Los puerros de Catón
Roma, julio de 187 a. C.
Habían pasado ya tres años desde la incontestable victoria de los Escipiones sobre Antíoco. Marco Porcio Catón consideró que había esperado lo suficiente. Era el momento de poner en marcha toda su estrategia para debilitar y destrozar a los cada vez más poderosos Escipiones. Durante los últimos años todos ellos y todos sus amigos se habían mostrado como completamente intocables, pero era hora de empezar a hostigarles de nuevo. Había muchos senadores temerosos del poder omnímodo de los Escipiones. La envidia y el miedo de estos senadores eran su mejor aliado. Antes de Magnesia, durante la campaña de Asia, Catón supo aprovechar su prestigio ganado en Hispania y las Termópilas para atacar con éxito a varios amigos de Publio Cornelio Escipión: consiguió que se le negara el triunfo a Minucio Termo por su victoria sobre los ligures; calumnió y dañó profundamente la carrera política de Acilio Glabrión al acusarle de apoderarse indebidamente de parte del botín tras la batalla de las Termópilas y sólo Cayo Lelio, en su año consular, fue capaz de impedir que acabara con la vida pública de Emilio Régilo. Pero después de tres años, Catón había reemprendido los ataques al círculo de los Escipiones. Una vez más había acusado a un amigo de la gens Cornelia de apropiarse incorrectamente de parte del botín tras la campaña contra los etolios que se habían vuelto a rebelar. En esta ocasión Fulvio Nobilior fue el que recibió los ataques. Pero para Catón esto sólo eran las escaramuzas previas a la gran batalla y el momento del gran combate estaba maduro.
Catón, con su botín de Hispania, había adquirido gran parte de los terrenos contiguos a la gran villa del fallecido Fabio Máximo. En ese espacio había edificado una casa y levantado huertos y cultivos de todo tipo, en particular de viñedos y olivares, pero se veían también higueras, algarrobos y otros árboles frutales que lo henchían todo de una rica vegetación y que permitían que en cada estación del año quien contemplara aquellos campos se admirara siempre por la exuberante riqueza de la hacienda.
Graco había oído hablar de la creciente afición de Catón por la vida en el campo y cómo, a cada momento, el veterano senador no dudaba en alabar las virtudes y ventajas de la vida en la campiña frente a lo que él denominaba la tumultuosa vida de la ciudad.
Graco cruzó así los cultivos meditando sobre hasta qué punto llevaba razón Catón en ese planteamiento. Tiberio Sempronio Graco iba acompañado por los dos Petilios, Quinto Petilio y Petilio Spurino. Catón les había convocado a su recién edificada villa para tratar de Escipión y los sucesos acontecidos en el Senado en las semanas pasadas. Sin duda, Catón buscaba en su nueva villa discreción para un encuentro con sus más fieles seguidores. Graco no se sentía cómodo en medio de aquella eterna disputa entre Catón y los Escipiones, y menos aún después de los intercambios de cartas con Cornelia y a sabiendas de cómo su asistencia a esas reuniones había provocado la ira de Escipión hasta el punto de exponer su vida a una muerte segura en varias ocasiones durante la pasada campaña de Asia. Graco se sentía en medio de aquel combate y estaba cansado, pero seguía compartiendo con Catón la esencia de sus principios: nadie está por encima del Estado, ni siquiera el mejor de sus generales, pues cuando eso ocurra, el Estado, al menos tal y como ellos concebían la República, desaparecería. Sería el retorno de la monarquía y una monarquía implicaría un retroceso en el tiempo, el fin de las libertades de los ciudadanos libres de Roma, el fin también del poder de su familia y del resto de familias senatoriales; el fin, en suma, de una estructura que había conducido satisfactoriamente a Roma a convertirse en el centro del mundo. Si querían preservar ese rango para Roma, Roma debía defenderse de quien quisiera cambiar el sistema de gobierno del Estado. En eso estaba de acuerdo Graco con Catón. Sus métodos, no obstante, sus hirientes ataques contra Escipión en el Senado, rayando la tergiversación de los hechos acaecidos en Asia, iban, en muchas ocasiones, contra su naturaleza, pero no era menos cierto que para combatir a alguien que está dispuesto a revertir las estructuras del Estado, hay que hacerlo con gran furia y determinación o, de lo contrario, un simple gesto del enemigo a batir, apoyado por un pueblo que, en gran medida, se alineaba con él, valdría para borrarlos a todos del Senado primero, luego de Roma y, por fin, del mundo.
—Ya hemos llegado —dijo Spurino.
Graco alzó la vista del suelo. Ante ellos estaba una modesta construcción de ladrillo vigilada por un par de esclavos que custodiaban la puerta de acceso. Las ventanas eran pequeñas y, aunque se veía que era un edificio de gran extensión en su base horizontal, sólo era de una planta. Los esclavos abrieron la puerta y los tres entraron en un pequeño vestíbulo en el que se les ofreció agua para lavarse y quitarse el polvo del camino. A continuación se les invitó a pasar, guiados por otro esclavo joven, a un muy amplio atrium en el que destacaban dos grandes higueras que repartían su fragancia y frescor por todo el atrium.
Catón se levantó de una pequeña sella y se dirigió a ellos con toda la calidez de la que su natural disposición era capaz, que nunca era mucha, pero, al menos, era un tono conciliador muy diferente al que habitualmente empleaba en el Senado cuando lanzaba uno de sus furibundos ataques contra algún senador que consideraba corrupto.
—Bien, bien, qué bien que ya estáis aquí. Espero que hayáis disfrutado del paseo. Hay quien prefiere ascender hasta aquí en una cuadriga, pero creo que andando es como se aprecia la tranquilidad del campo, ¿no pensáis igual?
Nadie pensaba igual, pero todos convinieron en que las colinas donde su anfitrión había establecido su villa eran fértiles y agradables de visitar.
—Bien, bien, eso pienso yo, eso pienso, por todos los dioses. Ahora sentaos, sentaos y hablemos, hablemos de las cosas que realmente importan, luego, si queréis, os enseñaré toda la hacienda.
Varios esclavos trajeron algunas sellae más y dispusieron algo de uva, aceitunas y unos higos en una mesa que situaron en el centro.
También apareció su esposa por un breve instante, pero una mirada despreciativa de su marido hizo que ésta diera media vuelta y desapareciera por donde había venido.
—Las esposas son necesarias para dar hijos a Roma —dijo Catón con sequedad—, pero no deben interferir cuando se va a hablar de política. —De todos era conocida la animadversión de Catón contra las mujeres, de modo que nadie dijo nada y todos, menos Graco, se limitaron a asentir. Catón se excusó entonces por no disponer aún de triclinia y de todo el mobiliario necesario para hacer la residencia realmente habitable, pero estaba seguro de que la discreción era necesaria en aquella reunión y la villa ofrecía esa seguridad frente a cualquier otro lugar en la ciudad—. Mi mujer anda ahora comprando todos los muebles que necesitamos, que es de lo que debe ocuparse, y pronto esto parecerá un hogar realmente acogedor, pero de momento esto es lo que puedo ofreceros; mi esposa, la verdad, como toda mujer, carece de la virtud de la diligencia y por eso vamos retrasados con lo de los muebles, pero todos hemos sido, somos militares y estamos acostumbrados a la vida frugal, ¿no es así?
Aquí sí asintieron todos. Los Petilios tomaron algo de uva. Graco se limitó a beber agua. Seguía incómodo. Lo bueno era que sabía que Catón no divagaría por mucho tiempo y que pronto iría al grano. Así fue.
—Graco —empezó Marco Porcio Catón—, veo que tus heridas de la guerra de Asia en tus brazos y piernas ya han cicatrizado en tu piel hace mucho tiempo y me alegro de ello, pero quizá no sea el momento de olvidar las ofensas del pasado, sino el momento de cobrarse en su justa medida una venganza que, además, contribuya a preservar el Estado.
Graco dejó el vaso de agua sobre la mesa.
—Las heridas son de guerra. No hay ofensa clara sobre ellas, aunque ciertamente se me podría haber avisado con algo de tiempo sobre el asunto de los catafractos, eso es cierto.
Catón casi sonrió.
—Graco, siempre tan, tan generoso para con los enemigos. Sea. En cualquier caso, por todos los dioses, ha llegado el momento de pasar a la acción. Me consta que el descontento entre muchas familias es cada vez mayor por la aparente desfachatez con la que los Escipiones se mueven por Roma sin tan siquiera haber rendido cuentas claras de su última campaña en Asia. Ha llegado el momento de aprovechar esta corriente y hacer que esas cuentas se rindan de una vez. Ha llegado el momento de apuntar alto.
—¿Alto? ¿Cómo de alto exactamente? —preguntó Petilio Spurino sin dejar de masticar uva negra.
Catón agradeció la pregunta, pero prefirió mirar a otro lado y evitarse el espectáculo de las encías entintadas de granate de su colega. Marco Porcio Catón dejó que pasara un instante para acrecentar el impacto de su anuncio.
—Es hora de que acusemos formalmente a Lucio Cornelio Escipión y que éste dé con sus huesos en el Tullianum.
Spurino dejó de masticar. Quinto Petilio tiró el plato de uva del que estaba cogiendo nuevas piezas, y Graco, lentamente, estiró su brazo derecho, tomó el vaso de agua una vez más, y lo vació de un trago largo; dejó entonces el vaso sobre la mesa y se dirigió con decisión a su anfitrión.
—Pero no está demostrado que los Escipiones hayan malversado en la campaña de Asia.
Catón suspiró. Esperaba algunas reticencias entre sus colegas y, en efecto, allí estaban las dudas. Tenía que persuadir primero por completo a su grupo de fieles si luego quería conseguir el apoyo del Senado y las asambleas para atacar a los Escipiones con unas mínimas garantías de éxito.
—No se trata, querido amigo, de lo que hayan hecho o dejado de hacer los Escipiones. Ése es un error de base. Se trata de lo que pueden hacer, de lo que nos pueden hacer. Con cada campaña, con cada guerra, los Escipiones se hacen más y más fuertes y el pueblo les adora más. Fabio Máximo, con denostado ahínco, luchó contra esa acumulación de poder, contra esa creciente popularidad entre la plebe y, sin embargo, no consiguió detenerlos. Nosotros debemos perseverar en ese esfuerzo de nuestro gran maestro. O hacemos de contrapeso o los Escipiones gobernarán Roma, solos, para ellos, siempre. Cada día que me levanto, con cada amanecer, amigos míos, veo más y más claro que es o ellos o nosotros. —Y Catón lo repitió con énfasis—. O ellos o nosotros.
Graco no se arredró y replicó con rapidez.
—¿Y Roma? ¿Dónde queda Roma?
Catón le lanzó una mirada desafiante que Graco mantuvo sin bajar los ojos. El veterano senador de Tusculum relajó entonces las facciones del rostro y retornó a su tono más conciliador. No era el momento de enfrentarse a Graco, aún no. Máximo habría estado orgulloso de él. Eso le dio seguridad a Catón en su réplica.
—Creo, querido amigo Tiberio Sempronio Graco, que estás cansado, por eso no tomo en cuenta tus palabras. Roma, ya lo sabes, lo sabéis todos, es lo único que me mueve, lo único que me importa. La diferencia es que Escipión quiere Roma para él y su familia. Nosotros queremos preservar la Roma de nuestros antepasados para todos los ciudadanos libres de la ciudad.
Quinto Petilio y Petilio Spurino asintieron con rotundidad. Graco retomó la palabra, pero con más tiento.
—Es cierto que estoy cansado, pero entonces ¿por qué no acusar ya directamente a Africanus? —Graco vio la cara de sorpresa de los Petilios y consideró que parecía necesario explicarse—: Si todos estamos de acuerdo en que el origen del peligro para el Estado está en Publio Cornelio Escipión y no tanto en su hermano o en sus amigos, ¿por qué seguir con esta larga serie de ataques y acusaciones?
A Catón le gustó la renovada decisión de Graco, pero estaba claro que iba de un extremo a otro; era demasiado impulsivo. Eso, no obstante, era una cualidad si se sabía controlar. Catón respondió con la rotundidad del sabio.
—Porque al acusar y desbaratar así los logros políticos de los familiares y amigos de Publio Cornelio conseguimos debilitar su posición en general. A una higuera alta y fuerte no se la derriba de un solo golpe, sino que hay que dar muchos hachazos hasta que se consigue que el árbol caiga a plomo sobre la tierra; pero caerá, mi querido amigo, Publio Cornelio Escipión caerá. Puedes estar seguro de ello. Hay que saber medir los tiempos. Valoro tu decisión, Graco, pero permite que sea mi experiencia en política la que nos guíe en este complicado trayecto.
Graco no dijo más. Catón tampoco decidió alargar la conversación y cambió de tema por completo.
—Venid ahora y os enseñaré las nuevas plantas que estoy cultivando. Esta tierra es fértil y se consiguen maravillas con sólo un poco de esfuerzo y atención.
Los Petilios no tenían ningún interés por la afición agrícola de Catón, pero Graco sí sentía curiosidad por saber más del hombre que les dirigía en una lucha, el asedio a la familia de los Escipiones, que se le antojaba la campaña más difícil que podía emprenderse en aquel momento. Graco había oído que Catón estaba escribiendo incluso un detallado manual sobre agricultura.
Así Marco Porcio Catón los sacó del atrium y les hizo caminar por entre los vericuetos de las humildes casas de los esclavos de la finca, para conducirlos hasta un gran huerto donde el austero senador empezó a enseñarles con deleite sincero gran cantidad de cultivos.
Cuando pensaban que la visita había terminado, Catón les llevó hasta uno de los establos. Olía a animal de forma intensa, a oveja, a buey, a cerdo, pero había otro olor aún más fuerte que hizo que los tres arrugaran la nariz.
—¡Por Castor y Pólux! —exclamó Spurino, incapaz de reprimirse.
—Aquí tengo a los cerdos y otros animales y también a los bueyes; los bueyes mejores y los más sanos de Roma, la clave del éxito de mi producción agrícola —explicaba Catón imperturbable. Graco se dio cuenta de que el veterano senador, de tan acostumbrado como debía estar, apenas percibía aquellos olores que los envolvían—. Y aquí —añadió entrando en una estancia contigua al establo— tengo mi pequeño gran secreto. —Y, nada más entrar, se hizo a un lado para que sus invitados pudieran admirar su magna obra. La estancia estaba repleta de estantes y en todos ellos había todo tipo de frascos con hierbas aromáticas y plantas medicinales, sobre todo en las estanterías superiores, mientras que en las inferiores se acumulaban ajos, cebollas y otros tubérculos y, el origen del gran olor que los tenía a los tres algo mareados: una enorme montaña de puerros que se erigía enérgica y dominante en el centro del establo.
—Puerros, amigos míos, sí, por Hércules. —Catón hablaba exultante; Graco no lo había visto así desde no recordaba cuándo; estaba claro que aquella villa y el cuidado de las tierras y, a lo que se veía, también de los animales de la granja, era la gran pasión privada de Catón—. Los puerros son lo mejor para los bueyes —continuaba Catón sin mirar a nadie, sus ojos fijos en las plantas amontonadas, su mente absorta en su discurso—. Si un buey empieza a estar enfermo, haces una mezcla de puerros con…, bueno, con algunas otras cosas, es mi secreto, y con vino; se lo das al buey sano y no enferma y, si se lo administras al buey enfermo, éste sana de inmediato y, al día siguiente a trabajar. De ese modo los tengo en los campos a todas horas y la producción aumenta una enormidad, mientras que en las haciendas próximas las cosechas a veces se echan a perder por falta de animales de labor que se encuentran débiles o enfermos. Eso aquí no ocurre.
Al cabo de media hora de mostrar más cultivos, más establos y grandes almacenes de grano, aceite y vino, Catón pareció estar satisfecho y permitió a sus invitados que partieran. Graco y los Petilios se encaminaban hacia la salida de la finca. Un par de esclavos armados, que escoltaban a la comitiva de senadores, abrían el grupo, luego seguía Graco y a continuación ambos Petilios, uno a cada lado de Catón, el anfitrión de aquella reunión. Spurino ralentizó la marcha para dejar que Graco se adelantara una decena de pasos y, cuando juzgó que la distancia era suficiente, se dirigió a Catón en voz baja.
—A veces tengo la impresión que el joven Graco flaquea.
Quinto Petilio asintió con la cabeza confirmando las dudas de su colega. Catón detuvo la marcha un instante. Los Petilios le imitaron. Catón comprendió que no era prudente quedarse tan retrasados o Graco empezaría a sospechar, y reemprendió la marcha al tiempo que negaba con la cabeza.
—No. Graco es de los nuestros y lo será hasta el final. —Pero Catón leyó de soslayo la duda en el rostro de sus dos fieles seguidores y comprendió que aquellas palabras no serían suficientes para tranquilizarles—. Me ocuparé personalmente de que no dude más —sentenció, y ambos Petilios sonrieron levemente.
—Mejor así —apostilló Spurino—. Con las espaldas cubiertas se ataca mejor al enemigo, noble Catón. ¿Qué tienes en mente? ¿Enviarlo de nuevo a una misión militar a Oriente o quizá, mejor aún, a Hispania?
Catón miraba hacia el suelo y hablaba entre dientes.
—Eso es cosa mía. Digamos que las dudas de Tiberio Sempronio Graco se diluirán para siempre. —Y con esa frase ambigua los dejó a ambos, dio media vuelta y, sin despedirse ni de ellos ni del propio Graco, ascendió por el camino de regreso a su casa de campo. Los Petilios se quedaron detenidos en mitad del camino contemplando confusos cómo aquel hombre que les dirigía se alejaba con aire taciturno, ensimismado, rumiando algo en lo que se alegraban no tener que participar de forma directa.
—¿Nos deja Catón? —La voz de Graco les sorprendió por la espalda.
—Eso parece —dijo Spurino con tono cordial, y añadió algo trivial con naturalidad—: lo que no nos dejará nunca es este olor a puerros.
Y los dos Petilios se echaron a reír, algo nerviosos. Tiberio Sempronio Graco asintió y sonrió en un intento por compartir la broma. No le parecía algo tan gracioso, pero no advirtió nada extraño en el comportamiento de sus colegas en el Senado y sí, Spurino llevaba razón: aquel maldito olor le perseguiría toda la tarde, hasta que llegara a casa y pudiera darse un buen baño.
Catón regresó a los almacenes donde se acumulaban los puerros y examinó con detalle cada estante, cada pequeño montón de hierbas acumulado en cada una de las paredes de aquel enorme herbolario. Tenía que escribir sus remedios para el ganado, empezando por la receta para curar los bueyes. Debía incluir todo esto en su tratado sobre agricultura. Sí, definitivamente, sería un volumen extenso. Más. Debía escribir varios manuales sobre el conocimiento que poseía del campo, de la cultura, de la vida política, del derecho, de la moral. Una colección de tratados que podría emplear para educar a sus hijos futuros sin necesidad de recurrir a las palabras de ningún otro hombre. Así evitaría influencias perniciosas en sus vástagos de autores griegos o prohelénicos. Sí. Eso debía hacer.