La última batalla de Aníbal
Costa de Asia Menor, verano de 186 a. C.
Aníbal miraba desde la cubierta de su desvencijada nave capitana hacia el horizonte donde confluían el cielo y el mar en una difusa línea envuelta en la bruma y el rumor de las olas. Miró luego hacia ambos lados. La flota de Bitinia, bajo su mando por orden del último rey que le había dado cobijo en su huida de las legiones de Roma, el soberbio y ambicioso Prusias, navegaba en un silencio premonitorio de lo que sin duda debía ser una nueva gran derrota. «El gran general de Cartago», así se presentó Aníbal hacía ya meses ante el grueso rey Prusias, tras su viaje desde Armenia.
Prusias le miró de arriba abajo. Aníbal aún conservaba un porte magnífico, pese a sus 63 años, pero el pelo agrisado de su barba y su cabellera hacían complicado entender por qué la todopoderosa Roma parecía aún sobrecogerse por la existencia, todavía en libertad, de aquel viejo. Prusias, más joven, más fuerte, más ignorante, le miró con cierto desdén antes de responder a la petición de asilo que Aníbal le había manifestado. Alrededor de ambos, todos los súbditos de Prusias guardaban un contenido silencio, entre divertidos y confundidos, preguntándose si aquel anciano era en realidad el Aníbal que a punto había estado de doblegar a Roma, el Aníbal que conquistara Hispania e Italia, el mismo Aníbal que sirviera al poderoso Antíoco.
—Me pides protección contra Roma cuando Roma es el mayor poder que existe ahora en el mundo —empezó Prusias desde su trono real recubierto de oro y plata—. Darte esa protección sólo me puede acarrear problemas.
Aníbal espiró aire despacio. Sabía que se medía ante alguien muy inferior a él, pero no podía permitirse ya ni orgullo ni menosprecio. Derrotado y muerto Antíoco, no quedaba ningún poder que pudiera medirse contra Roma. Sólo le restaba la posibilidad de buscar un lugar lo suficientemente remoto y olvidado por todos como para poder descansar en paz los últimos años de su vida. Prusias era un mequetrefe, pero hasta los más pequeños tienen derecho a algo cuando se les pide un favor.
—El rey Prusias —respondió Aníbal con una voz grave y serena que cautivó a todos por su aplomo— tiene derecho a recibir algo a cambio de acogerme en su corte. —Y miró hacia Maharbal y un par de sus hombres a los que se les había permitido acceder al salón del trono. Maharbal comprendió el mensaje, avanzó un par de pasos hasta quedar a la altura de Aníbal, y volcó el contenido de un saco grande de trigo sobre el suelo. Por las ventanas de la gran sala real entraba la luz del sol en forma de grandes haces, uno de los cuales cayó de pleno sobre el contenido vertido del saco. El resplandor de las monedas de oro iluminó toda la estancia y entre los asistentes emergió un murmullo de asombro. El propio rey Prusias se levantó sin ocultar su admiración.
—Miles de talentos de oro a tus pies, rey Prusias —dijo Aníbal, con cierto aire de indiferencia, como si estuviera acostumbrado a regalar semejantes sumas a diario—, y habrá miles más si permites que mis hombres y yo nos establezcamos en tu reino durante, al menos, un par de años.
El rey Prusias retomó su posición al trono y se atusó con una ruda mano su barba negra y no muy limpia. Apretaba los labios. Aníbal comprendió que el rey de Bitinia no estaba acostumbrado a pensar. Debía ser paciente. Echaba de menos la agudeza de Artaxias.
—Eso es mucho oro, no lo niego —retomó así al fin la palabra el monarca—, pero ni todo ese oro sería suficiente para aplacar la ira de Roma o para pagar un ejército lo suficientemente importante como para poder defendernos de la furia de sus legiones… —Aquí se detuvo un momento y un brillo codicioso encendió la mirada del rey; Aníbal sonrió para sus adentros—. Por otro lado, ¿qué impide que tome yo ahora todo este oro y todo el que puedas tener y que luego te arroje de mis tierras?
De pronto, el murmullo que había envuelto la conversación se desvaneció. Aníbal escuchó cómo decenas de filos de espadas de los soldados de Prusias se desenfundaban despacio, pero el veterano general púnico no hizo ademán de llevar su mano a su propia arma, un gesto, que, en todo caso, habría conducido a un suicidio seguro. En su lugar hizo que la sonrisa de su interior aflorara en su rostro de forma clara y ostentosa.
—Sería una lástima que mataras al único general que aún puede salvarte de una derrota y una muerte implacables, rey Prusias. —Las palabras surtieron el efecto deseado y el monarca miró raudo a ambos lados; las espadas se enfundaron de nuevo; los ojos del rey le miraban con intensidad, intrigado, nervioso—. Todos sabemos que Eumenes no tardará en lanzar al ejército de Pérgamo hacia el norte —reinició así su discurso Aníbal—, y todos sabemos que, si bien Pérgamo no es Roma, sí que es más poderoso que las tropas de Bitinia, en particular su flota.
—¡Eumenes se estará quieto o…! —espetó Prusias alzándose de nuevo de su trono.
Aníbal le interrumpió al tiempo que negaba con la cabeza.
—No, rey Prusias. Pérgamo atacará y tu esperanza, tu esperanza de que Roma intervenga es absurda, pues ¿quién es Eumenes? Un gran aliado de Roma, un aliado cuyo poder crece a la sombra del Senado de Roma, una sombra que pronto oscurecerá los amaneceres libres de Bitinia. Y tú andas preocupado por darme o no asilo, a mí, a mí que podría guiar a tu ejército hacia una victoria, como he hecho en tantas otras ocasiones.
Y con esto calló, hizo una señal a Maharbal y éste empezó a recoger las monedas de oro y reintroducirlas en el saco ayudado por los dos guerreros africanos que le acompañaban. Los soldados de Bitinia miraban nerviosos hacia las monedas de oro, pero no se atrevían a intervenir, mientras observaban cómo su rey, sentado ya sobre su trono, apretaba una vez más los dientes.
—¿Puedes realmente derrotar a Eumenes? —inquirió al fin el monarca.
—Sí —dijo Aníbal.
—Eumenes te derrotó en Magnesia, eso lo sabemos también aquí en Bitinia. Comandaba sus tropas y en el ala en la que él luchó doblegaron a las tropas sirias de Antíoco, a quien tú aconsejabas. ¿Por qué ahora había de ser diferente, por qué ahora Aníbal iba a derrotar a quien ya le ha derrotado?
—Porque en Magnesia el rey Antíoco no me hizo caso, sino que siguió los consejos de aquellos que le rodeaban y no hacían más que halagarle y porque entonces Eumenes tenía a las legiones de Roma a su lado y ahora combate solo. Si me haces caso, un Eumenes sin apoyo militar romano será derrotado por mí, tú mantendrás tu trono y yo sólo pido poder vivir con sosiego el resto de mis días. Échame de aquí, róbame si quieres y no durarás en ese trono desde el que me hablas más de tres meses. La flota de Pérgamo pronto partirá hacia las playas de Bitinia.
El rey Prusias habría hecho matar a cualquier otro que le hubiera hablado con el tono autoritario de Aníbal, pero por un lado la firmeza en el rostro de aquel general púnico y por otro el saber que lo que decía podía ser muy cierto impedían que su acostumbrada ira se desatara de forma incontrolada.
—De acuerdo, general africano —dijo Prusias—. De acuerdo, entonces. Por mis dioses que habrás de servirme bien o haré que te despellejen vivo, y me da igual quién hayas sido en el pasado. Eres un anciano, pese a tu porte y al aplomo de tus palabras; la verdad, no me pareces suficiente arma para detener a Eumenes, pero estoy dispuesto a concederte una única oportunidad. Ésta es mi decisión: tomaré el contenido de ese saco de monedas de oro y de otros dos como él —aquí se paró un instante; Aníbal asintió; el rey prosiguió con sus palabras—; tres sacos de oro como pago a acogeros en mi reino, y luego tú tomarás mi flota, la entrenarás y la prepararás, y cuando Eumenes navegue hacia el norte saldrás a su encuentro. Si eres derrotado y sobrevives yo mismo te atravesaré con mi espada o no… mejor aún… te cubriré de cadenas y te regalaré a Roma a la que pediré que, a cambio, interceda por mí ante el avance de Pérgamo; pero si vences, si vences, te prometo que nadie te molestará jamás en mi reino y que aquí podrás permanecer tanto tiempo como desees, sin necesidad de que pagues con más oro tu estancia en mis tierras. Ésa es mi decisión.
Aníbal afirmó con la cabeza una sola vez. Prusias lo aceptó como suficiente prueba de aceptación, junto con los dos sacos adicionales de oro que los hombres del general africano trajeron al cabo de un rato. No hubo tiempo para comidas ni celebraciones, pues Aníbal pidió ser conducido de inmediato al puerto de la ciudad para poder ver la flota del rey Prusias. Fue allí donde Aníbal, Maharbal y el pequeño grupo de veteranos que aún le seguía desde Cartago comprendieron que todo estaba perdido.
Los barcos del ejército de Bitinia eran escasos y, en su mayoría, necesitaban reparación. Aníbal trepó por una estrecha pasarela a la que se suponía que debía ejercer de nave capitana. El suelo estaba sucio, las maderas carcomidas en muchos lugares y el olor a pescado podrido anunciaba a qué se había dedicado el buque los últimos años y confirmaba el poco interés de los marineros por mantener aquel navío con dignidad. Aníbal se pasó la mano izquierda por la barba mientras escrutaba con su ojo sano las tres docenas de barcos varados en el puerto. Maharbal miraba con el mismo desánimo en su rostro. Tras ellos, un oficial del ejército de Bitinia les acompañaba por orden del rey Prusias.
—¿Están todos igual? —le preguntó Aníbal.
—Me temo que sí —respondió el oficial con un tono débil que denotaba la vergüenza que sentía. Su rey lo gastaba todo en banquetes mientras que un cada vez más débil ejército debía mantener las fronteras de un reino acechado por el poderoso Eumenes de Pérgamo. Para aquel oficial, aquel general extranjero, tal y como había vaticinado en la corte real, tenía razón: era sólo cuestión de tiempo que Bitinia cayera en manos del invasor.
Aníbal, por su parte, inspiraba y exhalaba el aire con profundidad. El frescor del mar, ese aroma intenso de agua salada le hacía bien. Estaba cansado de huir. Lo sensato era dejar aquella región y adentrarse más hacia Oriente. Quizá la India. Allí estaría suficientemente lejos de Roma. Era una idea que volvía de forma intermitente a su mente. Su espíritu, no obstante, se rebelaba contra esa pretensión. Eumenes iba a atacar Bitinia y Eumenes era aliado de Roma. Aníbal se sabía ya demasiado débil y escaso de recursos como para poder atacar Roma de nuevo, pero quizá aún pudiera morder con fuerza a uno de sus vasallos. Eso siempre le produciría algo de placer. Se apoyó en la baranda del barco y ésta se vino abajo. Maharbal, rápido de reflejos, asió por la cintura a su general y así evitó que cayera al agua. Aníbal se recompuso en un instante y Maharbal se separó de inmediato.
—Eumenes no tiene por qué molestarse en atacar la flota de Bitinia —dijo Aníbal sacudiéndose alguna astilla perdida de su larga capa de campaña—. Le bastaría con esperar a que estos barcos se hundan solos. —Los soldados africanos detectaron en el tono rudo de su general que Aníbal estaba enfurecido, por haber perdido el equilibrio, por haber necesitado de ayuda para no caer al mar, por no tener con qué luchar. No era un comentario de broma. Nadie rio. El general descendió del barco y paseó por el puerto seguido de cerca por sus hombres y el oficial del rey Prusias.
Los muelles estaban cubiertos de polvo. Hacía semanas que no llovía en la costa sur de la Propóntide. El sol del mediodía empezaba a resultar tórrido. De pronto, una especie de cuerda, medio enrollada en el suelo, justo frente al general, pareció cobrar vida y salir disparada en busca de refugio entre una montaña de cántaros de barro vacíos apilada junto a uno de los almacenes del puerto.
—Serpientes —aclaró el oficial del rey Prusias—. Eso es lo único que tenemos aquí en abundancia. Serpientes venenosas y mortales. Un incordio que se acrecienta con esta larga sequía. Bajan de las montañas al puerto en busca de comida. Pescado podrido, deshechos, lo que sea. Yo no metería la mano en uno de esos cántaros ni por todo el oro del mundo.
Aníbal se detuvo y con él el resto de la comitiva. El general púnico se quedó mirando la enorme pila de cántaros de barro en donde la serpiente se había escondido. La flota era insuficiente y en pésimo estado, el armamento escaso y los oficiales de Bitinia estaban desorientados. Acometer un enfrentamiento naval contra la bien organizada flota de Pérgamo era un suicidio. Aníbal miró hacia el mar. Miró hacia las montañas. Un combate imposible o huir de nuevo. Miró al suelo.
Maharbal se retiró un par de pasos junto al resto de soldados púnicos y, por inercia, el oficial de Prusias hizo lo mismo. Aníbal puso los brazos en jarras mientras seguía mirando a las montañas. Los africanos conocían ese gesto en su general. Estaba a punto de tomar una decisión. El oficial del rey de Bitinia no entendía qué sentido tenía mirar hacia las montañas cuando lo que se preparaba era una batalla naval.
Aníbal seguía escrutando desde la proa de la nave capitana la brumosa línea del horizonte marino. Al virar alrededor de una larga lengua de tierra que se adentraba en el mar, las dos flotas se encontraron frente a frente. Tanto los barcos de Bitinia como los de Pérgamo detuvieron sus remos y plegaron las velas. Aníbal aprovechó la ocasión para enviar a un grupo de marineros con un mensaje para el rey de Pérgamo. Maharbal se acercó por la espalda y le preguntó al general con un tono que ponía de manifiesto su confusión:
—No pensé que fuéramos a negociar —dijo el veterano lugarteniente.
Aníbal sonrió y respondió sin volverse, sin dejar de mirar cómo indicaban los soldados de Pérgamo a los marineros del bote de mensajeros dónde debían dirigirse.
—Y no hemos venido a negociar, querido Maharbal —aclaró Aníbal, y entonces se dio la vuelta y le miró a la cara con la amplia sonrisa trazada sobre su faz—. Sólo quiero saber en qué barco se encuentra el rey Eumenes.
Maharbal asintió y sonrió también. Era la más vieja de las estratagemas, pero no por ello dejaba de ser efectiva: enviar mensajeros a negociar para simplemente saber dónde está el general en jefe del ejército o, como era el caso aquel día, el almirante al mando de la flota enemiga, que no era otro que el propio rey de Pérgamo. El bote con los mensajeros avanzó entre varios barcos enemigos hasta detenerse junto a uno de los más grandes. Allí entregaron un mensaje de Aníbal escrito en griego sobre una pequeña tablilla de madera recubierta de fina cera.
—¿Qué has escrito en la tablilla? —preguntó Maharbal.
—Que se retire o hundiré su flota —respondió Aníbal, pero como si hablara para sí mismo.
Eumenes, rey de Pérgamo, aliado de Roma, vencedor en Magnesia, leyó la tablilla abriendo los ojos de par en par. Luego echó la cabeza hacia atrás y sus carcajadas resonaron por todo el barco. Los marineros de Bitinia, que aguardaban la respuesta del rey enemigo embarcados en el pequeño bote con el que habían cruzado entre las poderosas embarcaciones enemigas, miraban asustados a un lado y a otro. No tenían claro que fueran a regresar con vida de aquella misión. De pronto vieron que el mismísimo Eumenes se asomaba por el lado en el que estaban varados, aguardando respuesta, y les lanzaba su réplica al mensaje recibido entre los gritos y risas de sus hombres.
—¡Decid a ese loco de Aníbal que Pérgamo ya le ha derrotado en el mar y en tierra en el pasado y que hoy vamos a terminar la tarea que Roma siempre deja sin hacer! ¡Decidle a ese general extranjero que os dirige que hoy es el día de su muerte!
Aníbal no esperó a que le llegara la respuesta de Eumenes. En cuanto el bote de mensajeros se encontró a medio camino entre una flota y otra, ordenó que una decena de sus buques se lanzaran contra el barco del rey de Pérgamo. La maniobra cogió por sorpresa a la flota enemiga, que no esperaba una concentración de tantos barcos de Bitinia contra la nave de su rey. Así, los de Pérgamo sólo pudieron interponerse entre cuatro de los buques que remaban hacia su rey, pero el resto, media docena de barcos bitinios, avanzaba contra el barco del rey Eumenes sin mayor interposición. Todos, en ambos bandos, comprendían que Aníbal buscaba descabezar la flota enemiga sin importarle cómo pudiera desarrollarse la batalla naval en el resto de frentes. Eumenes de Pérgamo veía cómo su barco iba a ser rodeado por las naves al mando de Aníbal. Sabía que en total tenía más y mejores barcos y que estos seguramente podrían imponerse al enemigo con facilidad, pero ahora era su propia vida la que estaba en juego, además de que si él, el rey, caía, el golpe a la moral del resto de la flota sería tremendo. La mente de Eumenes trabajaba con rapidez. A cada momento le importaba menos el desenlace de la batalla y se preocupaba más por su seguridad personal.
—¡A babor, por todos los dioses, remad hacia la costa! —aulló a sus marineros.
Eumenes era un general astuto. Había traído consigo tropas de infantería para ejecutar su plan de invasión de Bitinia y éstas habían estado avanzando por las playas de Anatolia en paralelo con la flota. El barco de Eumenes, mejor diseñado y mantenido que sus perseguidores de Bitinia, alcanzó las arenas de Asia con tiempo suficiente para permitirle desembarcar y refugiarse entre varios miles de guerreros de Pérgamo que se concentraban en la playa para proteger a su rey. Aníbal vio como su plan de acabar con el rey enemigo había fracasado. Y para poner las cosas aún peor, mientras tanto, a sus espaldas, la flota de Pérgamo había maniobrado y se lanzaba contra los mal equipados barcos de Bitinia. Maharbal y el resto de oficiales que rodeaban a Aníbal tragaban saliva.
—¡Estamos perdidos! —dijo el oficial en jefe de las tropas de Bitinia embarcadas en aquella flota de destartaladas naves. Aníbal se dio la vuelta y le miró con seriedad. El oficial calló. El general púnico apretaba los labios mientras miraba a su alrededor. En el centro de cada barco había hecho levantar una pequeña catapulta y junto a ella se apilaban decenas de cántaros de tamaño medio, de no más de dos pies. Aparentemente poco daño podían hacer aquellos proyectiles huecos en los robustos barcos del enemigo.
—¡Que empiecen con el lanzamiento de cántaros ahora mismo y que apunten bien, por Baal!
Los oficiales bitinios y los soldados africanos embarcados en la nave capitana de la flota enviada por el rey Prusias a detener el avance de los buques de Pérgamo transmitieron las órdenes con celeridad. Sabían que les iba la vida en ello. En cada barco bitinio se cargaban las catapultas, se apuntaba con cuidado y se lanzaban los cántaros. En la primera andanada la mayoría cayó sobre el mar hundiéndose como los puñetazos inofensivos de un niño pequeño cuando lucha contra un adulto. Sólo unos pocos cayeron sobre los barcos enemigos. Aníbal había ordenado llenar de tierra los cántaros hasta la mitad, lo que aumentaba un poco la potencia de aquellos improvisados proyectiles, pero aun así, los cántaros se hacían añicos sobre las cubiertas de las naves enemigas sin apenas causar daño alguno. Los marineros de la flota de Pérgamo asistían primero sorprendidos y luego con grandes risas a la inútil maniobra del enemigo. Eumenes lo contemplaba todo desde la playa, protegido por su ejército de tierra.
—¿Qué lanzan? —preguntó. Nadie supo qué responder, hasta que fue el propio rey el que se respondió a sí mismo—. Sea lo que sea no parece que nuestros barcos se hundan. —Y lanzó una poderosa carcajada. La victoria estaba cerca, muy cerca. Y desarbolada la flota enemiga, Bitinia caería como quien recoge fruta madura. Toda la campaña sería un auténtico paseo militar.
En alta mar, los marineros de Pérgamo también reían mientras sus barcos se acercaban cada vez más a la flota enemiga. El absurdo lanzamiento de cántaros proseguía como esa lluvia que molesta pero que no impide que sigamos con nuestros objetivos.
Entre tanto, en la flota de Bitinia, todos esperaban la orden del almirante en jefe. Aníbal sentía las miradas de todos clavadas en su cogote.
—Un poco más… esperaremos un poco más… —se decía a sí mismo, en voz baja—. Ya casi los tenemos, ya casi… —Y se volvió hacia Maharbal y gritó con todas sus fuerzas—: ¡Ahora, por Baal, ahora! ¡Los cántaros de las bodegas!
Los marineros bitinios descendían entonces raudos a las bodegas de sus embarcaciones y emergían de las mismas con nuevos cántaros que transportaban con los ojos inyectados de horror. Los depositaban sobre la cuchara de cada catapulta, apuntaban y disparaban hacia el enemigo.
Los barcos de Pérgamo notaron que la lluvia de cántaros medio llenos de tierra se había detenido por unos instantes para ser reiniciada de nuevo. No le prestaban ya mayor atención. Estaban tensando los arcos y preparando las flechas unos, mientras el resto se apilaba en las cubiertas dispuestos al abordaje de cada nave enemiga. La batalla iba a ser corta. Antes del mediodía estarían celebrando un festín en la playa junto a su rey. Fue entonces cuando llegó el horror desde las entrañas del cielo. Nuevos cántaros caían sobre la cubierta de las naves, pero al quebrarse no salía arena de ellos, sino un centenar de serpientes venenosas de cada proyectil. Si en una nave caían cuatro cántaros eso significaba que la cubierta se veía de pronto recorrida por cuatrocientas serpientes venenosas, todas aterrorizadas y algunas heridas por el impacto que buscaban huir de no sabían dónde y que en su locura mordían a cualquier ser vivo que se les cruzara en el camino. Los soldados y marineros de Pérgamo al principio sólo acertaban a escuchar el grito de algunos compañeros que aullaban de dolor y que luego se retorcían en el suelo como petrificados o con convulsiones extrañas. Tardaron un tiempo en entender lo que estaba pasando. Demasiado tiempo.
—¡Apuntad a los pilotos, a los navegantes! —aulló Aníbal henchido de furia.
Y así hicieron.
Y así, los timoneles, al ser mordidos por las serpientes, abandonaron sus puestos y al poco rato todas las naves de la gran flota de Pérgamo navegaban descontroladas y sin rumbo, llegando incluso algunas a chocar entre ellas haciéndose añicos por el impacto. En otros barcos, muchos optaban por lanzarse al mar para escapar del infierno de las mordeduras mortales de las serpientes en un vano intento por alcanzar una orilla que estaba demasiado lejos. En medio de aquel desastre, los bitinios se repartían el trabajo de forma metódica: unos seguían lanzando los temibles cántaros henchidos de serpientes mientras el resto acribillaba con lanzas y flechas a los exhaustos nadadores de Pérgamo. Era como cazar atunes apresados en una gran red. El agua empezó a empaparse de rojo. Y, como si Baal se hubiera congraciado de nuevo con su veterano súbdito, aparecieron centenares de tiburones avisados por la sangre de los heridos y los muertos. Los bitinios dejaron de disparar flechas al mar. Ya no hacía falta.
Aníbal se dio la vuelta buscando a Maharbal. Absorto como había estado en dirigirlo todo, el general cartaginés no se había percatado que pese a su confusión, los soldados de Pérgamo habían lanzado varias andanadas de flechas que habían surcado el aire por encima de las cubiertas de los barcos bitinios, hiriendo a muchos y matando a otros tantos, pero en la vorágine de la victoria aquello era un mal muy pequeño. Sin embargo, el valor de una herida siempre es subjetivo. Aníbal se volvió buscando a Maharbal y no lo vio. Se dio cuenta entonces de que media docena de sus hombres se arremolinaban junto al cuerpo de uno de los suyos. Aníbal parpadeó un par de veces con su ojo sano. Comprendió que ni siquiera en esa ocasión los dioses se iban a apiadar de él y permitirle disfrutar de su última victoria. Aníbal se acercó despacio al cuerpo del oficial púnico abatido por varias flechas enemigas. Sus hombres se alzaron y dejaron que el general, solo, se arrodillara frente al cuerpo de Maharbal. Dolía aún más por lo inesperado, por lo absurdo, después de tantas batallas, unas flechas perdidas, allí, en los confines del mundo, después de un victoria tan magnífica. Aníbal vio que Maharbal aún respiraba. Tenía los ojos cerrados pero, de pronto, los abrió un instante y miró a su general.
—Ha sido… una… gran… victoria —dijo, y volvió a cerrar los ojos, pero Aníbal veía que el pecho se movía, aún respiraba.
—¡El médico! —exclamó el general mirando hacia sus hombres. Luego se volvió hacia su oficial caído y le habló al oído—: Una gran victoria, Maharbal, y tú has de celebrarla con nosotros, con todos, en tierra firme, al calor de una buena hoguera, con vino, con mujeres. Una gran fiesta, Maharbal.
Pero Maharbal sacudió la cabeza con lentitud, con esfuerzo.
—Por primera vez… mi general, por primera vez… no puedo cumplir una orden de… de mi general…
—¡Por Baal! —gritó Aníbal, y sacudió el moribundo cuerpo de su oficial, de su eterno segundo, de su hombre de más confianza, con el que había combatido en Hispania, en Italia, en África, en Asia—. ¡Por Baal, no me puedes dejar solo! ¡No me puedes dejar solo! ¡No puedes, Maharbal! ¡Te lo ordeno, te lo ordeno! —Y sacudió una vez más el cuerpo inmóvil que sostenía en sus brazos. La sangre de Maharbal empapaba ya la ropa de Aníbal, pero Aníbal no dejaba de abrazar a su mejor oficial y hundió su rostro entre las heridas de las que no dejaba de brotar sangre aún caliente—. No me dejes solo, no me dejes solo —repetía Aníbal entre un sollozo extraño, contenido, que hizo que todos los hombres se alejaran. Llegó un médico, pero ya desde la distancia el hombre vio que no había nada que hacer y nadie se atrevía a interrumpir aquel largo y fuerte abrazo con el que Aníbal mantenía fuertemente asido junto a su pecho a Maharbal—. No me dejes solo… no me dejes solo…
Eumenes asistió impotente a la masacre de su flota. Pérgamo no había sufrido una derrota naval similar jamás. No era el fin de su poder, pero sí el fin de su aventura de conquistar el reino de Bitinia. Con su ejército de tierra podía preservar las fronteras de Pérgamo, pero no extenderlas, no hasta que reconstruyera la flota y eso llevaría tiempo, llevaría años. Estaba ofuscado por la rabia y el odio. No era un loco, pero, desde Magnesia, se había acostumbrado a vencer y aquella derrota era un plato demasiado amargo para digerir con sosiego. Necesitaba una satisfacción. Necesitaba venganza.
Al fin, uno de sus consejeros se acercó al rey y se atrevió a interrumpir su silencio.
—¿Qué hacemos, mi rey?
Eumenes de Pérgamo le miró con las facciones marcadas por una furia que infundía pavor. El consejero dio uno, dos pasos hacia atrás. Todos dejaron un espacio entre ellos y el rey, pero Eumenes no gritó, ni volcó su ira contra sus oficiales. Su pensamiento había discernido el único camino a seguir.
—Llamaremos a Roma. —Y esbozó la sonrisa del que se sabe vencedor en el largo plazo, vencedor pese a estar en la derrota absoluta en aquel momento—. Llamaremos a Roma y les diremos dónde está Aníbal. Eso será suficiente.