Un nuevo tribunal
Roma, abril de 184 a. C.
Cuatro meses después de la conversación entre Catón y sus más fieles aliados, todo ocurrió según lo que había previsto: su primo Lucio Porcio consiguió una de las magistraturas consulares y el independiente Publio Claudio Pulcher la otra, mientras que Graco salió elegido como tribuno de la plebe y el propio Catón consiguió la censura. Conseguidos esos puestos, Catón empezó a maniobrar en el Senado para poner en marchar el reinicio de los juicios contra los Escipiones. Fue en medio de una de esas sesiones cuando Cayo Lelio, que intuía el alcance de las maquinaciones de Catón, abandonó el edificio de la Curia antes incluso de que terminara la sesión en curso, pues las hábiles maniobras de Catón no dejaban margen para el error. Lelio se había levantado justo cuando Catón, aprovechando su cargo de censor desde su muy reciente elección el mes anterior, aún estaba en el uso de la palabra. Lelio se despidió de Lucio Cornelio Escipión en voz baja.
—Voy a por Publio —dijo Lelio al levantarse—; tu hermano debe estar informado de lo que está pasando en Roma.
—De acuerdo —confirmó Lucio sin dejar de mirar a Catón, que seguía defendiendo la necesidad de una causa extraordinaria para concluir el juicio a los Escipiones rodeado por un cónclave de senadores cuya mayoría no dejaba de asentir una y otra vez.
Cayo Lelio fue a su casa junto al Macellum, donde tomó el mejor de sus caballos. Acto seguido, cruzó la ciudad hacia el norte, salió por la puerta Fontus y enfiló por la Via Flaminia en dirección a Etruria.
Aunque estaban ya en primavera, el día era frío, pero el ejercicio de montar su caballo le mantenía sudoroso sobre el animal. Al atardecer la temperatura descendió aún algo más, pero Lelio no detuvo su marcha más que lo absolutamente necesario. En una casa de postas junto a la Via Cassia por la que viajaba desmontó unos minutos para permitir que el caballo se recuperara bebiendo agua y comiendo algo de heno, pero pronto comprendió que la bestia estaba exhausta y que no podría proseguir sin pasar noche allí. En la taberna, todos miraban a Cayo Lelio quien, vestido con uno de sus viejos uniformes militares, llamaba la atención tanto por su casco rematado en un elaborado penacho, su coraza, sus grebas y su pesada espada, como por su porte distinguido y aguerrido. Nadie se cruzaba en su camino. Lelio pidió entonces un caballo para proseguir su viaje y que le cuidaran el suyo hasta que hiciera que alguno de sus esclavos fuera a por él. El oro brilló en la penumbra de la taberna y un sirviente del dueño del establecimiento de postas proporcionó el mejor animal que tenía para aquel extraño oficial de Roma que tanta prisa tenía.
—¿A quién debo guardar el otro caballo? —preguntó el tabernero.
Lelio se guardaba la bolsa con oro y se percató cómo varios hombres de mal aspecto le observaban con atención. Debería haber salido con escolta. Los caminos eran peligrosos, pero no había habido tiempo para nada. Lelio pronunció su nombre alto y claro. Dos hombres que bebían vino en una esquina y que miraban de soslayo a Lelio se atragantaron y el resto dejó de mirar y se dedicó a sus cosas sin decir nada. Lelio sonrió para sus adentros. Se sintió orgulloso de que su nombre aún inspirara respeto en una mala taberna camino de Etruria. No, no le molestaría nadie. Era mejor esperar una presa menos conocida, con amigos menos poderosos y con menos fama de soldado invencible.
Cayo Lelio cabalgó toda la noche hasta llegar a la extenuación, pero así, al amanecer, en un horizonte brumoso y frío, atisbó la silueta de la villa de Silano, emplazada en el corazón de Etruria, en mitad de los terrenos que otros muchos veteranos de Zama habían conseguido a través de las gestiones que Publio Cornelio Escipión hizo junto con la colaboración de Flaminino. Todos los años por esas fechas, Publio salía de Roma y pasaba unos días en compañía de algunos de sus viejos oficiales. Era un tiempo de recuerdos y nostalgia que le ayudaba a sobrellevar el constante desprecio que detectaba entre muchos de los senadores afines a Catón o la frialdad del ambiente familiar de los últimos años.
Había un par de guardias medio dormidos a la puerta de una cerca que circundaba la hacienda.
—Abrid paso. Soy Cayo Lelio y he de ver a Silano y a Publio Cornelio Escipión si es que está aquí.
Los vigilantes conocían a Lelio de otras visitas y no dudaron en abrir la cerca para facilitarle el paso.
—El general está aquí, sí, por todos los dioses, ¿pasa algo? —preguntó uno de los centinelas, pero Lelio no se detuvo a dar explicaciones. Azuzó a su caballo y echó a galopar en dirección a la pequeña casa que se levantaba en el centro de la finca.
Lelio aporreó la puerta con tal fuerza que se oyó un crujido en una de las bisagras de bronce. Al instante dos esclavos pertrechados con palos y antorchas aparecieron por un costado.
—El amo y sus invitados están durmiendo —dijo uno de ellos, pero no pudo continuar porque Lelio le espetó un grito instándole a abrir la puerta o morir al instante. El esclavo retrocedió sin saber qué hacer y claramente temiendo por su vida, pero la diosa Fortuna se apiadó de él y la puerta se abrió desde dentro. El propio Silano emergió de dentro rodeado por varios esclavos y algunos veteranos armados, aunque todos estaban a medio vestir.
—¿Qué ocurre…? ¿Lelio? ¿Qué es esto? ¡Por Hércules! ¡Y vienes cubierto de polvo! ¿Qué ha pasado?
—¿Está el general?
Silano asintió, y en ese momento se escuchó la voz de Publio Cornelio Escipión.
—¡Por Júpiter, Silano, en tu casa no hay quien duerma! —dijo con buen sentido del humor Publio, pero al ver la faz agotada y seria de Lelio en el umbral, él mismo frunció el ceño y repitió la pregunta de Silano—: ¿Qué ha pasado, Lelio?
Por fin, Cayo Lelio dio todas las explicaciones de forma precisa.
—Catón ha aprovechado la sesión del Senado en la que estabas ausente para promover una causa extraordinaria contra Lucio, tu hermano, aduciendo que el iudicium populi de hace dos años nunca concluyó. Ha instado a que el tribunal no sea el pueblo sino un tribunal con los cónsules, el pretor urbano y varios senadores, la mayoría de entre sus seguidores. La acusación es ahora por malversación general en toda la campaña. Salí antes de que se hiciera la votación, para ganar tiempo, pero todo apuntaba a que iba a aceptarse la propuesta. Graco, como tribuno de la plebe, estaba de acuerdo en que se concluyera el juicio. —Lelio se detuvo un instante para inspirar aire y apoyó su brazo en el dintel de la puerta; los años hacían mella en él y estaba sin aliento—. He cabalgado toda la noche. Cambié de caballo a mitad de camino. Creo que es mejor que vuelvas a Roma lo antes posible.
Publio se retiró hacia atrás y Silano cogió a Lelio por los hombros, pues parecía que iba a desmayarse por el esfuerzo realizado. En un momento estaban todos reunidos en el atrium de la casa de Silano. Publio hablaba en voz alta. Todos escuchaban. Lelio, sentado en un triclinium, bebía agua.
—Día y medio. Y tardaremos al menos otro tanto en regresar. Eso le da a Catón tres días. ¿Puede haber hecho el juicio en tres días?
Silano respondió lo que todos sabían, pero alguien tenía que decirlo de modo que quedara explícito.
—En un juicio normal, no, pero en una causa extraordinaria, todo es posible.
—Cierto, cierto —respondió Publio mirándole, y luego miró a Lelio—, y si Catón vio a Lelio salir de la Curia ya sabe a dónde venía. Lo quiere hacer todo aprovechando mi ausencia. Seguramente el juicio estará celebrándose ahora mismo. He de partir de inmediato. —Y sin decir nada, Publio Cornelio Escipión se levantó y salió al exterior de la casa y se encaminó a los establos en busca de su cuadriga, pero entonces pensó que en caballo iría más rápido. Tras él salieron todos.
—Silano, necesito un caballo —dijo Publio.
—Lo necesitamos todos, mi general —respondió Silano, y entonces se dirigió a los esclavos—: ¡Rápido, sacad todos los caballos, partimos ahora mismo!
Los mismos centinelas medio dormidos que seguían vigilando la cerca que circundaba la hacienda de Silano apenas tuvieron tiempo de abrir la cancela para permitir que una docena de hombres al galope, encabezada por el propio Publio Cornelio Escipión, su amo y el recién llegado Cayo Lelio, cruzaran la puerta a toda velocidad en dirección al sur, en dirección a Roma. Silano, rápido de reflejos, había ordenado a sus esclavos que informaran al resto de veteranos de la situación. Así, a medida que cabalgaban hacia Roma, decenas de nuevos jinetes se unían a la comitiva que, con la mirada fija en el horizonte, dirigía Publio sin hablar, sin decir nada, apretando los dientes y cabalgando sin parar. Temía lo peor y temía que estuviera ocurriendo mientras él estaba allí, en Etruria, tan lejos, tan distante de su hermano.
—Nunca debería haber abandonado Roma. Nunca —mascullaba, pero el estruendo de los caballos galopando hacía que sus palabras fueran absorbidas por el aire que los rodeaba. Era un día plomizo, gris, como el ánimo de aquel grupo de veteranos que acompañaban a su general a rescatar a su hermano de aún no estaban seguros qué. Nunca se había condenado a nadie a muerte en una causa extraordinaria, pero ahora, si eran capaces de volver a juzgar a Lucio Cornelio por la misma causa que ya fue juzgado, todo parecía posible. Como mínimo la cárcel. El Tullianum. Pero si algo tenía decidido Publio es que su hermano no pasaría ni una sola noche en la cárcel, cayera quien tuviera que caer. No le importaban los triunviros, ni las legiones urbanae, ni la autoridad del Senado o la de los tribunos de la plebe. Si tanto le acusaba Catón de no respetar a las autoridades de Roma quizá había llegado el momento de que sus actos estuvieran en consonancia con las acusaciones que sufría desde hacía ya tantos años.
De pronto, al girar un recodo del camino, el pequeño grupo de jinetes se encontró con otro grupo aún más numeroso de veteranos que se habían reunido al recibir el mensaje de los esclavos de Silano. Saludaron con la mano en el pecho a su general y se unieron al grupo. Y así en cada recodo, en cada esquina, en cada pequeña población por la que pasaban. Decenas y decenas de nuevos jinetes, viejos guerreros de las campañas de Hispania, África y hasta alguno de la de Asia, seguían uniéndose y engrandeciendo al grupo. Y es que Publio había luchado en tantas guerras que eran innumerables los veteranos desperdigados por toda la región que le debían todo lo que eran, las tierras que disfrutaban y, por encima de todo, el honor con el que eran vistos por todos los itálicos y romanos con los que hablaban o comerciaban. Le debían la vida que tenían y ahora su general les necesitaba. A ninguno de aquellos hombres le importaba un ápice si Lucio Cornelio era o no culpable. Ellos sólo sabían que Roma estuvo al punto de la desintegración ante Aníbal y que su general salvó Roma con las campañas de Hispania y África. Ellos sólo sabían que cuando el rey de Asia se conjuró para invadir Occidente con un ejército de 100 000 hombres, una vez más su general, junto con su hermano, detuvieron al temido Antíoco y, una vez más al propio Aníbal, y todo eso con tan sólo dos legiones. No necesitaban más pruebas y no les importaban ni los 500 talentos de Antíoco ni si el general negoció o no para liberar a su hijo ni cómo se gestionaran los fondos públicos con los que se financió aquella campaña. Ellos sólo sabían de guerra y de Roma y estaban todos persuadidos de que Publio Cornelio Escipión había sido, era el mejor general de Roma, el de más honor, el más valiente y más generoso para con sus hombres. Si el hermano del general era humillado o encarcelado y el general les necesitaba, allí estaban ellos. Todos. Hasta quinientos jinetes se sumaron a aquel improvisado ejército que, al mando de Publio Cornelio, descendía por Etruria camino de Roma.
No podían hacer como había hecho Lelio al venir de Roma y cambiar todos de caballo, de modo que Publio, como buen general, hizo lo único que era sensato. Detuvo a todos los jinetes al anochecer e hizo que acamparan al raso próximos a un riachuelo.
—Descansaremos un poco —dijo Publio a Lelio y Silano—. En la cuarta vigilia, antes del amanecer, reemprenderemos la marcha.
Todos asintieron.
Fue una pausa breve. Se condujo a los caballos al río próximo para que abrevaran y se les dio heno que consiguieron de las granjas vecinas. No llevaban oro suficiente para pagar todo aquello, pero nadie se atrevió a negar heno a Publio Cornelio Escipión. El general, como en los tiempos de campaña del pasado, paseó entre las hogueras de aquel improvisado campamento acompañado de Lelio y Silano.
—Que se tome nota de las granjas que nos han dado víveres y heno, que se tome nota de todo. Quiero que se les pague bien cuando terminemos con todo esto.
Tal y como había propuesto el general, antes del amanecer y a la luz de un centenar de antorchas, los jinetes de Etruria, los veteranos de guerra de Escipión, reemprendieron la marcha hacia Roma.
Apenas habían reiniciado el camino cuando apareció, con la primera luz del amanecer, un jinete solitario que galopaba en dirección norte, hacia ellos. Al verlos, el caballero se detuvo y esperó a que los jinetes que venían en dirección opuesta le rodearan.
—¿Dónde está Publio Cornelio Escipión? —preguntó el jinete que venía de Roma.
—Yo soy —respondió Publio con decisión avanzándose al resto—; habla, si tienes algo que decirme.
El jinete miró fijamente, sólo un instante, al gran general y, de inmediato, bajó la mirada al tiempo que recitaba su mensaje ensayado durante las horas de viaje desde la ciudad.
—Me envía Lucio Emilio Paulo. Han… han… —después de tanto pensar ahora no le salían las palabras que había elegido con tiento—, han condenado a Lucio Cornelio Escipión. El nuevo tribunal ha dictado sentencia. Tiene que ir a prisión, mi general.
Todos miraron a Publio. Escipión hizo que su caballo se aproximara aún más al del mensajero.
—Para prender a mi hermano necesitan el permiso del tribuno de la plebe —dijo Publio con ira contenida y, con algo muy infrecuente en él, con miedo—. ¿Ha dado permiso Tiberio Sempronio Graco para que prendan a mi hermano o ha tenido Lucio tiempo suficiente para refugiarse en casa? —Pero el mensajero callaba y no respondía—. ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¡Respóndeme! ¿Ha dado orden Graco de que prendan a mi hermano?
El mensajero sabía que no podía permanecer callado más tiempo. Tragó saliva. Inspiró fuerte. Empezó a hablar.