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Una nueva ciudad en los confines del mundo

Armenia, 187 a. C.

Aníbal había estado acertado tanto en su información como en su análisis, y el recién proclamado rey de Armenia, Artaxias I, le recibió con los brazos abiertos, hasta el punto de confiarle una sobresaliente misión en el corazón del joven nuevo reino.

—No sólo te acepto como consejero —le respondió un entusiasmado Artaxias a su llegada al puerto de Fasis—, sino que te voy a encomendar el trabajo más importante que deseo acometer en este nuevo período.

Aníbal, rodeado por Maharbal y un pequeño grupo de veteranos cartagineses que le habían acompañado a la recepción real, le miró interesado.

—Aníbal —prosiguió el rey—, Armenia necesita una nueva capital, una nueva ciudad, fuerte, poderosa, moderna, y situada en el centro del país. Mira aquí. —Y sobre una gran mesa donde se encontraba extendido un plano de Armenia y los reinos circundantes Artaxias señaló un punto—. Aquí, junto al río Araxes, próximos al lago Seván. Éste es el emplazamiento perfecto, justo en el centro de todos mis dominios, un amplio y fértil valle con agua en abundancia, en el corazón del reino. Aquí necesito esa nueva ciudad y allí trasladaré a todos los habitantes de Ervandashat, la actual capital. Tu misión será supervisar la construcción de esta nueva capital, en especial, todas sus defensas, sus murallas, sus torres, fosos, todo aquello que consideres necesario para proteger a Artaxata. Así llamaremos a la nueva ciudad.

Aníbal aceptó el encargo por varias razones. Primero por necesidad. Buscaba asilo y eso conllevaba colaborar en cualquier misión que se le encomendara y, segundo, recibió aquel proyecto del nuevo rey con ilusión. Después de tantos años pensando sólo en destruir al enemigo, a las interminables legiones de Roma, era un proyecto emocionante verse embarcado en la colosal empresa de levantar, de la nada, una nueva y poderosa ciudad. Así, siguiendo el curso del río Fasis, que transcurría caudaloso y seguro en paralelo a las nevadas cumbres del Cáucaso, Aníbal y sus veteranos avanzaron durante varios días hasta llegar a las proximidades del lago Seván, para entonces virar hacia el suroeste y seguir cabalgando hasta cruzarse con el enorme valle del río Araxes.

Aníbal no era hombre que se impresionara fácilmente, pero lo que allí encontraron hizo que todos los expedicionarios abrieran bien los ojos y hasta que se los frotaran un par de veces: todo el valle, fértil, tal y como lo había descrito el rey, bullía de vida. Varios campamentos y poblados de tiendas se extendían por toda la planicie, dejando un gigantesco espacio en el centro, donde millares de obreros se afanaban levantando unas enormes murallas de varias decenas de estadios de perímetro y, en cuyo centro, protegidos por aquellos emergentes muros, otros tantos millares de obreros construían una docena de gigantescos edificios de piedra.

—¡Artaxata! —dijo con orgullo uno de los guías que el rey Artaxias había puesto al frente de la expedición para asegurarse de que su nuevo consejero y sus hombres llegaran sin dilación al corazón del reino, donde su nueva capital estaba siendo construida a toda velocidad.

Aquéllos fueron días felices para Aníbal, al menos, dentro de sus circunstancias, pues el trabajo diario hizo que las turbulencias y los fantasmas del pasado se alejaran de su mente durante varios meses. Se acostaba temprano, justo después de haber compartido una buena cena junto a una gran hoguera con Maharbal y sus hombres, para, antes del alba, levantarse y desplazarse a la zona de construcción de las murallas. Sólo la ausencia de Imilce seguía mordiéndole en las entrañas y Aníbal buscaba ocupar sus pensamientos con trabajo y más trabajo en un intento por mitigar el sufrimiento de la soledad y el destierro. Así, un día asesoraba a los arquitectos reales sobre la mejor ubicación de las torres de defensa y las puertas de entrada a la ciudad. Aconsejó el uso de piedra y argamasa en lugar de adobe, y se aseguró de que junto a cada torre y a cada puerta se construyeran caballerizas para que cada sección del muro dispusiera de diferentes guarniciones de soldados repartidas de forma equilibrada, de modo que ayudaran a preservar todo el perímetro con seguridad, con guerreros siempre dispuestos a defender cada sector del muro. Otros días se adentraba por entre las nuevas calles y una vez más intervenía con frecuencia para evitar que las principales avenidas fueran demasiado estrechas. La experiencia le había enseñado que una buena ciudad, para una adecuada defensa, necesita de amplios espacios por donde las tropas puedan desplazarse con rapidez de un punto a otro para acudir raudas a aquellos lugares donde su presencia fuera más necesaria. Insistió en que se evitaran al máximo las construcciones de madera y que, cuando se levantaran, se separaran lo suficiente unas de otras para evitar que el fuego enemigo pudiera convertir toda la ciudad en pasto de las llamas en pocos minutos. E insistió, no con demasiado éxito, en la necesidad de distribuir agua por toda la ciudad, desde el río, para que tanto la ciudad como los soldados pudieran disponer de agua en cualquier lugar de la nueva capital en todo momento, aunque aquí ya no se siguió su consejo por la enorme complejidad que significaba levantar esa red de conducción de aguas; pero, pese a todo, Aníbal estaba satisfecho. Artaxata emergía de la nada, impresionante, poderosa, casi inexpugnable y, ciertamente, algo vanidosa, en medio del valle del río Araxes. Pronto vendría el rey Artaxias de visita y el general púnico no dudaba en que la misión encomendada se estaba cumpliendo de forma satisfactoria.

La primavera, tal y como estaba programada, trajo al nuevo rey de Armenia hasta su capital. Artaxias llegó cansado y sucio. Había estado luchando cerca de las costas del océano Hircanio[15] con algunas tropas enviadas desde Siria por Seleuco, el hijo de Antíoco, recientemente fallecido, soldados que se habían unido a rebeldes en las costas de Media. El rey Artaxias había salido victorioso y las fronteras de Armenia, al igual que su independencia, se mantenían intactas, pero Aníbal, nada más ver la faz de Artaxias, que le recordó el mismo semblante serio que viera tras el funesto debate con los consejeros de Antíoco previo a la batalla de Magnesia, comprendió que algo había cambiado en el reino, algo que, sin duda, afectaba a su presencia y a su derecho de asilo.

Artaxias y Aníbal se reunieron al anochecer en la gran tienda real. El rey aún no quería entrar en la ciudad y cobijarse en el casi terminado palacio real. Deseaba compartir la inauguración de su capital con decenas de miles de ciudadanos a los que haría venir desde Ervandashat.

Aníbal llegó a la puerta acompañado por Maharbal y media docena de sus hombres, pero los centinelas armenios sólo permitieron que pasara al interior de la tienda el general púnico.

—No os preocupéis. Esperadme aquí —dijo Aníbal a un nervioso Maharbal y al resto de sus hombres que se resistían a dejar solo al general.

Aníbal entró y, escoltado por dos guardias armenios, cruzó por un largo pasillo plagado de pieles de carnero, león y oso hasta llegar a una amplia sala donde el rey, junto con varios consejeros, compartía mesa con abundante comida y bebida. Había también música, danzarinas hermosas vestidas apenas con gasas de seda y una docena de esclavas sirviendo bebida con profusión entre todos los comensales. El rey se había lavado y relajado y tenía el rostro más tranquilo, pero la mirada tensa que le dirigió nada más verle confirmó a Aníbal que había malas noticias para él. Sólo entonces se dio cuenta Aníbal de que, anhelante como había estado por olvidar el pasado reciente, no se había preocupado como en Creta o en otras etapas de su periplo en mantener las frecuentes conversaciones con los mercaderes de todo el mundo que por allí pasaban, para mantenerse bien informado sobre los cambios del mundo. Ahora esos cambios le amenazaban y él no tenía toda la información necesaria para reaccionar. Se hacía viejo.

Artaxias I de Armenia dio un par de fuertes palmadas y la música cesó, las bailarinas, como perseguidas por los espíritus del inframundo, salieron despavoridas de la sala y todos los consejeros se levantaron, se inclinaron ante su rey y se esfumaron por el mismo pasillo y con ellos se marcharon también todas las esclavas. Al instante, Aníbal y el rey de Armenia quedaron a solas.

Aníbal esperó en silencio, en pie, frente al monarca. Artaxias le indicó con la mano que tomara asiento frente a él. El general cartaginés aceptó y aguardó mientras Artaxias apuraba su copa de vino.

—Debes marcharte, Aníbal —dijo el rey, al fin, mientras depositaba el cáliz vacío sobre una mesa repleta de restos de comida. El cartaginés iba a responder, pero el rey se anticipó y prosiguió hablando—: Me has servido bien, si es eso lo que vas a decirme. No soy ni un idiota ni un desagradecido. Comprendo que tras años de servicio al estúpido de Antíoco hayas llegado a la conclusión de que todos en Asia son soberbios e inútiles, pero espero que sepas ver la diferencia entre ese rey loco y perdido y mi propia forma de gobernar. He visto poco, sólo un poco, de Artaxata, pero lo que he visto ya me hace comprender que has hecho un excelente trabajo. La capital de Armenia es, sin duda, una de las ciudades mejor protegidas de Asia; de eso no me cabe duda alguna, igual que me consta que eso es, en gran medida, gracias a tu intervención. Sé que cuando se nos ataque, cuando alguna vez, si ocurre, tengamos que refugiarnos entre sus murallas, sé que deberemos mucha de la seguridad de esos momentos a tus esfuerzos. Pero, Aníbal, pese a todo eso debes marcharte: Seleuco, el hijo de Antíoco, que intenta recuperar el control sobre los territorios que su padre perdió, ya me ha atacado y volverá a hacerlo. Esta vez sólo ha enviado un pequeño contingente de tropas y he podido detenerlos en la frontera, pero sé que enviará más. Seleuco es un león herido, herido por Roma, que ahora se revuelve contra todos sus vecinos, contra todos los que antaño fuimos súbditos del imperio de su padre, quizá esclavos, y yo solo no podré defenderme. Necesito un aliado fuerte, poderoso, un amigo al que Seleuco tema, y Seleuco sólo teme a Roma.

Aquí el rey calló para permitir que su interlocutor digiriera la información. Aníbal veía que Artaxias quería seguir el camino fácil, la misma senda que había elegido Pérgamo: aliarse con Roma para siempre. Era la mejor forma de mantener a Seleuco, al nuevo rey de Siria, debilitado y sin capacidad de revolverse, una vez más, contra los nuevos reinos independientes.

—Dame hombres, déjame tus soldados —respondió Aníbal con una decisión que sorprendió al propio Artaxias—. Déjame comandar tu ejército y yo te defenderé de Seleuco. Si hay alguien que conoce bien lo que queda de ejército en Siria soy yo y te aseguro que sé cómo luchar. Lo de Magnesia no fue culpa mía, y tú lo sabes bien.

Pero aquí el rey le interrumpió con una amplia sonrisa en su rostro.

—No es necesario que me expliques lo que pasó en Magnesia. Ya sabes que yo estuve allí antes de la batalla y sabes lo que pensaba entonces. Sé que sólo la soberbia de Antíoco y las disputas entre sus generales por heredar su imperio fueron la causa de nuestra derrota. Pero el problema no es ése. Tú, como yo, sabes que Antíoco salvó de Magnesia los catafractos, y pronto su hijo los lanzará contra los reinos que se le han rebelado. Y le quedan unidades importantes de combate. Quizá no lo suficiente como para emprender una guerra a gran escala contra Roma y sus legiones, pero más que suficiente para someter a enemigos pequeños como Armenia. ¿Me pides tropas, un ejército? Me encantaría poder ofrecerte algo parecido. Entonces quizá, no, me corrijo, entonces seguro que te mantendría a mi lado como general en jefe, pero apenas puedo reunir unos pocos miles de hombres y muy pocos son buenos jinetes. Ni un general como tú podría resistir eternamente el empuje de un rencoroso Seleuco. Esa resistencia sólo haría que enervar aún más al joven rey de Siria y su venganza final sobre mi reino sería aún más dura. No. Ése es un camino muy inseguro, especialmente cuando aliarse con Roma es mucho más sencillo y requiere mucho menos esfuerzo en hombres y dinero por mi parte. Y yo, Aníbal, y eso tú mejor que nadie lo tendrás que respetar, soy un hombre práctico. No, Aníbal, a partir de ahora, mi general será Roma. Ya he enviado una embajada desde Fasis a ese efecto y ya he recibido respuesta positiva de su Senado. Otra embajada ha partido desde Roma ya hacia Antioquía para informar a Seleuco de que Armenia es independiente y aliada de Roma.

Aníbal comprendió que la decisión era más que definitiva.

—Estás cambiando un amo por otro, Artaxias. Antes servías a Antíoco y ahora serás un esclavo más de Roma.

Artaxias no se sintió ofendido y volvió a sonreír.

—Es muy posible, pero este nuevo amo está mucho más lejos y es menos exigente en cuanto a impuestos y dádivas. Lo prefiero.

Aníbal pensó en decir que Roma era menos exigente ahora, pero que tiempo al tiempo, sin embargo, aquella discusión no le llevaba a ningún sitio.

—Decías, mi rey —continuó el cartaginés exiliado—, que no eras desagradecido.

Artaxias vio que Aníbal daba por zanjado el asunto. Era el momento de pagar por sus servicios.

—Eso he dicho, sí. Me has servido bien y en consecuencia te pagaré bien, con abundante oro y plata que, estoy seguro, te será de gran utilidad en tu nuevo viaje. El oro siempre abre caminos donde parece que todo estaba cerrado.

Aníbal asintió pero no dijo nada. El rey había esperado alguna palabra de agradecimiento, porque, aunque era justo pagarle bien, también podría expulsarlo como a un perro. Aquel cartaginés era un hombre de gran orgullo. Artaxias respiró despacio un par de veces. En cualquier caso, aquel general se había ganado el derecho a ser orgulloso con su esfuerzo en la guerra, en muchas guerras.

—También te ofrezco escolta hasta el puerto de Fasis —prosiguió el rey de Armenia—; y allí tendrás a tu disposición una nave para que te conduzca adonde tú decidas. Ésa es una posibilidad.

Aníbal le miró intrigado.

—¿Hay otro camino?

—Mis hombres te pueden conducir hacia la frontera del este y puedes buscar suerte en el lejano Oriente.

—¿La India? —dijo Aníbal, pero en voz baja. Aquélla era una ruta totalmente desconocida y un pueblo del que apenas sabía nada. Quizá allí pudiera ser más apreciado o tener posibilidades de subsistencia al servicio de algunos de los emperadores indios. Artaxias quebró sus pensamientos con palabras.

—Claro que mi consejo sería que fueras de regreso hacia occidente, a Asia Menor. Me consta que en Bitinia, el rey Prusias te recibirá con los brazos abiertos.

Aníbal meditó sobre el consejo de Artaxias. El reino de Bitinia pugnaba, igual que Armenia, por mantener su independencia, pero el enemigo primordial de Bitinia no era Seleuco, quien tras la derrota de Magnesia, poco influía ya en Asia Menor. No, el enemigo del rey Prusias sería el emergente poder de Pérgamo, la ciudad más beneficiada por la victoria romana de Magnesia. Desde Pérgamo, el rey Eumenes II quería gobernar toda Asia Menor y sólo unos pocos estados se resistían, entre ellos Bitinia. Artaxias siguió explicando el motivo de su consejo, complementando las ideas del propio Aníbal.

—El rey Prusias lucha contra Pérgamo y Pérgamo es aliado de Roma. Bitinia es uno de los pocos reinos cercanos que estarán dispuestos a contar con tus servicios, pues, de cualquier modo, mientras no se rindan, se ven obligados a luchar contra un aliado de Roma, que es lo mismo que luchar contra Roma.

Aníbal asintió una vez más. La propuesta del rey de Armenia era razonable y la oferta de dinero, escolta y un barco, teniendo en cuenta que no era más que un exiliado de guerra, generosa.

—Creo que el rey de Armenia ha hablado sabiamente —respondió Aníbal con tono sereno—; seguiré tu consejo y agradezco tu generosidad para con mi persona y mis veteranos. Saldré al amanecer, a no ser que dispongas algo diferente, y en pocos días estaré fuera, lejos de Armenia.

—Al amanecer está bien.

Aníbal se levantó, se inclinó ante el rey e iba a dar media vuelta cuando Artaxias se dirigió a él una vez más.

—Me queda una pregunta. —Aníbal permaneció en pie ante el rey, atento. Artaxias planteó su cuestión—: ¿Crees que Armenia, mi reino, tiene alguna posibilidad de resistir contra el enemigo? Valoro tu opinión. Has disputado muchas batallas y dirigido guerras enteras. Tienes más experiencia que yo. Me interesa lo que digas y me gustaría que fueras sincero.

Aníbal meditó cuál debía ser el sentido de su réplica con tiento. Por un lado no podía evitar sentirse halagado por que el propio rey reconociera su superioridad en el terreno militar, al menos. Por otro lado, sinceramente, no estaba convencido de la viabilidad de aquel reino: Armenia estaba rodeada de enemigos poderosos que ansiaban aquellos valles fértiles a las puertas del Cáucaso, entre el Ponto y el océano Hircanio y, lo peor de todo, es que por el sur no había fronteras naturales claras. No, Armenia no lo tendría fácil nunca y, en aquellos momentos, con un nuevo rey sirio rencoroso y ávido por reconquistar aunque tan sólo fueran pequeñas piezas del gran viejo mosaico del desmoronado imperio de su padre, aún menos. Claro que decir la verdad a un rey temeroso de sus enemigos… ¿podría acaso poner en peligro el cobro del oro y la plata y el apoyo de la escolta y el navío para poder llegar a Bitinia?

—Armenia será un gran reino y el rey Artaxias será recordado por las futuras generaciones de armenios. De eso estoy seguro —dijo Aníbal con rotundidad.

Artaxias le miró y sonrió algo más relajado. El general púnico volvió a inclinarse, dio media vuelta y marchó por el pasillo de acceso al exterior. En la gran tienda real levantada junto a la nueva capital del reino, Artaxias I se quedó a solas, ponderando, algo dubitativo, si aquel extranjero había dicho realmente lo que pensaba o no.