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La propuesta de Atilio

Abydos, Misia, norte de Asia Menor. Noviembre de 190 a. C.

Atilio flotaba en agua alimentada con aceites cuya esencia parecía ampliar la capacidad de sus pulmones. Areté, la joven hetera, le masajeaba la espalda arrodillada fuera de la pequeña piscina. Las manos suaves de la mujer y la dulzura de su voz relajaron a Atilio como no lo había estado en tiempo demasiado largo como para recordar. Lo que la muchacha contaba, su vida, no era tan dulce, pero la joven no transmitía ni rencor ni odio en sus palabras. A la pregunta de Atilio sobre quién era y de dónde venía, Areté respondió con sosiego y contaba su historia sin pasión fingida. Era una historia que había contado ya en numerosas ocasiones. Tantas que Areté a veces dudaba de si ésa había sido realmente su vida. Rodeada del lujo de la casa de las heteras de Abydos, las penurias del pasado parecían casi recuerdos imaginados. Era cierto que tenía que yacer con diferentes hombres, pero la anciana, al menos de momento, le seleccionaba los mejores, los más ricos y, normalmente, los que mejor se comportaban.

—Nací en Sidón y allí estuve hasta que el asedio de los sirios acabó con toda mi familia por el hambre. —Ella prefería contarlo así y omitir el momento en que su padre, aún vivo, la entregó al viejo médico—. Sobreviví porque primero mi madre y después mi padre guardaban para mí lo poco que podían conseguir para comer. Cuando Escopas, el strategos griego, consiguió negociar el fin del asedio, escapé con un hombre al que mis padres me habían confiado. Viví con él bien y hasta me enseñó su oficio, pero pronto falleció cuando era niña y antes de morir me entregó a esta casa de heteras en donde dijo que no me faltaría de nada. Dijo que había vidas peores y estoy segura de que llevaba razón. La dueña me aceptó porque me consideró hermosa. Aquí he vivido desde entonces y no tengo queja. Me han enseñado música y a bailar y a leer, aunque a leer ya me había enseñado mi padre adoptivo. Pero aquí he podido leer más. «Una buena hetera debe saber de todo para así poder entretener a los hombres más importantes de la ciudad», dice siempre la anciana. Luego, claro, está esto.

Y la muchacha interrumpió su relato para besar el cuello áspero de Atilio. Se retiró luego y Areté tomó el jarro de vino que estaba junto a la piscina. Atilio estiró su brazo con una copa vacía en la mano. Areté llenó la copa y Atilio bebió un buen trago sin dejar de mirar la faz de facciones suaves y labios carnosos de su joven compañera de baño. Areté estaba desnuda y sus senos descubiertos culminaban en pezones pequeños, erectos, que Atilio anhelaba. El veterano médico de las legiones de Roma había estado ya suficiente tiempo en el agua y había escuchado ya bastante las historias de la muchacha, primero sobre Abydos, luego sobre el ir y venir de ejércitos de uno y otro bando y, por fin, sobre la propia vida de la joven. Atilio deseaba ahora otras cosas. Se levantó del agua y Areté, rápida en interpretar los deseos de los clientes de la casa, se alzó también con una toalla que ofreció al viejo médico. Atilio la tomó, se secó un poco el pecho y los brazos y puso un pie en el borde de la piscina, pero el vino ingerido ya había sido mucho y el veterano erró en el cálculo, trastabilló y cayó de bruces sobre la piscina golpeándose en una sien. Aturdido, casi sin sentido, se hundía en el agua y pronto se dio cuenta, sin poder evitarlo, de que no podía respirar, hasta que de súbito alguien tiró de él y el agua que lo envolvía todo desapareció y el aire de nuevo insufló vida en su ser. La consciencia regresó y Atilio se rehízo y, ayudado por la joven, consiguió, al fin, salir de la piscina.

La muchacha tumbó al médico en el suelo.

—Ahora enseguida vengo —dijo, y desapareció. Atilio sentía un dolor punzante en la sien. Se llevó la mano a la parte izquierda de su rostro y palpó la sangre caliente. En ese momento regresaba ya la joven con agua en una bacinilla de bronce y toallas limpias. Atilio se quedó sorprendido. Eso era lo que estaba a punto de pedir.

—Esto igual duele un poco, pero es mejor —decía la joven mientras le limpiaba la herida con cuidado pero frotando con firmeza. Atilio se sentía como uno de sus heridos tras una batalla campal, aunque pronto una sonrisa se abrió camino en su rostro. Ya les gustaría a los legionarios de Roma que su médico se pareciera tan sólo un poco a aquella hermosa joven.

—¿Sonríes? —preguntó Areté—. Creía que te haría daño.

—Y lo haces. Son cosas mías. —Y Atilio frunció el ceño—. Parece que entiendes de heridas.

La muchacha asentía mientras reemplazaba un paño empapado de sangre por otro nuevo y limpio.

—El oficio que me enseñaron era el de médico, pero una mujer no puede ser médico, así que aquí estoy.

Atilio asintió sin dejar traslucir su admiración.

Pasaron varias horas más juntos. Atilio intentó animarse lo suficiente como para poder hacer suya a aquella bella y misteriosa hetera, pero la edad, el golpe en la cabeza y el vino eran demasiados enemigos contra los que luchar y Atilio permaneció junto a aquella joven sin poder consumar aquello que había venido a buscar en esa casa y por lo que tanto dinero había pagado.

Al amanecer, Areté le cambiaba el vendaje de la herida en la cabeza cuando Atilio, sorprendiéndose a sí mismo, decidió hacer una oferta a la joven.

—Puedes venir conmigo… al campamento romano… y ayudarme. Siempre hacen falta manos que sepan limpiar una herida, vendar… Nunca tengo bastantes asistentes. —Ante el silencio de la chica, Atilio se sintió obligado a explicarse—: Los romanos, como cualquier otro ejército, se interesan más por matar que por mantener la vida, y eso que Escipión, Africanus, es de los generales que más he visto preocuparse por los heridos, pero ni aun así tengo suficiente gente tras una batalla… Podrías ayudarme. —Areté había terminado el vendaje. Iba cubierta con una túnica blanca de lana fina de Tarento; Atilio acariciaba la manga de aquella túnica; sabía reconocer el tacto de la lana de la ciudad de sus padres. Era un tacto que le recordaba su niñez.

—No creo que sea una buena idea… —empezó Areté, pero Atilio la interrumpió sin dejar de acariciarle el brazo.

—No tendrías que acostarte conmigo. No tendrías que acostarte con los legionarios. No tendrías que acostarte con nadie. Serías una esclava que he comprado. Nadie te tocaría.

Areté rumió su respuesta con tiento. Ella no era una esclava ni quería serlo, pero tenía la intuición de que las cosas no podrían marchar bien siempre para ella en aquel rincón del mundo, como hetera en una casa en Abydos. Su belleza pronto empezaría a menguar. Ya no sería seleccionada para los clientes más refinados, como aquel médico. Sus días y, más aún, sus noches se embrutecerían con la saliva de miserables que harían con ella lo que quisieran. No la llamaban esclava, pero ¿qué era sino eso?

—Tendrás que pagar mucho dinero a la anciana —respondió al fin la muchacha.

Atilio asintió contento. Tenía dinero.

Areté lo meditó unos minutos más mientras el médico seguía acariciándole el brazo hasta que por fin la muchacha asintió. Areté dejó de ser hetera aquella misma mañana. Estaba convencida de que era mejor ser esclava de un romano de las legiones que acababan de cruzar el Helesponto que permanecer allí sometida a los deseos de los visitantes de aquella casa de Abydos. Para su sorpresa, la joven vio que la anciana aceptaba venderla gustosamente por el contenido completo de la bolsa de oro de Atilio. Aquello terminó de convencerla de que había tomado la decisión adecuada. Sólo una espina permanecía punzante en su mente: acababa de ligar su destino al de los romanos. ¿Y si las legiones eran derrotadas por el rey de Siria? Su vida ya había sufrido por la guerra eterna que mantenía Antíoco en Asia. ¿Volvería a ocurrir lo mismo?

—¿Es bueno ese general vuestro? —preguntó Areté.

Atilio abrió bien los ojos algo confuso, con su mirada fija en las calles por las que conducía el carro, pero no respondió absorto como estaba en mirar hacia delante. No quería arremeter contra ningún transeúnte y tener un problema. Había dormido poco y estaba cansado. Debía haber aceptado la guardia de protección que le ofrecían con regularidad cuando iba a abastecerse a las ciudades por las que pasaban, pero había querido que su visita a la casa de las heteras fuera discreta.

—¿Es mejor que Escopas, el strategos de Etolia? —repitió así su pregunta y precisó Areté.

—Africanus es el mejor general del mundo.

Las palabras de Atilio eran concluyentes, pero ella, siendo niña, había oído a muchos etolios y egipcios decir lo mismo de Escopas, y luego Escopas fue barrido por las tropas sirias como las hojas secas por el viento de otoño. Areté cerró los ojos y, como en tantas ocasiones en el pasado, rezó a Eshmún y confió en que su dios la protegiera.