Iudicium populi: segundo día
Roma, 19 de octubre de 187 a. C.
En el segundo día del juicio contra los Escipiones pasó algo que parecía de todo punto imposible: aún había más gentío congregado en el Comitium y en todas las calles adyacentes. Si en el primer día la muchedumbre se había extendido hasta el Templo de Vesta, punto ya bien alejado y sin ninguna visibilidad sobre lo que ocurría en el Comitium, más al noroeste, el segundo día de juicio había gente arracimada por todo el foro, hasta bien pasada la Casa de las Vestales y llegar incluso a las puertas del mismísimo Templo de Júpiter Stator a la entrada de la Nova Via[*]. Eso por el sur, pues en el norte de la ciudad el gentío que había venido por la Via Flaminia era tal que varias patrullas de triunviros y legionarios de las legiones urbanae habían tenido que detener a muchos de los que querían entrar en la ciudad al pie de las murallas de Roma, en la Porta Fontus y en la Porta Carmenta. Y es que se juzgaba a Publio Cornelio Escipión, a alguien que no sólo salvó a Roma de la constante y permanente sangría a la que les tenía sometidos Aníbal, sino a alguien que había rescatado de ese mismo furor y horror de la guerra a decenas de miles de ciudadanos de las ciudades próximas a Roma y, no tan próximas también. Además, el preceptivo día de descanso había permitido que simpatizantes de los Escipiones llegaran a Roma desde los más diversos puntos de Italia, especialmente desde las ciudades aliadas más cercanas, como Alba Fulcens, Teanum, Clusium o Crotona; y no sólo eso, sino que ese día de más, había dado tiempo a que quienes habían empezado su camino hacia la capital ya durante el primer día de juicio, partiendo desde lugares algo más alejados, pudieran llegar hasta la misma Roma para apoyar a quien les había llevado hasta la gloria del triunfo desde la más profunda miseria del abandono y el destierro. Muchos de ellos eran veteranos de las legiones hispanas de Escipión y de las legiones V y VI de África, que venían desde Etruria en el norte, desde ciudades como Arrentium o Sena Gallica, pero también desde el sur, de Beneventum, Capua o Ñola. Muchos de ellos disponían de tierras que ahora disfrutaban como propietarios en las diferentes colonias romanas de Italia, algo que hasta el propio Catón, en el pasado, favoreció, fomentó y permitió porque al entregar estos terrenos a los veteranos de Escipión conseguía alejar de Roma a ciudadanos que siempre votarían y respaldarían al princeps senatus. Ahora muchos de ellos estaban allí. La estrategia de Publio era más eficaz de lo que podría haberse pensado en un principio. Escipión no buscaba simplemente ganar el iudicium populi, algo que podría haber conseguido ya el primer día. No, Catón veía ahora con claridad que lo que Escipión quería era humillarle total y completamente en público. Catón lo observaba todo con creciente perplejidad, pero siempre tomando buena nota de cada detalle para poder aprender para el futuro. Si hacía dos días las legiones urbanae habían estado lentas a la hora de tomar posiciones para controlar el orden público, en esta segunda jornada del proceso, el pretor urbano había estado más atento y competente y la presencia militar en el Comitium y en todas las calles aledañas era mucho más numerosa; sin embargo, los refuerzos, por así decirlo, para los Escipiones, que estaban entrando por muchas de las puertas de Roma, eran incontenibles según le habían informado en la Porta Capena[*], hasta donde Catón se había acercado para ver con sus propios ojos aquel mar de gentes que se acercaban a Roma a defender a su ídolo sagrado, al general de generales. Allí mismo se veía media docena de cadáveres de los unos y los otros, pues varios centenares de veteranos de Escipión habían arremetido contra los legionarios y se habían abierto paso a golpes primero y, a lo que se ve, con derramamiento de sangre después. Estaba claro que en esta nueva jornada aún sería más imposible que en la anterior tan siquiera pensar en que el pueblo pudiera aceptar alguna sentencia que no fuera otra sino una absoluta y total exculpación de los acusados de todos los cargos imputados.
Catón se dirigió entonces al Comitium y ocupó su espacio en el centro de la gran plaza, próximo a donde deberían volver a situarse los acusados. De pronto un griterío se extendió por toda la explanada. Catón se dio la vuelta y vio llegar a los Escipiones aún más resueltos y convencidos de su victoria que durante la primera jornada del proceso. No era para menos. El pregonero iba a convocar a los acusados, pero Publio Cornelio se saltó esa parte de la tradición y se situó en el centro de la plaza, mirando a los Rostra con tal intensidad, que el pregonero no se atrevió ni a musitar una sílaba. Para Catón estaba claro quién mandaba allí, quién controlaba los tiempos de aquella farsa de iudicium populi y estaba claro quién iba a salir indemne de todo aquello.
Publio tomó la palabra de inmediato, como el general que sabe que un ataque de madrugada, antes de que el enemigo haya tenido tiempo no ya de posicionarse, sino incluso de desayunar, era la mejor forma de acabar con la oposición del modo más expeditivo y enérgico.
—Soy Publio Cornelio Escipión, dos veces cónsul de Roma y ahora princeps senatus en el cónclave que reúne a los patres conscripti de la ciudad. —Y señaló al edificio de la Curia Hostilia—. Se me acusa de malversar fondos del Estado, se me acusa de negociar con el enemigo para quedarme con dinero que pertenece, según dicen, a Roma, y se me acusa de pactar con el rey Antíoco de Asia, un acuerdo de paz en el que se contemplaba la liberación de mi hijo apresado por el enemigo. Se me acusa de cargos que podrían comportar traición al Estado. —Y calló un instante; el efecto de sus palabras fue poderoso: al presentar los cargos finales de la acusación, los que quedaron sin respuesta la primera jornada, de forma tan comprimida y severa, el silencio se apoderó de la muchedumbre. Publio sabía que magnificar la acusación para luego hacerla añicos en su respuesta causaría aún más furor entre las masas del pueblo atestadas de simpatizantes a su causa, a su familia, repletas de viejos veteranos de las campañas gloriosas del pasado—. Vayamos con lo que yo creo que es lo más grave: se me acusa de querer salvar a mi hijo preso del enemigo. Y pregunto yo, ¿quién de entre los presentes no buscaría alguna forma de negociar con el rey enemigo para encontrar una forma mediante la que salvar de la muerte a tu propio hijo, y más aún cuando éste es el único hijo varón? Insisto, ¿quién de los presentes no haría algo así? —Y Publio sabía que si esperaba serían muchos los que iban a proclamarse en voz alta como ciudadanos que así lo harían y fue rápido para evitar esa interrupción; quería esa idea en la mente de los que le escuchaban, pero no quería, de momento, una interrupción—. Todos, sé que todos los presentes buscarían alguna forma de negociar, siempre procurando no menoscabar la lealtad a Roma. Sea. Es lógico. Lo entiendo, pero os diré lo que yo hice: actué de la única forma que podía hacer. Actué como senador de Roma, actué como asesor del cónsul de Roma y no como padre. Me sobrepuse a todo el dolor que suponía anticipar la segura muerte de mi hijo y lo hice porque como representante de Roma no puede uno mostrarse débil, sujeto a chantajes del enemigo y así, cuando Antíoco me propuso pactar para liberar a mi hijo yo le respondí, sangrando por dentro en mis entrañas con un dolor que no acierto a describir, le respondí que un senador de Roma no negocia bajo presión. Le dije que debía liberar a mi hijo, por respeto a lo que mi cargo representaba, pero no pacté con él. —Aquí Publio, con rapidez, pasó por alto su propuesta a Antíoco de perdonarle la vida si era derrotado si antes liberaba a su hijo; todo no podía decirse y no dejaba de ser cierto que se había negado a aceptar el resto de condiciones que proponía el rey de Siria, entre ellas una humillante retirada de las tropas de Roma; ante el pueblo y en medio del más tumultuoso iudicium populi era mejor no atender a matices—. Me negué y lloré amargamente esa noche como no lo había hecho en toda mi vida. Y ¿cómo me quiere pagar Roma ahora aquel sacrificio, cómo quiere ahora Roma pagarme el hecho de que antepusiera a Roma misma a la seguridad de mi único hijo varón? Con las más terribles acusaciones. ¿Es eso en lo que Roma se ha convertido ahora? ¿Es así como Roma pretende recompensar a los magnos sacrificios de sus generales? ¿Es ése el modo en que queremos que los nuevos generales de Roma crean que se verán recompensados en el futuro?
—¡Noooooooo…!
—¡No, por todos los dioses, no!
—¡No, Roma no es así!
Y un desbordante tropel de voces incontenibles resonó en la atestada plaza del Comitium negando que Roma fuera a recompensar de ese modo a sus generales, a esos generales que anteponían a Roma a cualquier otra cosa o persona que les fuera preciada. Publio se paseó, casi petulante, por delante de Catón, Spurino, Quinto Petilio, Lucio Valerio Flaco, Graco y el grupo de senadores que promovían las acusaciones de las que se estaba defendiendo. Cuando el griterío empezó a remitir, retomó la palabra:
—Antíoco III de Siria liberó a mi hijo, pero lo hizo por respeto a mi dignidad de representante de Roma, nunca a cambio de nada; pero queda por fin la acusación de los quinientos talentos. —Y calló de nuevo unos segundos durante los que introdujo sus manos en el complejo entramado de pliegues de su impoluta toga viril blanca y de ella extrajo con las dos manos varias decenas de monedas de oro; Catón comprendió entonces por qué le había parecido que Publio estaba más gordo—. Ahí van cien talentos, ahí otros tantos, trescientos —continuó hablando mientras arrojaba por el suelo las monedas de oro con la efigie del derrotado rey de Siria—, cuatrocientos y quinientos. —Las monedas quedaron desperdigadas a los pies de sus enemigos. Algunos no podían dejar de mirarlas con la lujuria del avaricioso, pero la mayoría apretaba los labios y se contenía ante aquella demagógica exhibición de poder—. Ahí están —dijo casi en voz baja mirando a Catón, y lo repitió varias veces elevando la voz y dirigiéndose a toda la muchedumbre del pueblo de Roma—. Ahí están. Ahí están los malditos quinientos talentos. ¿Los queréis? —Y volvió a mirar a sus acusadores—, pues recogedlos y ponedlos con los otros miles y miles de libras de oro y plata que mi hermano y yo hemos traído a Roma mientras dejábamos nuestra sangre y la de nuestros familiares y amigos en campos de batalla en todos los confines del mundo para hacer de esta ciudad la más temida y más poderosa de todo el mundo. Ahí tenéis los malditos quinientos talentos. ¿Creéis que a mí me importan algo quinientos talentos? ¿Queréis acaso más dinero? Ahí está el que me lleváis reclamando largo tiempo con insidias y acusaciones miserables fruto de vuestra envidia. Ahí está el maldito dinero. Yo no necesito el dinero cuando tengo al pueblo de Roma conmigo. —Y abrió los brazos y los estiró hacia la masa que le escuchaba—. ¿Quién necesita dinero cuando tiene consigo toda la fuerza y el respeto y el amor de todo el pueblo de Roma? —Y de pronto bajó los brazos y, furibundo, se dirigió a Spurino y a Catón y les habló al tiempo que se aproximaba como un león a punto de atacar—. Un pueblo al que yo y sólo yo he salvado, un pueblo por quien yo, con mis oficiales y mis legionarios me enfrenté en Zama a la mayor carga de elefantes nunca antes conocida; y mis oficiales y mis legionarios y yo mismo resistimos aquella embestida como soldados de Roma, y luego resistimos a la infantería enemiga y a las nuevas levas de africanos y cartagineses y a la caballería púnica y nos batimos al fin, cuerpo a cuerpo, contra los invencibles veteranos de Aníbal, y allí mismo, tal día como hoy —y miró al pueblo—, sí, tal día como hoy hace catorce años, vi morir a mis mejores hombres, uno a uno, en la batalla más colosal que nunca se haya luchado y que yo dirigí por y para Roma, para la misma Roma que está aquí juzgándome, y por fin, lanzo al pueblo una última pregunta: ¿qué quiere Roma: juzgarme o liberarme? ¿Qué quiere Roma: condenarme o premiarme? ¿Qué quiere, al fin, Roma: encarcelarme o celebrar conmigo en el Templo de Júpiter Capitolino la mayor victoria que nunca jamás haya disfrutado esta ciudad? ¿Cárcel o victoria?
—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria!
—¡Vayamos al Templo de Júpiter!
—¡Todos con Escipión, al Capitolio, por Roma, por Escipión!
Y para perplejidad absoluta de los cónsules, los pretores y senadores allí reunidos, para sorpresa de Spurino y Quinto Petilio, para asombro de todos los funcionarios del Estado encargados de reflejar en actas todo lo que estaba acaeciendo en aquel proceso, todos, estupefactos, vieron cómo Publio Cornelio Escipión, acompañado de su hermano, familiares y amigos, abandonaba el espacio del Comitium acordonado por los legionarios para celebrar el iudicium populi y, sin esperar a escuchar sentencia alguna, se alejaban los dos aclamados una vez más por todo el pueblo de Roma en dirección al monte Capitolio donde, a las puertas del mismo, por orden del propio Publio, se acumulaba una veintena de grandes bueyes blancos que había hecho traer ex profeso[*] para aquella jornada para celebrar en medio del inmenso clamor popular su total y absoluta victoria sobre el ejército de Aníbal, aquel ejército que durante años aterrorizó a todos los que ahora le vitoreaban y a quienes liberó del constante horror de los ataques del general cartaginés.
Marco Porcio Catón fue testigo de cómo la plaza quedó prácticamente vacía. Allí quedaron sólo un centenar de legionarios, confundidos, desperdigados por un semidesierto Comitium, junto con los pretores, cónsules y la pléyade de senadores que se mantenían fieles a la postura de Catón de que aquel hombre se estaba transformando en un incontrolable poder que debía, de un modo u otro, ser sometido. Catón sabía que había perdido, pero sabía también que el juicio, desde un punto de vista técnico, había quedado inconcluso. Aquél, sin duda, no era el día indicado para tecnicismos jurídicos, pero el tiempo todo lo enfría y la pasión del pueblo, igual que se calentaba rápido, también se enfriaba rápido. Llegaría el día en el que aquel juicio debería llegar a término. Eso sí, sería conveniente buscar otro formato, otros acusadores, otro tribunal. Quizá se tuviera que cambiar alguna ley. Era trabajo arduo sólo propio de gente con perseverancia infinita como la suya.
Marco Porcio Catón se levantó con lentitud estudiada de su asiento y se dirigió a los aún petrificados magistrados, pretores, tribunos y senadores.
—Ayer acusó Spurino a Publio Cornelio Escipión de creerse rey. Hoy os digo yo que no se lo cree. Hoy os digo yo que Publio Cornelio Escipión es rey de Roma. Y vosotros, amigos míos, todos, yo incluido, somos sus vasallos. Los tiempos de la monarquía han regresado. Tiempos en los que ni tan siquiera se concluyen los juicios. Vienen tiempos oscuros, patres et conscripti. La cuestión es ¿cuánto más estáis dispuestos a aguantar?
Y se recogió la toga que le colgaba y emprendió el camino de regreso a su villa en el campo, a las afueras de la tumultuosa Roma.