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El retorno desde el río Frigio

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a. C.

Después de la gran batalla

Graco emergió nadando río abajo, cubierto de sangre y barro, arrastrándose, medio ahogado y con heridas por piernas, brazos y pecho, pues la coraza estaba partida. Allí, junto a la ribera del río, perdió el conocimiento y quedó boca arriba, respirando, sin pensar en nada, entre muerto y vivo, herido, dejando que la sangre de su cuerpo se vertiera por completo al río Frigio o bien que sus heridas cicatrizaran de forma natural. Al cabo de un tiempo, que Graco mismo no podía calcular, abrió los ojos. Se sentó en el borde del río y jadeó hasta recuperar el aliento. Miró a su alrededor hasta situarse. No sabía ni siquiera en qué lado del río se encontraba ni por cuánto tiempo había estado buceando, medio asfixiado, a ciegas, y luego allí, echado, tumbado como un cocodrilo egipcio al sol. Se palpó las heridas. Numerosos cortes y una herida en el pecho, pero nada parecía necesariamente mortal. Se levantó y escrutó el horizonte. No había sido tanto el espacio recorrido en su huida a nado. A unos mil pasos se veían cadáveres de sus antiguos compañeros. Se encontraba en el lado del río donde había tenido lugar la lucha contra los catafractos primero y luego contra la agema. No había nadie cerca. El sol era más débil. Estaba descendiendo. Había empezado la tarde. Se escuchaba el fragor lejano de un enorme combate. La batalla aún no había terminado. No sabía qué había ocurrido en el centro del ejército donde combatían las legiones romanas, ni sabía nada de qué habría ocurrido con los carros escitas y el resto de enemigos de la otra ala. Tiberio Sempronio Graco se levantó y, maltrecho, empezó a caminar hacia la batalla. Era un soldado de Roma y estaba vivo, o eso parecía. Si el combate continuaba, su obligación era reincorporarse al ejército consular.

Tiberio Sempronio Graco cruzó casi a rastras las colinas que le separaban del gran campo de batalla. Le dolían las heridas, todo el cuerpo, y estaba muy débil. Se detuvo y, sin alzar la vista apenas, detectó una roca solitaria al pie de la última colina. Era un buen sitio para sentarse y descansar. No sabía si caminaba hacia la muerte o hacia la victoria. Tras ver lo sucedido con la caballería que comandaba, su mente veía como más probable lo primero que lo segundo, pero no perdía la esperanza. Quería seguir caminando, pero no tenía suficientes fuerzas. Pensó en que tampoco había prisa. No estaba en situación de ayudar a nadie. Si se vencía, lo conseguirían sin su ayuda. Si se estaba perdiendo, él no estaba en condiciones de ayudar. Sólo sería un torpe herido molestando en las maniobras del ejército. Era mejor quedarse allí y esperar. Aquellas colinas estaban a medio camino entre el campamento y el frente de batalla; quien regresara de la batalla, victorioso o vencido, pasaría por ese lugar o muy próximo a esa roca.

Discurrió una hora sin que nada ocurriera, más allá de que el fragor de la batalla se iba reduciendo progresivamente al tiempo que las sombras del atardecer se alargaban espectacularmente hasta que su propia silueta sentada en la roca pareciera un gigante encogido por el dolor y la derrota. Al fin, empezaron a aparecer los primeros legionarios de Roma de regreso al campamento. Eran principes y hastati, jóvenes en su mayoría, cubiertos de sangre, pero por sus risas y sus cánticos no era tanto sangre suya la que empapaba sus cascos, grebas y cotas de malla, como sangre del enemigo. Además venían cargados de todo tipo de lanzas, espadas, puñales, corazas y hasta sacos con comida. Era el tipo de regreso que protagonizaban unas legiones victoriosas. Tiberio Sempronio Graco no pudo evitar una sonrisa.

—¡Legionarios! ¡Legionarios! —exclamó el tribuno herido.

Los hastati enseguida desenvainaron los gladios, pero los principes, algo más veteranos, reconocieron de inmediato el uniforme y el penacho especial del casco del tribuno, y se interpusieron entre los jóvenes legionarios inexpertos y el alto oficial herido.

—Soy Tiberio… Tiberio Sempronio Graco —dijo, aunque cada palabra le costaba pronunciar sobremanera—. ¿Hemos vencido?

Un signifer[*] que portaba el estandarte junto con un montón de armas que había arrebatado a soldados sirios muertos fue el primero en responder.

—Una gran victoria, tribuno. —Y volviéndose hacia atrás vociferó lo que su sentido común le dictaba—. ¡Llamad al médico!

—¿Una victoria? —Graco no parecía muy convencido, y eso que el porte de aquellos legionarios no indicaba otra cosa, pero tal había sido el desastre en su ala que cualquier cosa distinta a la más absoluta de las derrotas se le antojaba difícil, por no decir imposible, de creer.

—Una victoria total, tribuno —reiteró el portaestandartes agachándose junto a Graco y ofreciéndole un cazo con un poco de agua que había vertido un aguador.

El tribuno aceptó el agua asintiendo con la cabeza. Bebió sin dejar de mirar al signifer. El portaestandartes cabeceaba arriba y abajo en un esfuerzo por intentar persuadir al tribuno de que lo que le contaban era cierto.

—Una victoria —dijo al fin Graco algo más convencido, como aceptando ya la realidad que le rodeaba por todas partes, pues no hacían más que llegar más y más legionarios del frente, contentos, felices, algunos heridos, pero con la cabeza alta, orgullosos de lo que habían conseguido. Muchos de ellos se arremolinaban allí mismo, junto a la roca, o donde se habían detenido los primeros hastati y principes, curiosos, ávidos en saber qué había allí tan importante que hacía que sus compañeros detuvieran la marcha. Llegó entonces el grueso de la tropa, con los triari al frente y, justo entre ellos, marchaba a pie Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, acompañado por Silano y ambos escoltados por los doce lictores consulares. El rey de Pérgamo se había quedado en la llanura, con la misión de asegurarse de que Antíoco no intentaba ningún tipo de ataque sorpresa con las exiguas tropas que le quedaban. El cónsul no quería dejar ningún cabo suelto y quería evitar a toda costa que una tan magnífica victoria pudiera verse empañada por algún episodio negativo. Y, en cualquier caso, los de Pérgamo eran los que más ganas tenían de seguir rematando heridos sirios. En eso andaba ocupada la mente de Lucio Cornelio Escipión cuando observó cómo las tropas habían roto la formación y se arracimaban en torno a un hombre herido al pie de las colinas. El cónsul se desvió y los lictores le abrieron camino con rapidez. Tampoco era tarea difícil, pues los legionarios, agradecidos al general que los había conducido a la victoria, se apartaban con rapidez, respetuosos con el cónsul que les gobernaba en aquellas tierras extranjeras y que tan bien había sido capaz de sustituir al todopoderoso Africanus. Silano acompañaba a Lucio Cornelio y fue precisamente el veterano tribuno el que vislumbró primero de quién se trataba.

—¡Es Graco! —exclamó asombrado—. ¡Por Castor y Pólux, es Graco, mi general!

Lucio había dejado en retaguardia a Domicio Ahenobarbo y los pocos supervivientes que habían regresado del ala izquierda. Domicio le había descrito personalmente la estratagema de Graco en el río y cómo se hundieron los pesados catafractos en el lodo del río Frigio, pero también le había asegurado que Graco, el hombre de Catón en aquel ejército, había caído y que, con toda seguridad, habría sido masacrado por los jinetes de la agema siria. Ahora, de pronto, Graco emergía ante ellos, herido, sí, cubierto de sangre, pero sentado sobre una roca, respirando, hablando con los legionarios que volvían del frente, vivo. Lucio se situó frente a Graco. Para sorpresa del cónsul y de todos los presentes, Tiberio Sempronio Graco, herido, débil, ensangrentado y sudoroso, apoyó su mano derecha sobre la roca y se puso en pie.

—Tiberio Sempronio… Sempronio Graco, mi cónsul. Mis hombres cayeron en combate. Quizá algunos hayan sobrevivido con Domicio Ahenobarbo. No lo sé. Hicimos lo que pudimos, mi general. —Y luego, como quien apostilla con ironía, añadió una última frase, una frase que, pese al esfuerzo, pronunció con sumo placer—. Espero que hayamos alargado el combate en el ala izquierda lo suficiente, cónsul de Roma.

Lucio le miró sin ocultar admiración en su rostro, pero sin perder la distancia que había entre ambos, pues no sólo el rango, sino, sobre todo, la enemistad entre las dos familias, por el apoyo de los Sempronios a Catón, hacía de aquél un momento complejo: estaban rodeados de legionarios y Graco, aunque enemigo político, había combatido con gran valentía.

—Has seguido las órdenes con escrupulosidad, Tiberio Sempronio Graco. Has cumplido bien y te has hecho acreedor de recibir torques. Ahenobarbo sobrevivió también —añadió Lucio en voz alta y clara, intentando reducir el impacto de la presencia de Graco vivo allí, entre ellos—, y consiguió traer consigo algunos hombres con él. —Era lo más que podía decir para limitar un poco el éxito de Graco por sobrevivir a los catafractos; y le puso la mano sobre el hombro derecho y luego dio media vuelta solicitando que Atilio, el mejor médico de las legiones, viera de inmediato al tribuno herido.

Lucio partió de aquel lugar seguido por Silano y escoltado por los lictores. En su cabeza sólo había sitio para un pensamiento. Su hermano Publio lo había planificado todo a la perfección y lo había previsto todo con minuciosidad casi divina: la capacidad de Eumenes para contrarrestar el empuje de los carros escitas y de la infantería y la caballería de Seleuco en el ala derecha; la fortaleza de las legiones ante la falange siria, la forma de combatir contra los elefantes si éstos no se posicionaban en primera línea, y, lo más importante, cómo alejar a los catafractos pesados del escenario central de la batalla. Todo lo había calculado Publio a la perfección, todo menos que Tiberio Sempronio Graco, una vez más, contra todo pronóstico, al igual que ocurriera cuando fue enviado a negociar con Filipo de Macedonia, sobreviviera. Y no sólo eso, sino que retornara a las legiones de Asia ahora, después de la batalla y, muy pronto, al gran triunfo en Roma, revestido del esplendor de los héroes. Publio había querido derrotar a Antíoco y, a la vez, propiciar la muerte de Graco, por motivos personales, por motivos políticos o por ambas causas, y el resultado era que sí se había conseguido la derrota del rey sirio, pero que Graco regresaba a Roma mucho más poderoso de lo que había salido. Los Escipiones habían conseguido mucho con aquella victoria, pero Catón, el maldito Catón, también. Y eso pesaría en el futuro. «Lo peor de todo —pensaba Lucio—, lo peor de todo es que se lo he de contar a Publio».