El árbol caído
Abydos, Misia, norte de Asia Menor. Octubre de 190 a. C.
—¡Nooooooo! —gritó Publio Cornelio Escipión—. ¡No, no, no! —Y bajaba el tono de su voz mientras volcaba la mesa con los planos de Misia, Lidia y el resto de Asia Menor—. ¡No, no, no! —Frente a la mesa volcada se encontraba el cónsul, su hermano Lucio, quien le acababa de informar del apresamiento de su hijo por el ejército sirio. Publio seguía enajenado; se dejó caer sobre el suelo, abatido, quedando al fin sentado sobre las pieles de oveja esparcidas por el suelo de la tienda. El cónsul miró a un lado y a otro. No quería que los oficiales vieran así a su hermano, al general de generales, al gran Africanus, al vencedor de Zama. Los lictores y los tribunos y el resto de centuriones, praefecti sociorum[*] y decuriones presentes entendieron sin necesidad de más y salieron todos de la estancia. Aquélla era una escena privada, demasiado dura, demasiado humillante. Todos se habían quedado sin habla al ver al general más valeroso, al hombre más admirado de toda Roma, derrumbado, desolado, casi sollozando. Todos sabían el gran aprecio que el gran Africanus sentía por su hijo, pero nadie hasta entonces había comprendido la envergadura de aquel desastre, no hasta haber sido testigos de la descontrolada reacción de Escipión.
Lucio, ya a solas los dos, le miraba en pie, respirando despacio. Su hermano había bajado el rostro. Lucio escuchó entonces lo que pensó que nunca jamás volvería a oír. Su hermano estaba llorando, llorando desconsoladamente, llorando a lágrima viva por la pérdida de su hijo. Lucio buscaba palabras de consuelo. Había olvidado ya también que él era el cónsul, que su hermano era un oficial a su mando, que aquella muestra de debilidad cuya noticia, sin duda, correría por todas partes hasta alcanzar en pocos minutos los últimos rincones del campamento era un grave error, una exhibición de dolor y abatimiento que no se podían permitir, pero el llanto de su hermano lo había borrado todo. Lucio sólo pensaba en su hermano y su sobrino. Se agachó junto a Publio.
—Quizá lo retengan preso. Publio es inteligente. Si hace saber quién es, es posible que respeten su vida y quieran negociar un rescate.
Publio padre seguía llorando. No lo había hecho desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, el momento más amargo de toda su vida hasta ese día. La pérdida de su madre fue también profundamente dolorosa, pero Pomponia falleció por enfermedad rodeada por el cariño de toda la familia en Roma. No era comparable, no era comparable… y los padres, las madres mueren… los hijos… nunca debemos ver la muerte de nuestros hijos.
—Le prometí… le prometí… —Publio empezó a hablar entrecortadamente—. Le prometí, le prometí… a Emilia que cuidaría de él; en Hispania, Lucio, cuando nació, me cogió del brazo, Emilia, me tomó del brazo justo cuando tenía al pequeño en mis manos y me hizo jurar que siempre lo protegería, me hizo jurar que Aníbal nunca le alcanzaría y ahora, Lucio, ahora… ¿no lo entiendes, no lo entiendes? —Su hermano se levantó y en su rostro se dibujaba el horror—. Tuvo una premonición, Emilia tuvo una premonición que ligaba el destino de nuestro hijo a Aníbal, pero yo le prometí a Emilia que acabaría con aquella maldita guerra antes de que el pequeño pudiera combatir y lo hice, Lucio, lo hicimos, juntos, pero ahora, una nueva guerra, en el otro extremo del mundo, y mi hijo cae preso del ejército enemigo donde está Aníbal, ¿no lo entiendes, Lucio? ¡Por todos los dioses! ¿No lo entiendes? Se está cumpliendo la premonición de Emilia y la maldición de Sífax; aún recuerdo su grito maldiciéndome al caer arrojado desde lo alto de la roca Tarpeya; nada ni nadie puede detener ya el destino. La maldición del rey de Numidia nos ha alcanzado, Lucio, nos ha alcanzado, aquí en Asia, donde ya ni tú ni yo ni nadie nos acordábamos de él. Aníbal sabe todo lo que ocurre en el ejército sirio, es uno de los consejeros principales del rey, se enterará antes que nadie y acudirá allí donde tengan al muchacho. Acudirá allí, Lucio. Aníbal irá a por él. Sífax debe estar riendo a carcajadas en las entrañas de la tierra.
Lucio se paseaba por la tienda de un lado a otro, como una fiera enjaulada. Se pasaba las palmas de ambas manos por el cogote. No podía ser, no podía ser.
—¿Crees que Aníbal mataría a tu hijo? —preguntó Lucio con terror de escuchar la respuesta. Su hermano era la persona de Roma que más había hablado con Aníbal, el que mejor podía interpretar sus deseos, sus intenciones, sus odios.
—No lo sé… no lo sé… —respondió Publio desde el suelo. Había dejado de llorar. Su mente se había puesto a pensar a toda velocidad. Buscaba una salida, una esperanza—. Mi corazón quiere pensar que no. Yo nunca he creído que Aníbal me odie, que nos odie tanto. Sabe que no tuvimos nada que ver con lo que pasó con Asdrúbal tras la batalla de Metauro, sabe que eso fue cosa de Nerón y Fabio Máximo, sobre todo de Máximo, y se lo hizo pagar, sabes cómo se lo hizo pagar…
Lucio asentía. Las lágrimas volvían a los ojos de su hermano: Aníbal parecía estar detrás del levantamiento de los guerreros galos del norte de Italia en donde falleció el hijo de Máximo. Aquellos pensamientos no eran halagüeños.
—Pero tú mismo lo has dicho: Aníbal sabe que no tuviste nada que ver en aquello. Seguro que no siente el mismo odio hacia ti, hacia nosotros, que el que pudiera sentir contra Máximo y los suyos.
—Es posible, es posible. Incluso la última vez que le vi en Éfeso, me dio la sensación de que… de que podríamos entendernos. Y, sin embargo… están los rumores que llegaron a Roma… y Heráclito.
—¿El asunto de su supuesto juramento de niño de odio eterno a los romanos? —preguntó Lucio con rapidez, sin haber entendido bien la última palabra de su hermano.
—Sí, eso mismo.
—Pero no sabemos si eso es cierto o si es una mentira o si se lo inventó el propio Aníbal para congraciarse con Antíoco.
—No, no sabemos nada —confirmó Publio abatido. Se apoyó en la mesa volcada y se alzó hasta sentarse en un solium—. Y me preocupa otra cosa.
Lucio preguntó intrigado:
—¿Qué más te preocupa?
Publio levantó los ojos del suelo y miró fijamente a su hermano.
—Heráclito —repitió Publio—. Heráclito, hermano, no importa —añadió al ver la cara de confusión de Lucio y se explicó con rapidez—, todo cambia, todos cambiamos, Aníbal, hermano, le vi cambiado, diferente en Éfeso. Aníbal es el más frío, el más gélido enemigo con el que nunca hemos luchado. Sabe que al contrincante hay que debilitarle mediante cualquier medio al alcance. En Italia fue cortando todas nuestras líneas de abastecimiento, sitiando las ciudades amigas hasta que se pasaban a su bando o hasta que perecían por el hambre; nos llevó hasta casi la aniquilación de forma lenta y metódica; sin embargo, mantenía la dignidad en lo personal, respetaba los cadáveres de los cónsules abatidos, me devolvió el anillo en Zama, pero ¿y si Aníbal ahora ya no respetara ni eso? Para Aníbal yo soy su enemigo a batir y sabe que si mata a mi hijo me debilitará, pues el dolor, el sufrimiento entorpece, nubla el pensamiento y mis acciones no estarán libres de rencor fatuo, inútil, pero inevitable; he de aconsejarte en cómo acometer la campaña, he de aportar sugerencias en el campo de batalla sobre la disposición de las tropas, pero Aníbal sabe que si mata a mi hijo entorpecerá mi habilidad para tomar las decisiones adecuadas en favor de una ciega búsqueda de venganza por mi parte.
—¿Cómo puede saber Aníbal todo eso?
—Porque Aníbal lee en los ojos de cada enemigo, interpreta el carácter de cada oponente en función de cada reacción y a mí me conoce a la perfección después de tantas batallas: Tesino, Trebia, Cannae, Zama y nuestras conversaciones en África y Asia. —Publio sonrió entonces lacónicamente—. Cegado por mi orgullo de guerrero creía que en cada conversación estábamos intercambiando opiniones sinceras de guerrero a guerrero y ahora pienso que en cada ocasión Aníbal no debió hacer otra cosa que analizarme, que estudiarme, meditando, ponderando cuál era mi punto débil. Ya no sé lo que es cierto y lo que es producto de mi imaginación. Ahora ha encontrado mi talón de Aquiles. En la conversación de Efeso dejé traslucir que la familia era lo más importante para mí, llegué a decir que el sufrimiento de un hijo o una hija era lo único que me parecía tan terrible como estar rodeado por un enemigo superior en número o algo así dije, no puedo recordar las palabras exactas, pero sé que me escuchaba, me escuchaba. ¿Lo ves ahora, Lucio? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¿Entiendes ahora la debacle? Incluso si Aníbal no me odia, incluso entonces acabará matando a mi hijo de todas formas: no ya por venganza, sino como una parte más de esta nueva guerra. Lo verá como una necesidad. Incluso si llegara a parecer innoble, no dudará en matarle. Ya se sirvió de renegados de las legiones en Italia a los que hacía pasar como soldados nuestros para que más de una ciudad le abriera las puertas a su ejército. Hubo un momento en que tenía una opinión bien formada de Aníbal y creía en su nobleza de guerrero, pero ahora, hoy, sólo viene a mi mente que Aníbal hace todo aquello que tiene en sus manos para debilitar a sus enemigos. Es despiadado porque la guerra es cruel. Lucio, el muchacho está totalmente perdido. Sólo queda la esperanza de que los hombres de Antíoco lo preserven de la helada inteligencia militar de Aníbal.
—Podemos enviar mensajeros a Antioquía, donde creo que está Antíoco. Podríamos llegar a un acuerdo si… —Pero Lucio no tuvo las agallas de acabar la frase.
—Si el muchacho sigue vivo, quieres decir, ¿no? —apostilló Publio mirando el suelo.
—Sí.
Un breve silencio.
—Sea —añadió Publio sin levantar el rostro—. Envía mensajeros a Antíoco. Prométele lo que quieras. Sólo tráeme a Publio de vuelta.
Lucio asintió un par de veces. Se dio la vuelta, y el cónsul de Roma en Asia Menor salió de aquella tienda, dejando a solas al más grande de los generales de su ejército, hundido, derrotado, perdido.