55

El salio

Abydos, norte de Asia Menor. Octubre de 190 a. C.

Las legiones habían cruzado el Helesponto y el cónsul, de acuerdo con su hermano, había ordenado levantar un gran campamento general en las proximidades de Abydos, al norte de Asia Menor. Abydos, tras el reparto del imperio de Alejandro Magno entre sus generales, había quedado bajo la jurisdicción de Lisímaco de Tracia, pero Seleuco I Nicátor, no conforme con poseer Siria y las vastas regiones de oriente hasta el río Indo, atacó Asia Menor y se hizo con el control de todas las ciudades de la península de Anatolia. Seleuco I fue asesinado al poco tiempo de sus grandes victorias, pero el Imperio seléucida retuvo Abydos y otras ciudades de Asia Menor hasta que Filipo V de Macedonia recuperó Abydos en 200 a. C. tras una feroz guerra. Al poco tiempo, Roma, tras derrotar a Filipo V en la primera guerra macedónica, declaró Abydos y otras ciudades de Asia Menor como ciudades libres. Desde entonces, Abydos quedaba bajo la influencia romana y sus ciudadanos se mostraron felices de recibir al imponente ejército de una Roma que los había liberado del yugo de Filipo V y que ahora acudía para evitar que cayeran en manos del nuevo rey de Siria y todo el Imperio seléucida, Antíoco III, al que veían como un nuevo y terrible tirano que se cernía sobre ellos y sobre su recién recuperada libertad.

Para Publio, las cosas marchaban bien en general: la flota romana, comandada ya por Emilio Régilo, gracias a la intervención de Cayo Lelio en el Senado, había infligido una segunda derrota aún más completa a la ya desmoralizada flota siria que Antíoco había dejado al mando de Polisínides en substitución de Aníbal. Una decisión equivocada de Antíoco. Los romanos tenían ahora, con el apoyo de Rodas y Pérgamo, el control casi completo del mar Egeo. Hasta ahí todo bien, pero, por otro lado, estaba el inconveniente del factor tiempo: estaban ya a finales del verano y era esencial no perder más días, pues habían consumido casi tres cuartas partes del consulado de Lucio tan sólo en llegar a Asia: Grecia, Macedonia y el control del mar se habían llevado todos esos meses por delante. Pero, lamentablemente de forma excepcional, la presencia de Africanus en la expedición romana en Asia implicaba una única desventaja, pero que no podía eludirse de forma alguna.

—¿No habría sido mejor haber esperado en Grecia? —preguntó Lucio; su hermano guardaba silencio. Durante semanas había estado ponderando la posibilidad de saltarse los rituales religiosos que estaba obligado a cumplir por pertenecer a la orden escogida de los salios.

—He pensado en no detener el avance, hermano —respondió Publio algo meditabundo, distante—, pero los legionarios son temerosos de los dioses, y hacen bien; si no cumplo con los ritos de forma escrupulosa, al más mínimo contratiempo en la campaña, considerarán que los dioses nos han abandonado y pudieran estar en lo cierto. A decir verdad, yo también siento necesidad de cumplir con los ritos, hermano. Necesitamos a los dioses, a Marte, a Jano, a todos ellos, necesitamos su fuerza, más que nunca. Sobre lo de esperar en Grecia, sí, quizá en Grecia hubiéramos estado más seguros, pero al haber entrado en Asia, Antíoco nos tomará en serio, reagrupará todo su ejército y todo se dirimirá en una gran batalla. Eso es lo que más nos interesa, hermano, de lo contrario la guerra de Asia se alargará y serán otros, seguramente Catón, los que quieran llevarse la gloria del triunfo.

—Eso siempre que venzamos —replicó Lucio mientras se servía una copa de vino de la mesa que habían situado los esclavos en el centro del gran praetorium—. ¿He de concluir que ya has diseñado la forma de derrotar a los catafractos?

Publio imitó a su hermano y se sirvió vino que rebajó, al igual que Lucio, con algo de agua.

—No —respondió, y negaba con la cabeza a la vez—, pero estos treinta días de paro forzoso para que ejerza de sacerdote salio me darán tiempo para pensar. Quizá los dioses me iluminen. —Y levantó su copa al cielo.

Lucio asintió.

—Te dejo para que te vistas —añadió mientras vaciaba su copa—. Las legiones querrán verte danzar y cantar y hacer todos los sacrificios necesarios. —Y salió del praetorium. Publio sabía que Lucio estaba preocupado no ya por los catafractos, sino por el hecho de que a él, al gran Africanus, seguía sin ocurrírsele la forma de derrotar a esos cuerpos de caballería acorazada. A él mismo también le preocupaba. Elevaría sus oraciones a Jano pensando en los catafractos. Estaba seguro de que los dioses que tanto le habían ayudado en el pasado no se olvidarían ahora de él.

Al instante entraron dos esclavos con todas las prendas que el gran sacerdote salio debía ponerse para la ocasión. Publio dejó de beber, dejó su copa en el suelo y alzó los brazos para facilitar a los esclavos que le quitaran la coraza militar y le pusieran la túnica bordada que le correspondía vestir, la trabea[*] y, por fin, el apex, una especie de gorro cónico, propio de los flamines en general y, de forma especial, de los sacerdotes salios, rematado en una larga punta de madera de olivo. Los esclavos ajustaron el gorro con dos largas cintas, como si de un casco se tratara. Finalmente le ciñeron un pesado cinturón de bronce a la cintura que ajustaron con fuerza.

No podía exhibir uno de los míticos doce escudos conocidos como ancilia porque éstos se custodiaban en el Templo de Marte erigido en la colina del Palatino, y sólo se sacaban en la gran procesión anual de marzo. En su lugar tomó su gran escudo de combate y una larga daga. Así, ataviado como un salio, emergió del praetorium y ante la muchedumbre de legionarios de las dos legiones desplazadas a Asia, Publio Cornelio Escipión empezó a danzar sin parar a la vez que murmuraba un cántico guerrero assa voce[*], sin acompañamiento de ningún instrumento, en honor al gran dios Jano y de los dioses Marte y Quirino.

Cozevi oborieso. Omnia vero ad Patulcium commissei.

Ianeus iam es, duonus Cerus es, duonus Ianus.

Venies potissimum melios eum recum.

Divum empta cante, divum deo supplicate.

Levántate Cosivo. Todo lo he confiado a Patulcio.

Ya hagas las veces de Jano, ya seas el buen Creador, ya seas el buen Jano.

Vendrás especialmente como el mejor de aquellos dioses;

cantad con el ímpetu de los dioses, cantad al dios de los dioses.

Había instantes en los que se detenía y golpeaba su escudo con la gran daga que portaba en la mano derecha. Los legionarios le imitaban entonces y un estruendo ensordecedor lo inundaba todo como si la mayor de las tormentas fuera a descargar sobre Asia.

En tiempos inmemoriales, los romanos estaban convencidos de que el mismísimo Júpiter había entregado un gran escudo imposible de quebrar al rey Numa, el segundo rey de Roma tras Rómulo. El antiguo monarca ordenó entonces que su mejor herrero, Mamurius Veturius, forjara otros once escudos a imagen y semejanza del gran escudo divino, que era ovalado pero con dos grandes entradas a la mitad del mismo, como si le hubieran pegado dos grandes bocados en cada lado. Estos escudos tenían poderes especiales que pasaban a los patricios que eran elegidos para ser sus custodios. Publio Cornelio Escipión era uno de esos doce elegidos, un honor poco común que otorgaba un prestigio enorme, especialmente entre las tropas. Había otros sacerdotes salios, como los doce que se nombraban desde el reinado de Tulio Hostilio, el tercer rey de Roma, tras una de las guerras contra los sabinos, pero los salios de Numa, los que guardaban y exhibían cada año los ancilia divinos, eran los más apreciados por todos. Las hazañas del pasado sumadas a su condición de salio de Numa hacían de Africanus, a los ojos de los miles de legionarios que le veían danzar y cantar sin freno, un auténtico semidiós entre los hombres, un nuevo invencible Aquiles. Nada ni nadie podría detenerles más que la obligación religiosa de adorar a Marte, a Jano y a Quirino durante treinta días en los que el gran salio, tal como prescribía la sagrada tradición de Roma, no podía cambiar su residencia. Y si Africanus no se movía de Abydos, tampoco lo harían las legiones. Como siempre, legionarios y general unidos hasta el final.

—¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! —aullaban las legiones sin descanso arropando con sus gritos los cánticos de su general bendecido por los dioses.

Lucio observaba toda la escena y presidía, en calidad de cónsul al mando de la expedición, los sacrificios de decenas de animales que se inmolaban en honor a Marte, Jano y el resto de dioses, y no podía sino confirmar en su corazón que, sin lugar a dudas, la mejor arma de aquellas legiones no era otra sino ese valor extraño e inexplicable que su hermano Publio sabía transmitir a cada soldado. Lucio tenía grandes dudas sobre el desenlace final de aquella campaña y había tenido sueños tumultuosos que achacaba a sus nervios. Presentía que algo terrible estaba a punto de ocurrir y sólo podía pensar que se trataba de una derrota. En su preocupación por el desarrollo de aquella guerra, no pensaba que había cosas aún mucho más terribles que una derrota en campo abierto.