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La vida privada de Publio

Elea, Asia Menor. Enero de 189 a. C.

Publio escuchaba con pasión el relato de su hermano. Estaba sentado en su lecho, en aquella habitación de la casa en la que se había alojado en Elea, cubierto con un par de mantas y sudando, pero la fiebre bajaba y, ya fuera porque la enfermedad remitiera o porque la narración de la victoria de Magnesia le daba energía, el caso es que Publio se encontraba muy mejorado. Frente a él, su hermano Lucio, sentado en una sella, proseguía con su relato.

—Todo salió, hermano, tal y como pronosticaste. Antíoco no hizo caso a Aníbal en nada, de eso podemos estar bien seguros: ni se usaron los elefantes como vanguardia de ataque en bloque ni supieron aprovechar la superioridad de su caballería.

—Sí, sobre todo eso último —confirmó Publio—. Aníbal nunca desaprovechó la caballería en ninguna batalla. Es seguro que en Magnesia no le hicieron caso en nada, para fortuna nuestra. Entonces, todo son buenas noticias, ¿no es así?

Pero Lucio dudó y tardó un instante antes de dar respuesta a la pregunta de su hermano.

—Bueno, hay algunas cosas que no han salido exactamente como pensamos.

Publio no preguntó, sino que se limitó a mantener su mirada fija en su hermano. Lucio había omitido hasta ese momento —pues quería asegurarse de que su hermano estuviera en condiciones de recibir todas las noticias, las buenas y las no tan buenas— lo acontecido con Graco, pero decidió que ya era momento de transmitir a Publio aquel punto con precisión.

—Graco ha sobrevivido. —Y ante la cara de incredulidad de Publio, Lucio se sintió en la obligación de aportar algunos detalles más—. No me preguntes cómo, hermano, pero sobrevivió. Ahenobarbo asegura que mantuvo la posición con firmeza y quizá eso no sea lo peor, sino que su resistencia contra los catafractos le ha convertido en una especie de héroe entre los legionarios de la expedición a Asia. Graco regresa con mucho prestigio de esta campaña. Graco regresa más poderoso de lo que vino —concluyó Lucio con cierta pesadumbre.

—No importa —replicó Publio con seguridad—. Puede que regrese más fuerte, pero nosotros retornamos a Roma directos hacia otro gran triunfo, Lucio. Eso no nos lo puede negar el Senado, no después de poner en fuga a todo el ejército de Antíoco. Graco será más poderoso que antes, pero tú y yo, hermano, tú y yo somos ahora intocables. —Y había un destello especial, un fulgor vívido e intenso en las pupilas de Publio que impregnó de orgullo y fuerza a Lucio.

—Supongo que tienes razón, hermano. Pocas familias han aportado tantas victorias y conquistas a Roma.

—Exacto, Lucio, exacto. Desde ahora estamos por encima de todos. Graco no importa nada. Quizá Asia haya valido para que comprenda que no deseo verle próximo a mi hija nunca más.

Lucio asintió.

—Sí, imagino que eso lo tendrá claro.

—¿Y el muchacho? —inquirió Publio al tiempo que se quitaba una manta de encima, como quien hace la pregunta distraído, como si la respuesta no fuera algo vital para él.

—Silano asegura que luchó con bravura, aunque se internó con unos pocos locos más allá de la falange enemiga por una brecha y tuvo que ir el propio Silano a sacarlo, pero fue valiente. —Lucio lamentó nada más pronunciar aquellas frases la torpe forma en la que se había expresado. Parecía que el muchacho hubiera sido un loco y eso era lo último que quería dar a entender a su hermano sobre el joven Publio, pero ya era tarde para enmiendas.

—Demasiado alocado, siempre —decía Publio con un rostro serio y los labios apretados mientras hacía una breve pausa en su comentario a la actuación de su hijo en aquella campaña—. Primero se deja atrapar por el enemigo y luego vuelve a ponerse en peligro en medio del combate. Lucio, el muchacho me ha decepcionado profundamente en esta campaña. Me ha decepcionado. —Una pausa más larga acompañada del silencio del propio Lucio hasta que Publio aventuró sus últimas palabras de valoración sobre la actuación de su hijo en el combate—. Si no hubiera sido hijo mío, Aníbal o los sirios le habrían matado y Silano tampoco se habría arriesgado para salvarle. Si no fuera mi hijo estaría muerto ya dos veces. —Y suspiró y negaba con la cabeza profundamente apesadumbrado. Lucio pensó en contraargumentar que a él mismo, al gran Africanus, le salvó la vida Lelio en el pasado, junto al río Tesino, pero pensó que era mejor no entrar en una discusión con su hermano convaleciente. Ya habría tiempo durante el regreso para hablar del joven Publio. En ese momento incómodo para los dos entró la joven Areté con paños limpios humedecidos con agua fresca para limpiar al general, pero la muchacha, al ver que el general no estaba solo, dio media vuelta para volver a salir de la tienda.

—No, no te vayas —ordenó Publio con firmeza, y la esclava se dio la vuelta de nuevo y se situó junto al lecho del general, se arrodilló y empezó a pasarle paños limpios por los brazos mientras los dos hombres seguían hablando.

—Bueno, eso es todo, hermano —continuaba Lucio—. Me he anticipado a las legiones, pero pronto llegarán aquí, a Elea, y podremos organizar el regreso lo más rápido que sea posible. Las negociaciones de paz con Antíoco ya están en marcha. No dudo que aceptará la retirada de lo que le queda de ejército más allá del Tauro. Como muestra de su nueva actitud nos ha enviado ya un pequeño cofre con quinientos talentos de oro, como anticipo de los futuros pagos de indemnización por los gastos de esta guerra —decía mientras veía la forma en la que aquella joven esclava pasaba con suavidad especial aquellos paños por los brazos desnudos de su hermano. Aquello no era limpiar. Aquello eran caricias y a Lucio, aunque no fuera hombre intuitivo en las relaciones entre hombres y mujeres, le resultó evidente que entre su hermano Publio y aquella joven y muy hermosa esclava había algo mucho más intenso que un fugaz devaneo o desahogo y, con pericia, intuyó que aquello se iba a alargar en el futuro y que no traería paz ni sosiego a la casa de los Escipiones. Emilia no viviría con alegría la prolongación de aquella relación, pero Lucio se cuidó mucho de decir nada sobre el asunto. La vida privada de su hermano le pertenecía a él y sólo a él. Eso sí, Lucio se levantó. Prefería ausentarse y no ser testigo de lo que ocurría allí. No quería tener cosas que ocultar a Emilia cuando ella, como hacía siempre, preguntara sobre todo lo acontecido en aquella larga campaña. Publio, al ver la mirada de su hermano, entendió también el desagrado de Lucio hacia aquella relación, pero se conformó con el silencio y la discreción con la que la recibía. No pedía más. Publio le respondió antes de que se fuera y le dejara a solas con Areté.

—Esos quinientos talentos nos los quedaremos nosotros. Los considero parte del botín de la batalla, no un pago de guerra. Nos los hemos ganado a pulso, hermano.

Lucio asintió, sin pensar en que aquella decisión pudiera tener consecuencia alguna, no después de una victoria tan abrumadora y que tantos beneficios reportaba a Roma, así que saludó a Publio llevándose la mano derecha al pecho y salió de la estancia.

Publio se quedó en compañía de la hermosa Areté. Con Emilia, sin duda, todo sería más difícil que con su hermano. Pero daba igual. Después de una victoria como aquélla se consideraba con derecho a disfrutar de los placeres de la vida más allá de los sentimientos. Pensaba, equivocadamente, que con aquel último gran triunfo, podría evitar la amargura del remordimiento. La vanidad se divierte así: nos engaña; nos ciega.