Por quinientos talentos
Roma, julio de 187 a. C.
Publio, Emilia, Publio hijo y Cornelia menor estaban a punto de tomar la cena cuando Cayo Lelio se presentó sin previo aviso. Aquello no era frecuente, pero tampoco nada que alarmara a nadie. Lelio era como un familiar más y tenía la bendición de Publio para presentarse en aquella domus siempre que lo desease. Por eso, en cuanto Emilia oyó la voz rotunda del veterano excónsul saludando a su marido, que se había levantado para ver quién llegaba a tan inoportuna hora, se limitó a ordenar a una esclava que trajeran una mesa más que debían situar frente al lectus medius[*], justo a la derecha de su marido, el lugar reservado a los invitados especialmente apreciados por la familia. Esta esclava era una ibera de mediana edad que servía en la familia desde los tiempos de las campañas en Hispania. Areté no atendía en el atrium, sino que Emilia, con la aquiescencia de su marido, la había confinado a la cocina, de donde apenas salía. Emilia sabía que tenía que transigir con la infidelidad de su marido o encararse con él y generar un escándalo. Ésas eran sus opciones. Emilia, como buena matrona romana, era alérgica a los escándalos. Al menos, la esclava griega amante de su marido había aceptado aquel confinamiento y llevaba con discreción la relación con su esposo. Era lo mínimo que Emilia, tácitamente, exigía, y ese mínimo lo cumplían tanto su marido como Areté. Otra cosa eran los sentimientos rotos. La estrecha intimidad que antaño uniera a Emilia y a Publio se había quebrado. Quedaba, no obstante, un cierto respeto del uno hacia el otro en función de lo que cada uno representaba. Sobre esa base discurría el devenir diario de su matrimonio. No era ya una base tan sólida ni amorosa como la que les uniera en el pasado, pero era razonablemente estable. Fría, distante, no exenta de tensiones, pero tozudamente resistente a deshacerse del todo.
Cayo Lelio apareció escoltado por Publio en el atrium y tanto Publio hijo como la pequeña Cornelia le saludaron con amplias sonrisas. Emilia le dirigió la palabra con calidez.
—Una interrupción en nuestra cena por una visita de Cayo Lelio siempre es una buena noticia.
—Gracias, señora, gracias. Siempre se me recibe tan bien aquí que ¿por qué no venir con frecuencia? —respondió Lelio, mientras Publio le dirigía hacia el triclinium que dos esclavos estaban situando a la derecha del suyo.
—Más a menudo tendrías que venir —apostilló Publio al tiempo que ambos hombres se reclinaban en sus respectivos lechos dispuestos a compartir la cena que los esclavos estaban sirviendo—. No nos has visitado desde las últimas kalendae[*].
Lelio se limitó a sonreír y a tomar una copa de vino que se le ofrecía por parte de un esclavo. La copa fue especialmente bienvenida no por lo que todos pensaban, el hecho conocido de que Lelio disfrutaba con el buen vino, sino porque el veterano excónsul necesitaba pensar y no tenía ganas de hablar pese a que a eso mismo había venido. Publio, buen conocedor de su amigo, no tardó en percatarse de que algo no iba bien, pues Lelio bebía, comía y no hablaba, cuando Lelio siempre se había mostrado hábil para combinar las tres actividades pese a que eso supusiera enseñar a todos algo, o mucho, de lo que estaba comiendo o bebiendo a la vez que abría su boca para hablar. Por eso, el silencio prolongado de Lelio incitó la pregunta del anfitrión de la casa:
—Me consta, mi buen Cayo Lelio, que tienes buen apetito y que siempre aprecias una copa de vino, pero tu silencio me resulta extraño y no dudo que algún motivo hay que te impulsa a mostrarte poco comunicativo cuando te encuentras rodeado sólo por amigos.
Lelio pareció sonrojarse ligeramente, pero aquello pasó mientras dejaba su copa sobre la mesa y terminaba de masticar el trozo de jabalí en salsa que se había llevado a la boca. El que fuera lugarteniente de Escipión en Hispania y África asintió despacio.
—Supongo que son muchos años juntos como para ocultar nada a mi viejo amigo —dijo Lelio en voz baja, más como un suspiro que como una frase.
—Supones bien, Lelio —insistió Publio con cordialidad, pero sin prever nada sombrío en el horizonte. Su esposa Emilia, sin embargo, sí que mostraba un marcado ceño entre los ojos. Lelio era muy hablador. Su silencio sólo podía ser presagio de algún problema, y, considerando que Lelio no era hombre que se abrumara ante pequeñeces, el problema que tendrían que afrontar debía de ser importante.
Lelio miró al suelo, luego a Publio, que le observaba relajado y, por fin, a Emilia, y comprendió que sólo ella estaba preparada para las noticias que tenía que compartir con los amigos de aquella casa.
—Los tribunos de la plebe han planteado una consulta al Senado —dijo Lelio con rapidez.
—¿Spurino y Quinto Petilio? —preguntó Publio hijo, pues Publio padre se limitó a cambiar su semblante, transformando su relajada faz en un rostro cargado de tensión contenida. Para todos los reunidos en aquel atrium, Spurino y Quinto Petilio eran dos marionetas al servicio de Catón. Emilia observaba a su marido y se percató de que Publio ya había adquirido una perspectiva clara de las posibles consecuencias de aquel anuncio de Lelio.
—¿Qué consulta? —espetó Publio padre con sequedad, no por despecho hacia su amigo, que era sólo un fiel mensajero, sino hacia la desagradable situación que iba a darse en poco tiempo ante el Senado si, como imaginaba, aquella maniobra estaba instigada por el maldito e insufrible Catón.
Cayo Lelio tragó saliva.
—La consulta está relacionada con los quinientos talentos que Antíoco anticipó como pago por los gastos y daños ocasionados por la guerra de Asia. —Y expiró aire con fuerza. Ya estaba dicho. Luego añadió más palabras pero con más control sobre sí mismo, pues lo importante ya había salido de su interior—. No se habla de otra cosa en el foro. Todos están seguros de que es Catón el que anda detrás de esto. Está buscando, una vez más, ensuciar el nombre de los Escipiones, eso es todo. Tampoco hay que darle más importancia. —Lelio intentaba tranquilizar a su amigo seguro como estaba de que en el pecho de Publio no crecía ahora otro sentimiento que el de la ira.
—Esos quinientos talentos los usamos como nos vino en gana, Lelio, y tú lo sabes. Ese anticipo era parte del botín de guerra.
—Por supuesto, por supuesto —confirmaba Lelio asintiendo de forma ostensible, casi exagerada.
—Pero todos sabemos que lo que buscan los tribunos de la plebe —continuó Publio con la voz vibrante cargada de indignación— es hacer creer a todos que esos malditos quinientos talentos pertenecían al Estado, sin duda alguna, eso es lo que subyace en esa consulta.
—Pero os pertenecían, a Lucio y a ti, padre, como botín de la batalla —interpuso Publio hijo.
—Sí, hijo, sí, pero todo puede torcerse, todo y especialmente si quienes hablan son ese detestable Spurino instruido por el miserable de Catón.
—Pero, padre, es una costumbre reconocida que los generales victoriosos dispongan de los primeros pagos de indemnización como parte del botín.
—Sí, hijo mío, pero no está escrito en ninguna ley y si vamos a la ley escrita los pagos de indemnización pertenecen al Estado, y a Lucio y a mí, a Publio Cornelio Escipión, querrán juzgarnos en base a la ley escrita y no tanto por lo que es práctica habitual. Es la misma estrategia que siguió hace unos años con Glabrión tras la batalla de las Termópilas. —Y se levantó y se situó en medio de todos con los brazos en jarras, inspirando y espirando aire con rapidez y profundidad.
Lelio se volvió hacia Emilia y la mujer interpretó, como siempre, de modo certero el significado de aquel gesto del amigo de su marido: una apelación a que interviniera.
—Publio —empezó Emilia con voz serena—, por todos los dioses, Catón sólo está usando a los tribunos para provocarte; sólo busca ponernos nerviosos con insidias; es como dices: está haciendo lo mismo que hizo en el pasado al acusar a otros amigos nuestros cuando no había pruebas de nada.
Publio asintió. Estaba de espaldas a su mujer, pero asentía mientras ella hablaba.
—Lo sé, lo sé —respondió al fin—, pero por Júpiter, ese miserable ha conseguido su objetivo. Esos quinientos talentos nos traerán problemas en el Senado. Nunca pensé en ello. Yo he ingresado más dinero que nadie en las arcas del Estado y, sin embargo, el Estado ingrato será el que me pida cuentas a mí. —Y sacudía la cabeza de un lado a otro. Emilia comprendió que Catón estaba logrando su objetivo: hacer que su marido, nervioso e indignado, acudiera al Senado a defenderse de un puro infundio, pero que, tergiversado, podía ponerlo en una situación incómoda ante las decenas de senadores envidiosos de su poder y su gloria. Emilia comprendió en un instante cuál debía ser la forma adecuada para responder a aquella provocación.
—Publio, no debes ir al Senado mañana —pronunció Emilia con rotundidad. Las miradas de todos se volvieron hacia ella—. No, no debes ir. El solo hecho de acudir hará ver a todos que das importancia a esa pregunta estúpida. Deja que vaya Lucio y que él explique la situación. Eso será más que suficiente. Si te das por aludido sólo le seguirás el juego a Catón y todos pensarán que hay más en esa acusación de lo que en realidad hay. No debes ir, esposo mío, no debes ir al Senado.
Publio negó con la cabeza un par de veces y volvió a sentarse en su triclinium. Nadie cenaba ya.
—No puedo dejar sólo a mi hermano. Todos saben que en Asia dirigíamos los dos las tropas y que tomábamos la mayoría de las decisiones de forma conjunta. Si no voy, pensarán que no le respaldo.
—Nadie pensará eso, ¡por Castor y Pólux! —replicó Emilia con rapidez—. ¿Cómo va a atreverse nadie a pensar semejante estupidez? No hay hermanos más unidos que tú y Lucio. Lucio se basta para defenderse de las insidias de los tribunos. No acudas mañana al Senado o Catón buscará el modo de lanzar todo el Senado en tu contra. Tu indignación hará que no puedas controlar tus palabras y aunque respondas con verdades como la que has mencionado antes, que eres tú el que más dinero ha ingresado en el Estado, eso no hará sino incrementar la envidia de los que buscan nuestra perdición. Publio, te lo ruego, deja que sea Lucio el que defienda a la familia mañana.
Pero Publio seguía negando con la cabeza. Emilia se sintió obligada a hacer un último esfuerzo.
—Lucio supo desenvolverse en Magnesia; mañana sabrá hacerlo igual de bien.
—En Magnesia yo estaba enfermo, ¿qué excusa he de presentar a mi hermano? ¿Que tengo miedo de Catón? ¿Yo, miedo?
Emilia bajó la mirada y calló. Nadie más se atrevió a decir nada. El pater familias de la casa de los Escipiones se levantó y, sin decir nada, sin tan siquiera saludar a Lelio, se levantó, cruzó las cortinas del tablinium y desapareció del atrium. Un silencio incómodo permaneció entre todos los comensales de aquella cena interrumpida por Lelio.
—Siento… siento haber sido portador de estas noticias, pero pensé que era mejor que Publio, que todos estuvierais al corriente antes de la sesión de mañana en el Senado.
—Y pensaste bien, Cayo Lelio —le respondió Emilia con calidez y agradecimiento—. ¿Y Lucio?
—Envié a un esclavo desde el foro mismo a su casa para que estuviera al corriente.
—Bien hecho, bien hecho. No tardará en venir aquí, igual que tú, para consultar a su hermano.
Lelio asintió y luego aproximó su rostro al de Emilia y habló en voz tan baja que ni tan siquiera Publio hijo o Cornelia menor pudieron entender lo que musitó.
—Yo también creo que es mejor que Publio no vaya mañana al Senado.
—Lo sé —murmuró Emilia como respuesta. Lelio siguió cuchicheando una vez más.
—Pero nada ni nadie podrá detener a Publio. Irá mañana y mañana se enfrentará con Catón. Son muchos años esperando este momento. Los dos llevan mucho tiempo esperando.
—Sí —admitió Emilia—, pero Catón está preparado y Publio no. Hemos de ganar tiempo, o Publio, llevado por los nervios, dirá o hará algo que dispondrá a muchos senadores en su contra.
—¿Cómo podemos evitar que Publio acuda al Senado?
Emilia permaneció en silencio ponderando la pregunta de Lelio hasta que, al fin, murmuró una última respuesta antes de despedir a Lelio.
—Yo ya no tengo ascendente sobre mi marido para influir sobre su voluntad, pero creo que alguien puede aún influir sobre él.
Y Lelio, confundido, miró hacia Publio hijo y la pequeña Cornelia. Emilia suspiró y se sintió feliz de ver que Lelio malinterpretaba el sentido exacto de sus palabras. No sería ella quien le corrigiera.