El oro de Casio
Alejandría, junio de 189 a. C.
Las noticias de la derrota absoluta de los ejércitos del rey Antíoco de Siria contra las legiones romanas alivió en gran medida el desolado corazón de Netikerty. La madre de Jepri perdía al fin de vista una de sus mayores preocupaciones: el rey sirio retrocedía y se retiraba de muchas regiones y Egipto, aunque en un estado deplorable, recuperaba su autonomía. Los embajadores y representantes sirios abandonaban a toda prisa la corte del faraón. Ya no habría un levantamiento general contra Siria al que pudiera sumarse su pequeño Jepri contra un todopoderoso Antíoco. Sí, la lejana batalla de Magnesia había traído algo de paz al corazón de muchas egipcias que la vivieron como un pequeño gran desquite que devolvía con rabia y dolor el sufrimiento que el propio Antíoco les había causado años atrás al llevarse del mundo a tantos maridos y padres e hijos en la maldita masacre de Panion.
Pero Magnesia no resolvía otros problemas que acuciaban a Netikerty. Terminados los fastos de la gran boda real entre Ptolomeo V Epífanes y la reina Cleopatra I, las arcas del faraón ya no daban para mantener empleados a tantos sirvientes, y muchos, entre ellos Netikerty, tuvieron que salir de palacio para volver a servir en otras casas de altos funcionarios del Estado, oficiales del ejército o grandes comerciantes. Lamentablemente para Netikerty, el Egipto Ptolemaico había entrado en un proceso de crisis económica imparable agravado por una creciente desintegración política. El sur estaba en armas con grandes regiones en rebeldía que se negaban a reconocer la autoridad de la monarquía Ptolemaica. Estas sublevaciones habían quebrado el comercio con el Alto Egipto y habían interrumpido por completo la importación de oro del sur y lo mismo con cualquier otro producto proveniente de Nubia o Somalilandia. El faraón había emitido varios edictos reduciendo impuestos al ejército, a los sacerdotes y al pueblo en general para aliviar la situación económica, además de promulgar una amnistía parcial con la que buscaba congraciarse así con muchos de sus enemigos, pero no eran medidas suficientes ni para apaciguar el país ni para detener la crisis económica y social. Eran demasiados años de funcionarios amasando grandes cantidades de dinero a fuerza de impuestos excesivos, demasiado tiempo coaccionando a muchas familias para que sus hijos se alistaran en la marina o en el ejército. La gente había perdido la esperanza en Egipto y se abandonaban cultivos y diques y canales, se despoblaban los pueblos y la tierra fértil se reducía. El comercio de caravanas había estado detenido durante años o en manos sirias, dentro del gran Imperio seléucida que ahora, a su vez, también se desmoronaba. El faraón y sus validos habían planificado una política económica basada en la autarquía y eso, como consecuencia, al establecer aranceles comerciales a los productos importados, había reducido aún más el comercio. El resultado es que había menos ingresos para todos y los mercaderes importantes o los funcionarios tenían menos dinero y podían permitirse menos lujos y menos sirvientes. Llegó un momento en que Netikerty ya no encontraba trabajo y entonces, sin dinero, con un niño pequeño que no hacía más que crecer recio y fuerte, pero con apetito, Netikerty se encontró sin forma con la que procurarle el sustento. Pensó en cosas horribles; pensó en rebajarse y vender su cuerpo. Ya había tenido que entregarlo en el pasado, pero ni siquiera los hombres parecían querer o poder gastar mucho dinero en satisfacer sus apetitos carnales, o eso había oído Netikerty. Esas dudas, añadidas a lo abominable que se le hacía semejante trabajo, la condujeron a que, finalmente, engullera todo su orgullo y, como hiciera una noche lejana para enviar una carta, volviera a cruzar la ciudad de Alejandría, esta vez a la luz del sol, para dirigirse a la casa del mercader Casio. Una vez en la puerta golpeó, pero no con la decisión del pasado, sino con golpes suaves, como quien llama con el deseo de no recibir respuesta, como quien sólo llama a una puerta para sentir que ha cumplido con una misma. La puerta, no obstante, se abrió, y Netikerty, con una mezcla de tristeza y esperanza, entró, una vez más, en la casa de Casio.
—Al menos esta vez has venido de día —respondió el mercader romano cuando hizo aparición en el atrium—. Supongo que debo estarte agradecido de que en esta ocasión no hayas considerado necesario interrumpir mi descanso.
Netikerty sabía que no estaba en situación de responder al sarcasmo con comentarios impertinentes.
—He decidido aceptar el dinero que me envían desde Roma… —Y de pronto dudó; súbitamente se dio cuenta de que era muy posible que ese dinero ya no se enviara más y que lo más probable era que el propio Casio se hubiera gastado ya todo el que se había estado enviando durante todo aquel tiempo. Casio la miró de arriba abajo. Debía tener ya unos treinta años, pero aún se la veía hermosa. No entendía nada de lo que ocurría con relación a aquella mujer, pero estaba claro que tenía amigos muy poderosos en Roma y Casio era hombre cauto. Él no tomaba partido ni por los Escipiones ni por Catón y los suyos, pero procuraba mantenerse bien con todos. Para un comerciante era lo mejor. Y Casio, algo extraño en su profesión, pese a ser mujeriego, bebedor, libertino para muchos en Roma y un poco avaro, era, sin embargo, honesto en sus transacciones. Por eso le eligió Lelio para gestionar el dinero que enviaba. Así, Casio, después de muchos años de espera para hacer lo que iba a hacer, se dirigió al tablinium y, por primera vez en todo aquel tiempo, sacó un pequeño cofre y lo puso frente a Netikerty en una pequeña mesa junto a ella. Sacó una llave y abrió el cofre y lo dejó abierto con la llave al lado, en la mesa. Netikerty se acercó y miró en el interior. Estaba lleno de monedas de oro. ¿Ases? ¿Talentos?
—Está todo lo que se te ha estado enviando —explicaba Casio mientras se sentaba y se divertía viendo las pupilas de la egipcia dilatarse al contemplar aquel tesoro—. Ya advertí a Cayo Lelio que no recogías ese dinero, pero él ha seguido enviándolo cada año y me ordenó que lo guardara y así he hecho. Siempre decía que al final vendrías a por él. Está claro que te conoce bien.
Aquellas últimas palabras hirieron de forma especial a Netikerty y a punto estuvo de cambiar de idea y salir de allí sin coger ni una moneda, pero la sensatez primó sobre sus sentimientos y recordó que tenía un pequeño de apenas diez años al que no tenía nada que darle para comer. Ella podía aceptar la idea de morirse de hambre por no coger ni una moneda de aquel dinero de Lelio, pero no podía ver cómo su hijo corría la misma suerte por culpa de su orgullo. Con los hijos el orgullo propio se diluye. Se agachó y cogió un puñado de monedas.
—Cogeré sólo un poco de momento —dijo Netikerty—. No vivo en un lugar seguro para tener tanto dinero conmigo. ¿Puedes seguir guardando el resto?
Casio la miró algo perplejo. Aquel comentario era muy lúcido.
—Llevo años custodiándolo. No me importa guardarlo más tiempo. Y por mí puedes estar tranquila. Roma sigue importando grano de Egipto y me va bien. No necesito robarte.
Netikerty nunca había pensado en eso. Quizá aquel hombre se quedara con algo, pero eso, si ocurría, no le importaba. Con lo que había cogido tenía para salir adelante unos meses, quizá más de un año. Entretanto podría pensar qué hacer con el resto.
—Gracias —dijo Netikerty—, que los dioses romanos te sean propicios y protejan tus negocios. —Y dio media vuelta y se marchó.
Casio se quedó a solas en el atrium, entre sorprendido y agradecido por aquellas palabras de la mujer egipcia. ¿A qué comerciante no le gusta escuchar buenos deseos para su negocio? Se levantó despacio, cerró el cofre y le echó la llave. Luego tomó el cofre y lo llevó de vuelta al tablinium, donde abrió un cofre mucho más grande y con grandes y complejas cerraduras de hierro y lo introdujo en su interior y luego cerró todos los cerrojos con la meticulosidad del mercader.