Memorias de Publio Cornelio Escipión, Africanus
(Libro V)
Escopas me había hecho ver que derrotar a los catafractos era imposible. No había forma de detener el avance de una caballería acorazada de esas características y de esa magnitud sin tener otra similar que oponer. Si el rey Antíoco, asesorado por Aníbal, empleaba sus armas con habilidad todo estaba perdido. O no. A medida que nos adentrábamos en Asia sólo pensaba en cómo hacer frente a esa nueva y poderosa arma del enemigo. En Zama tuvimos que afrontar los elefantes y encontré la forma de hacerlo en campo abierto, lo que antes no había conseguido nadie. En el interior de mi ser albergaba la esperanza de que antes del día del combate final conseguiría dilucidar una estrategia que pudiera darnos opciones de victoria. Pero no fue hasta pocos días antes, sudoroso por las fiebres que se habían vuelto a apoderar de mi cuerpo, que me pareció ver una solución. No era nada definitivo ni nada nuevo. Había estado tan embebido de mi propia vanidad que no dejaba de pensar en un modo nuevo y original de derrotar a los catafractos, cuando, en realidad, todo era mucho más simple porque ya se había hecho en el pasado y lo importante era que si en el pasado había funcionado podía volver a hacerlo una vez más. Todo estaba relacionado con una clase de nuestro viejo pedagogo, Tíndaro, que mi padre contratara para instruirnos en nuestra infancia. Es curioso cómo la necesidad nos hace recuperar con una nitidez sorprendente escenas de nuestros días vividos años atrás. Quién sabe, quizá la propia fiebre hizo que todo encajara en mi mente, pues eran muchas las piezas que debían emplearse para componer un gran mosaico de movimientos que nos permitiera derrotar a un ejército tan bien armado y que nos doblaba en número. La clave seguía estando en los catafractos, pero lo que me preocupaba más era que yo no tenía fuerzas para dirigir la batalla. Tenía que ceder el mando a Lucio y tenía dos miedos: miedo a que no estuviera a la altura y miedo a que los legionarios se sintieran derrotados al verme alejarme en dirección al mar. Pero la fiebre me había dejado inválido y no había ya otra posibilidad. Había además encajado las teselas del mosaico de forma que la batalla nos valiera para eliminar a Graco, el hombre de Catón en la campaña, aprovechando las maniobras que debíamos hacer con las legiones. Aquello fue algo mezquino por mi parte de lo que no estoy orgulloso. Es absurdo decir que uno volvería a hacerlo todo igual en la vida. Quien ha hecho cosas suficientemente importantes es consciente de que podría haberlas hecho mejor y de que ha cometido numerosos errores que podría haber evitado. Sólo el soberbio irredento cree que volvería a hacerlo todo igual. Pero no importa nada de esto. Hay filósofos que opinan de modo diverso sobre el asunto. Lo esencial es lo que pasó: odiaba a Graco; su relación, fuera del tipo que fuera, perturbaba la mente de mi hija pequeña y la eliminación del heredero de la familia Sempronia podría alejarle de los pensamientos de mi hija de modo que pudiera casarla, sin tanta rebeldía por su parte, con generales de mérito y amigos de la familia como Flaminino. Si la batalla contra Antíoco podía proporcionarme esa satisfacción, ¿por qué no hacerlo? Sí. Esa misma tarde que pasé el mando militar efectivo a Lucio tomé la decisión final de eliminar a Graco. Catón ya intentó en el pasado asesinar a Lelio. Yo sería más sutil, pero más efectivo. No contrataría a sicarios. No los necesitaba. Tenía miles de catafractos dispuestos a hacer el trabajo sucio. Como he dicho no me siento orgulloso de aquella decisión, pero me he prometido a mí mismo que sería sincero en estas memorias. Un hombre tiene que decir la verdad cuando está a punto de morir. Y yo ya siento el aliento de Caronte[*] muy cerca.