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La batalla de Magnesia

Llanura de Magnesia. Entre los ríos Hermo y Frigio. Asia Menor. Diciembre de 190 a. C.

Ala izquierda del ejército romano[M]

Graco se percató de que parte de la caballería de su ala estaba retirándose en dirección al otro extremo del ejército romano. No lo dudó y, abandonando su posición en la vanguardia, cabalgó hasta llegar junto a Domicio Ahenobarbo.

—¿Qué hace el cónsul? Está descompensando las fuerzas de caballería en nuestras alas.

Domicio no respondía y se mantenía inmóvil en lo alto de su caballo observando al ejército enemigo que, con sus poderosos catafractos, se había situado a menos de dos mil pasos, justo frente a ellos. Graco insistió. La retirada de parte de la caballería le había molestado, pero el silencio de Domicio había conseguido ponerle nervioso.

—¿Qué está ocurriendo aquí, Domicio?

Domicio Ahenobarbo suspiró.

—No lo vamos a pasar bien aquí, Graco.

Tiberio Sempronio Graco miró a un lado y a otro. Comparando las exiguas fuerzas de caballería de las que se disponía en el ala que comandaban frente a la apabullante fortaleza y mayor número de los catafractos no, no parecía que aquello tuviera mucho sentido. Domicio apuntó parte de la realidad.

—Lucio ha situado al ejército allí donde los ríos Hermo y Frigio se juntan más, de modo que nuestras alas están protegidas por las riberas de los ríos. Nuestro frente es más estrecho que el suyo, y así el enemigo no podrá aprovecharse tanto de esa ventaja, porque los ríos nos protegen.

Graco miró hacia el río.

—Eso ya lo veo, y está bien. Es una buena estrategia, pero eso no será suficiente para detener a los catafractos cuando carguen contra nosotros.

Domicio sacudió la cabeza exasperado por la situación. Qué importaba ya nada si iban a morir todos.

—¡Maldita sea, Graco! ¡Por todos los dioses, no estamos aquí para detener a los catafractos!

Graco abrió los ojos de par en par y cerró la boca por completo. Parpadeó un par de veces. La realidad penetró en su mente como el filo de una navaja. Tiberio Sempronio Graco asintió. Tiró de las riendas y ordenó a su caballo alejarse de allí. Tiró de nuevo de las riendas y el caballo se detuvo. No sabía qué hacer. Estiró, al fin, de la rienda derecha y el animal giró sobre sí mismo. Lo azuzó y lo dirigió de nuevo hacia Domicio.

—¿Gaugamela? —preguntó Graco a Domicio.

—Algo así —respondió el aludido aliviado de compartir con su colega al menos la realidad de lo que allí ocurría; si los dos compartían el objetivo de su misión allí, mejor para todos—, pero con menos jinetes y con peores perspectivas de supervivencia —apostilló Domicio con honestidad.

—Estamos aquí para ganar tiempo para el resto del ejército —pronunció Graco como quien pronuncia su propia sentencia de muerte.

Domicio confirmó con la cabeza. No sabía cómo iba a reaccionar su colega. Podría rebelarse y acudir como un poseso al galope y enfrentarse a la autoridad del cónsul reclamando más fuerzas en su ala o podía aceptar la orden y acatarla con disciplina. No tenía claro qué tipo de persona era Graco. Siempre le había tenido por un hombre valiente, pero todos sabían que Graco, a fin de cuentas, era amigo de Catón y enemigo de los Escipiones. Ésta era la situación perfecta para cuestionar la forma de gobernar aquella guerra.

—Sea —dijo Graco, e hizo girar a su caballo de nuevo y, sin decir una palabra más, se alejó hacia la vanguardia, encarando con estoicismo infinito el brillo resplandeciente, casi cegador, que el sol extraía de las armaduras de los catafractos enemigos.

Ala izquierda del ejército seléucida

Antípatro no era el heredero real, pero eso, como todo, podía cambiar. Sólo hacía tres años de la muerte del primogénito del rey, y con su ausencia, si bien el siguiente en la línea de sucesión era Seleuco, todo era posible, pero para que el rey decidiera cambiar el orden sucesorio, Antípatro necesitaba demostrar a su tío Antíoco III que él era el que realmente sabía luchar, quien podría mantener bajo su gobierno los inmensos dominios que Antíoco, poco a poco, había ido recuperando para el gran Imperio seléucida y no el impulsivo e inconsciente Seleuco. A nadie le gusta morirse pensando que todo por lo que ha luchado va a perderse en manos de un heredero débil y loco. Antípatro tenía que demostrar a su tío quién era capaz de retener los vastos dominios del imperio. Aquella batalla, estaba seguro, era una prueba que el rey había diseñado, entre otras muchas cosas, además de para asegurarse el dominio de Asia Menor y el final de la injerencia de los romanos en sus asuntos, para averiguar también quién de los dos, Seleuco, su propio hijo, o él mismo, Antípatro, su sobrino, era el más apto para sucederle. A él le había correspondido el honor de dirigir la gran carga de los carros escitas del ala izquierda. Sabía que era arriesgado y por eso Seleuco no había intentado arrebatarle aquel puesto aceptando quedarse con la caballería de esa misma ala, justo detrás de la infantería y los carros, pero Antípatro, osado, atrevido, sabía también que podía tener éxito y estaba convencido de que si arrasaba las filas del rey Eumenes, el mayor enemigo de Antíoco en aquella parte del mundo, el emperador sería muy generoso con él. Por eso Antípatro estaba dispuesto a dejarse las entrañas si era preciso en aquella batalla. Además, hacía unos años Seleuco le ridiculizó en Panion. En aquella ocasión el centro del ejército egipcio comandado por el etolio Escopas resistió la embestida de la falange siria a su mando, pero Escopas era un gran general y los egipcios luchaban por su tierra, combatiendo con un fervor inusual, algo que no se tuvo en cuenta desde un principio; luego vino Seleuco con los poderosos catafractos y arrasaron las debilitadas filas egipcias y etolias llevándose todo el mérito, cuando fue él, Antípatro, quien había sido el que abrió el combate viéndose obligado a poner más esfuerzo y empeño. Y ahora, nuevamente, le correspondía abrir la batalla, pero con sus más de cien carros escitas el rey de Pérgamo sucumbiría y ése sería el principio de su triunfo definitivo en la corte de Antíoco.

El sol empezaba su lento ascenso y las sombras aún eran alargadas, estirándose de derecha a izquierda. Antípatro, sobrino del rey Antíoco III de Siria, tomó el casco que le ofrecía un soldado y se lo ajustó bien, atando las correas que lo ceñían a la barbilla. A continuación subió a la gran cuadriga protegida por largas y afiladas hoces en ambos extremos y tirada por cuatro caballos negros que no dejaban de piafar y relinchar, nerviosos como estaban, pues detectaban la tensión de los guerreros que les gobernaban aquella mañana.

—Hoy será un gran día para Siria y para todo el imperio —dijo Antípatro a los hombres que le rodeaban. Varios centenares de soldados le imitaron y se subieron a los carros, de forma que en cada uno iban de dos a tres guerreros dependiendo del tamaño de cada cuadriga. Siempre había un conductor y luego uno o dos arqueros que debían abatir enemigos al tiempo que avanzaban. Luego, tras impactar contra el enemigo, si es que éste no había huido o se arrastraba herido por los mortíferos cortes de las guadañas de los laterales de cada carro, todos los guerreros descenderían para, cuerpo a cuerpo, terminar con la resistencia enemiga mientras que su propia caballería e infantería avanzaría tras ellos para apoyarles llegado el momento. Todo estaba dispuesto. Antípatro levantó su mano derecha. No debía esperar señal alguna del rey. Las órdenes habían sido precisas. «Nada más despunte el sol, tú mismo decidirás el momento de lanzar la carga de los carros escitas», le había ordenado Antíoco. Antípatro recordó cómo el general cartaginés que a veces asesoraba al rey se había mostrado reacio a un inicio como ése y había propuesto la carga de los elefantes para abrir la batalla. Con esa carga perdió en Zama contra aquellos mismos romanos. Antípatro demostraría que el rey tenía razón. Eso le daría más puntos aún que la victoria misma. La mano derecha de Antípatro permanecía en alto. Los ojos de todos los conductores de las cuadrigas estaban fijos en ese brazo. De pronto, Antípatro lo bajó de golpe. El conductor de su carro agitó las riendas con furia y gritó a los caballos. Las bestias se pusieron en marcha, primero al paso, enseguida al trote y al minuto al galope. Antípatro se asió con fuerza al lateral del carro para no caer por la enorme velocidad y los pequeños baches de la llanura de Magnesia. A su alrededor decenas de carros cargaban junto a él. Antípatro desenvainó su espada.

—¡Por Siria, por el rey, por Antíoco III, Basileus Megas, señor del mundo! ¡Por Apolo! ¡A la carga, por todos los dioses, a la cargaaaaaaaa!

Y su voz rasgó el amanecer de aquella mañana de diciembre de 190 a. C.

Ala derecha romana y de Pérgamo

Eumenes, rey de Pérgamo, tenía puesto el casco incluso antes de la salida del sol. Optó por acudir a la primera línea de combate. No se trataba de cometer una locura ni de poner en peligro su vida sin sentido. Se trataba de que la primera línea de combate no debía retroceder en ningún caso y Eumenes sabía que su presencia allí era la mejor garantía de que nadie se atreviera a retroceder un paso. Eumenes paseaba de un lado a otro de la vanguardia examinando a los hombres y deteniéndose allí donde le parecía que algún arquero no tenía el arma a punto o suficientes flechas para detener lo que debía llegar en cualquier momento. Eumenes sabía que le había tocado enfrentarse contra los carros escitas y una gran caballería mezcla de diferentes pueblos del inmenso Imperio seléucida. Sabía que además de los carros escitas, detrás vendría una caballería pesada de galogriegos y una infantería compuesta por capadocios, tarentinos exiliados por los romanos, carios, cilicios, neocretes, trales, písidas, panfilos, licios, curtios y elimeos. Pero lo más peligroso era el ataque inicial de los carros. Había que detenerlos a toda costa. Eumenes recordaba el consejo de Lucio Cornelio Escipión de la noche anterior, cuando debatieron sobre el plan de ataque al entrar él en la gran tienda del praetorium del campamento romano.

—Cuando lancen los carros deberás resistir sin ceder un paso. El ala derecha de nuestro ejército no puede ceder. Si retrocedes, Eumenes, todo se vendrá abajo. Nosotros nos ocuparemos con las legiones del centro, de la falange y de los elefantes. Tu misión es detener a los carros y destrozar las líneas enemigas de caballería e infantería que les siguen. Eumenes —y Lucio, al pronunciar su nombre, le miró directamente a los ojos—, consigue la victoria en esa ala y Asia Menor será tuya.

Era una gran recompensa que bien merecía el riesgo, pero también sabía el rey de Pérgamo que la tarea asignada era tremenda. Eumenes hizo que repartieran más dardos en una sección donde los arqueros apenas tenían cinco flechas cada uno. Su mente, mientras, seguía rememorando la conversación con el general romano.

—¿Podrás con los carros escitas, rey Eumenes? —le había preguntado Lucio Cornelio.

—Podré, cónsul, pero ¿podréis vosotros con los elefantes?

—Nos ocuparemos de ellos como hicimos en Zama.

Eumenes asintió, pero aún tenía una duda.

—¿Y el ala izquierda podrá contra los catafractos?

—El ala izquierda y el centro son cosa nuestra. Tú, rey de Pérgamo, detén a los carros escitas y avanza contra la caballería y la infantería de tu extremo, es todo cuanto te pido.

Eumenes recordó cómo asintió una vez y cómo se retiró siendo saludado con respeto por el resto de oficiales del cónsul de Roma. Ahora había llegado el momento de la verdad. El sol despuntaba al fin y en el horizonte se vislumbraba al enemigo muy cercano, a unos tres mil pasos, quizá algo menos. Los carros escitas estaban en primera línea. Uno de los carros se posicionó al frente. Era sin duda la cuadriga armada del general que iba a comandar aquella carga. No sabía bien de quién se trataba, pero si algo tenía claro Eumenes es que aquel hombre y todos sus carros iban a perecer aquella mañana. De una forma u otra.

El rey de Pérgamo se situó en el centro de la primera línea de combate observando al enemigo. El carro que estaba ligeramente avanzado empezó a moverse y tras él todos los demás. La batalla había empezado. Eumenes se introdujo los dedos de la mano derecha por debajo del casco. Le picaba la barba. Estaba nervioso. Sacó los dedos. Llevó la mano a la empuñadura de su espada. La desenvainó y la esgrimió en alto para que le vieran todos sus hombres. Aun así pensó que no sería suficiente y pidió un caballo. Lo trajeron y se subió rápido al mismo. Los arqueros estaban divididos en dos líneas de mil guerreros cada una.

—¡Arqueros de Pérgamo, rodilla en tierra! —ordenó el rey.

Y los dos mil arqueros pusieron una de sus rodillas en tierra. En la lejanía una nube de polvo, justo frente a ellos, se levantaba como si de un gran gigante se tratara.

—¡Por Zeus, que nadie lance una flecha hasta que yo lo ordene o lo pagará con su vida!

Los oficiales repetían las órdenes del rey por toda la primera línea de combate. Además del polvo que los carros escitas levantaban empezó a escucharse el pavoroso estruendo de las ruedas del centenar de cuadrigas rodando a toda velocidad sobre la tierra de aquella llanura. Los arqueros engulleron saliva. Muchos sentían el sudor resbalando por la frente. Todos tenían miedo.

—¡Primeros mil! ¡Tensad los arcos! ¡Tensad! ¡Pero que nadie lance aún! ¡Tensad! ¡Segundos mil, preparad el arco! —vociferó el rey completamente absorbido ya por la furia de una batalla que se desataba y que ya nadie podría detener hasta la destrucción de uno de los dos ejércitos.

La mitad de los arqueros tomaron flechas y tensaron sus armas. La otra mitad se preparó con una flecha en la mano pero sin ponerla aún en el arco.

Los carros escitas encabezaban la mayor tormenta de polvo que se hubiera visto nunca en la región, pero el viento del este que acariciaba el río Hermo llevaba el polvo hacia el oeste y no cegaba ni a los hombres de Pérgamo ni a las tropas seléucidas que avanzaban tras los carros; sin embargo, el estruendo cada vez más horrible que producían los carros sobrecogía a los arqueros de Pérgamo. Tenían pánico a fallar, tenían terror a que las flechas no fueran suficientes para detener a los carros y que éstos les arrollasen y les cortasen piernas, brazos, cabezas con las afiladas guadañas que giraban a toda velocidad a medida que se aproximaban por la llanura.

—¡No disparéis! ¡No disparéis! ¡Esperad mi orden! —repetía el rey de Pérgamo una y otra vez. Era esencial que no se perdiera ni una sola flecha de la primera andanada para que la mayoría hiciera blanco en los guerreros enemigos o, mejor aún, en los caballos que tiraban de los carros.

Mil pasos, novecientos, ochocientos.

—¡Apuntad al cielo! —gritó el rey; tenía que calcular bien, el enemigo estaba ya a tan sólo setecientos pasos, las flechas volando en parábola primero hacia el cielo y luego cogiendo una velocidad mortal en su caída sobre el suelo alcanzarían al enemigo cuando éste estuviera a doscientos cincuenta pasos, pero había que estimar con precisión el espacio que los carros recorrerían mientras las flechas surcaban el cielo; seiscientos pasos, quinientos cincuenta, quinientos.

—¡Ahora, por Zeus, ahora! —aulló Eumenes, y mil arqueros arrojaron sus flechas encomendándose a Zeus y todas las deidades del Olimpo. El rey, antes de tan siquiera poder comprobar si la primera andanada llegaba a su destino, siguió dirigiendo a sus arqueros—. ¡Los segundos mil! ¡Lanzad ya, lanzad! —Y una segunda andanada mortal salió despedida hacia el cielo de la llanura. Entre tanto los primeros mil arqueros ya habían preparado una segunda flecha y estaban dispuestos para disparar de nuevo. Los carros avanzaban y avanzaban; estaban a cuatrocientos pasos, a trescientos, a doscientos cincuenta… las flechas empezaron a caer como una gran lluvia de muerte.

Centro del ejército romano

En el centro del ejército romano los manípulos de las legiones habían sido dispuestos de acuerdo a lo que era costumbre, con los jóvenes velites en primera fila, a modo de infantería ligera avanzada al grueso de las tropas; tras ellos venían los hastati, a los que se les había armado especialmente para aquella ocasión con lanzas más largas de lo habitual, armas que recordaban aquellas astas del pasado de las que tomaron su nombre pero que luego habían sido sustituidas durante la larga guerra contra Aníbal por pila, más cortos, similares a los del resto de tropas; pero en aquella mañana, por orden de Lucio, y siguiendo las directrices marcadas por su hermano, los hastati habían recuperado sus antiguas largas lanzas para hacer frente así con mayor efectividad a las largas sarissas de la falange enemiga; completaban su armamento con un escudo rectangular denominado parma y con corazas de cuero, espinilleras y un yelmo que en muchos casos aún era de bronce. Tras los hastati venían los principes, quienes sí iban armados con pila preparados para ser arrojados a las órdenes de los centuriones al mando. Entre sus filas estaba Publio hijo, quien se mantenía firme en su posición, pero quien no podía dejar de pensar que su inclusión en la infantería era un claro castigo por su absurda escapada con Afranio y sus negativas consecuencias; pero el muchacho había aceptado lo que él interpretaba como una llamada de atención de su padre y su tío con disciplina, dispuesto a limpiar en el campo de batalla el deshonor en el que había incurrido al dejarse apresar por el enemigo. Cerca de él se encontraba el tribuno Silano, el veterano oficial que había sobrevivido a la batalla de Zama y que se había ubicado entre la línea de los principes y la de los manípulos del final compuestos por los experimentados triari.

Silano miraba hacia delante y hacia atrás, asegurándose de que todos los manípulos estuvieran dispuestos de forma conveniente y preparados para avanzar en cuanto se les ordenase. De cuando en cuando miraba hacia atrás, hacia la figura del cónsul, a la espera de recibir la orden de ataque. A su derecha veía el ala izquierda del enemigo con los carros escitas al frente. A su izquierda y un poco hacia delante tenía el manípulo de principes donde estaba situado el hijo de Escipión. Silano sabía que tenía la doble misión de dirigir el centro de la batalla al tiempo que, aunque nadie se lo hubiera dicho, se esperaba que protegiera a ese joven patricio. No lo consideraba un deshonor. Cayo Lelio hizo lo mismo con Africanus cuando era joven y le salvó la vida y de ahí, de la supervivencia de aquel entonces joven Africanus, llegaron las mayores victorias de Roma. ¿Quién sabe lo que aquel muchacho sería capaz de hacer en el futuro? Quizá nada, quizá mucho. No, Silano no consideraba un menosprecio a su capacidad ni un favoritismo absurdo que se protegiera a alguien en particular, pero sí pensaba que era una tarea adicional en un momento muy difícil y en un lugar muy complicado. No entendía por qué el padre y el tío del muchacho no lo habían puesto con la caballería romana, con los tribunos Graco o Ahenobarbo. La falange que constituía el centro de la formación enemiga era el conjunto de tropas más profesional del ejército seléucida, con excepción de la caballería agema, parte de los argiráspides y los catafractos que el rey Antíoco había reunido a su alrededor en el ala derecha del ejército sirio. Combatir contra la falange central, contra aquellos guerreros comandados, según había informado a todos el propio cónsul, por Minión, rodeados de decenas de elefantes enfurecidos dirigidos por otro general sirio llamado Filipo, no iba a ser algo sencillo; por eso Silano estaba preocupado. Su intención inicial había sido la de situar al joven Publio en retaguardia, como un triari más, pero el cónsul no había aceptado esa idea, probablemente con buen criterio, pues la inexperiencia del muchacho hacía inadmisible su inclusión entre los legionarios más experimentados. El cónsul intuía que aquello se interpretaría como un favoritismo flagrante que ahondaría en el deshonor del muchacho. Tampoco era necesario exponerlo en primera línea como velite o hastati. Su ubicación como principe era razonablemente prudente y algo que sería aceptado por todos. Silano sabía que el cónsul había estado acertado en eso, pero seguía sin entender por qué no lo habían mantenido como jinete en alguna de las alas, claro que a él no le correspondía tomar decisiones y el rumor de que el cónsul seguía al pie de la letra las instrucciones que le había dado su hermano hacía que nadie se cuestionara el plan de ataque.

Silano se ciñó el casco. Publio Cornelio Escipión los condujo a la victoria en Zama. Si su hermano seguía un plan diseñado por el propio Africanus alcanzarían la victoria. Otra cosa muy distinta era quién sobreviviría a aquella jornada, pero así era la guerra. Por un fugaz instante recordó a Terebelio, Digicio, Cayo Valerio y el resto. Silano volvió una vez más la mirada hacia atrás y comprobó que los veteranos triari, armados con sus escudos rectangulares y unas largas picas, esperaban firmes el arranque de la batalla. Ellos deberían dar la victoria final con su experiencia. El tribuno escuchó entonces gritos y ruido que provenía del flanco derecho. Los carros escitas iniciaban la carga.

—Bien, vamos allá —dijo Silano mirando a los dos centuriones que tenía más próximos y volviendo la vista hacia su espalda en busca de la figura del cónsul a la espera de la señal de ataque. Lucio Cornelio Escipión tenía el brazo en alto y, con un movimiento seco, lo bajó de golpe—. ¡Por Marte, preparaos todos porque esto ha empezado! ¡Allá vamos, por Hércules! —aulló Silano con furia, rabia y fuerza.

Retaguardia romana

El cónsul observó cómo los carros escitas avanzaban por la llanura. Lanzó una mirada rápida hacia todo el frente que ofrecía el ejército enemigo. Eran más numerosos y, al distribuirlos uniformemente, el rey Antíoco había conseguido superar en extensión la línea frontal romana, pero Lucio sabía que, tal y como le había explicado su hermano, al encajonar las legiones y las caballerías romana y de Pérgamo entre los ríos Hermo y Frigio que confluían progresivamente a espaldas del ejército romano, las tropas enemigas tenían que reducir su línea frontal agrupándose para no caer en los ríos. Era una buena estratagema para proteger los flancos, pero sólo como punto de partida. Si Domicio Ahenobarbo y Graco por un lado y el rey de Pérgamo por otro no acertaban a ejecutar las misiones que cada uno tenía encomendada, los ríos no serían escollo suficiente para evitar que los enemigos les rodeasen y aniquilasen por completo.

El cónsul se dirigió a Marco, el proximus lictor.

—Ahora comprobaremos de qué es capaz el rey de Pérgamo. —Y al tiempo que pronunciaba esa frase, levantó su brazo derecho y buscó con la mirada a Silano que se encontraba entre las líneas de principes y triari. Bajó entonces el brazo y vio como su orden era ejecutada al momento por Silano. Las legiones de Roma avanzaban contra el enemigo. Ahora ya no había marcha atrás.

Ala derecha del ejército seléucida

Antíoco III de Siria, desde lo alto de su caballo blanco, contempló con agrado cómo su sobrino había puesto en marcha la carga de los carros escitas en el otro extremo de su gran ejército. Era la señal. El rey asentía satisfecho. Antípatro podía ganarse aquella mañana muchas cosas, pero habría que ver cuál era el desenlace final. Un esclavo sostenía el gran yelmo del rey a la altura de sus manos. Antíoco miró a su espalda. Tras él estaba la agema, su caballería de élite, y más atrás los argiráspides, a la espera de entrar en combate, ansiosos por demostrar a su rey por qué eran merecedores de ser considerados los mejores. Se volvió entonces hacia delante: ante él las decenas de unidades catafractas, jinetes y caballos blindados por protecciones metálicas, formaban a la espera de que el rey ordenase su avance. En Panion los reservó para el final, pero ahora, con las legiones romanas y su caballería y sus aliados de Pérgamo no pensaba retrasar la entrada en combate de su arma más mortífera.

—¡Adelante, por Apolo y todos los dioses, adelante! —ordenó el Basileus Megas.

Tres mil catafractos se pusieron lentamente en marcha al paso, primero, y luego a un ligero trote que hizo que el suelo de la llanura de Magnesia empezara a vibrar a su alrededor. Era un avance lento, pues la enorme cantidad de metal que cada bestia debía transportar como protección para sí misma, además del jinete que a su vez iba completamente acorazado, hacían que el esfuerzo de cada caballo fuera ímprobo. Ése era el único defecto de los catafractos: su lentitud provocada por el enorme esfuerzo físico al que se veían abocados los caballos, pero, por lo demás, eran indestructibles. Tras ellos trotaba el rey Antíoco, rodeado, escoltado por los mil jinetes de la agema, más ligeros, una guardia personal para proteger al rey, pero ni por asomo tan temibles como los tres mil catafractos acorazados que les precedían y que, sin duda, aplastarían todo cuanto se les interpusiera por delante. Antíoco III sonreía dejando ver por debajo de su yelmo reluciente y resplandeciente una boca funesta con varios dientes partidos por el maldito proyectil que impactó en su cara durante la batalla de las Termópilas. Ahora, bajo la cegadora luz de aquel amanecer limpio de nubes, sabía que iba a vengar aquella horrible huella que las tropas romanas dejaran en su faz. Era el amanecer de su gran victoria. El sobrecogedor estruendo de los doce mil cascos de los catafractos era la más preciosa de las músicas para el oído guerrero de un rey, Antíoco, que se sentía ya cercano a reconquistar el imperio del gran Alejandro Magno.

Ala izquierda romana

Domicio Ahenobarbo había tomado el mando de las primeras turmae de la caballería romana en el ala izquierda frente a los catafractos sirios. Tiberio Sempronio Graco se había situado justo a su espalda con el resto de la caballería. Domicio vio cómo los carros escitas habían lanzado el ataque inicial en el ala opuesta, pero aquélla no era su preocupación. Ya se ocuparía de los carros el rey de Pérgamo y, si fuera necesario, el cónsul. Lo que retumbaba ahora en su mente era el lento pero temible avance que los catafractos habían iniciado justo delante de sus unidades de caballería. Domicio resopló con fuerza, buscando de forma instintiva en la oxigenación de sus pulmones las fuerzas adicionales necesarias que precisaba para mantener la posición ante la descomunal fuerza que se aproximaba contra ellos de forma inexorable. Los catafractos seguían avanzando despacio, al trote, pero sin detenerse. Levantaban gran cantidad de polvo, como hacían los carros escitas a los que ya había dejado de mirar. Domicio apretó los dientes. Había estado en muchas batallas pero nunca había visto ante sus ojos un enemigo tan formidable. El sol reflejaba en todas las protecciones de los jinetes y caballos enemigos. Eran armaduras completas que los protegían de pies a cabeza, y a los caballos también. Domicio no podía rendirse y mucho menos antes de tan siquiera entrar en combate, pero lo que descubrían sus ojos hacía desfallecer su ánimo: buscaba como un poseso alguna pequeña debilidad en las protecciones de aquellos jinetes, pero estaban completamente cubiertos por armaduras que los hacían prácticamente indestructibles. Domicio se llevó la mano izquierda a la barba y se la pasó por la barbilla y por el cuello. Los catafractos estaban ya sólo a mil quinientos pasos. Tenía que tomar una decisión y sólo había dos caminos: o esperar allí la embestida brutal de los jinetes enemigos u ordenar que sus propios jinetes iniciaran una carga para, favorecidos por ser mucho más ligeros, conseguir una gran velocidad de ataque con la que compensar su carencia de protecciones. Cneo Domicio Ahenobarbo, tribuno de Roma en la batalla de Magnesia, seguro de que no tenían nada que hacer, se encomendó a todos los dioses, miró a izquierda y derecha, descubrió la palidez de los rostros de los decuriones que aguardaban sus órdenes y, sin esperar un segundo más, lanzó un grito que reverberó sobre el suelo de la llanura.

—¡Por Júpiter, por Roma! ¡A la cargaaaaa!

Y las turmae bajo su mando se lanzaron directamente al galope para embestir a los catafractos sirios que, sin alterar el paso constante de su trote, avanzaban como espíritus ajenos a cualquier cosa que sus enemigos decidiesen acometer. Los jinetes romanos, por la fuerza de sus caballos y la ausencia de protecciones pesadas en sus soldados, consiguieron alcanzar en quinientos pasos una gran velocidad de ataque. Ante cualquier otro enemigo aquella carga dirigida por Domicio habría sido definitiva, pero los catafractos eran de otro mundo.

El choque tuvo lugar a mitad de la llanura, junto al río Frigio. Fue brutal. Decenas de jinetes romanos saltaron por los aires y una gran cantidad de caballos de las turmae rodaron por el suelo. El tribuno había calculado mal. El peso de cada catafracto era tal, que pese a ser embestido con fuerza apenas si retrocedía un poco. Era cierto que algunos jinetes catafractos cayeron derribados, pero en proporción de uno a diez frente a las múltiples bajas de los romanos. La carga de Domicio Ahenobarbo había sido un sonoro fracaso. Eso sí, los catafractos redujeron el trote a un lento avance al paso, para desde lo alto de sus monturas blindadas asestar estocadas mortales a los muchos jinetes romanos que intentaban o recuperar sus caballos o defenderse de los golpes enemigos. Los jinetes romanos eran valientes y respondían a las estocadas sirias con poderosos y certeros golpes de espada pero éstos, una y otra vez, no hacían sino que chocar contra las protecciones de los caballos o los jinetes enemigos sin apenas causar daño alguno. Por el contrario, cuando un sirio lanzaba una estocada, ésta causaba siempre una herida grave y pronto el suelo empezó a cubrirse de sangre roja romana que se acumulaba en brillantes charcos por toda el ala izquierda del ejército romano. Domicio había caído de su caballo, pero había conseguido recuperarlo y volver a montar. Al instante comprendió que prolongar aquello no tenía mucho sentido y que lo que podía hacerse ya se había ejecutado. No tenía sentido alargar la agonía y agrandar el sacrificio de sus hombres para no conseguir nada más que muertos.

—¡Retirada, retirada! —gritó un par de veces, y se replegó junto con varios decuriones que repetían la orden del tribuno para que, a su vez, el mayor número posible de jinetes romanos retrocediera con ellos. Tras ellos, los catafractos, al paso, herían y mataban por doquier sin dejar de avanzar lenta pero infatigablemente contra la reserva de la caballería romana.

Domicio llegó al galope, cubierto de salpicaduras de sangre y herido en un brazo, junto a Graco.

—No resistas más de lo necesario y repliégate lo antes posible —le dijo Domicio jadeando—. No hay nada que pueda hacerse, sólo resistir y replegarnos hacia el campamento. Ya sabes las órdenes, hay que alejarlos del campo de batalla y, si hace falta, tenemos que mantenerlos entretenidos hasta el final de la batalla, pero la verdad es que no sé si duraremos vivos tanto tiempo.

Graco asintió. Comprobó que el casco estuviera bien ceñido mientras veía como Domicio y los suyos pasaban a reagruparse justo detrás de sus turmae a la vez que por delante veía como los catafractos, entre los que apenas había habido bajas, seguían avanzando recuperando el trote inicial de su carga. El suelo volvió a vibrar bajo las pezuñas de los caballos romanos y las bestias piafaban nerviosas. Los jinetes romanos asían y tiraban de las riendas de sus animales con fuerza para que no retrocedieran atemorizados por el enorme estruendo que generaban los miles de catafractos trotando junto al río. Tiberio Sempronio Graco comprendió entonces el grado de ira que había despertado en Escipión con sus ataques en el pasado y con su trato con su hija pequeña. Lo primero fue necesario y lo segundo fortuito, pero para Graco estaba claro, sintiendo la tierra vibrar bajo los cascos de su atemorizado caballo, que para Escipión ni lo uno era preciso ni lo segundo casual. La ira de Publio Cornelio Escipión estaba a punto de alcanzarle, pero Graco se mantuvo frío, gélido en medio del desastre y desenvainó la espada. Al contrario que Domicio Ahenobarbo, Graco no ordenó una carga sino que se dirigió a sus oficiales para intentar otra estrategia diferente.

—¡Mantened las posiciones, por Marte, manteneos en vuestras posiciones y tomad las lanzas!

Los jinetes le obedecieron y esgrimieron decenas, centenares de lanzas con sus brazos derechos, mientras que con el izquierdo sostenían en alto los escudos.

—¡Apuntad bien, jinetes de Roma, pues sólo tendremos una posibilidad! —Los decuriones imitaban al tribuno y repetían sus instrucciones. Las turmae de Graco se prepararon para arrojar las lanzas sobre los catafractos que seguían avanzando sin detenerse.

—¡Ahora, lanzad, ahora! ¡Lanzad! —ordenó Graco y, toda vez que había envainado su espada y tomado una lanza al igual que el resto de sus hombres, la arrojó con furia contra el enemigo que se encontraba ya muy próximo, a menos de cincuenta pasos.

Quinientas lanzas volaron por el cielo, pero los catafractos, disciplinados y bien entrenados, eran expertos y estaban acostumbrados a estos ardides producto de la desesperación enemiga, de modo que levantaron sus propios escudos protegiéndose de la lluvia de armas arrojadizas del enemigo, al tiempo que se abrían separándose en las primeras líneas, de forma que al diseminarse, muchas de las lanzas cayeron sobre la tierra y de aquellas que impactaban sobre los propios catafractos muchas quedaban retenidas en los escudos sirios y sólo unas pocas alcanzaban a jinetes o bestias, de las cuales, más de la mitad no causaron daño alguno y sólo el resto hirió a algunas decenas de catafractos que sí cayeron derribados. Pero las bajas ocasionadas habían sido mínimas y el grueso de los catafractos, impasible, prosiguió con su avance hasta alcanzar la línea de jinetes enemigos. Allí, una vez más, en el combate cuerpo a cuerpo, los jinetes de Graco se veían impotentes para conseguir herir a sus enemigos que, sin cejar un solo instante, sin darles un solo segundo de respiro, golpeaban y golpeaban con fuerza brutal, rasgando, cortando, hiriendo y matando sin cesar. Aunque Graco no lo hubiera ordenado, los jinetes romanos retrocedían incapaces de resistir la embestida del enemigo acorazado y, poco a poco, sobre charcos de sangre de sus propios compañeros, la caballería romana se replegaba en una desorganizada retirada que sólo se reordenó cuando el tribuno Domicio acudió con los supervivientes de la primera carga en ayuda de los jinetes de Graco. La intervención de los hombres de Domicio consiguió que muchos de los jinetes de Graco que habían caído de sus monturas recuperaran sus caballos y, una vez montados de nuevo sobre los animales, se reinició el repliegue de forma más organizada, eso sí, siempre con los catafractos siguiéndoles de cerca. La mayor ligereza de la caballería romana les permitía ganar terreno en la retirada para poder, al fin, reorganizar una nueva línea de combate, ahora ya muy por detrás de las tropas de infantería romanas y cada vez más alejados del centro de la batalla. Estaban cayendo a decenas, pero tanto Domicio como Graco sabían que de momento estaban ejecutando la misión que se les había encomendado. El problema era saber si los catafractos les seguirían a medida que se retiraban y, si en efecto así hacían, hasta cuándo podrían resistir sin ser aniquilados por completo.

Ala derecha del ejército seléucida

Inmediatamente a continuación de los sangrientos catafractos cabalgaba el rey Antíoco henchido de euforia. Su caballo, rodeado por la guardia real agema, trotaba sobre cuerpos destrozados de enemigos abatidos. Los jinetes de su escolta se entretenían en rematar a los heridos con sus largas lanzas o pisoteándolos con los caballos a medida que seguían a su gran rey hacia la victoria final. Pronto habían avanzado tanto que habían desbordado el flanco de la infantería enemiga y Antíoco dudó entre o bien detener el avance de los catafractos para lanzarse sobre el flanco de las legiones que había quedado desprotegido o bien continuar avanzando hasta aniquilar por completo la caballería enemiga. Antíoco III de Siria sonrió de forma malévola bajo su yelmo dorado. Primero masacraría la caballería enemiga y luego regresaría para destrozar la infantería enemiga atacando por su retaguardia, una vez que ya fuera imposible que ninguna caballería romana acudiera a su rescate por aquel flanco, pues en poco tiempo no quedaría ni un solo jinete romano vivo en esa ala de la batalla.

—¡Adelante, adelante, por Apolo! —gritó el rey de Siria—. ¡Adelante hacia la victoria!

Y la agema continuó avanzando, y tras ella los argiráspides, siguiendo la estela de cadáveres romanos que los catafractos iban dejando a su paso.

Retaguardia del ejército seléucida. En lo alto de una colina

Aníbal, exasperado, escupió en el suelo. Sacudió a continuación la cabeza de un lado a otro. Las legiones habían empezado su avance contra la falange. Antíoco no había utilizado los elefantes para destrozar las primeras líneas romanas y, para colmo, el rey sirio se alejaba del campo de batalla en persecución de una caballería romana herida de muerte y en franca retirada.

—No va a girar —dijo Maharbal, en pie, junto al gran general púnico.

—Sí, lo hará, supongo que lo hará —respondió Aníbal—, pero seguramente lo hará tarde. Quiere aniquilar la caballería del ala izquierda romana por completo antes de volverse contra la retaguardia de las legiones. Debería dejar que la agema terminara ese trabajo y hacer volver a los catafractos y la infantería de argiráspides contra los triari de la retaguardia romana. Entonces la victoria sería suya.

Hubo un breve silencio. Al fin Maharbal se atrevió a preguntar lo que todos los que estaban alrededor, pues ambos estaban rodeados por el nutrido grupo de guerreros cartagineses que había acompañado a Aníbal en su destierro, deseaban saber.

—Entonces… ¿van a ganar los romanos?

Aníbal apretó los labios un segundo y luego los separó con un chasquido.

—No sé, no lo sé. Antíoco no está utilizando bien su ejército, pero tiene tal superioridad numérica que todo es posible. La clave está en si los catafractos regresan al centro de la batalla antes de que el combate se haya decidido.

Maharbal asintió. Todos volvieron a mirar hacia la gran llanura de Magnesia. El polvo les impedía saber qué estaba ocurriendo en el ala izquierda siria, donde los carros escitas habían iniciado el ataque. Observaban entre tanto el repliegue de la caballería romana en la otra ala y el avance inexorable de los catafractos y el rey, mientras en el centro la vanguardia de las legiones impactaba contra la temible falange seléucida y sus elefantes. Era una batalla total. Quien venciera decidiría el destino de Asia Menor y de decenas de reinos.

Centro de la vanguardia romana

Los velites fueron los primeros en llegar cerca de la falange siria, pero, avanzando en pequeños grupos, evitaron enfrentarse contra la falange en sí y, en su lugar, buscaban los lugares donde los generales seléucidas habían intercalado a los elefantes y contra éstos lanzaban todas sus armas arrojadizas causando cierto daño entre los guerreros que gobernaban a las bestias, hiriendo mortalmente a más de uno de los paquidermos y haciendo enfurecer a muchos. Algunos de los monstruos se adelantaron a la falange y causaron estragos entre la infantería ligera romana que huía en desbandada en muchos casos en un vano intento de salvar la vida: unos eran aplastados por las propias bestias, otros acribillados por los arqueros que montaban en los propios elefantes y el resto o bien alcanzaba la línea de hastati o era atravesado por lanzas enemigas. Sin embargo, el sacrificio de los velites obtuvo cierta recompensa, pues algunos elefantes, heridos y descontrolados, se revolvieron contra los propios sirios arremetiendo contra algunas secciones de la falange, pisoteando guerreros seléucidas y generando un gran desorden en algunos puntos.

Retaguardia seléucida

Minión y Filipo, los generales sirios, se pusieron de acuerdo de inmediato. Estaban juntos en el centro de la falange y comprendieron qué debía hacerse.

—Hay que retirar a los elefantes; de lo contrario ellos mismos destrozarán la falange —dijo Minión con seguridad.

Filipo asintió y se ocupó de que sus oficiales detuvieran a los elefantes para que sólo la falange avanzara contra las legiones. De ese modo impidieron un desorden mayor y en poco tiempo todo el frontal de la gran falange siria quedó restablecido. Los dieciséis mil falangistas bajaron las sarissas largas y afiladas a la vez que recomponían un compacto frente que caminaba decidido a detener la línea enemiga romana.

Centro de la batalla. Primera línea romana.

Los hastati abrieron huecos entre manípulo y manípulo y por los pasillos abiertos se retiraron los velites que habían sobrevivido al ataque de los elefantes. En cuanto pasaba la infantería ligera, los manípulos de hastati se cerraban para formar un bloque compacto con el que enfrentarse a una rehecha falange siria que avanzaba contra ellos sin los elefantes, pero con la temible destreza de infinitos años de lucha. Los romanos ya habían derrotado a una falange similar, la macedónica de Filipo V, en Cinoscéfalos, pero aquella formación compacta, disciplinada y con las largas sarissas en ristre siempre era un enemigo difícil. Los hastati escuchaban las voces de sus centuriones animándoles a seguir avanzando hasta el impacto final contra el enemigo.

El choque de ambas líneas fue descomunal y las sarissas, algo más largas que las astas de los romanos de primera línea causaron estragos entre los legionarios. La disciplina impuesta por los Escipiones mantuvo la línea, pero el empuje de los guerreros sirios era superior. Pronto, los hastati, más inexpertos, heridos en muchos casos y todos atemorizados, empezaron a perder terreno. Los soldados sentían que su propia flaqueza parecía transmitirse al corazón de sus enemigos transformada en más vigor y fortaleza en su lucha, pues cada vez empujaban los sirios con más intensidad.

—¡Desenvainad! ¡Desenvainad y cortad las sarissas! —gritaron los centuriones, y algunos daban ejemplo y, a riesgo de su vida, se introducían entre el bosque de puntas de sarissas enemigas y, a fuerza de descomunales mandobles, conseguían partir algunas de las largas lanzas enemigas. Pero algunos sirios desenvainaban también y herían a su vez a los valientes centuriones y a muchos de los que seguían sus órdenes y, mientras tanto, el grueso de la falange siria seguía avanzando y los romanos no dejaban de retroceder y ceder terreno. La batalla se estaba perdiendo en el centro de la llanura.

Ala izquierda del ejército seléucida

Para Antípatro, en medio del polvo que levantaban los propios carros en su vertiginosa carrera contra el enemigo, era difícil ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Pero mirando hacia lo alto, viendo el cielo ensombrecido por una constante lluvia de flechas, comprendió por qué muchos carros próximos habían perdido el control y se volcaban chocando unos contra otros. Su cuadriga, al ir ligeramente avanzada al resto, parecía adelantarse a la interminable lluvia de dardos mortíferos y, de momento, tanto él como el conductor estaban sin heridas, pero aquello fue sólo un espejismo porque justo cuando estaban a punto de impactar contra la línea de arqueros enemigos, una flecha atravesó el rostro del conductor de la cuadriga y éste quedó muerto, con las riendas asidas por sus manos, pero inerte, doblado sobre el carro, aún sin terminar de caer.

—¡Maldita sea! —gritó Antípatro mientras pugnaba por hacerse con las riendas del carro que, sin gobierno, empezaba a escorarse hacia un lado por unos caballos desbocados que intentaban evitar chocar contra las líneas enemigas—. ¡Maldita sea! —repetía Antípatro hasta que consiguió arrebatar las riendas al conductor muerto y, de un empellón, arrojarlo fuera del carro, pero para entonces la cuadriga ya marchaba en lateral en dirección al centro de la batalla. El cambio de rumbo le permitió, no obstante, ver el tremendo desastre en el que se había transformado la carga de los carros que estaban bajo sus órdenes: decenas de ellos yacían volcados, unos sobre otros, y de entre los restos destrozados de las cuadrigas emergían guerreros sirios heridos, que se arrastraban por una tierra cubierta de sangre de caballos y hombres mezclada en charcos densos que se extendían por todas partes. La lluvia de flechas cesó y él, a su vez, pudo controlar a los caballos y refrenarlos un poco para que volvieran hacia el ala izquierda. Algunos carros escitas, supervivientes a la gran masacre, emergían de entre los carros destrozados y Antípatro no lo dudó un instante. De inmediato situó su cuadriga al frente de los pocos carros que habían sobrevivido a la lluvia de flechas y se lanzó contra el enemigo. Sólo sentía ansias de apisonar a unos cuantos de aquellos malditos arqueros. Ya no le importaba qué fuera a ocurrir ni cuál fuera el desenlace de aquella maldita batalla. Sólo quería vengarse y llevarse consigo a tantos arqueros de Pérgamo como pudiera.

Ala derecha romana y de Pérgamo

Eumenes contempló con satisfacción que la mayoría de los carros escitas estaban destrozados a lo largo de la orilla del río Hermo mientras que algunos, con los conductores acribillados por las flechas, retornaban, tirados por caballos desgobernados, contra las propias filas del enemigo causando un enorme desorden entre la infantería de galos, griegos, capadocios, neocretes, carios, cilicios y otros aliados de Siria. Sin embargo, el general sirio al mando de la carga de los carros había sobrevivido y reconducía su cuadriga, junto con una veintena de carros más supervivientes al desastre, contra la línea de arqueros. El rey de Pérgamo tenía claro lo que procedía.

—¡Abrid pasillos, abrid pasillos! —gritó Eumenes a los arqueros, y éstos se reagrupaban dejando amplios espacios por los que en respuesta a las órdenes de su rey emergían decenas, centenares de jinetes armados con lanzas dispuestos a encarar a los carros supervivientes—. ¡Por Zeus, caballería de Pérgamo, acabad con los carros escitas, acabad con ellos!

Si la caballería hubiera tenido que hacer frente al centenar inicial de carros todo hubiera sido muy distinto, pero al tratarse de detener a tan sólo una veintena, las cosas eran muy diferentes. Los jinetes de Pérgamo, experimentados y apoyados por la caballería aliada romana que había acudido a reforzar esa ala, arrojaban lanzas contra los conductores y arqueros supervivientes de las cuadrigas sirias, abatiendo a muchos de ellos. Pese a todo, algunos carros aún supieron zafarse de aquellos nuevos proyectiles y llegaron a cortar con sus guadañas las patas de algunos caballos de Pérgamo, haciendo caer a sus jinetes mientras las bestias relinchaban por el dolor y el sufrimiento extremo. La contienda en el ala derecha se producía junto al río Hermo y el desenlace era aún incierto, pero Eumenes sabía que tenía las de ganar y pidió un caballo y una lanza que le fueron entregados de inmediato.

A lomos de su caballo buscó al general sirio que, pertinaz, persistía en sobrevivir, dirigiendo su carro escita contra jinetes romanos y de Pérgamo, causando gran cantidad de bajas. Tanto los romanos como los arqueros y jinetes de Pérgamo así como la propia infantería siria observaban los movimientos del rey asiático. Eumenes cabalgó hasta ponerse cerca del general sirio Antípatro y éste le vio. El sirio tomó entonces una lanza de la que aún disponía en el carro y la lanzó contra el rey de Pérgamo, pero Eumenes era ágil y evitó con un movimiento rápido el asta enemiga. Era entonces su turno. Observó que Antípatro había abandonado su escudo para dirigir con ambas manos las riendas de los caballos que no dejaban de galopar y tirar del carro con furia. El rey de Pérgamo se aproximó por el lateral y, justo cuando rey y general estaban a la misma altura, Eumenes, con precisión y potencia, lanzó su lanza. Antípatro sabía lo que iba a ocurrir e, instintivamente se agachó, pero no lo suficiente ni en la dirección oportuna. La lanza del rey de Pérgamo rasgó el aire hasta impactar sobre el esternón de su enemigo, en diagonal, justo a la altura de las costillas más altas que se abrieron y partieron en decenas de diminutos pedazos en el interior del tórax de Antípatro. Luego vino el dolor y le faltó fuerza en las manos y el sobrino del rey Antíoco soltó las riendas y los caballos que estaba refrenando un poco volvieron a galopar sin control. La sangre emergía de su boca mientras se volvía contra su enemigo. Antípatro aún desenvainó una espada con una extraña energía que no supo bien de dónde le vino, pero nada más sacar la espada, el arma cayó de su mano derecha y se quedó con el brazo en alto, con una lanza que le atravesaba de parte a parte, como si saludara, para, al instante, caer del carro y dar de bruces contra el suelo de la llanura con su cara partida por el golpe. Eumenes de Pérgamo no lo dudó y detuvo su caballo. Al momento llegaron una docena de sus jinetes para proteger al rey, mientras éste desmontaba, desenvainaba una vez más su espada y, blandiendo el arma como un hacha, dejándola caer con el filo por delante varias veces sobre el cuello del enemigo muerto, cortaba la cabeza del general abatido. Tomó una lanza de uno de sus guerreros y ensartó con sus propias manos la cabeza de ojos abiertos y cara torcida, con la lengua fuera, como si se asfixiara permanentemente, en la punta de un asta. Luego se la dio a sus jinetes.

—Los carros ya han desaparecido. ¡Id ahora y, por Zeus, llevadle la cabeza de su general a esos malditos sirios! ¡Que sepan lo que les espera!

Uno de los oficiales tomó la lanza y la levantó con fuerza, asomando la punta de la misma por la parte superior quebrada del cráneo partido del que hasta sólo hacía un minuto había soñado con ser el heredero del gran Imperio seléucida.

Retaguardia romana

El cónsul de Roma examinaba ambos flancos de la batalla. En el ala derecha, Eumenes había detenido a los carros escitas con eficacia y pocas bajas entre sus soldados, ahora quedaba por ver si era capaz de doblegar a la infantería que Seleuco, el hijo del rey Antíoco, dirigía en aquel flanco. Se alegró de haber reforzado con más turmae las fuerzas de Pérgamo. Eumenes tenía que conseguir destrozar a los sirios en esa ala o todo se vendría abajo. Por su parte, Domicio y Graco habían alejado, de momento, a los catafractos, y combatían muy por detrás del ejército romano, próximos al río Frigio. ¿Cuánto tiempo más podrían resistir? Habían arrastrado también al propio rey sirio y sus fuerzas de élite. Todos estaban cumpliendo su cometido bien y, aun así, la victoria se antojaba muy compleja. El centro había repelido a los elefantes con la intervención de los velites, pero eso sí, a costa de numerosas bajas, y ahora los hastati no se bastaban para retener a la falange siria y si había algo que no se podía ceder en una batalla era el centro. Lucio Cornelio Escipión miró hacia donde se encontraba Silano, quien, a su vez, estaba mirando hacia el lugar desde el que observaba Lucio Cornelio. El cónsul de Roma sabía que el tribuno esperaba su orden. Lucio levantó el brazo mirándole y miró también hacia los bucinatores y tubicines para asegurarse de que las cornetas trasladarían las nuevas instrucciones con eficacia a cada rincón de los manípulos de principes. Era el momento de relevar a los hastati. Mantendría a los triari en la reserva, pero los principes debían entrar ya en combate o todo podría perderse. Lucio bajó su brazo y vio como Silano asentía en la distancia. Los principes se pusieron en marcha. Lucio suspiró. Allí iba su joven sobrino, camino de su fin o de la gloria. En aquella batalla no habría margen para retiradas parciales. Era todo o nada. Muerte o victoria.

Ala izquierda seléucida

Seleuco vio como una docena de jinetes de Pérgamo exhibían la cabeza de Antípatro clavada sobre un asta ante una rabiosa infantería siria que miraba la mueca mortal del general abatido Antípatro con una mezcla de vergüenza y de temor por lo que había ocurrido. Seleuco no estaba tan preocupado. La disputa por saber quién sería el heredero del trono de Antíoco había quedado decidida en aquel mismo instante y eso era bueno. Desaparecido Antípatro, su padre ya no tendría duda alguna en designarle heredero de Siria y de todos los territorios seléucidas desde el Helesponto hasta la India. Las cosas, al menos para él, marchaban bien en aquella batalla. Eso sí, ahora debía él mismo detener el avance de la caballería del rey de Pérgamo que, junto con las turmae romanas, se lanzaba en ese mismo instante contra ellos. Seleuco puso al frente a sus propios catafractos, también protegidos por armaduras parciales que, no obstante, dejaban espacios sin cubrir tanto en los jinetes como en los caballos; esto, por otro lado, les hacía algo más ligeros, pero también más vulnerables que los pesados catafractos que su padre había seleccionado para combatir con él en el otro extremo de la batalla. Y tras ellos, Seleuco disponía de más jinetes galogriegos y de centenares de guerreros de infantería ligera de todos los confines del imperio, pero no eran sirios y no combatirían ni con la misma dedicación ni habían tenido el mismo adiestramiento profesional y esmerado de las tropas sirias que se entrenaban en Apamea. Era una fuerza poderosa en su número pero de poca seguridad si el enemigo se mostraba encarnizado, pero Seleuco no tenía tiempo para cambiar la disposición de las tropas en el escenario de aquella batalla y se confió a la superioridad numérica que le otorgaban las fuerzas militares de las que disponía. Seleuco, en cualquier caso, no era hombre de mucho pensar.

—¡Por Apolo y todos los dioses! ¡A la carga!

Y los catafractos, disciplinados le siguieron, pero el arranque fue tardío y llegaron al brutal choque que tuvo lugar en la llanura más próxima a las filas seléucidas, con menor empuje, pues, que la caballería de Pérgamo, y ya fuera porque los de Pérgamo sabían que o ganaban aquella batalla o su reino desaparecía de la faz de la tierra, o porque, en efecto, los catafractos de Seleuco combatían sin saber bien qué eran, pues llevaban protecciones que los hacían menos ágiles pero no suficientes como para hacerlos inmunes, el caso es que los jinetes sirios caían por todas partes, y Seleuco veía, con impotencia, cómo sus mejores hombres empezaban a retroceder ante el arrojo casi bestial de los jinetes de Pérgamo. Así, en previsión del desastre, Seleuco abandonó la vanguardia y se situó en la retaguardia, justo detrás de la infantería mercenaria que debía defender aquel flanco del ejército. Los catafractos ligeros y los jinetes galogriegos que les apoyaban cedían terreno y, al final, sin general, desgobernados y aturdidos, se batieron en retirada alejándose del campo de batalla y dispersándose por los alrededores de la llanura de Magnesia. En muchos casos cruzaban el río para convertirse en desertores y fugitivos de un rey que intuían iba a ser derrotado, y es que para un mercenario siempre era mejor salvar la vida y ser desertor de un derrotado que épico héroe muerto de un vencido, pues los que eran derrotados con frecuencia no tenían ni los medios ni la energía para apresar, juzgar y ejecutar a sus desertores. Ése era, normalmente, un lujo de los vencedores.

El centro de la batalla. Vanguardia romana

Silano aullaba mientras iba de un extremo a otro de los manípulos que se incorporaban a la vanguardia.

—¡Por Júpiter, hastati atrás, principes al frente, principes al frente! —El propio tribuno buscó una posición adecuada en el centro de la línea de los principes, estratégicamente próximo al joven Publio, y avanzó con los nuevos manípulos hasta la mismísima primera línea. No era momento de quedarse a medias. Sabía que los legionarios dudaban al ver como velites y hastati habían perdido terreno pese a su arrojo. El tribuno estaba convencido de que cuando todos vieran que él mismo se situaba en vanguardia, nadie retrocedería, no, al menos, sin antes morir. Silano llegó a la primera línea y se encontró con las pertinaces sarissas apuntando afiladas y mortíferas contra los gaznates de sus hombres.

—¡Pila en alto! —gritó el tribuno, y todos los centuriones repitieron su orden.

Miles de legionarios tomaron uno de sus dos pila con el brazo derecho y aguardaron la orden de sus superiores.

—¡Ahora, malditos, ahora, por todos los dioses! —espetó Silano mientras él mismo lanzaba su pilum contra los guerreros sirios con una fuerza descomunal. El arma del tribuno voló por el aire en un trayecto corto, pues el enemigo estaba a tan sólo unos pasos. Uno de los sirios percibió que aquella lanza iba contra él, de modo que alzó su escudo para protegerse, pero la potencia de lanzamiento del veterano tribuno, así como su precisión, estaban muy por encima de la media, y el pilum atravesó el escudo del soldado sirio, hiriéndole no mortalmente, pero sí segando venas y arterias de su brazo y hombro dejándolo malherido y, lo más importante, haciéndole inservible para la primera línea de la falange siria. No todos los pila del resto de principes resultaron tan lesivos como el del tribuno, pero sí que se crearon bastantes bajas entre el enemigo que permitieron, al menos, detener su avance mientras se reorganizaban para sustituir a los guerreros abatidos. En concreto, el pilum de Publio hijo se clavó en el omoplato de un enemigo. El muchacho intentaba limpiar con furia en la lucha el deshonor de su reciente apresamiento y, hasta el momento, estaba cumpliendo con dignidad. Silano le miraba de reojo y veía que el joven no rehuía la primera línea y que estaba atento a las órdenes de los centuriones. El tribuno quería poder tener cosas buenas que contar al gran general Africanus, si es que salían con vida de todo aquello.

—¡Segundo pilum, en ristre! —ordenó Silano.

Y así, con la segunda arma avanzando por delante de ellos, a modo de improvisada lanza, se produjo el choque entre los principes y la aparentemente indestructible falange siria. Silano sabía que de nuevo aquello no sería suficiente. Necesitaban a los triari con sus largas lanzas y su experiencia y arrojo brutal para contener a aquellos malditos sirios. Una vez más las sarissas causaron estragos y aunque de nuevo se dio la orden de usar las espadas para cortar las lanzas enemigas, muchos cayeron heridos o muertos. Silano miró hacia donde se encontraba el joven Publio y no pudo o no supo encontrarlo en pie.

—¡Maldita sea! ¡Por todos los dioses! —exclamó, y se dirigió hacia el lugar donde lo había visto luchando por última vez. El manípulo en esa sección del frente se había desordenado. El centurión al mando yacía sobre el suelo atravesado por una larga sarissa. Su muerte, no obstante, no había sido en vano. Los principes de aquel manípulo habían abierto una brecha en la falange por la que se habían adentrado algunos, entre los que vio a Publio hijo. Conseguir una brecha era una gran conquista cuando se luchaba contra una falange, pero era también un riesgo, pues si la brecha no era lo suficientemente grande o si no se disponía de los suficientes hombres para mantenerla abierta, podía convertirse en una trampa mortal para los que cruzaban la línea enemiga, pues si los sirios conseguían cerrar de nuevo la falange, los que habían cruzado al otro lado quedarían rodeados por el enemigo sin posibilidad de recibir ayuda y, sin duda alguna, morirían ensartados por decenas de guerreros sirios. Silano miró hacia atrás. En aquel sector no había casi velites o hastati supervivientes, ya que era uno de los puntos donde un elefante había causado muchas víctimas en el primer choque, al inicio de la batalla. Y los triari estaban demasiado retrasados. Sólo había unos segundos para decidir qué hacer. La falange se estaba recomponiendo y Publio Cornelio Escipión hijo estaba al otro lado.

—¡Maldita sea, por todos los dioses, por Hércules, por Júpiter, malditos sean todos los sirios del mundo! —exclamó Silano, y se arrojó allí donde se había abierto la pequeña brecha, cruzó la línea de la falange que estaba reorganizándose y, al instante, se encontró en medio del pequeño grupo de principes que, valientes, pero locos, habían penetrado en la línea enemiga—. ¡Retroceded, retroceded, todos, ya! —gritó el tribuno. Los legionarios le miraron doblemente sorprendidos, primero por verle y segundo por la orden. Estaban convencidos de que romper la línea era una gran victoria. El tribuno comprendió el nivel de inexperiencia con el que tenía que tratar, allí, en medio del campo de batalla, rodeados como estaban de miles de sirios ansiosos por restablecer la falange y acabar con todos ellos—. ¡La brecha es demasiado pequeña, la están recomponiendo, hay que retroceder, y hay que hacerlo ya, malditos, retroceded u os mataré yo mismo!

Los legionarios miraron hacia sus espaldas y vieron cómo casi no había compañeros, sino sólo sirios que estaban retomando sarissas del suelo, posicionándose en la falange sin tan siquiera hacer caso de que ellos estuvieran al otro lado. Los sirios sabían que los galogriegos de la retaguardia acabarían con aquel pequeño grupo de legionarios que habían cruzado la falange. Y, en efecto, decenas de guerreros enemigos rodearon en un momento al reducido grupo de principes y al veterano tribuno Silano. Pero el experimentado oficial había combatido en Zama, y Magnesia, si bien era un gran combate, al menos por el momento todavía no era Zama, y no pensaba morir allí, rodeado por aquellos odiosos galogriegos mientras los sirios volvían a cerrar la falange. Silano arremetió con furia contra los sirios que estaban recuperando sarissas y abatió a dos antes de que los guerreros seléucidas pudieran responder. Por detrás, no obstante, venían los galogriegos, frescos, descansados y ansiosos por entrar en combate. Eran mercenarios del rey Antíoco y querían justificar su paga matando a unos cuantos romanos que habían sido capaces de abrir una brecha en la falange del rey.

—¡Cubridme la espalda! —gritó Silano, y el joven Publio y una docena de legionarios se volvieron contra los galogriegos para permitir al tribuno que siguiera su lucha personal contra los sirios. Media docena de soldados seléucidas dejaron de recuperar sarissas y desenvainaron sus espadas para luchar contra el tribuno. Silano sonrió. Odiaba las pérfidas sarissas.

—Con la espada; perfecto —les espetó entre dientes, casi como si les escupiera. Dos sirios se aproximaron a un tiempo, cada uno por un lado diferente. Silano, rápido, esgrimió su espada con destreza e hirió al que venía por la derecha, se agachó para evitar el golpe que venía del soldado sirio de la izquierda y, de regreso de su giro completo, le pinchó en un pierna. El soldado enemigo se dobló, pero Silano sabía que aún no lo podía rematar porque tenía al enemigo del otro lado sólo herido y, en efecto, por ahí regresaba el sirio, pero estaba torpe porque le salía sangre por la boca. Silano le hundió la espada una vez más en el pecho y acabó con él, pero el que estaba herido al otro costado se recuperaba, aunque cojeando, al tiempo que venían otros dos sirios por el frente; Silano extrajo la espada del pecho del seléucida de su lado derecho, y la blandió con fuerza para detener los golpes de los que venían de frente, mientras arrojaba el escudo, y, con su mano izquierda desenvainaba su pugio[*] y lo clavaba en el cuello del sirio que, cojeando, aún quería batirse contra él. El tribuno se arrodilló y dio una voltereta en el suelo que aprovechó para recuperar el escudo y zafarse de los sirios que habían venido por el frente y, a la vez, quedó situado tras ellos. Se puso de rodillas, y protegiéndose con el escudo de los golpes de dos sirios más que se incorporaban a la lucha, asestó dos cortes en las piernas de los otros dos guerreros que ahora quedaban heridos. Se alzó empujando con furia, porque uno de los enemigos se había arrojado contra su escudo para tumbarle, pero Silano se alzó y lo lanzó bestialmente a unos pasos de distancia. Quedaban los heridos que volvían por atrás y otro sirio más que le miraba de frente pero ya más cauto en acometer a aquel tremendo enemigo romano al que nadie parecía poder abatir. Unos pasos más allá, los legionarios mantenían una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo con los galogriegos en la que caían heridos o muertos por ambas partes. El joven Publio había herido a dos soldados y también había recibido un corte en el muslo izquierdo; la herida, no obstante, era superficial y podía seguir combatiendo con fuerza, pero era imposible no ir perdiendo terreno. El joven Publio se volvió y vio como el tribuno había terminado con varios sirios, cómo otros dos cojeaban pero que todavía había dos más, uno más próximo a Silano y otro más alejado, que estaban dispuestos al combate. El muchacho no lo dudó. Había comprendido que no podían permanecer allí más tiempo y que el tribuno necesitaba ayuda para abrir paso para retornar a las legiones, al otro lado de la falange. Publio hijo se lanzó entonces como un jabato contra los dos guerreros que cojeaban y les asestó dos golpes mortales en el cuello cortándoles a ambos la vena yugular. Ambos cayeron de bruces. Silano vio el ataque con el rabillo del ojo y suspiró algo aliviado. Era el momento. Los otros le tenían miedo.

—¡Ahora, todos, seguidme, por Hércules, seguidme! —Y Silano, sin mirar atrás, porque más no podía hacerse, se arrojó contra la falange aún no recompuesta del todo porque habían faltado los guerreros que se habían entretenido en luchar contra el tribuno, y se abrió paso a empellones, empujando con su escudo para sorprender a los sirios de la falange porque éstos no esperaban que quedara ya ningún superviviente de aquellos legionarios que habían cruzado la línea. El joven Publio y seis legionarios más siguieron al tribuno con rapidez y, en lo que para ellos fueron los instantes más largos de toda su vida, lograron escapar de las líneas enemigas y retornar al abrigo de la vanguardia de las legiones de Roma.

Los principes de la primera línea romana, nada más reconocer el uniforme y la figura del tribuno, abrieron un pasillo por el que Silano, Publio y el resto pudieron pasar para, unos pasos por detrás de la primera línea de combate, detenerse y recuperar algo el aliento. Aún estaban todos doblados, con los brazos apoyados sobre los muslos, jadeando cuando Silano se dirigió a ellos enfurecido.

—¡Por todos los dioses! ¿Qué creéis que es esto? ¿Creéis que vosotros solos vais a ganar esta batalla? ¡Maldita sea! —Y se aclaró la garganta, escupió en el suelo—. ¡Agua, necesito agua, por Hércules! —aulló mientras se quitaba el casco un segundo. Un aguador llegó con un odre de agua y un cazo para servir un poco para el tribuno, pero Silano tomó el odre, se echó agua por la cabeza, la sacudió como un lobo al salir de un río y bebió a morro un buen trago. Luego pasó el odre a los demás, empezando por Publio y, algo más calmado, volvió a hablarles—: Pero habéis combatido bien, estáis todos locos, empezando por ti, Publio Cornelio Escipión, pero combatís con coraje. Ahora sólo falta que sigáis las órdenes. Tomaos un descanso y regresad a la línea de combate en un minuto. —Y vieron como el tribuno se ponía el casco de nuevo, se lo ajustaba con saña, volvía a escupir y caminaba hacia la vanguardia que volvía a ceder terreno contra la falange siria—. ¡A ver! ¿Por qué cedéis terreno? —Le oyeron como aullaba al resto de principes—, ¿qué tengo yo para combatir, legionarios o nenas? —Y los principes se hacían a un lado para permitir que el tribuno llegara hasta la primera línea, desenvainara de nuevo su espada y partiera una de las alargadas lanzas enemigas evitando, con habilidad, que el asta enemiga le hiriera en el cuello—. ¡Malditas sarissas!

Ala izquierda romana

Domicio y Graco habían reagrupado junto al río Frigio a los jinetes supervivientes a la terrible serie de fatídicos encuentros contra los catafractos de Antíoco. La caballería acorazada del rey de Siria lo arrasaba todo. Desde la distancia, esperando una nueva embestida del enemigo, que muy bien podía ser la última, la que terminara con todos ellos, los dos oficiales veían cómo los catafractos pasaban por encima de los jinetes heridos de las turmae romanas que se arrastraban por el suelo ensangrentado en un intento inútil por escapar de la máquina mortal en la que Antíoco había sabido convertir su caballería pesada.

—Hay que retirarse ya por completo, quizá hacia el campamento y esperar que nos sigan —propuso Domicio.

—Pero si hacemos eso, es muy posible que el rey sirio decida dejarnos y lanzarse contra la retaguardia de nuestro ejército. Nuestra misión es la de entretener a los catafractos el máximo tiempo posible.

Domicio le miró admirado. Graco, enemigo político de Escipión, estaba dispuesto a poner en peligro su vida más allá aún de lo que habían hecho, más allá de lo razonable, por seguir un plan de su gran oponente en Roma.

Graco miraba a un lado y a otro. A sus espaldas estaba el río Frigio, no muy profundo pero difícil de vadear y muy embarrado en toda su margen izquierda, justo la orilla en la que se encontraban. Por delante avanzaban hacia ellos, al paso, los indestructibles catafractos. Graco miró a Domicio y leyó sus pensamientos.

—Escipión es mi enemigo político, pero las batallas no se ganan si dejamos que se mezclen con asuntos personales. Publio Cornelio Escipión es un gran general sobre un campo de batalla y el plan que ha diseñado es bueno. Otra cosa es la política y el bien del Estado, pero ahora no estamos ante el Senado, sino ante los catafractos de Asia. Tenemos que seguir con el plan y mantener a los catafractos aquí.

Domicio asintió. Inspiró y exhaló un profundo suspiro.

—Lo que propones es una devotio —sentenció Domicio ajustándose de nuevo el casco que se había quitado durante un momento para rascarse la cabeza y sentir el aire en sus sienes, quizá por última vez en su vida. Una devotio era el sacrifico supremo que puede hacer un general: morir luchando para mantener una posición, salvar el honor e ir así al infierno con la gloria de haber entregado la vida propia al servicio del Estado.

Graco negó con la cabeza.

—No —respondió con rotundidad, y vio que Domicio se sorprendía; los catafractos seguían avanzando. No había mucho tiempo para explicaciones. Tendría que ser rápido—. No, Domicio, respeto una devotio en lo que representa, pero nuestro suicidio sería demasiado breve y, en consecuencia, demasiado inútil; al menos si hemos de morir, no debe ser cargando contra el enemigo; es poético pero no reportará beneficio a la batalla. No duraremos ni un minuto. No. El río. —Y señaló a sus espaldas la margen izquierda del río Frigio—. Repleguémonos al borde del agua. Les presentaremos batalla, de nuevo, allí. Sobre el barro.

Cneo Domicio Ahenobarbo miró el río, vio el barrizal de la orilla, observó el constante pero muy pesado avance de los catafractos, volvió a mirar a Graco y asintió admirado. Quizá aquello pudiera funcionar.

Ala derecha del ejército seléucida

El rey Antíoco cabalgaba complacido a lomos de su caballo negro; la suerte estaba echada para la caballería romana de toda aquella ala del ejército enemigo. Los veía reagrupándose, como niños asustados, junto al río Frigio. Sus catafractos avanzaban, decididos, desafiantes, imparables, contra lo que sería la última resistencia de aquella caballería romana que había osado plantarles batalla.

—¡Por Apolo, vamos a darles un baño a esos romanos! —vociferó el rey, y sus oficiales y muchos de los jinetes de su guardia real, la agema, rieron la gracia del monarca con carcajadas grandes, sonoras, seguras.

Ala izquierda romana. Reagrupamiento de la caballería junto al río Frigio

Domicio y Graco se separaron para comandar desde los dos extremos a los trescientos jinetes que aún sobrevivían en aquel perdido extremo de la gran batalla que se estaba librando en la llanura de Magnesia. Domicio observaba a los catafractos aproximándose hacia sus posiciones y miró a Graco; este último hizo un gesto con la cabeza, y Domicio, al tiempo que Graco, dio la orden de hacer que los caballos retrocedieran más aún, hacia el río.

—¡Hacia atrás! ¡Por todos los dioses, haced que los caballos retrocedan!

Y los jinetes, algo confundidos, obedecían. Estaban agotados de combatir contra un enemigo casi inmortal que no dejaba de acosarlos. Desconocían qué podía estar pasando en el corazón de la batalla; más aún, todos temían que si las cosas iban igual de mal que en la llanura, pronto no quedaría ninguno de ellos con vida, pero, pese a todo, mantenían la disciplina porque sólo en ella, estaban seguros, podía haber esperanza. Tiraron de las riendas con fuerza y, con habilidad aprendida en largas sesiones de adiestramiento militar, hacían que los animales obedecieran y siguieran retrocediendo hasta que cada caballo veía cómo se hundían sus pezuñas en el empapado fango de la orilla del río Frigio.

—¡Más, más! ¡Hay que retroceder más! —insistía Graco desde el otro extremo de la formación de la caballería romana—. ¡Hay que meter a los caballos en el agua!

Y en poco tiempo, todos los jinetes consiguieron que las bestias se introdujeran, marchando hacia atrás, hasta tener las patas en medio del agua y sentir los propios caballeros de Roma, el agua empapando sus pies hasta casi la rodilla. El fluir del río allí era tranquilo y la corriente no era peligrosa, pero, sin duda, no sería fácil combatir desde aquella posición. No tenían claro lo que los tribunos al mando buscaban con aquella maniobra desesperada.

Los catafractos se encontraban a tan sólo cien pasos. Uno de sus oficiales desenvainó la espada y centenares de jinetes enemigos cubiertos de pesadas armaduras imitaron el gesto. Fue como si un cuchillo gigante destrozara la mañana ya teñida de sangre romana. Era la última señal antes de la derrota total. Los catafractos se encontraban a tan sólo setenta, sesenta, cincuenta pasos; empezaba el barro, a cuarenta, los caballos de los catafractos sentían cómo sus pezuñas se hundían en el barro, treinta pasos, de pronto muchas bestias sirias se quedaban como clavadas, los caballos eran incapaces de avanzar más pues el enorme peso de las armaduras propias y de los jinetes blindados que transportaban era tal que les hacía imposible moverse en medio del fango de la orilla del río.

—¡Ahora! ¡Por Júpiter, por la victoria, por Roma! —gritó Tiberio Sempronio Graco, y los trescientos jinetes se lanzaron contra los catafractos, mucho más numerosos y mejor pertrechados que ellos pero completamente varados, clavados en el suelo de la ribera del río, de forma que los jinetes romanos se acercaban, golpeaban y se alejaban sin que los catafractos pudieran mover sus caballos para buscarlos y responder. Las armaduras eran poderosas, pero a fuerza de golpes, algunas se quebraban y el río empezó a teñirse de sangre que ya no sólo era romana sino que también llevaba mucha sangre siria emponzoñada por pequeños trozos de metal procedente de decenas de armaduras rotas. La tarea, no obstante, era infinita. Habrían abatido más de doscientos catafractos, más de lo que nadie podría imaginar, pero quedaban tantos, tantos, que todo éxito parecía quedar en nada. Eso sí, la batalla del ala izquierda del ejército romano seguía en pie, seguía perdiéndose, pero seguía combatiéndose. Y los catafractos, en vez de girar y lanzarse sobre la infantería romana, permanecían allí, sobre el barro, luchando.

El rey Antíoco cerró la boca y borró la sonrisa de sus labios. Los catafractos no podían combatir junto al río. El monarca era soberbio pero no un estúpido, así que al momento reorganizó el ataque de sus tropas.

—¡Que se retiren los catafractos a tierra seca! ¡Mi guardia, la agema de Siria, al combate!

Y la caballería blindada seléucida se retiraba, humillada por la estratagema de los romanos que les habían conducido a combatir allí donde su enorme peso les hacía torpes, casi inútiles, para ser reemplazada con rapidez por la caballería ligera de la guardia personal del rey. La agema estaba compuesta por más de mil jinetes, más que suficientes para terminar con el último punto de resistencia romana en aquel sector de la batalla. Los guardianes del rey se adentraron en el barro del río y allí ahora la igualdad en las posibilidades de lucha era la misma, sólo que los sirios eran muchos más. Cada jinete romano se veía obligado a combatir contra dos o tres jinetes enemigos al mismo tiempo, y había quien con su experiencia y su arrojo salía invicto del descomunal desafío, como Domicio o Graco, pero muchos de los caballeros romanos no eran tan capaces y caían atravesados por estocadas mortales en el pecho, la espalda, los brazos, la misma cara, el cuello o en todas partes a la vez. El río Frigio era ya rojo por completo. Era sólo cuestión de tiempo que no quedara ni un solo jinete de Roma con vida.

Domicio, acorralado por el empuje de los jinetes de la guardia real de Antíoco III, se vio obligado a retroceder adentrándose aún más en el río. Llegó el momento en que su caballo, como los de otros caballeros romanos que le acompañaban, dejó de hacer fondo y empezó a nadar. Allí se detenían los jinetes de la agema que no tenían orden de cruzar el río. Domicio comprendió que era la única posibilidad de escapar con vida de aquel desastre y tiró de las riendas para que el caballo nadara hacia la otra orilla. Sus hombres le imitaron y en poco tiempo medio centenar de jinetes romanos se encontró emergiendo con sus caballos en la ribera opuesta del río Frigio. Por el agua flotaban los cadáveres, mientras en la otra orilla algunos catafractos aún luchaban contra el barro con sus pesadas armaduras y con unos caballos agotados que apenas podían tenerse en pie por el esfuerzo de la larga carga unido al efecto de arenas movedizas de aquel fango espeso del río. Pero los ojos de Domicio se posaron sobre Tiberio Sempronio Graco, quien acompañado aún por otro pequeño grupo de jinetes de Roma continuaba luchando casi en medio del río, rodeado por una maraña de caballeros del rey Antíoco. Debía ser ése un punto algo menos profundo y por ello, pese a estar casi en medio del agua, los caballos parecían aún hacer pie y el combate proseguía encarnizado y brutal.

Domicio fue testigo de cómo Graco se batía como un león contra cuatro jinetes de la agema, lanzando golpes furibundos con su gladio y, a la vez, levantando su escudo para protegerse de los certeros mandobles del enemigo. A su alrededor, los jinetes romanos que le acompañaban iban cayendo uno tras otro en medio de un lago rojo dentro del agua turbia del río henchido de muerte. Todo parecía estar preparado para el fatal desenlace. Domicio estaba admirado por la resistencia de su colega en el mando y por su pertinaz lucha contra una cada vez más numerosa masa de enemigos que le rodeaban, y pensó Domicio en acudir él mismo junto con los pocos jinetes supervivientes al rescate del valeroso tribuno, pero, de pronto, eran tantos los guerreros sirios que la figura de Graco desapareció por un momento y cuando, quizá por efecto de la corriente del río, varios jinetes sirios se vieron desplazados unos pasos del lugar donde se encontraba Graco, sólo reapareció la silueta solitaria del caballo del tribuno, pero sin rastro de Tiberio Sempronio Graco. Domicio se acercó más al río, y lo mismo hicieron los supervivientes de la derrotada caballería romana, todos buscando con los ojos el cuerpo sin vida del tribuno caído, pero no se veía nada más que cuerpos boca abajo y agua turbia en una espesa mezcla de fango y sangre que, sin duda, debía portar en sus entrañas el cuerpo sin vida de Tiberio Sempronio Graco.