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El final de la batalla

Llanura de Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a. C.

Ala derecha romana y de Pérgamo[M]

Repelida la carga de los carros escitas y desbaratada la caballería enemiga, Eumenes decidió que era el momento de hacer avanzar a su propia infantería a la que situó por delante de su caballería y ordenó cargar contra la confusa maraña de guerreros capadocios, curtios, elimeos, trales, carios, cilicios, neocretes y tarentinos. El rey de Pérgamo observó que Seleuco había ordenado adelantar a cuatro mil písidas, panfilos y licios reconocibles por su caetra[*] o escudo en forma circular. Eumenes ordenó de nuevo que sus arqueros y honderos lanzaran varias andanadas contra los písidas, panfilos y licios a sabiendas de que sus pequeños escudos circulares no eran suficiente protección para una persistente lluvia de dardos.

Y así fue.

Tras una decena de andanadas, el rey pudo ver como se creaba el desconcierto entre las filas de los guerreros con caetra que caían heridos o muertos por centenares.

—¡Ahora! —ordenó Eumenes, y su infantería avanzó contra la desorganizada vanguardia seléucida. Tras ellos iban los arqueros que no dejaban de arrojar flechas siempre por encima de sus propias filas alcanzando a galogriegos, carios, elimeos, curtios y otros guerreros que aguardaban su momento para intervenir en la batalla, pero que tras recibir la lluvia de proyectiles ya no lo haría nunca; y con los muertos y heridos el desánimo se apoderaba de todos los guerreros del flanco izquierdo del ejército seléucida. De este modo cuando la infantería de Pérgamo impactó contra los písidas, panfilos y licios supervivientes de primera línea, no tardaron ni unos minutos en crear la desbandada general de todos estos guerreros. A continuación los neocretes, trales y el resto de guerreros del ala izquierda del ejército seléucida presentaron un frente más duro, pero Eumenes sabía que contaba ahora con la ventaja de la superioridad en caballería, de forma que ordenó a sus jinetes que cabalgaran junto a él, desdoblando el flanco de los mercenarios seléucidas aprovechando el hecho de que el río Hermo, justo en aquel punto, se abría alejándose de la batalla y permitiendo a sus jinetes desdoblar a la infantería enemiga con soltura. Eumenes consideró por un instante que alguno de los generales romanos que dirigían aquel ejército sabía muy bien cómo elegir el lugar para una batalla y, aunque nunca lo diría en voz alta, le estaba muy agradecido.

Ala izquierda del ejército seléucida

Seleuco, nada más ver cómo la caballería de Pérgamo empezaba a desbordarles por el flanco y, conocedor de que ya no disponía ni de catafractos ni de jinete alguno con el que detener aquel ataque, decidió organizar una retirada lo más organizada posible hacia el centro del campo de batalla, defendiendo el flanco en su repliegue para evitar que la falange fuera sorprendida, pero eso sí, cediendo todo el terreno al enemigo. Llamó a uno de los hombres de su guardia y le dio instrucciones precisas.

—Ve donde se encuentran Minión y Filipo y diles que la caballería enemiga viene por este flanco. Diles… diles… diles que espero sus instrucciones. —Cómo le costó pronunciar aquellas últimas palabras. Tanto que no quiso quedarse a saber qué decidían Minión y Filipo. Seleuco hizo girar a su caballo y, seguido de unos pocos jinetes, se desvaneció en la profundidad de un imperio que se derrumbaba.

El centro de la batalla. Falange siria

El mensajero de Seleuco acababa de comunicar con Minión y Filipo. Los dos generales se miraron sin saber bien qué decir, aunque ambos pensaban lo mismo. Rodeados por el fragor de aquella batalla, con las legiones romanas resistiendo la embestida de la falange y con el flanco izquierdo en franca retirada, la rabia se había apoderado de ellos. Minión dio unos pasos para alejarse del mensajero. Filipo le siguió.

—El hijo del rey es un… —empezó Minión con desesperación, pero aún dudando, sin atreverse a terminar la frase.

—Un inútil —concluyó Filipo. Minión le miró y suspiró con alivio. Aquella frase era traición, pero la habían dicho entre los dos. Minión se sintió entonces más seguro.

—¿Qué hacemos? —le preguntó Filipo.

—Hemos de proteger el flanco que hemos perdido, eso está claro —empezó Minión animado al ver que su colega asentía—, pero no podemos fiarnos mucho ya de los hombres de Seleuco. Y los elefantes están nerviosos. La falange es de lo único que me fío ahora mismo. Yo replegaría la falange por las alas y haría tres frentes, uno frontal y dos laterales con la falange que, si las cosas van a peor, podemos transformar en un cuadrado completo. En el centro situaremos a los hombres de Seleuco, que servirán de refuerzo donde la falange ceda, y los elefantes también en el centro, hasta que se tranquilicen. Si resistimos lo suficiente, y creo que podemos hacerlo, el rey no tardará en regresar con los catafractos y atacará a los romanos por la retaguardia. Ése será el momento de lanzar los elefantes y a los hombres de Seleuco contra las legiones. Eso haría yo. Si resistimos aún se puede ganar esta batalla.

Filipo cabeceó afirmativamente mientras miraba al suelo. Había escuchado con atención.

—Es lo mejor, sí —confirmó con palabras—. Se lo comunicaré al mensajero y organizaré los elefantes en el centro.

—De acuerdo. Yo me ocuparé del repliegue de la falange.

Centro de la batalla. Vanguardia romana

Los principes daban señales de agotamiento y Silano veía que, por el momento, el cónsul no pensaba hacer entrar en combate a los triari, así que hizo lo único que estaba en su mano: ordenar que, de nuevo, los hastati y los velites supervivientes sustituyeran a los legionarios de primera línea de combate. Eso permitió que Publio hijo, con los compañeros de su manípulo, se retirara a beber y descansar un poco hasta su nuevo turno de lucha.

Silano, de pronto, se quedó perplejo. Era como si los hastati y los velites, en su reincorporación tras el descanso, empujaran la falange hacia atrás, especialmente en las alas. El veterano tribuno frunció el ceño. Luego hizo una mueca de escepticismo mezclado con satisfacción contenida. El hijo de Publio pasó a su lado en busca del aguador. Silano no pudo contenerse. Tenía que compartir con alguien sus pensamientos y nadie mejor que el hijo del gran Africanus.

—Muchacho, ahora sí que se parece esto a Zama; tu padre es… es un dios; no sé cómo lo ha conseguido, pero es un dios; es como Zama, de momento nadie nos ha atacado por los flancos, y ellos, por el contrario, repliegan sus tropas; no sé cómo lo ha hecho, pero no me importa. Tu padre enfermo vale más que todos los ejércitos de Asia juntos. ¡Ja, ja, ja! Vamos allá, muchacho, vamos a rematar lo que queda del ejército sirio. Hay que devolverles su sucia jugada de la brecha de antes. Ataca con odio, muchacho, pero muévete con cabeza. Sígueme.

Y Silano acortó el descanso de los principes para que éstos se concentraran en atacar por las alas de la falange que, aparentemente, se retiraba. Las oportunidades en una batalla debían aprovecharse.

Retaguardia romana

Pero Silano, en el centro de la batalla, no tenía la posibilidad de ver con perspectiva completa las maniobras del enemigo. Lucio Cornelio Escipión, muy concentrado, estudiaba los movimientos de repliegue de la falange.

—No es una retirada —dijo Marco, el proximus lictor, intuyendo que el cónsul buscaba una opinión.

—No, no lo parece —dijo el cónsul, aún algo ensimismado—, pero se repliegan y eso es bueno para nosotros. Subirá la moral de los legionarios.

—Cierto, mi general, pero…

—¿Pero…? —preguntó el cónsul sin volverse.

—Mi general, deben estar agotados, en primera línea, quiero decir… creo yo… es mi opinión sólo, mi general.

Lucio asintió, sonrió y puso su mano sobre el hombro de Marco para demostrarle que le parecía bien su comentario.

—Llevas razón, Marco, llevas razón. Es nuestro turno. Que las trompas anuncien que los triari entran en combate. Es hora de que las sarissas de la falange se batan con un enemigo a su altura. Es nuestro turno.

Y Lucio Cornelio Escipión se puso el casco, se lo ciñó bien, se aseguró de tener la espada en su vaina fuertemente ajustada por un cinturón y, mientras las trompas transmitían las órdenes, descendió de su caballo para, a pie, ponerse al frente de los triari. Quería dirigir personalmente lo que debía ser el ataque final. Siempre y cuando los catafractos no regresaran. Había pensado mantener a los triari en reserva por si eso ocurría, pero había que arriesgarse. Era el momento del todo o nada. Si los catafractos regresaban demasiado pronto sería una derrota, pero si se retrasaban… si se retrasaban, llegarían demasiado tarde para ayudar a la falange. Lucio Cornelio desenfundó su espada y, mientras avanzaba hacia el corazón de la batalla, hizo girar su arma en su mano 360 grados dibujando un gran, invisible pero perfecto círculo en el aire que todos los oficiales que le rodeaban supieron interpretar con certeza: un cónsul de la familia de los Escipiones entraba en combate.

Retaguardia del ejército seléucida. Una colina

—¿Pero qué hacen esos estúpidos? —aullaba Aníbal exasperado. Estaba fuera de sí—. ¡Los elefantes en la retaguardia no valen para nada!, ¿qué esperan para lanzarlos contra el enemigo? ¡Les van a rodear, Maharbal, les van a rodear y los muy inútiles se van a dejar envolver y comer como fruta madura! —El general miraba a su leal oficial como quien busca que le digan que no es cierto lo que está viendo; Maharbal no sabía qué responder—. No quiero ver más —apostilló Aníbal—. No quiero ver más. —Y se dio la vuelta, puso los brazos en jarras y negaba con la cabeza sin parar. No podía creer lo que acababa de presenciar. Entonces, de pronto, se volvió de nuevo hacia la batalla y lanzó una última pregunta—: ¿Y los catafractos? ¡Por Baal! ¿Alguien ve a esos malditos catafractos? ¿Alguien ve al rey Antíoco?

Y todos los hombres del general cartaginés oteaban el horizonte, más allá de la batalla, medio cerrando los ojos para protegerse del sol que empezaba a caer, pero nadie vislumbraba nada. El rey se había alejado en persecución de la caballería romana, siguiendo el curso del río Frigio y unas colinas impedían saber qué estaba ocurriendo en aquella zona, más allá de la llanura de Magnesia.

Primera línea de combate romana

Lucio organizó la sustitución de los velites, principes y hastati que había estado comandando Silano, por los experimentados triari. En poco tiempo los legionarios más veteranos quedaron enfrentados a las temibles sarissas, pero los romanos, a su vez, empuñaban largas astas especialmente diseñadas para enfrentarse a la falange siria y en las expertas manos de los triari hacían que el enfrentamiento estuviera nivelado, sólo que los triari entraban frescos en la batalla, mientras que los sirios llevaban ya largas horas de combate. Lucio se movía justo por detrás de la primera línea de ataque, custodiado por los lictores en todo momento. Estaba satisfecho por la rápida maniobra envolvente, pero quería más y rápido. Los catafractos podrían regresar en cualquier momento, tenía claro que la caballería romana habría sido arrasada, y tenían que resolver el desenlace de la batalla allí mismo lo antes posible.

—¿Dónde está Eumenes? —preguntó el general.

—Allí, mi cónsul —respondió Marco señalando a unos doscientos pasos de distancia donde se veía al rey de Pérgamo sobre su caballo dirigiendo a sus tropas a las que había detenido para dejar paso a los triari. Lucio se encaminó hacia el rey a toda velocidad y en unos instantes estuvo junto a él. El de Pérgamo no descabalgó para hablar con el cónsul. Lucio percibió la arrogancia, pero no era lugar ni momento para sentirse ofendido, sobre todo por alguien que estaba combatiendo bien para Roma.

—¡He dejado que los triari se adelanten, pero mis hombres quieren seguir combatiendo! ¡Queremos a todos esos sirios muertos ya mismo!

Lucio asintió. Había mucho orgullo y algo de petulancia en aquel rey, pero nuevamente lo dejó pasar.

—Lleva a tu infantería a la retaguardia siria. Eso les forzará a cerrarse en un cuadrado. Mis hombres con sus astas les rodearán en primera línea frontal y en los laterales del cuadrado, pero sin atacar.

—¿Sin atacar? —El rey parecía nervioso; agitó las riendas y su caballo piafó.

—Escucha, no atacaremos hasta que tus arqueros inunden el centro del cuadrado con todas las flechas de las que dispongáis y más que os daremos. Los elefantes están en el centro. Si los acribillamos a flechas y jabalinas se pondrán nerviosos y crearán el caos en el interior de la formación siria. Entonces atacaremos todos. Entonces será el fin de Antíoco.

El rey de Pérgamo no parecía estar plenamente satisfecho. Prefería un ataque en toda regla en ese momento. Temía que el regreso de los catafractos lo desbaratara todo. Lucio se engulló el orgullo y se acercó más al rey, hasta sentir el calor que el caballo del monarca desprendía por todos sus poros.

—Es idea de mi hermano, de Publio Cornelio Escipión. Es lo mejor, créeme.

El rey de Pérgamo clavó sus ojos negros en el cónsul de Roma.

—¿Idea del que llamáis Africanus?

—Así es.

—Creía que estaba enfermo.

—Y lo está, pero en caso de que ocurriera lo que está pasando, ése era su plan.

El rey se quedó atónito y desmontó del caballo. La bestia, bien adiestrada, no se movió del lugar pese a que el rey soltó las riendas y las dejó sueltas.

—¿Africanus había previsto que pudiera ocurrir todo esto?

Lucio asintió.

Eumenes, rey de Pérgamo, empezó a comprender por qué Roma era tan poderosa que podía permitirse combatir contra ejércitos tan imponentes como el de Antíoco tan lejos de sus fronteras.

—Si Africanus predijo todo esto, mejor será que sigamos su consejo. —Y dio media vuelta, volvió a montar y se dirigió al cónsul una vez más mientras tomaba las riendas del caballo—. Haremos lo que dices, pero también enviaré a doscientos jinetes a cubrir nuestra retaguardia.

Lucio asintió. Tampoco parecía aquélla una mala idea.

Centro del ejército seléucida

Los elefantes seguían nerviosos. Filipo gritaba a los adiestradores de las enormes bestias para que los tranquilizaran, pero, sin duda, sus aullidos no ayudaban demasiado, pero lo peor no era el fragor de la batalla que los rodeaba, sino la lluvia de flechas que se inició justo en ese instante. Filipo, protegido por los escudos de varios de sus hombres, se salvó de las primeras andanadas, pero los dardos no dejaban de caer y en una de tantas, una flecha se clavó en su hombro.

—¡Por Apolo! —gimió, y cayó de rodillas. Dos hombres le seguían protegiendo con los escudos—, ¿dónde está… Minión? —preguntó el general mientras las flechas seguían cayendo; Filipo se sacudió a un soldado que intentaba ayudarle—. ¡Por todos los dioses, decidle a Minión que ataque o acabarán con todos nosotros!

En ese momento una andanada de jabalinas lanzadas por encima de la falange terminó con la vida de los dos soldados que le protegían, un elefante rugió e, histérico por el dolor, se arrojó enfurecido contra los soldados elimeos y curtios que le rodeaban, pisoteando piernas, cabezas y costillas humanas a medida que avanzaba contra la retaguardia de la falange. El general Filipo, herido, manando sangre roja espesa por su espalda, se levantó al ver que más elefantes reaccionaban de la misma forma. El desastre era completo.

Primera línea de combate romana

Los triari aguardaban la orden de avanzar en bloque contra la falange, pero de momento se limitaban a mantener la posición. Tras ellos, miles de arqueros disparaban flechas sin cesar y los principes, hastati y velites arrojaban jabalinas sin parar. Era un bombardeo continuo que encontraba escasa réplica de un enemigo que parecía tener serios problemas detrás de las filas de la falange. De repente, justo frente a la posición del cónsul, un elefante emergió arrollando a los soldados sirios a los que sorprendió por la retaguardia. La gigantesca bestia pisoteó a dos falangistas y embistió a media docena con sus colmillos mientras se retorcía por su propio dolor, pues tenía la piel cubierta de flechas y lanzas y corría despavorido en la ingenuidad irracional de pensar que corriendo escaparía al sufrimiento mortal causado por las flechas y las lanzas clavadas por todo su cuerpo.

—¡A los elefantes, acribillad a los elefantes a medida que rompan la falange! —ordenó Lucio, y los legionarios dejaron de arrojar las lanzas por encima de la falange y se concentraron en apuntar a las testuces brutales de los paquidermos que emergían por uno y otro punto de una falange que se descomponía por momentos. Los animales, que llegaban ya heridos de muerte, apenas podían resistir mucho más, y entre los nuevos pila arrojados por los hastati, principes y velites, junto con las largas picas que los triari clavaban en su vientre, se doblaban y caían de lado, eso sí, aplastando a todo el que encontraran allí donde se desplomaban, y arrastrando en su caída a todos los arqueros y guerreros sirios que montaban sobre ellos.

—¡Ahora, contra la falange! —aulló con furia Lucio, y Silano y Eumenes, desde los diferentes flancos de la batalla, reforzaron la señal de ataque con sus propios gritos. Los triari avanzaron ahora contra una falange desordenada y con múltiples brechas provocadas por la estampida alocada de los elefantes moribundos, de forma que la resistencia siria era endeble y los falangistas perdían terreno sin casi poder oponerse a los experimentados triari, quienes, tras clavar todas sus largas picas en los cuerpos de sus enemigos, desenvainaban las espadas para cortar las últimas sarissas que quedaban aún alzadas contra ellos, como un recuerdo vago del poder que sólo hacía unos minutos había exhibido aún el ejército de Antíoco, y las quebraban e iniciaban el combate cuerpo a cuerpo contra unos guerreros heridos, desarbolados y sin moral ni generales que los gobernaran ya, pues Filipo había sucumbido bajo uno de los grandes elefantes y Minión, a su vez, se arrastraba herido de muerte por media docena de flechas clavadas en su espalda.

La masacre sistemática y minuciosa del ejército sirio empezó con la parsimonia con la que Roma ejecutaba los lentos desenlaces de sus grandes batallas. Los triari abrían la marcha y tras ellos el resto de legionarios del ejército consular y los guerreros de Pérgamo remataban a los moribundos con saña, tomándose, especialmente los hombres de Eumenes, tiempo adicional en torturar a algunos heridos que representaban el poder que los había oprimido durante decenios y que había estado a punto de aniquilarlos. Las tornas habían cambiado y era ahora su turno de disponer del poder y los soldados de Pérgamo estaban disfrutando siendo los ejecutores del final del dominio hegemónico del hasta entonces todopoderoso Antíoco III de Siria. Eso se acababa. Era el momento de que Pérgamo gobernara Asia Menor.

Retaguardia seléucida. Una colina

Aníbal suspiraba. Eso era todo cuanto podía hacer.

—Escipión contaba con que un estúpido dirigiera a los sirios y así ha sido. Espero que al menos no piense que los dirigía yo. Eso me dolería más que el destierro.

Maharbal respondió con seguridad:

—Estoy seguro de que Publio Cornelio Escipión y su hermano tendrán muy claro quién ha gobernado al ejército seléucida.

—Es posible. —Y Aníbal se encogió de hombros; Magnesia era ya el pasado. Descendió de la colina pensando en cómo organizar su futuro, considerando en si acaso aún tenía futuro en un mundo, ahora sí, abocado a ser gobernado por Roma por muchos años.