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Las dudas de Graco

Entre el foro y el Comitium de Roma, 15 de abril de 184 a. C.

Hora nona

—¿Es todo esto realmente necesario? —preguntaba Graco, nervioso, paseando de un lado a otro frente a un satisfecho Catón. Próximos a ellos se encontraban Lucio Porcio, Quinto Petilio y Spurino.

—Es necesario cumplir las leyes, tribuno Graco —respondió Catón con sosiego mientras observaba los movimientos de tropas desplazándose desde el Comitium hacia la cárcel. Había ordenado reforzar las posiciones en las proximidades del Tullianum. Le acababan de informar de que Escipión estaba frente a la puerta Fontus y no quería sorpresas—. Es necesario cumplir las leyes, Graco —repitió—; tú, como tribuno de la plebe, debes saber eso mejor que nadie.

—Las leyes no estipulan prisión necesariamente en un caso como el que hemos juzgado. Podría bastar con que se les obligara a restituir una importante cantidad de dinero al Estado. Eso sería ejemplo suficiente, un buen mensaje para futuros cónsules.

Catón levantó la mano en un gesto de desdén.

—Graco, a veces me confundes. En ocasiones pareces firme y, al momento, te vuelves blando. La ley no conoce de flexibilidad.

Graco calló por unos momentos. Sí, ése era Catón. Terco e inflexible. Igual que lo fue en sus combates en Hispania, donde apenas negoció con nadie. En eso los Escipiones eran mucho más hábiles. No dudaban en negociar con el enemigo cuando eso podía ahorrar esfuerzos o bajas entre las propias tropas. Catón, en contraposición a los Escipiones, era implacable y más aún ante los propios Escipiones. Graco pensó en contraargumentar que Publio Cornelio nunca aceptaría la autoridad del tribunal que, en causa extraordinaria, había juzgado a su hermano, pero se lo pensó dos veces y calló. Estaba harto de todo aquello. Si Catón y Escipión se querían matar entre sí, que lo hicieran de una vez. Quizá así, al final, Roma descansaría. No dijo más, dio media vuelta y enfiló el camino hacia el foro acompañado por un pequeño grupo de esclavos y viejos colegas de la campaña de Asia.

—¿Vas a dejar que se marche así? —preguntó Quinto Petilio a Catón.

El censor de Roma observaba como Graco se alejaba y se encogió de hombros.

—Aquí no ayuda. Mejor que se vaya a su casa. Ahí no molestará —añadió Lucio Porcio, pero Spurino no parecía satisfecho y se acercó a Catón para hablarle al oído.

—Ya te dije que Graco, al final, en el momento culminante, flaquearía.

Catón se separó de Spurino y le respondió en voz alta, de forma que Petilio y Lucio Porcio le oyeran también. Quería que sus fieles estuvieran tranquilos.

—Graco no será ningún problema. Ya he tomado las medidas que os anuncié.

Los dos senadores y el cónsul se miraron con cierta sorpresa. No hubo más preguntas. El tono de Catón no dejaba lugar a dudas: fuera lo que fuera, ya estaba en marcha.