquilo a casa. Tras la agitada conversación con la joven Cornelia, su mente estaba confusa, como embotada. Estaba aplicando la ley con escrupulosidad y las explicaciones de Lucio Cornelio habían sido del todo insatisfactorias, y ese absurdo empeño de los Escipiones en querer mostrarse ante el pueblo como superiores al resto no le había favorecido ante los jueces de la causa extraordinaria, incluso en algún sector del pueblo parecía que empezara a calar la teoría de Catón en el sentido de que los Escipiones estaban tramando hacerse con el poder permanente del Estado y actuar así como dictadores vitalicios. Pero otro amplio sector de la plebe seguía del lado de los Escipiones. Roma estaba dividida, partida en dos, como una fruta abierta por la mitad.
Graco se detuvo frente a las tabernae veteres. Varias patrullas de triunviros cruzaban el foro en diagonal en dirección al noroeste. El tribuno sabía que iban a reforzar a los soldados que custodiaban a Lucio Cornelio en previsión de que su hermano Publio reuniera a suficientes hombres como para atacar la prisión con éxito y liberarlo, iniciando así un enfrentamiento civil cuyo desenlace era una incógnita para todos.
—Nos desviaremos —anunció Graco al reemprender la marcha con decisión. Sus hombres asintieron y le siguieron con las manos en las empuñaduras de sus gladios dispuestos a desenfundar a la más mínima provocación. Los exlegionarios comprendieron perfectamente que el tribuno no girara por el Vicus Tuscus para llegar a su casa por la ruta más corta, pues justo en el Vicus Tuscus, a la altura del Templo de Castor, se encontraba la casa de Escipión donde, con toda seguridad, se estaba reuniendo gran cantidad de los seguidores del clan. Tomar esa ruta sería un suicidio. Así, la guardia del tribuno le siguió mientras éste cruzaba el foro longitudinalmente, dejando atrás el Templo de Vesta, la residencia del Pontifex Maximus[*] hasta alcanzar el Templo de Júpiter Stator donde se cruzaba la Nova Via. Ése habría sido el sitio natural para girar y alcanzar el Clivus Victoriae de regreso tras el largo rodeo, pero en su lugar, el tribuno continuó alejándose del centro de la ciudad.
Graco daba grandes zancadas con determinación. Visto lo visto, con innumerables seguidores de los Escipiones armados y corriendo por todas la calles, no quería regresar a casa sin asegurarse de que el plan de Catón seguía su curso, así que tomó la Via Tusculana que le conduciría, pasando entre el Monte Esquilino y el Monte Celio hasta la Puerta de Caelius, en las murallas orientales de la ciudad. Llegaron todos sudorosos por la veloz marcha que había dirigido el tribuno, pero Graco vio su esfuerzo recompensado al encontrar justo lo que andaba buscando. Por la gran puerta oriental de Roma estaban entrando, armados hasta los dientes y con cara de muy pocos amigos, el grueso de las legiones urbanae por orden del pretor urbano a instancias del Senado comandado por Catón. Con aquellas tropas el control de la ciudad quedaría, sin duda alguna, en manos de la república. Otra cosa es que los Escipiones, dirigidos por un Publio Cornelio rencoroso y cegado por querer liberar a su hermano, pudieran plantear una lucha que los llevaría a una muerte segura, pero en la que con toda probabilidad se llevarían por delante a muchos de los legionarios que estaban entrando en aquel mismo instante en las calles de la ciudad por la Via Tusculana.
Aclarada la situación, Tiberino Sempronio Graco se identificó ante uno de los centuriones de las legiones urbanae y éste, de inmediato, le aseguró que enviaría un manípulo completo para custodiar su casa o para que le siguieran en su ruta nocturna. Graco agradeció la generosidad del centurión, pero declinó que las tropas le acompañaran, pues con su media docena de hombres tenía mucha más libertad de movimientos.
—Bastará con que envíes esos legionarios a vigilar mi casa —respondió el tribuno. Eso parecía sensato, pues si los Escipiones iniciaban una guerra por su cuenta, su propia casa sería uno de los primeros objetivos. Una vez satisfecho de que su domus estaría resguardada, Graco reemprendió la marcha y decidió cruzar la puerta de Caelius, salir de la ciudad y rodear las murallas hacia el sur hasta volver a entrar a Roma por la puerta Capena. Desde allí, acompañado por sus seis hombres, se dirigió a las inmediaciones del Circo Máximo.
Su intención era regresar a su casa entrando en el Clivus Victoriae por el sur. Quizá, y como luego demostraron los acontecimientos, hubiera sido más sensato haber regresado apoyado por las legiones urbanae, pero Graco, además de moverse con mayor libertad sin tantos legionarios siguiéndole, preveía enfrentamientos y, en la medida de lo posible, quería evitar verse envuelto de forma directa en los mismos. No por miedo, nadie se planteaba algo así conociéndole, sino porque él era tribuno de la plebe y representaba la autoridad del pueblo. Era mejor evitar tener que derramar sangre mientras ostentaba ese cargo. Así, Graco pensó que un retorno discreto por el sur sería lo mejor. Su casa, su hacienda, sus esclavos, todo estaría bien preservado por el manípulo que el centurión iba a apostar frente a su domus. Ésos eran los pensamientos de Tiberio Sempronio Graco cuando desde las sombras de las gradas del Circo Máximo emergieron una decena de hombres armados que, espada en mano, se abalanzaron sobre ellos con furia. Los hombres de Graco arrojaron al suelo las antorchas que portaban y con las que se habían estado iluminando en aquella extraña noche romana para, de ese modo, poder defenderse de los golpes con mayor libertad. Tuvieron el tiempo justo de desenfundar los gladios para detener la primera andanada de mandobles certeros, pero como fuera que eran más los atacantes que los defensores, al momento dos de los hombres del tribuno cayeron atravesados por las gélidas espadas de aquellos sicarios. Graco aún no había sido atacado, como si aquellos malditos se guardaran al tribuno para el final, como quien reserva la mejor pieza de fruta para el último bocado. Estaban junto al Circo Máximo, y el hedor proveniente de la Cloaca Máxima[*] anunciaba que ya estaban muy cerca del corazón de Roma, pero les era imposible avanzar. Cinco de aquellos secuaces les cortaban el camino, al tiempo que los otros cinco se aproximaban por detrás. Pero el efecto sorpresa había terminado. Dos de los hombres del tribuno se lanzaron contra los sicarios que les impedían el paso y los otros dos hacían lo propio con los que se acercaban por la espalda. Los exlegionarios eran hombres curtidos y con eficacia y precisión herían y retrocedían, herían y volvían a retroceder para no perder terreno y no dejar pensar al enemigo. Dos de los atacantes cayeron por delante y otros dos más a sus espaldas. Graco se unió a sus dos hombres de vanguardia. Las espadas chocaban con gran estruendo en la noche de Roma. Las sombras de los combatientes eran infinitas y temblorosas proyectadas por las llamas de las antorchas que se consumían en el suelo. El exlegionario a la derecha de Graco lanzó un gemido que el tribuno interpretó de inmediato. Su defensor caía y Graco dejó de luchar contra el atacante con el que pugnaba para herir a quien acababa de matar a otro de sus hombres. En ese momento el atacante que había quedado libre arremetió contra el tribuno en lo que parecía un golpe mortal. El otro exlegionario de Graco se interpuso y recibió la estocada en su lugar cayendo herido de muerte. Graco remató al atacante de la derecha, hirió al del frente y arremetió contra el de la izquierda. Sus hombres, buenos hombres, compañeros leales del pasado, habían dado su vida por él y el tribuno combatía con el odio en las venas. El atacante herido se retorcía en el suelo y el que quedaba con vida dio media vuelta y huyó arropado por las sombras nocturnas. Tiberio Sempronio Graco se volvió para descubrir a sus dos hombres restantes en pie, sudorosos y ensangrentados pero vivos, observando cómo los demás atacantes, al fin, huían.
—Los Escipiones parece que han empezado ya a saldar cuentas —dijo uno de los exlegionarios de Graco con sangre propia y enemiga corriendo por sus brazos mientras blandía aún la espada como asegurándose de que ya no había más enemigos que abatir.
Graco asintió. Quedaba un sicario herido allí mismo. El tribuno se aproximó al atacante que se retorcía de dolor en el suelo. Le cogió por el pelo, del cogote, tirando con fuerza al levantarle el rostro. Quería ver de cerca la cara de uno de aquellos hombres que se habían atrevido a atentar contra la vida de un tribuno de la plebe.
—¿Quién te envía, maldito? ¡Por todos los dioses, dime quién te envía o te mato aquí mismo! —espetó Graco con vehemencia tirando del pelo hasta hacer aullar al maltrecho sicario—. ¡Uno más ya no importa!
—¡Escipión… aghhh! ¡Nos envía Africanus! —respondió entre alaridos de dolor el soldado herido. Tiberio Sempronio Graco soltó el pelo del sicario y dejó que su cabeza chocara contra el suelo. Un nuevo gemido. Estuvo tentado de patearlo, pero recuperó la compostura que debía a su cargo. No estaban en medio de un campo de batalla, o al menos no aún. Estaban en Roma. Las cosas debían hacerse de acuerdo a la ley. La ley era lo único que tenían para sobrevivir a aquella noche infame. Sin ley ya nada distinguiría a los unos de los otros. Uno de sus hombres revolvía entre los cadáveres de los caídos. Se oyó el tintinear de monedas corriendo por el suelo. El exlegionario se acercó a Graco con la palma de la mano abierta. El otro soldado aproximó la luz de una antorcha. Ante los ojos de los tres hombres la efigie dorada del rey Antíoco esculpida sobre una docena de monedas de oro resplandecía con irritante potencia.
—Son talentos de Asia —dijo el soldado que sostenía las monedas. Talentos como los que Antíoco habría pagado a los Escipiones tras Magnesia. Todo encajaba perfectamente. Los soldados respetaron el silencio tenso de Graco. Eran soldados fieles al tribuno, pero incluso a ellos les dolía que el gran héroe de Roma se revolviera de esa forma contra la ciudad por la que tanto había luchado. Era triste ver en qué se había convertido el legendario Africanus.
—Todo encaja, tribuno —dijo al fin uno de los dos supervivientes al ataque.
Y así era.
—Sí, se cierra el círculo. Publio Cornelio Escipión, al fin, ha atacado a Roma. Todo encaja; es cierto —confirmó Graco.
Y empezaron a caminar despacio en dirección al Clivus Victoriae, pero la mente del tribuno de la plebe hervía por dentro. Todo era tan claro, tan preciso, que era demasiado perfecto. De pronto se dio cuenta de una cosa extraña. Había sido un ataque feroz, brutal y no tenía ni un solo rasguño. Habían caído cuatro de sus hombres y los otros dos estaban heridos y, en un principio, los atacantes ni tan siquiera se habían dirigido a él. Era cierto que sus hombres se habían interpuesto para protegerle. Quizá fuera todo pura casualidad. Y estaban las monedas. ¿Qué más prueba quería? Y ya había visto en la campaña de Asia que Escipión no se andaba con tonterías cuando se trataba de eliminar enemigos, pero incluso entonces, Africanus, le hizo partícipe de las peores misiones, como la negociación con Filipo o le situó en la peor de las posiciones en Magnesia, pero nunca un ataque directo, nada como eso. Como si siempre quedaran los dioses para decidir el final de lo que debía ocurrir. Esa noche, en cambio, todo había cambiado. O bien Escipión había cambiado para siempre o bien algo… algo no encajaba. Algo estaba fuera de lugar. Estaban las monedas, sí, pero los talentos de Asia circulaban por Roma y no sólo podían proceder de los Escipiones. Muchos soldados habían traído monedas, de Asia. Además, si Escipión hubiera tomado la decisión de darle muerte estando él en Roma ya, era algo tan personal que Graco estaba seguro que Escipión mismo habría venido en persona a hundir su espada en sus entrañas, mirándole a la cara. Escipión podía ser muchas cosas, pero no era hombre de enviar sicarios para que otros hicieran el trabajo sucio al abrigo de la oscuridad de las calles de Roma. No, ése no era su estilo.
Tiberio Sempronio Graco se detiene un instante. Asiente despacio. Hay algo en el fondo de su mente, un recuerdo, traído por alguno de sus sentidos, que le perturba. Respira con profundidad. La Cloaca Máxima con su hedor parece apagar cualquier otro olor, pero no, hay algo más en el aire. Algo más.
—¿A qué huele? —inquiere el tribuno. Sus hombres se miran sin entender bien a qué viene aquella pregunta. Graco comprende que no pueden ayudarle. Se da media vuelta y regresa sobre sus pasos en busca de los cadáveres de los atacantes que han abatido. Allí permanecen, entre las sombras próximas al gran edificio del Circo Máximo. El olor y el recuerdo crecen en su mente. Estaba ahí todo el rato, todo el tiempo, desvelando el secreto de aquel ataque y en la vorágine de la lucha no se había percatado, al menos no de forma consciente, del mensaje sellado que encerraba aquel olor. Tiberio Sempronio Graco se arrodilla sobre el primero de los cadáveres de los sicarios muertos. Hunde su nariz en el pecho del cadáver e inspira con profundidad. Aquel maldito apestaba a puerros.
Graco se levantó despacio. Las monedas podían venir de muchos sitios, pero aquel olor inconfundible sólo podía adquirirse en un sitio. Nadie acumulaba tantos puerros en aquella ciudad y alrededores como Marco Porcio Catón. Recordó entonces las palabras de una obra de Plauto: «altera manu fert lapidem, panem ostentat altera»[16]. Plauto. Graco giró el cuello hacia un lado y hacia otro como quien intenta rebajar la tensión que le fluye por los músculos. Ralentizó sus pensamientos. No quería apresurar conclusiones. Sus hombres le observaban en la distancia, algo confundidos, en silencio. Aún miraban alrededor por si regresaban más atacantes. Estaban nerviosos y les sorprendía la parsimonia del tribuno, pero Tiberio Sempronio Graco sabía que ya no habría más atacantes aquella noche, no, al menos, de Escipión. No. Catón había querido asegurarse con aquel ataque fingido de que él, Tiberio Sempronio Graco, ya no dudaría en mantenerse del lado de Catón y del Senado, pero a Graco no le gustaban varias cosas y empezaba a estar muy muy harto: no le gustaba que le tomaran por imbécil, no le gustaba que le manipularan y no le gustaba que se fingiera un ataque a un tribuno de la plebe de forma que pareciera que era obra de un prominente ciudadano cuando en realidad aquel ataque había sido instigado por el mismísimo censor de Roma. No. Tiberio Sempronio Graco ya estaba harto de estar en medio de dos aguas, entre Escipión y Catón. Quizá había llegado la hora de abrir un nuevo camino para Roma. Escipión bien pudiera ser un enemigo para Roma, pero la forma en la que Catón actuaba contra el legendario vencedor de Aníbal, empezaba también a ser otro peligro para la misma Roma y, por qué no decirlo, para él mismo, para el propio Graco.
Tiberio Sempronio Graco dio media vuelta y retrocedió hacia donde le esperaban sus hombres con las espadas en la mano, aún tensos, escrutando la noche. El tribuno de la plebe pasó junto a ellos y, marchando con un sosiego que los dejó fríos, Graco reemprendió el camino de regreso a casa. Estaba tomando varias decisiones que debían transformar la historia. Tenía que pensar con sumo cuidado. Sabía que aquella noche caminaría sobre el filo de una navaja, y, si se equivocaba, alguien blandiría esa misma navaja para cortar no ya su cuello sino el cuello de la propia Roma.