Un fugitivo en Creta
Creta, verano de 188 a. C.
La selección de Creta por parte de Aníbal se mostró como una decisión acertada. Tal y como había predicho Aníbal, Maharbal y sus hombres vieron que si bien la costa oriental, con Cnossos a la cabeza, estaba bajo el gobierno de Rodas, el centro de la isla y, en especial, la costa suroccidental, estaba sin un claro régimen de control. Cada ciudad luchaba por mantenerse viva y muchos habitantes se dedicaban con descaro a la piratería siguiendo las enseñanzas de la antigua flota espartana de Nabis desarbolada por Roma. La ciudad del Tíber, más tarde o más temprano, tendría que dedicarse a resolver el problema de la piratería en la región, pero los romanos tenían ahora tantos frentes y tantas fronteras a las que atender, que el asunto de Creta era algo menor, y menos aún si la mayor parte de la isla, con la consiguiente explotación de sus recursos, estaba gestionada por Rodas, un estado amigo de Roma. También, al igual que había intuido Aníbal, el reparto que Roma hizo de los territorios arrebatados a Antíoco en Asia Menor favoreció sobre todo al rey Eumenes de Pérgamo y a Rodas en detrimento de otros reyes de la zona en los que pronto prendió la llama del rencor contra las legiones de la lejana república itálica. Todo acontecía, para admiración de Maharbal, Imilce y todos los veteranos púnicos, según lo previsto por Aníbal, todo, esto es, con excepción de la enfermedad de Imilce.
La esposa ibera de Aníbal empezó a sentirse mal poco después de desembarcar en la isla y, pese a que Aníbal no dudó en hacer venir a los mejores médicos griegos de la isla, nadie pudo hacer nada para detener el avance de una enfermedad que mantenía a la mujer sudando entre terribles fiebres sin apenas poder abandonar el lecho ni para asearse. Aníbal compró a dos esclavas egipcias que cuidaban de Imilce con esmero, por miedo a su nuevo señor, y con atención pues su ama enferma, Imilce, se mostraba siempre agradecida de las atenciones recibidas. Tampoco era posible trasladar a Imilce, pues en su actual estado de debilidad todos los médicos desaconsejaban cualquier viaje. Aníbal parecía disponer ya de un plan para dejar Creta, pero la enfermedad de su esposa le retenía en la isla. El general estaba irritable y se enfurecía por cualquier cosa. No departía con los hombres que le acompañaban desde hacía días y sólo Maharbal se atrevía a consultarle de cuando en cuando sobre los asuntos necesarios para mantener al grupo bien aprovisionado mientras permanecían en su refugio de Creta.
El dinero se terminaba y eso preocupaba y mucho a Maharbal, pero era un tema que evitaba mencionar. Durante un tiempo surtió efecto la estratagema de Aníbal que hizo que llevaran unas ánforas repletas de pesado plomo a uno de los templos locales y que pusieran una fuerte guardia de treinta hombres con la intención de que todos los habitantes de la región, incluidos mercaderes, campesinos y piratas, pensaran que Aníbal aún tenía una importante fortuna. De esa forma, durante varios meses, pagando poco y comprando mucho a crédito, Maharbal había conseguido todos los suministros necesarios, pero ahora los acreedores se acumulaban y reclamaban que los cartagineses echasen mano de su tesoro y pagaran todas las deudas contraídas. Maharbal esperaba que el inminente fatal desenlace, desaparecida ya toda posibilidad de recuperación de Imilce, hiciera que Aníbal recuperara su habitual compostura y sería entonces cuando Maharbal mencionaría el tema del dinero. Maharbal sabía que en su estado habitual de frío raciocinio Aníbal podía afrontar cualquier dificultad, pero en su presente condición, todo parecía imposible. El veterano oficial salió así por enésima vez de la casa que Aníbal había adquirido en la costa cretense, próximos a una pequeña población al sur de las Montañas Blancas, sin mencionar aquel espinoso tema. Era una gran villa de uno de los antiguos mercaderes favorecidos por el comercio con Esparta que, como tantos otros, había huido a la propia Esparta o muerto en la guerra contra Roma. Aníbal, por deseo de Imilce, había recuperado el antiguo esplendor de la villa y el agua fluía por las dos fuentes de un jardín donde se habían replantado higueras, vides, olivos y algarrobos y en donde se habían situado, a la vista de todos, las diferentes estatuas de los dioses púnicos e iberos que Aníbal se había empeñado en transportar por medio mundo. Maharbal no comprendía bien a qué venía aquel fervor religioso de Aníbal, algo desconocido en el pasado, pero pensaba que quizá la edad y la larga sucesión de fracasos habían incrementado en el gran general la dependencia que todos sentimos, en un momento u otro de nuestras vidas, de los dioses que rigen a su capricho nuestros destinos mortales. Maharbal cruzó entre las representaciones en cerámica y barro de Melqart y Tanit y desapareció tras la puerta del muro que rodeaba la villa y que custodiaban cuatro de los guerreros del grupo cartaginés.
—¿Cómo está la reina? —preguntó uno de los soldados púnicos a Maharbal. Los cartagineses de Aníbal siempre se referían a Imilce como la «reina» por respeto y en alusión a su condición de princesa del perdido reino de Cástulo en Iberia. La mujer, con su discreción y lealtad plena al general se había ganado el respeto de todos los guerreros cartagineses de aquel eterno destierro y sentían un gran pesar por su enfermedad y por el sufrimiento que esta situación generaba en el propio Aníbal.
Maharbal sacudió la cabeza sin decir nada y se alejó del lugar. Los guerreros púnicos se quedaron allí, quietos, vigilantes, compartiendo su tristeza mientras el sol del atardecer se ocultaba por la bahía que se vislumbraba en el horizonte marino enrojecido y melancólico.
En el interior de la casa, Aníbal permanecía sentado junto al lecho de su esposa. Las esclavas, interpretando con inteligencia una mirada del general, habían salido de la habitación. Aníbal hablaba en esa voz baja con la que uno se dirige a alguien que sabe que lleva mucho tiempo sufriendo.
—Siento no haberte dado una vida mejor —empezó Aníbal; Imilce no respondía, pero tenía los ojos abiertos y parpadeaba de cuando en cuando; el sudor caía por su frente en pequeñas gotas que se deshacían por sus mejillas desgastadas por la fiebre de aquella larga enfermedad; la voz de su marido era un susurro que parecía venir de lejos, pero que sentía que aún la ataba a la vida—. Siento no haberte dado una vida mejor. Te arrebaté de tus padres y luego te abandoné, y cuando me acompañas es en un viaje sin retorno posible en una larga serie de derrotas y fracasos. Debía haberte dejado en Iberia y hoy serías reina en tu tierra y no una exiliada sin patria en compañía de un fugitivo perseguido por todos.
Imilce volvió ligeramente la cabeza hacia su marido y esbozó una tenue sonrisa.
—Si no me hubiera casado contigo ahora estaría muerta en mi querida Iberia o sería la esclava de alguno de los generales romanos que asolan mi país. No; he tenido mucha más fortuna que cualquier otra de las princesas de Iberia. He sido la esposa del mejor general del mundo, un hombre temido y respetado por todos que me ha honrado con su respeto y su afecto y a quien ni siquiera he podido dar un hijo.
Aníbal pensó que llevaba parte de razón, pero recordó sus devaneos en Italia con la meretriz de Arpi, y guardó silencio. No era momento para confesiones de un pasado perdido. Era inútil y absurdo añadir más sufrimiento a quien estaba a punto de morir.
—Es cierto —respondió Aníbal— que cuando me casé contigo lo hice porque necesitaba una alianza política con el reino de tu padre, pero siempre me gustaste, desde el primer día. Eras tan hermosa, tan inocente y tan fuerte… recuerdo aún tu cara de felicidad cuando te regalé aquella yegua. Por todos los dioses, parece que aquello fuera hace siglos, en otra vida. —Su esposa le cogió de la mano.
—Era otra vida, otro mundo —dijo ella—. Y recuerdo aquella yegua. Me acompañó cuando me dejaste a cargo de Giscón. Era hermoso montarla al amanecer, antes de que los hombres de Giscón se despertaran. Era el momento más feliz del día. Cuando huimos de Iberia la abandonamos en el sur. Acababa de tener un potrillo, tan negro, azabache puro como ella misma. Me pregunto qué habrá sido de ese caballo.
Aníbal sonrió con dulzura.
—Con un poco de suerte igual sirve de montura a algún ibero enemigo de Roma y le lleva sobre sus lomos mientras dirige una campaña contra las legiones que envían, una tras otra, contra sus ciudades fortificadas.
Imilce soltó la mano de su marido y volvió a girar la cabeza mirando hacia el techo de la habitación.
—Ojalá ése sea su destino. Me has dado algo bonito en lo que pensar. Quería mucho a esa yegua… y ese potrillo…
—No desesperes —empezó entonces Aníbal—, quién sabe, quizá aún podamos rehacernos y regresemos a Iberia. Tengo dos ideas diferentes. Una posibilidad es retornar a Iberia y levantar toda la región en armas contra Roma. Sé que los iberos y los celtas de la región están muy descontentos y hay alzamientos continuos, pero les falta un líder. Ésa es una posibilidad, volver allí, pero las rutas marinas hasta Iberia están controladas por los romanos y la travesía puede ser demasiado arriesgada, pero si eso te hiciera feliz podríamos intentarlo. Te lo debo. Debería poder devolverte tu patria, reconquistar, al menos para ti, tu ciudad y recuperar tu pueblo. La otra posibilidad es regresar a Asia. Tengo alguna propuesta de un rey de la región. El viaje es más seguro, pero tengo menos confianza en la lealtad de ese rey. ¿Qué piensas, Imilce? ¿Te gustaría regresar a tu ciudad?
Aníbal había hablado sin mirar a su esposa, embebido como estaba en sus sueños casi irrealizables de oponerse aún al creciente y casi ilimitado poder de la todopoderosa Roma, por eso se quedó estático, sin respirar, cuando posó sus ojos sobre la mirada vacía de su esposa. Aníbal no tardó ni un instante en comprender que su esposa ya no estaba con él. Sintió entonces un dolor agudo, infinito, como si le clavaran una espada atravesándole el pecho y sintió pena y rencor de no haber podido ofrecer a su esposa una muerte más digna, entre su pueblo o entre un pueblo que la quisiera y la respetara y que la reconociera como una auténtica reina ibera.
Aníbal posó su mano derecha cubierta de anillos consulares romanos y, con suavidad, cerró los ojos de Imilce para siempre. Luego se levantó despacio y salió de la habitación. En el atrio de la casa estaban las dos esclavas sentadas en unos taburetes. Las muchachas se levantaron de inmediato al ver al general y, por su triste semblante, donde se intuía una amargura contenida como la que no habían visto nunca antes, supieron enseguida lo que había ocurrido. Aníbal les habló en griego.
—Limpiad a mi esposa y vestidla con sus mejores ropas. Quiero que esté lista para mañana a esta misma hora —y miró al cielo del atardecer—; sí, esta hora será buena para el funeral.
Aníbal salió de la casa y se adentró en el jardín. Anochecía sobre Creta y anochecía sobre sus sentimientos. Se sentía impotente por no haber podido hacer nada más para rescatar a Imilce de la muerte. Sentía que por primera vez en muchísimo tiempo las lágrimas querían emerger en sus ojos, pero, de pronto, vio que los centinelas abrían la puerta y vio la silueta de Maharbal que regresaba. ¿Había intuido su leal oficial lo que acababa de ocurrir?
Maharbal cruzó la verja con la pesadumbre de quien ha tomado una decisión realmente penosa pero que no puede esperar más. No había dinero para pagar a los acreedores por todos los productos que estaban consumiendo: carne, pescado, huevos, queso, verduras, fruta, harina, pan, ropa, armas nuevas y una larga e interminable retahíla de víveres y utensilios que habían obtenido los últimos días a crédito de los mercaderes locales y, en algún caso, como el de las armas, de alguno de los capitanes piratas que atracaban con regularidad en las proximidades de su refugio. Había evitado mencionar el asunto por el delicado estado de salud en el que se encontraba Imilce, pero no se había alejado ni cien pasos de la villa de Aníbal cuando le abordaron en aquel maldito atardecer una decena de mercaderes preguntando cuándo iban a cobrar por los alimentos suministrados la última semana, de modo que Maharbal engulló saliva y retornó a la villa para explicarle al general cómo estaban las cosas. Habían amenazado con dejar de proporcionar víveres. Podían arrebatarlos por la fuerza a los mercaderes, pero eso cambiaría completamente su situación tranquila en la isla y los piratas tenían muchos amigos entre los comerciantes. Si no pagaban, todo podía complicarse. Maharbal se sorprendió al encontrarse al propio Aníbal de cara en medio del jardín. La faz del general no dejaba lugar a dudas sobre lo que había pasado y, de nuevo, Maharbal no supo ya qué hacer. Los acreedores esperaban a la puerta de la villa, pero el general no estaba ahora para tratar de asuntos tan mundanos.
—Ha muerto, Maharbal, ha muerto —dijo Aníbal en voz baja, casi un susurro en la noche.
—Lo siento, mi general, lo siento mucho.
Aníbal asintió.
—Ni tan siquiera fui capaz de serle fiel. Su matrimonio conmigo conllevó la destrucción de su tierra y luego mi propia patria la obligó a sufrir un segundo destierro. No le he proporcionado nada de lo que merecía. Ahora estaba pensando en regresar a Iberia, pero ya hasta eso carece de sentido, Maharbal.
Aníbal calló y Maharbal decidió que lo mejor que podía hacer era permanecer junto al general compartiendo aquel silencio henchido de dolor y desgracia. Los acreedores tendrían que seguir esperando.
—Lo mínimo que podemos hacer —continuó Aníbal— es ofrecerle un funeral a la altura de una reina ibera, Maharbal, eso es lo mínimo que podemos hacer, ¿no crees?
—Supongo que sí, mi general.
—Sí, eso haremos. —Y Aníbal le puso la mano sobre el hombro—. Hemos de construir una gran pira funeraria, Maharbal. Necesitamos una gran cantidad de leña y antorchas y quiero plañideras, quiero a todo el pueblo de la bahía, aquí, llorando por la pérdida de Imilce, y os quiero a todos limpios, con el mejor uniforme, a todos aquí, y celebraremos un banquete en honor de Imilce y beberemos a su salud, comida y bebida en abundancia. Hoy ha muerto una gran reina y todo el mundo ha de saberlo. Le daré a su muerte un poco de lo que no he sido capaz de darle en vida. Ve, Maharbal. Organízalo todo y, por Baal, no escatimes en gastos. Usa tanto dinero como haga falta, ¿me entiendes, Maharbal?
La pregunta final de Aníbal no era superflua. El general estaba sorprendido de la falta de reacción de Maharbal y por la ausencia de diligencia por su parte para cumplir las órdenes encomendadas. El oficial seguía frente a Aníbal, con la boca entreabierta, sin decir nada, inmóvil.
—¡Maldita sea, Maharbal! ¿No me has oído? ¿A qué esperas para organizado todo? ¡Imilce ha muerto! ¡Ha muerto!
Maharbal tardó un segundo en responder. Fue el segundo más largo de toda su vida.
—No tenemos dinero, mi general. Se acabó la semana pasada. No tenemos nada, lo siento, mi general, quise advertir sobre esto antes, pero la enfermedad de la reina… —Pero Maharbal calló al ver que Aníbal alzaba su mano derecha en clara señal de que no deseaba oír más sobre aquel asunto. El general dio media vuelta y se alejó varios pasos hasta detenerse en la zona del jardín donde se levantaban las estatuas de los dioses púnicos e iberos que habían transportado por medio mundo. Era como si el general buscara inspiración, una salida, alguna solución al abrigo de los dioses, pero Maharbal sabía que no había nada que hacer sino escapar en alguna noche, ocultos en la oscuridad, dejando allí sólo vergüenza y humillación y, por descontado, sin poder realizar ningún funeral de la forma en la que Aníbal había soñado. Eso o apoderarse por la fuerza de la bahía y entrar en una guerra suicida contra los piratas de Creta. Todo estaba perdido y Maharbal imaginaba qué enorme decepción y qué tremenda furia debía embargar a un tiempo al general de generales, desterrado, viudo, arruinado, sin hijos, fugitivo, sin gloria ni recursos ni ejército, sumido en el olvido de sus compatriotas y rodeado por el odio de sus enemigos romanos que cada vez hacían el cerco sobre él más y más cerrado.
Aníbal se situó entonces justo frente a la estatua del dios supremo Baal y parecía que rezaba, pero de pronto desenvainó su poderosa espada y arremetió con ella contra las representaciones de cerámica y arcilla de Baal, Tanit, Melqart y los dioses púnicos e iberos y contra todas y cada una de aquellas imágenes desató su furia contenida durante días, semanas, meses, años, destrozando con golpes certeros cada uno de aquellos dioses, cortando las cabezas de cada imagen y partiéndolas por el costado dejando a su alrededor un enjambre de destrucción y rencor como nunca antes había contemplado Maharbal por lo que aquellos golpes representaban. El veterano oficial que todo lo observaba no era hombre religioso y siempre se había mostrado escéptico a la obligación de cargar con aquellas representaciones por todos los países en los que habían estado, pero de ahí a destrozar las imágenes de los dioses en un claro acto sacrílego había un enorme espacio que él nunca se habría atrevido a dar, pero él, claro, no era Aníbal. Y aun así. Fue entonces cuando Maharbal creyó comprender el grado de desesperación absoluta en que se había hundido Aníbal. Pero lo peor estaba por llegar. Aníbal se dio la vuelta y retornó frente a Maharbal, quien, estupefacto ante la reciente exhibición de rencor que el general acababa de hacer, le contemplaba con ojos aún perplejos y el ánimo abatido.
—He dicho, Maharbal, que quiero un funeral como el de una reina. Ve y organízalo todo tal y como te he dicho. Compra también un barco. Y como te he ordenado, no repares en gastos. Mañana al anochecer celebraremos el funeral y el banquete y, antes del amanecer, zarparemos.
Aníbal había hablado con un sosiego frío que helaba la sangre y, nada más terminar, se dio media vuelta, cruzó por entre las estatuas destrozadas y entró en la casa. Maharbal ya no estaba a solas en el jardín. Los hombres que custodiaban la puerta se habían acercado al escuchar los golpes de la espada de su general contra las imágenes de los dioses. Maharbal levantó la mano y los guerreros se detuvieron a su espalda. Maharbal estaba convencido de que Aníbal había perdido la razón por completo. No le culpaba. Cualquiera, llevado a las extremas circunstancias en las que se encontraban, terminaría así. Pero el caso es que, para él, que no se había entregado aún a los brazos de la locura, no había dinero para nada. ¿Qué quería Aníbal? ¿Que robara, que arrebatara a los mercaderes y campesinos de la región todo cuanto necesitaban? Eso podría hacerse, pero ¿cómo conseguir un barco por la fuerza? Los únicos barcos que realmente merecían la pena para poder hacer una navegación larga como la que, sin duda, tendrían que emprender, eran de los piratas, y éstos no iban a dejarse arrebatar un barco con facilidad. Y, por otro lado, ¿a qué venía esa absurda insistencia de Aníbal en que no reparara en gastos? Pero la locura no conoce el sentido de sus palabras y dice frases que no se pueden entender. Maharbal sacudió la cabeza y, sin saber bien por qué, avanzó unos pasos hacia la casa hasta encontrarse en medio de las estatuas destrozadas por el general. Pensaba que lo mejor era volver a hablar con Aníbal, quizá esperar un poco a que se calmara y entonces, si se encontraba más sosegado, el general quizá entendiera la realidad de la situación. Maharbal miró al cielo. Estaba nublado y aunque era noche de luna llena, las nubes impedían que el astro iluminara con su habitual potencia. Maharbal se pasó la palma de la mano derecha por la barba. No sabía qué hacer. Si el general había perdido la razón era él quien debería tomar las decisiones, por el bien de todos, por bien del propio Aníbal. Entonces ocurrió un fenómeno extraño: las nubes abrieron un hueco y la luna vertió toda su luz con vigor sobre el suelo del jardín. Maharbal sintió que algo brillaba a su alrededor y escuchó suspiros de admiración provenientes de los guerreros que estaban a sus espaldas. Maharbal bajó entonces la mirada y observó el suelo cubierto de trozos partidos de las imágenes de los dioses. De cada pedazo roto emergían brillantes, relucientes, decenas, centenares, miles de monedas de oro y plata. Aquellas malditas estatuas que habían llevado durante todo aquel destierro estaban repletas de monedas de oro y plata. Oro y plata suficiente para todo lo que Aníbal había ordenado y para guardar aún una imponente cantidad de reserva. Maharbal negaba con la cabeza sin dar crédito a lo que veía. Estaba contento, infinitamente feliz, no por el dinero, sino por lo que aquello suponía: Aníbal, ni tan siquiera en medio del más mortífero de los sufrimientos, perdía la razón. Sus órdenes obedecían a la auténtica realidad de las circunstancias que sólo él conocía por completo: tenían dinero suficiente para todo lo que debía hacerse en honor de Imilce, para satisfacer todas las deudas contraídas, para reabastecerse de los mismos mercaderes a los que pagarían y para reemprender de nuevo la marcha en busca de otro destino en un nuevo barco. Maharbal comprendió que aun sumido en una terrible pena por la pérdida de su esposa, Aníbal no se daba por vencido. Aún habrían de venir nuevos combates. Roma hacía bien en no bajar la guardia. Aquél no era un hombre como el resto. No, no lo era.
—Recoged todo ese oro y plata y ponedlo en sacos o en cofres —ordenó Maharbal a dos de los centinelas. Y luego se dirigió al resto—: Tú, toma un puñado de este oro y paga a los mercaderes de la puerta; tú, toma otro puñado y ve a por leña. La reina ha muerto y hemos de organizar un gran banquete y una gran pira funeraria. Tú, lo mismo, coge dinero y encárgate de la comida y la bebida y tú ven conmigo. Hemos de comprar un barco y hemos de comprarlo ya.
—En la bahía hay varios barcos piratas atracados —respondió el último centinela.
—Perfecto —replicó a su vez Maharbal—. Uno de esos barcos nos valdrá. Recogeremos al resto de los hombres de camino a la bahía. Para negociar con los piratas es mejor que seamos un buen grupo. Vamos, rápido, todos en marcha. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. Y que nadie moleste al general hasta el amanecer.
Todos se pusieron manos a la obra.
Maharbal se volvió un instante hacia la casa. Aníbal se había sentado en el umbral, solo, bajo la luz de la luna, a solas con su dolor.