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La venganza de Aníbal

Norte de Lidia, centro de Asia Menor. Octubre de 190 a. C.

Aníbal llegó con sus hombres a Lidia. Sabía que unos guerreros dahas habían apresado a dos romanos de una de las turmae de reconocimiento de las legiones y quería hablar con los prisioneros en persona. No confiaba ni en los interrogatorios sirios ni en que luego, si se conseguía averiguar algo de interés, se le pasara la información relevante que estos prisioneros pudieran aportar. La campaña de Asia era la última oportunidad para doblegar a Roma y Aníbal lo sabía, por eso anhelaba poseer todos los datos posibles sobre el enemigo para saber bien qué decisiones tomar a la hora de atacar. Todo indicaba que los romanos buscaban avanzar hacia el sur para unirse a las tropas de Pérgamo del rey Eumenes, como había comentado con Epífanes antes de su muerte, pero una confirmación en ese sentido era clave. Desde las derrotas navales, Antíoco no confiaba demasiado en Aníbal, pero tras el envenenamiento de Epífanes, el rey sirio había decidido mantener al general cartaginés entre sus consejeros como contrapeso a la ambición desmedida de su hijo Seleuco y del resto de generales. De ese modo, Aníbal disfrutaba de libertad de movimientos por Asia Menor y era temido y respetado por los oficiales sirios en cualquier punto de la región.

El general púnico llegó hasta el campamento de los dahas. A éstos no les hacía gracia la visita de Aníbal, pero sólo los oficiales de los catafractos o los argiráspides, las unidades de élite del ejército de Antíoco, parecían tener el coraje suficiente para oponerse a los movimientos de Aníbal y sus ciento cincuenta veteranos púnicos.

—¿Dónde están los romanos? —preguntó Aníbal al tiempo que desmontaba de su caballo al igual que hacía Maharbal. El oficial de los dahas de Misia y Lidia le miró de soslayo y eludió responder. Aníbal ignoró, a su vez, al oficial y avanzó seguido por una treintena de sus hombres que habían dejado sus caballos para proteger a su general en jefe. En el centro del campamento se veía una tienda con varios centinelas en la puerta. Era la única que tenía guardianes. Hacia allí encaminó sus pasos Aníbal seguido de cerca por su lugarteniente. El oficial daha, escoltado por un nutrido grupo de guerreros, empezó a perseguir a Aníbal. Una veintena de flechas cayeron entre la escolta de Aníbal y los dahas. El oficial del ejército de Siria se detuvo en seco. Aníbal, que había escuchado los inconfundibles silbidos de los dardos lanzados por sus propios hombres se volvió con una amplia sonrisa en la boca. Tras los dahas podía ver a un centenar de sus hombres con arcos cargados y dispuestos.

—Mis soldados no tienen la puntería de los dahas —comentó Aníbal sin dejar de sonreír—. Por eso yo no tentaría a la suerte. Quizá quieran sólo avisaros y se equivoquen y os acribillen.

El pequeño campamento daha era una avanzadilla del ejército sirio compuesto por tan sólo cien guerreros. Los africanos eran ciento cincuenta y tenían los arcos cargados y, además, la leyenda les acompañaba: eran soldados que habían luchado en infinidad de batallas y, además, estaban muy, muy próximos. Tras un par de andanadas de flechas el combate sería cuerpo a cuerpo y en ese terreno los dahas sabían que no tenían nada que hacer contra los veteranos de Aníbal. El oficial sirio decidió usar otras armas.

—Esos prisioneros son presos del rey Antíoco. Si os los lleváis informaremos al rey.

—Entiendo —respondió Aníbal sin dejar de sonreír—; pero yo sólo quiero interrogar a los prisioneros. Nada más.

El guerrero daha se sintió más seguro al ver que había conseguido frenar el avance de Aníbal hacia la tienda.

—Yo ya he interrogado a los romanos.

—¿Y?

—No han contado nada de valor. Son sólo miembros de una patrulla de reconocimiento.

—Quizá no hayas sido suficientemente persuasivo al hacer las preguntas —respondió Aníbal difuminando la sonrisa y levantando las cejas.

—El rey quiere prisioneros vivos. Los conduciré hasta él. Ésas son mis órdenes.

Aníbal bajó entonces la mirada. Pasaron unos segundos de silencio. Negó entonces con la cabeza, giró ciento ochenta grados y reemprendió su marcha hacia la tienda de los prisioneros acompañado por Maharbal dejando unas palabras en el aire.

—La guerra no puede esperar. Hay que saber lo que saben esos romanos y hay que saberlo ya.

El oficial reemprendió la marcha pero cayeron nuevas flechas justo a sus pies. Se quedó petrificado viendo cómo los hombres de Aníbal empujaban a los centinelas de la tienda a un lado y cómo el gran general púnico entraba en el interior de la improvisada cárcel.

Cayo Afranio y el joven Publio llevaban medio día sentados en el polvoriento suelo de Lidia cubiertos de cadenas en pies, manos y cuello. Los habían subido a un carro y así los habían trasportado por toda Misia y parte de Lidia. Varios días de viaje agotador, poca agua y poca comida. Los dahas les habían hecho preguntas y propinado alguna patada, pero nada más. Estaba claro que tenían instrucciones de preservarlos con vida, al menos por el momento, pero ambos sabían que más tarde o más temprano llegaría el interrogatorio final donde sus silencios no bastarían para detener los golpes. Cayo Afranio y Publio no habían hablado mucho entre ellos durante sus penosos días de cautiverio. El primero estaba concentrado en discernir un plan para poder salir con vida de aquel desastre sin acertar a vislumbrar aún una solución posible; el segundo estaba atormentado por el remordimiento y por las consecuencias que su apresamiento podía tener en aquella guerra si se descubría su identidad. Por contra, Afranio había decidido que tal vez dando suficiente información al enemigo y brindando su colaboración absoluta quizá pudiera salvar la vida: podía informar sobre el número de las fuerzas romanas y sobre el plan de unirse al ejército de Pérgamo, entre otras cosas… y se quedó mirando de reojo a su compañero de prisión.

Por su parte, el joven Publio hundía la cabeza entre las piernas. Sabía que pasara lo que pasara lo más importante era no desvelar nada sobre el ejército de Roma y, por encima de todo, ocultar quién era él realmente. Eso era lo más importante. Si los sirios llegaban a saber quién era en realidad podrían utilizarle contra su padre y su tío.

Súbitamente, la tela de la puerta de la tienda se abrió y un hombre alto y fuerte dibujó su silueta contra la luz de un potente sol que cegó a los dos prisioneros romanos. La sombra, seguida por otras similares, avanzó hasta situarse en el centro mismo de la tienda. Se detuvo a un paso de los prisioneros. Giró su cabeza y dos de la media docena de guerreros que le acompañaban tomaron a los romanos encadenados y los pusieron en pie. La puerta de la tienda se cerró y la penumbra a la que estaban habituados los ojos del joven Publio retornó a la estancia; entonces pudo ver mejor el rostro del que acababa de entrar. Tenía las facciones marcadas por el paso del tiempo, arrugas en la frente, una poblada barba, el pelo algo largo y ligeramente desaliñado, pero no sucio, pero, lo que más llamaba la atención, era el parche que exhibía sobre su ojo izquierdo. Publio contuvo la respiración. Su padre le había descrito innumerables veces la faz de Aníbal y, aunque más ajada por los años, aquella descripción era la que tenía en aquel momento ante él.

—No tengo tiempo para perder, romanos, así que responded a mis preguntas y quizá así salvéis la vida —espetó Aníbal con brusquedad en un griego algo tosco pero claro. Se separó entonces de los romanos y dos de sus guerreros propinaron sendos puñetazos en el bajo vientre de cada prisionero. Se escucharon los gritos ahogados de los presos y el golpe seco de cada uno al caer doblados sobre el polvo del suelo de Lidia. Aníbal se puso en cuclillas.

—¿Quién de vosotros está dispuesto a contarme algo que merezca la pena? —preguntó el general púnico; Afranio iba a decir algo, pero fue demasiado lento para Aníbal y éste ya se había levantado y retrocedido de nuevo. Una lluvia de puntapiés cayó sobre ambos presos mientras Aníbal bebía agua fresca de un cuenco que le pasaba Maharbal. El joven Publio se protegió la cabeza con las manos mientras sentía las patadas de los guerreros africanos en el vientre y en las piernas. De pronto, los puntapiés cesaron. Encogido como un feto se dobló hasta quedar acurrucado en el suelo boca abajo. Aquello sólo había hecho que empezar. Intentó recuperar el resuello mientras se mantenía en perfecto silencio.

—¡Yo, yo tengo cosas que contar! —Era Afranio el que hablaba. El joven Publio alzó entonces el rostro del polvo del suelo y le miró con odio.

—¡Cállate, miserable, cállate! —le espetó, pero un nuevo puntapié en la boca propinado por uno de los guerreros africanos le hizo callar. El muchacho se quedó en silencio, boca abajo, tiñendo con la sangre de su labio partido el suelo de la tienda.

Aníbal pidió una silla. Maharbal miró a uno de los soldados y éste salió y volvió a entrar en cuestión de segundos. Traía sólo un pequeño taburete y miró a Maharbal con cierto aire de duda.

—Suficiente —les tranquilizó su general, y Aníbal se sentó sobre el mismo—. Bien, romano. Te escucho.

Afranio se había sentado en el suelo y se apoyaba en el palo central de la tienda que sostenía el techo de lona.

—Somos parte de una patrulla de reconocimiento…

—Eso ya lo sé, estúpido —le interrumpió Aníbal con impaciencia—. Quiero saber cuántos son en el ejército romano, quién está al mando y hacia dónde se dirigen.

Cayo Afranio comprendió que no tenía margen para dar rodeos o los golpes se reiniciarían. Aquel oficial no parecía sirio. No tenía claro su origen pero no era sirio. Seguramente un mercenario al servicio del rey Antíoco, alguien que quería información para quedar bien ante el rey de Oriente. Si se la daba igual respetarían su vida.

—Dos legiones, un ejército consular completo, con las tropas latinas aliadas, unos veinte mil, quizá veinticinco mil legionarios contando la caballería; la idea es avanzar hacia el sur para unirse a las tropas de Pérgamo, pero no sé si por el interior o la costa; nuestras patrullas tenían que ayudar a decidir ese punto. El cónsul Lucio Cornelio Escipión es el que está al mando, pero todos sabemos que el que realmente dirige todo es Publio Cornelio, su hermano.

Aníbal se levantó del pequeño asiento.

—¿Publio Cornelio Escipión está aquí, en Asia, con ese ejército? —Aníbal había oído rumores pero nada definitivo hasta la fecha. Si Publio Cornelio Escipión estaba allí por fin tendría la oportunidad de la tan anhelada revancha tras la derrota de Zama. Aquel hecho, que el más inteligente general de Roma estuviera al mando del enemigo, lo que para cualquier otro habría sido motivo de preocupación y desánimo, por el contrario, introdujo un poderoso ramalazo de vitalidad en la voz del general púnico, así que tomó a Cayo Afranio del pelo y tirando con fuerza repitió su pregunta—: ¿Publio Cornelio Escipión comanda esas tropas?

—¡Sí, sí, sí…! —aulló Afranio dolorido y aterrado.

Aníbal soltó a su presa, que se derrumbó sobre el suelo.

—Publio Cornelio Escipión está aquí… —se repetía para sí mismo dando la espalda a los prisioneros. Tras unos segundos de incertidumbre retomó la palabra—. Ya sabemos todo cuanto teníamos que saber. Estos hombres no nos pueden decir nada más importante… —Las palabras de Aníbal quedaron en suspenso; sus hombres desenvainaron las espadas. Cayo Afranio abrió los ojos de par en par, el joven Publio sacudía la cabeza mirándole con recelo de que aún fuera capaz de escupir más traición por su boca…

—¡Oficial, sé más, sé más! —gritó Cayo Afranio mientras los filos de las espadas se acercaban a su cuello. Aníbal iba a ordenar a sus hombres que se detuvieran en cualquier caso, pues ya tenía la información que buscaba y no tenía sentido cometer un acto que le indispusiera con el rey Antíoco, que quería, de momento, a aquellos presos con vida, pero de todo eso nada sabía el horrorizado Afranio, de la misma forma que ignoraba que Aníbal deseaba llevarse bien con Antíoco, ahora más que nunca, ahora mucho más que nunca, pues Antíoco disponía de un grandioso ejército, la herramienta perfecta para devolver a Escipión la derrota infligida en Zama. Antíoco había sido un completo estúpido al no haberle hecho caso y haber enviado parte del ejército a Italia en lugar de ese absurdo desembarco en Grecia que luego terminó en derrota. Pero eso ya era agua pasada y no, no había que matar a esos prisioneros romanos por nada del mundo, pero antes de que sus palabras pudieran brotar de su boca, por un solo segundo, uno de esos breves instantes que cambian el curso de la historia, por un minúsculo instante, Cayo Afranio, atemorizado al pensar que su vida se acababa, se adelantó y vociferó la más pérfida de las delaciones.

—¡Sé más, sé más…! ¡El que me acompaña es el hijo de Escipión, es el hijo de Escipión! ¡El hijo de Africanus!

Aníbal no tuvo que decir nada a sus hombres, pues éstos, al oír las palabras de Afranio, se detuvieron en seco, casi helados, perplejos.

Aníbal frunce el ceño y se gira sobre sus talones. Mira a Afranio. Éste reitera sus palabras una y otra vez, en voz baja, entre sollozos, siente que con esa confesión ha retenido por fin el avance de su muerte.

—Es el hijo de Escipión… el hijo de Publio Cornelio Escipión… su hijo —Aníbal se adelanta y, esta vez, se agacha junto al romano más joven. Intenta verle el rostro pero el joven Publio no levanta su faz del suelo. Aníbal se alza entonces y se dirige al prisionero joven con la autoridad del general veterano, indiscutible, inapelable.

—Levántate, soldado, levántate y deja que te mire.

Levantarse no era traicionar a Roma. Era la primera cosa que se le pedía desde que los africanos habían entrado en aquella maldita tienda que podía hacer sin traicionar a Roma. Así que Publio Cornelio Escipión hijo se alzó en silencio y se puso firme ante el más poderoso de todos los enemigos que nunca jamás había encontrado Roma. Era la suya una triste imagen, con marcas rojizas de los grilletes asomando por debajo de los hierros en tobillos, muñecas y cuello; tenía magulladuras y cortes en las piernas, donde había sido golpeado, y en su joven rostro, el labio partido e hinchado no dejaba de sangrar, haciendo que las gotas de sus heridas salpicaran su uniforme polvoriento y sucio. Aníbal se acercó y le miró fijamente a los ojos con su único ojo sano.

—¿Eres realmente el hijo de Publio Cornelio Escipión? —El joven Publio tragó saliva y calló.

Aníbal no estaba acostumbrado a repetir sus preguntas, pero aquélla era, sin duda, una ocasión singular.

—¿Eres el hijo de Publio Cornelio Escipión? —Pero nuevamente su pregunta se topó con el pesado muro del silencio del joven romano. Aníbal se pasó una mano por la barba mientras escrutaba hasta el mínimo detalle el contorno de las facciones de su silencioso interlocutor. Aníbal había parlamentado en dos ocasiones, largo y tendido, con el supuesto padre de aquel prisionero y sentía que podría reconocer a un hijo de Escipión si realmente lo tuviera delante.

Afranio había estado a punto de intervenir para ratificarse en su confesión, pero de algún modo percibió que en aquel momento, entre aquel oficial extranjero y el hijo de Escipión había un extraño vínculo de pasiones y misterio que no podía ser interrumpido.

Aníbal empezó a cabecear débilmente de forma repetida.

—No hace falta que hables, joven romano. Sé que te debates entre tu deber ante Roma y tu honor. No quieres confesar quién eres porque piensas que si lo haces traicionas a Roma, porque puedes ser usado como rehén en esta campaña contra los intereses de tu patria, pero tu honor de patricio y de fidelidad a tu familia te hace difícil negar tu condición, ¿es así, verdad, romano? ¿Es así?

Pero el joven Publio, empapado en sangre, permanecía obstinadamente mudo.

—No importa —continuó Aníbal—. Es cierto que si este cobarde que te acompaña no hubiera hablado no te habría reconocido, pero ahora, ahora que tengo esa idea en la cabeza, ahora que te miro de cerca y que oigo tu respiración agitada y que casi siento el pálpito de tu corazón, ahora que huelo el aliento de tu boca y, sobre todo, ahora que veo tu mirada, siento que sí eres el hijo de Escipión, porque sólo un hijo suyo puede mirarme a la cara como estás haciendo tú, sabiendo que yo soy Aníbal, y no bajar la vista durante tanto tiempo. No hay ningún otro romano que fuera capaz de algo así. Tu silencio es suficiente respuesta a mis preguntas.

Cayo Afranio se quedó con la boca abierta. Sabía que estaba traicionando a su compañero de prisión, a un patricio, al hijo del implacable Escipión, pero no podía imaginar que se lo estaba confesando al mismísimo Aníbal, al guerrero de todo el mundo que más odio y rencor debía tener acumulado precisamente contra Publio Cornelio Escipión. Cayo Afranio sabía que su servicio había sido inestimable, intuía una buena recompensa igual que intuía que la muerte del joven Escipión estaba a punto de llegar.

Aníbal desenvainó la espada despacio sin dejar de mirar al joven Publio a los ojos. Maharbal, sorprendido por la reacción de su general, le miró, pero sin atreverse a intervenir, confuso, indeciso.

—Tu padre —prosiguió Aníbal— siempre se ha creído invulnerable, por encima de todo y de todos, incluso creo que se ha creído por encima de mí, pero yo siempre supe que llegaría el momento en el que sería vulnerable, en que podría deleitarme en el placer de la venganza y ese momento ha llegado, joven romano.

Cayo Afranio, junto al joven Escipión, escuchaba con horror las duras palabras de Aníbal. Él no había deseado que para salvar su vida tuviera que morir el hijo de Escipión, pero se repetía para sí, una y otra vez, como todo cobarde que se justifica, que no había habido otro camino. Estaba en pie, al lado del joven Escipión, ambos encadenados, sudando, heridos e impotentes, y frente a ambos estaba Aníbal con la espada en ristre en su poderosa mano. Afranio veía el ojo de Aníbal clavado en la faz del joven Escipión de la misma forma que Publio hijo veía la pupila de Aníbal inyectada en odio irrefrenable clavada en sus propias pupilas. Publio pensaba que Aníbal se equivocaba en una sola cosa: él, el hijo del gran Escipión, no era tan valiente como creía el general púnico, pues el joven Publio, al fin, cerró los ojos y apretó los dientes a la espera de recibir el golpe mortal que terminara con aquella tortura de remordimiento, deshonor y traición.

Aníbal hundió su espada hasta que su puño chocó contra la piel de su enemigo y extrajo el arma con la parsimonia del ejecutor experimentado. Tras el filo emergió a borbotones sangre romana, perpleja, estupefacta al verse libre, envuelta de polvo y sorpresa, regando las tierras de Asia.