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El plan de Aníbal

Campamento general de Antíoco. Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a. C.

Antíoco empezaba a percibir, ante la persistencia romana a no abandonar Asia, que el combate sería inevitable. Durante meses había albergado la esperanza de que al acumular una fuerza militar tan gigantesca como la que había reunido en Magnesia los romanos se retirarían sin tan siquiera plantear batalla, pero aquel plan había fracasado. Liberar al hijo de Escipión tampoco parecía haber sido suficiente para ablandar el ánimo de los generales enemigos. Antíoco tenía múltiples defectos, como la codicia, la lujuria, la ambición o la soberbia entre otros, pero no era un cobarde. Era rey de Siria, emperador de todos los territorios seléucidas desde la India hasta Asia Menor; había reconquistado más reinos que ningún otro rey de la dinastía en decenios y ahora se veía abocado, tras el fracaso de la conquista de Grecia, a una guerra defensiva humillante para él por tener que combatir en su propio territorio. Pero lo que de ningún modo estaba dispuesto a consentir era a añadir más vergüenza a su situación: si los romanos no cejaban en su empeño de querer encontrarle en el campo de batalla, allí, al fin, le encontrarían, con todos sus guerreros argiráspides, con las tropas aliadas de decenas de pueblos venidas allí desde todos los confines del imperio, con sus elefantes, sus cuadrigas armadas y, cómo no, con sus cuerpos de élite: la caballería agema[*] y los tan temidos catafractos.

El rey había reunido a sus generales y consejeros reales en una gran tienda en medio del inmenso campamento militar de su gran ejército imperial. Allí se habían congregado sus mejores generales, su hijo Seleuco, su sobrino Antípatro, los valerosos Minión y Filipo, y los consejeros reales, entre los que destacaba el viejo Heráclidas, auténtica mano derecha del rey en el gobierno imperial. Junto a todos ellos había representantes de los diferentes pueblos que habían aportado guerreros a aquel enorme contingente de tropas que para casi todos los presentes era invencible. Y, por fin, en una esquina del consejo, en pie como el resto, mirando al suelo, como si aquello no fuera demasiado con él, estaba Aníbal, escuchando a los diferentes intervinientes en su empeño por ver quién de todos ellos era capaz de elogiar más a su señor y rey por haber reunido aquel fastuoso e invencible ejército. Una sola mirada escrutando los rostros de los allí presentes bastó a Aníbal para darse cuenta de que el único que pensaba por sí mismo, aparte de él, o de Maharbal, que le acompañaba a su derecha, era el viejo consejero Heráclidas, o eso le pareció en aquel momento. El resto estaba allí sólo movidos por la ambición, todos a la espera de lo que entendían debía ser una victoria fácil sobre un enemigo al que doblaban en número. Pero pese a tantos discursos y halagos hacia el rey nadie había planteado un plan claro de ataque. Nadie sabía bien qué hacer con tantas caballerías acorazadas de diferentes tipos, jinetes sobre dromedarios, arqueros, falangistas, las unidades de infantería y de caballería de élite del gran rey Antíoco y, por fin, más de medio centenar de elefantes asiáticos bien armados.

Una vez que el rey Antíoco vio satisfecha su necesaria ración de vanidad, volvió su mirada hacia el callado Aníbal.

—¿Y bien? —le preguntó el rey—. Llevas varios años, Aníbal, viviendo a mi costa y hasta la fecha tus servicios han sido más bien escasos, por no decir que nefastos. Tu única intervención directa se saldó con una clamorosa derrota —recalcó el rey en referencia a la derrota naval de Aníbal durante el verano con el solo afán de humillarle y bajar los humos al siempre impertinente cartaginés; la cosecha de halagos, sin duda, había fortalecido la endeble autoestima del rey sirio—. Ahora tenemos ante nosotros al general romano que te derrotó en el pasado. No sé si aprendiste algo en tu derrota pasada o si ese hecho ya te descalifica por completo para aconsejarme en este combate que se avecina.

Aníbal engulló la humillación con la templanza del desterrado que sabe que ya pocos elogios le quedan por oír en su vida y menos de boca de aquellos que le ofrecen un asilo interesado y, en ocasiones, casi morboso.

—Creo, mi rey, que aquí todos hablan de lo poderoso que es este ejército, pero hasta ahora nadie ha dicho cómo colocar las tropas para enfrentarse a las legiones romanas y eso, mi rey, creo que es lo único que debería debatirse hoy. Los romanos, estoy seguro, no reunirán su estado mayor para vanagloriarse de sus legiones sino para discutir el mejor plan de ataque.

El rey asintió despacio.

—Te concedo que en eso puede que tengas razón. Oigamos entonces todos lo que Aníbal sugiere.

Fue Aníbal entonces el que asintió varias veces en silencio, pensativo. Avanzó dos, tres pasos y se situó en el centro del corro formado por los generales. La gran tienda real estaba clavada sobre el suelo y él mismo se había cubierto de pieles. Éstas estorbaban a Aníbal, así que el cartaginés estiró de varias y las despegó del suelo arrojándolas a un lado. De ese modo se aseguró un espacio de dos por dos pasos de tierra al descubierto. Desenfundó entonces su espada y, dibujando con la punta de la misma sobre el polvo de Asia, ilustró al rey y al resto de generales sobre la mejor forma de disponer las tropas.

—En el centro la infantería, la gran falange con sus sarissas que tendrán que contener a la infantería romana. En las alas deben distribuirse las tropas auxiliares, pero por delante, en cada ala la caballería, con los catafractos más pesados repartidos en ambos extremos para tener unas alas con fuerzas similares, compensadas, las cuadrigas las dejaría en la reserva pues se han mostrado muchas veces un arma de doble filo y los romanos sabrán cómo desorientar a los caballos que tiran de ellas, y si eso ocurre unas chocarán contra otras generando más confusión entre nosotros que entre el enemigo. Y, por supuesto, todos los elefantes aquí. —Y Aníbal marcó una larga línea en el centro de la formación justo delante de la gran falange del ejército seléucida—. Ellos deben abrir el combate, como hicimos en Zama. Los elefantes debilitarán las legiones y permitirán que los guerreros con las sarissas, los argiráspides, sean capaces de contener a las legiones mientras nuestra superioridad en las alas con la caballería acorazada destroza a los jinetes romanos. Una vez eliminada su propia caballería, la nuestra aparecerá por la retaguardia enemiga para rodear a las legiones y acabar con todos. Si empezamos al amanecer, al mediodía la victoria será nuestra. La tarde será sólo para acabar con los heridos y para vender a los esclavos apresados.

Aníbal envainó su espada. El silencio que había conseguido con su discurso había sido tal que el chasquido de la empuñadura del arma al chocar con el tope en la parte superior de la vaina hizo que muchos se sobresaltaran. Nadie se atrevía a contradecir al cartaginés. El rey miró alrededor. Todos callaban y miraban atentos el plano dibujado por Aníbal sobre el polvo del centro de la tienda.

El general cartaginés se situó de nuevo junto a Maharbal. El veterano noble púnico posó su mano sobre el hombro de Aníbal en señal de apoyo y admiración. Aníbal asintió. Por unos breves instantes que le supieron a gloria pensó que sería posible derrotar a las legiones, derrotar a Escipión, vencer a Roma. Por unos breves momentos pensó que el curso de la historia aún podía revertirse, pero cuando vio que el viejo Heráclidas se adelantaba y, rodeando el dibujo, miraba con desdén hacia el suelo, comprendió que todo dependería del poco juicio del rey, pues estaba claro que aquel estúpido y engreído consejero que, sin duda sabía de halagos y de política, pero que no sabía nada sobre estrategia militar, iba a contradecirle.

—El general cartaginés nos ha hecho una propuesta interesante, sin embargo… sin embargo… —Pero Heráclidas callaba mientras escrutaba los trazos dibujados en el suelo por Aníbal.

—Si tienes una propuesta diferente, Heráclidas, te conmino a que hables —dijo el rey con decisión; y es que a Antíoco, como al resto de generales seléucidas, le desagradaba sobremanera tener que presentar batalla siguiendo sólo los consejos de aquel extranjero, que, por otro lado, aunque quizá consiguiera victorias relevantes en el pasado remoto, también había sido derrotado por el mismo general Publio Cornelio Escipión que comandaba, junto con su hermano, las tropas romanas desplazadas a Asia. Decían que ese general estaba enfermo, pero incluso un enfermo puede trazar un dibujo. Heráclidas, animado por el comentario del rey, explicó sus dudas.

—No me parece sensato exponer a todos nuestros elefantes a una carga inicial sin el apoyo de la infantería. A fin de cuentas, eso es lo que nuestro insigne general invitado —«insigne» sonó a insulto en boca de Heráclidas— hizo en Zama y Zama concluyó en una gran derrota para los cartagineses. No entiendo por qué después de aquel fracaso el general Aníbal insiste en el mismo planteamiento. No, decididamente no; los elefantes deben ir intercalados entre las fuerzas de infantería del centro, a intervalos regulares, aquí, y aquí y aquí y así sucesivamente por toda la línea central de nuestro ejército. —Y marcó diferentes cruces entre la línea frontal de ataque seléucida, allí donde Aníbal había planteado una línea continua de falangistas con sarissas; y continuó hablando—: Además, nuestro rey debe acudir al combate suficientemente protegido por las unidades de élite y sobre todo por nuestros mejores catafractos para que de esa forma no sea posible que los romanos puedan herirle. Supongo que Aníbal convendrá con nosotros en que el general en jefe de un ejército debe ir convenientemente protegido —y trazó nuevas líneas de catafractos en una de las alas dejando la otra mucho más desprotegida; Aníbal fue a hablar, pero Heráclidas continuó con sus explicaciones—; claro que entonces, nuestro querido general cartaginés nos dirá que hemos dejado desguarnecida un ala al concentrar nuestros mejores catafractos en el otro extremo de la formación, pero esto tiene fácil solución, pues podríamos completar el ala cuya caballería ha quedado reducida con los carros escitas, de forma que así todo nuestro potencial de ataque sea usado al mismo tiempo y no desperdiciar el empuje de estos carros reservándolos para no se sabe bien qué. De hecho yo iniciaría el ataque con las cuadrigas y no con los elefantes, pues no hemos de olvidar que los romanos también tienen algunos elefantes y estará bien resguardar a los nuestros y no quedarnos sin ellos desde el principio, como sugiere nuestro querido general extranjero. —Y subrayó con su voz la palabra «extranjero».

Un murmullo cargado de asentimientos se extendió por toda la tienda, pero nadie se aventuraba a pronunciarse hasta que el rey hablara.

—¿Y bien? —preguntó Antíoco—, ¿qué piensa ahora Aníbal? ¿Estás de acuerdo con las modificaciones que propone Heráclidas o sigues pensando lo mismo que antes? Habla, me interesa tu opinión.

Aníbal tenía serias dudas de que sus palabras fueran a convencer a nadie de los presentes, pues la soberbia de los sirios y otros generales aliados al rey era excesiva y nadie quería plegarse ya a aceptar que un extranjero supiera más que todos ellos juntos.

—Mi rey —empezó Aníbal con tono conciliador pues sabía que aquélla era la última oportunidad de detener el dominio de Roma en el mundo, la última batalla en la que se podía cambiar el curso de los acontecimientos del último medio siglo, desde que los romanos empezaran a conquistar territorios más allá del mar—; mi rey, estoy de acuerdo en que el gran Antíoco III debe acudir a la batalla bien protegido por sus unidades de élite, pero el resto de sugerencias de Heráclidas, mi rey, son erróneas. Heráclidas se equivoca. —Un conjunto de comentarios despreciativos emergió desde los cuatro puntos de la tienda.

—¡Silencio! —gritó el rey—. ¿Y puede saberse en qué y por qué?

—Mi rey, la carga de los elefantes en Zama sí que hizo mucho daño en las filas de los romanos, incluso si Escipión supo enfrentarse con gran astucia al ataque de los mismos. No importa si mañana Escipión ordena repetir las mismas maniobras o si usa las mismas estratagemas que en Zama. Aun así, detener a más de setenta u ochenta elefantes en carga de ataque supondrá un enorme derroche de energía y un gran número de bajas entre las legiones romanas y les mantendrá ocupados mientras procedemos a lo esencial: dos cargas al mismo tiempo de las caballerías de cada ala. Los catafractos son infinitamente superiores a los escuadrones romanos y las turmae romanas y de sus aliados cederán al empuje de la caballería blindada. En Zama no perdí porque mis elefantes no causaran suficiente daño a los romanos, sino porque no disponía de superioridad en la caballería, pero aquí en Asia, en Magnesia, el poderoso rey Antíoco lo tiene todo: tiene a los elefantes, más numerosos y mejor adiestrados que los pocos elefantes de los que disponen los romanos y, sobre todo, el rey tiene una enorme superioridad numérica y de armamento en la caballería. Si el rey plantea la batalla como digo, las legiones serán masacradas, de lo contrario desconozco qué ocurrirá, porque es cierto que de cualquier modo que se usen las unidades militares de este gran ejército lo más fácil es vencer, pero aun así, Escipión es un gran general y es mejor plantear el combate aprovechando al máximo todos los recursos, si no, no me responsabilizo del resultado final de la contienda.

—¿Que no te responsabilizas? —Y el rey echó la cabeza atrás y profirió un enorme carcajada—: ¡Ja, ja, ja! ¡Por supuesto que no serás responsable de nada de lo que ocurra mañana, porque, Aníbal, lo aceptes o no, éste es mi ejército y éstos son mis generales! ¡Responsabilízate tú de tus derrotas que yo lo haré de mis victorias! —Y volvió a echar la cabeza hacia atrás y a reír con fuerza. Todos los generales se le unieron riendo con gran exageración. El rey se sintió satisfecho de haber humillado al eternamente impertinente Aníbal y, además, Antíoco estaba seguro de que con el planteamiento de Heráclidas la victoria sería suya. Iba a dar el cónclave de generales por terminado, pero Aníbal avanzó unos pasos, se situó en el centro de la tienda y apeló una vez más al buen juicio del rey de Siria y emperador de todo el Imperio seléucida.

—Rey Antíoco, Basileus Megas; no me hiciste caso en el pasado, cuando aconsejé atacar Italia al tiempo que se avanzaba sobre Grecia para crear dos frentes con los que obligar a los romanos a dividir sus esfuerzos, y el resultado de no seguir mi consejo fue una derrota en Grecia, que el rey retornara herido de su expedición y que ahora el gran monarca de Asia se vea obligado a combatir en su propio territorio. No cometas otro error, gran rey. De mañana se regresará victorioso o con un imperio perdido. Ya no habrá otra segunda oportunidad.

De nuevo se hizo un gran silencio.

El rey Antíoco se levanta de su trono y mira con ira a Aníbal y al gritar su boca dejaba entrever los dientes partidos en las Termópilas.

—¡Yo no he sido derrotado en Grecia! ¡Ordené una retirada estratégica para concentrar a todas mis tropas y tenerlas disponibles para mañana al amanecer, y mañana será el fin de Roma en Asia y tal será su derrota que no se atreverán a cruzar el Helesponto nunca más! ¡Debería hacerte matar por decir lo que has dicho, pero como soy sabio pienso guardar toda mi ira para mañana, pero cuando al atardecer me encuentre repartiendo los despojos de los romanos entre mis generales te haré llamar y entonces decidiré qué hacer con alguien que además de no haberme conseguido una sola victoria se atreve a insultarme delante de todos! Te queda un día de libertad, Aníbal: disfrútalo. —Y, mirando al resto de generales añadió una orden definitiva—: Mañana se actuará según lo que ha dicho Heráclidas. Apolo nos protegerá y los romanos morderán el polvo de Asia. Que se disponga todo para combatir por la mañana. —Y rodeado de su escolta, el rey Antíoco III de Siria abandonó la tienda a paso ligero.

Aníbal esperó a que todos los generales salieran del recinto. En esencia porque no quería a ninguno de ellos a su espalda. Más de uno escupió en el suelo cuando pasaban a su altura. Maharbal se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Aníbal le cogió de la muñeca.

—No merecen la pena. Al menos no hagamos el trabajo de los romanos. Vámonos de aquí. Mañana será una gran batalla, pero no tengo nada claro que sea tal y como dice el rey, pero todo es posible, todo es posible.

Aníbal y Maharbal salieron los últimos de la tienda. En el exterior les esperaba un contingente de soldados del cuerpo de élite de los argiráspides. Aníbal no se sorprendió.

—¿Estamos presos?

El oficial sirio al mando se dirigió con cierto respeto hacia el general púnico.

—No. El general cartaginés y sus hombres pueden moverse con libertad, pero tengo la obligación de vigilar vuestros movimientos en todo momento.

Aníbal asintió y, acompañado por Maharbal, avanzó. De pronto uno de los oficiales del rey Antíoco se les acercó despacio y se dirigió a Aníbal en voz baja.

—Me gusta más tu plan, extranjero, pero el rey es el que manda. —Y sin esperar respuesta dejó a los dos cartagineses allí, mirando cómo se alejaba sin volver la vista atrás.

—¿Quién es? —preguntó Aníbal al oficial sirio que les escoltaba. Recordaba haber visto a aquel hombre en la corte de Antioquía, pero siempre callado y reservado.

—Artaxias —respondió el guerrero sirio—. El rey le acaba de nombrar gobernador de Armenia y parte hoy mismo para allí para controlar la región. No combatirá mañana en nuestra gloriosa victoria.

Aníbal asintió. Artaxias. Se guardó aquel nombre en su mente.