El Consejo de Escopas
Amfissa, Etolia, sur de Grecia. Principios de abril de 190 a. C.
Cruzado el Adriático, las legiones de Lucio y Publio Cornelio Escipión avanzaron hacia el sur para intimidar a los etolios. El objetivo era continuar con el asedio que Acilio Glabrión había iniciado de Amfissa, la capital etolia. Los etolios se habían aliado con Antíoco III de Siria, pero el repliegue de éste tras la derrota en las Termópilas les había dejado solos frente a la ira de Roma. Pese a todo, las murallas de la acrópolis de su capital habían resistido el asedio de las tropas romanas de Glabrión, y Publio, aunque consciente de que no se podía proseguir el avance por Grecia sin resolver el problema de los etolios en su retaguardia, era remiso a continuar con un asedio que les podría retener durante meses en Grecia sin llegar nunca a alcanzar Asia antes de que el mandato consular de su hermano y de Lelio expirasen. Había que resolver la rebelión de los etolios con rapidez mientras Graco negociaba en el norte el paso de las legiones por Macedonia. Se consiguió, al fin, que embajadores atenienses intercedieran entre las legiones y los etolios de Amfissa y se alcanzó una paz entre Roma y la liga etolia que permitía que las tropas de Lucio y Publio pudieran proseguir, con una retaguardia más controlada, su avance hacia Asia, el objetivo principal de aquella campaña.
Una vez pactada la tregua con los etolios, Lucio, al igual que el resto de tribunos y oficiales, esperaba que Publio ordenara que las legiones detuvieran su avance hacia el sur para montar un campamento allí mismo y así no tener luego que desandar todo lo andado si al final Graco conseguía que Filipo accediera al paso del ejército de Roma por su territorio en dirección a Asia. Sin embargo, Publio permanecía en silencio en medio del improvisado praetorium de campaña. El cónsul lanzó una mirada rápida al resto de los que allí se habían congregado y, veloces, Silano, Domicio Ahenobarbo y el resto de oficiales salieron del recinto. Ambos hermanos quedaron a solas. Lucio no preguntó. Respetaba los meditabundos silencios de Publio.
Escopas se movía con cierta dificultad. Sus sesenta años pesaban como una losa sobre sus maltratados huesos y sus heridas, especialmente la recibida en la batalla de Panion. Se sentó en un banco de piedra frente a su austera casa levantada en la ladera de la acrópolis de la ciudad. La casa estaba semiderruida fruto de los proyectiles que romanos y etolios habían intercambiado durante el asedio de Acilio Glabrión, pero, pese a su terrible estado, seguía siendo su casa y él era hombre habituado a paisajes de guerra. Al final, después de tantos años en el exterior como mercenario, la guerra había llegado hasta su casa, a la mismísima Amfissa. Sus conciudadanos aún estaban nerviosos, y es que los romanos no habían detenido el avance de sus tropas y eso que los etolios habían aceptado la tregua propuesta por los intermediarios atenienses. A casa del veterano strategos llegaron los nuevos oficiales de la liga etolia para consultarle cómo establecer una defensa. El viejo general les dio una respuesta que no ayudó demasiado a tranquilizarles.
—Los generales romanos han pactado una tregua con los etolios. Lo normal es que cumplan lo pactado.
—Pero siguen avanzando hacia el sur; ¿y si no cumplen lo que han dicho? —inquirió casi con despecho uno de los jóvenes nuevos oficiales del ejército etolio. El resto le miró con sorpresa. Aquélla no era forma de dirigirse al mayor general que los etolios habían tenido en muchos años. Escopas era una leyenda viva, un strategos que había combatido contra Filipo de Macedonia y contra el mismísimo Antíoco de Siria cuando actuaba como general en jefe del ejército Egipcio en Asia. Incluso los lógicos nervios provocados por la progresión de las legiones romanas hacia su ciudad no eran justificación suficiente para interpelar así a Escopas.
El veterano strategos miró de reojo al joven oficial. Respondió lacónicamente, ignorando el tono de la pregunta.
—Si los romanos no cumplen lo pactado nos masacrarán. Sin el apoyo del rey Antíoco poco podremos resistir. Si ésas son las circunstancias, mi consejo es huir —todos callaban—, pero es raro que tengan interés en perder tiempo con nosotros y nuestra pequeña ciudad cuando su objetivo real, a quien buscan en realidad y con quien querrán enfrentarse antes de que regrese el invierno es el rey Antíoco; la cuestión es ¿por qué tras pactar una tregua con nosotros, por todos los dioses, por qué siguen hacia el sur? Eso no tiene sentido y los romanos nunca hacen nada sin sentido. Algún motivo les impulsa hacia el sur.
En ese momento llegó un jinete etolio que venía del norte. Desmontó y se situó frente a Escopas.
—Los romanos… se han detenido… —hablaba entrecortadamente— a un día de marcha… y envían emisarios.
El alto mando de la liga etolia permaneció en espera de la llegada de esos emisarios romanos en Amfissa. Escopas, por su parte, se quedó a dormir en su semiderruida casa, al abrigo de un lar reconstruido en el que prendió una hoguera que le calentó durante el frío de la noche. Al amanecer llegó a la ciudad una turma de caballeros romanos. Fueron recibidos por los oficiales etolios en el ágora de la ciudad. Escopas, fuera de la acrópolis, acurrucado junto a su nueva chimenea, se sentía ya más ajeno a las diputas del mundo de los vivos, recluido en el silencio de su casa. Si querían su consejo ya le buscarían. Él ahora pensaba más en cómo ir recomponiendo algunas paredes y el techo antes de que una tormenta de primavera se llevara por delante lo poco que quedaba aprovechable de la estructura de la vivienda, pero, al poco tiempo de concluir la entrevista entre los romanos y los oficiales etolios, estos últimos enviaron un mensajero a ver a Escopas. El strategos griego le recibió mientras bebía algo de leche y comía bajo una higuera sin hojas un poco de queso que le servía una hermosa joven esclava que había adquirido con el poco dinero que había podido salvar de sus campañas militares del pasado, de sus años de lucha como mercenario de reyes extranjeros en tierras lejanas y bárbaras.
—Ya sabemos por qué han seguido avanzando hacia el sur —dijo el mensajero sin tan siquiera presentarse; Escopas veía cómo ya no se respetaba nada.
—¿Y bien? —Se vio obligado a preguntar ante el impertinente silencio del recién llegado. Parecía que al joven mensajero le costara hablar, como si tuviera miedo o como si estuviera confuso o quizá ambas cosas a un tiempo.
—Han seguido avanzando hacia el sur porque… porque el general romano, el que llaman Africanus, dicen que quiere entrevistarse con el strategos Escopas. —El aludido dejó de masticar el queso que estaba comiendo y detuvo el movimiento de su mano que acercaba a la boca un cuenco con leche. Así se quedó un instante; luego, en lugar de beber, dejó el cuenco intacto sobre la mesa, con lentitud. Un general de Roma había desplazado dos legiones hacia el sur durante días porque quería entrevistarse con él. Su vanidad estaba plenamente satisfecha. Aquella mañana ya no necesitaba más alimento.
Escopas llegó al praetorium del campamento romano levantado en el corazón de Grecia escoltado por una treintena de caballeros romanos. Había aceptado la invitación del cónsul Lucio Cornelio Escipión de acudir a una entrevista, aunque sabía, tal y como le habían comunicado los mensajeros romanos, que era el propio Africanus, el hermano del cónsul, el general que había derrotado a Aníbal y doblegado a varios ejércitos cartagineses y númidas, el que deseaba hablar con él. Los centinelas apostados a la puerta del praetorium se hicieron a un lado mientras dos de ellos descorrían las telas que daban acceso al interior.
Escopas se encontró en el centro de la tienda frente a un solo hombre que, sentado en una amplia butaca, le observaba en silencio.
—Mi nombre es Publio Cornelio Escipión —dijo en un perfecto griego el romano que le contemplaba sentado desde una pequeña sella; a Escopas le gustó la austeridad de aquel asiento y del resto de la tienda; estaba ante otro guerrero—, aunque muchos me conocen con el sobrenombre de…
—Africanus —interrumpió Escopas mientras miraba a su alrededor buscando un sitio donde sentarse. El romano no pareció sentirse molesto por su altanería, sino que sonrió y señaló a su derecha. Escopas se acercó donde se le indicaba y tomó otra pequeña sella, la situó frente al general romano al tiempo que retomaba la palabra—. Deberás disculpar a un pobre y viejo guerrero, pero mis huesos están demasiado ancianos para sostenerme en pie mucho tiempo sin que mi cuerpo se resienta. —Escipión asintió en señal de aceptación y Escopas se sentó exhalando un profundo suspiro. El veterano strategos no vestía ya como un militar, sino que se limitaba a llevar una túnica gris, no muy larga y de mangas cortas que permitían que tanto brazos como piernas respiraran libres en medio de los calores propios de aquella región en una recién inaugurada primavera, lo que permitía que Escipión pudiera ver todas y cada una de las múltiples cicatrices que cruzaban el cuerpo algo ya encogido del strategos etolio. Escopas se dio cuenta de lo que observaba la intensa mirada del general romano y apuntó una explicación—: Son muchas las batallas que han dejado huella en mi piel.
—Muchas, sin duda. Yo, sin embargo, sólo tengo una cicatriz. —Y se llevó la mano a la pierna donde la espada de Aníbal se hundió en su ser durante la batalla de Zama.
—Una sola, pero para mí suficiente. Una cosa es ser un cobarde que nunca entra en combate y otra muy distinta arriesgarse sin sentido. Yo he pecado a menudo del segundo vicio, especialmente en mi juventud.
Escipión agradeció el comentario con una sonrisa. Todos hacían siempre referencia a que aquella herida de la pierna era provocada por Aníbal y siempre terminaban colmándole de halagos innecesarios. Escopas no era un adulador. Era un guerrero. Eso le gustó a Publio, pues con un guerrero era con quien quería hablar.
—¿Deseas beber algo, comer algo? Puedo ofrecerte excelente vino y muy buen queso. Poco más. En campaña los placeres son escasos.
Escopas negó con la cabeza.
—Estoy bien. Soy hombre ya de poco comer y prefiero beber por la noche. —Entonces pensó que quizá estuviera resultando innecesariamente hostil y añadió—: Pero si Africanus desea beber vino yo le acompañaré a gusto.
—No; si no sueles beber a esta hora, podemos dejarlo. Como imaginarás no he desplazado las legiones dos días de marcha hacia el sur para tomar una copa.
—Lo imagino, sí, pero no veo qué más pueda tener yo que tanto pueda interesar al gran general de Roma.
Publio no tenía ganas de andarse por las ramas. Había forzado un avance hacia el sur aun cuando ya se había pactado la tregua con los etolios. Para muchos de los oficiales aquel movimiento era una exhibición de fuerza innecesaria cuando el enemigo a batir, Antíoco, el rey de Siria, se fortalecía en Asia. Todos habían esperado que las órdenes, tras pactar con los etolios, fueran las de partir raudos hacia el norte para atravesar Macedonia y cruzar el Helesponto en busca del enemigo. Era cierto que había que negociar con Filipo para conseguir el paso libre por Macedonia, misión a la que se había enviado a Tiberio Sempronio Graco, de quien aún no se tenían noticias, pero nadie veía por qué ir hacia el sur para andar un camino que luego debería desandarse en cuanto se lograra un acuerdo con el rey macedonio. Escopas lanzó una pregunta cargada de dudas y amor propio entremezclados.
—¿Has desplazado veinte mil hombres hacia el sur sólo para hablar conmigo? Mi vanidad se empeña en que crea que así es, pero a mí me parece militarmente un error y en lo que conozco sobre Africanus no hay errores de este tipo.
Publio Cornelio Escipión puso una mano sobre otra a la altura del pecho, sus dedos se entrelazaron, alguno resonó en un chasquido seco; luego los dedos de la mano derecha rascaron con las uñas el dorso de la mano izquierda. Dejó de nuevo las manos caídas, relajadas sobre sus muslos firmes, apoyados de forma sólida sobre la tierra de Grecia.
—Tu vanidad no te confunde. He hecho realizar dos jornadas de marcha a las legiones para hablar contigo. Pensé en desplazarme con un pequeño grupo de jinetes, pero Grecia es aún una tierra llena de enemigos de Roma y, como bien dices, no es más inteligente el general que se arriesga de forma absurda. Considero esta entrevista necesaria y considero que mi seguridad también lo es, ambas cosas son buenas para el bien de Roma. Si por ello he de desplazar veinte mil hombres, veinte mil hombres se ponen en marcha.
En ese momento entró en el praetorium Lucio. Escopas se volvió para ver quién era, y al ver el imponente uniforme del cónsul de Roma al mando de aquellas tropas, recubierto con el paludamentum púrpura, el strategos griego se levantó casi sin querer. Nunca había visto a un cónsul de Roma.
—Ya estamos todos —dijo Publio alzándose en señal de respeto a su hermano, de la misma forma que había hecho Escopas, un gesto del etolio que Publio agradeció. Tras Lucio entró el proximus lictor con la sella curulis plegada y que abrió al lado de la sella de Publio, en el fondo de la tienda. Acto seguido el soldado desapareció dejando solos a los tres hombres. Todos tomaron asiento. Lucio en su sella curulis, tal y como le correspondía en orden a su cargo, y Publio y Escopas en sus respectivas sellae.
—¿Hay noticias? —preguntó Publio a su hermano en latín. Lucio sabía que preguntaba sobre Graco y su misión de negociación con el rey Filipo.
—Aún no.
—Sea. Tenemos entonces unos minutos para dedicarle a nuestro invitado, hermano. Éste es Escopas, el hombre del que te hablé.
Lucio asintió mientras miraba al guerrero etolio. No vio nada en él que le hiciera entender la importancia de avanzar dos días hacia el sur para entrevistarse con aquel hombre, fornido, sí, pero no muy alto y claramente envejecido. Puede que aquel guerrero hubiera luchado contra muchos ejércitos, pero no le parecía que su experiencia fuera tal como para justificar aquel rodeo por territorio griego. En todo caso, había seguido el consejo de su hermano y había ordenado el desplazamiento de tropas. Al menos, hasta sus oídos había llegado el miedo que aquel avance había despertado en los etolios, más aún por lo inesperado tras haber pactado una tregua. No estaba de más imponer un poco de miedo. Más allá de eso, todo aquello no tenía mucho sentido para Lucio.
—Mi hermano —reinició así Publio su parlamento en griego—. También es de los que cree que me he excedido con mi insistencia de querer ver al veterano Escopas. —Lucio le miró negando con la cabeza, pero Publio levantó la mano para que no le interrumpiera—. En cualquier caso, no me suele gustar estar mucho tiempo quieto en un mismo sitio. Es mejor que el enemigo no sepa dónde estás, ¿no crees? —dijo Publio inclinando su cuerpo hacia delante.
—Es una estrategia, útil en ocasiones —concedió el griego.
Publio no dejó más espacio a los preámbulos.
—Panion, Escopas, ¿qué pasó en Panion? He venido hasta aquí porque quiero saber lo que pasó en esa batalla. El ejército egipcio estaba bien pertrechado y era numeroso y luego estabas tú con tu ejército de etolios experimentados. ¿Qué pasó? ¿Por qué una derrota tan…? —Y aquí Publio se echó hacia atrás sin poner el calificativo. Estaba claro que no quería herir el orgullo de su invitado.
—Tan… ¿abrumadora, desastrosa, completa? —concluyó Escopas en su lugar.
Publio asintió. Escopas inspiró aire. Aquel general romano había venido allí para saber más, a través de él, del enemigo al que debía enfrentarse. El romano quería saber más de Antíoco. Aquello era inteligente por su parte, pero…
—¿Y por qué debo darte información, Africanus? ¿Qué gano yo con ello?
Publio suspiró y asintió. Había esperado aquella pregunta. Tenía preparada la respuesta.
—La tregua entre Roma y los etolios es endeble. El reciente levantamiento de los etolios contra Roma para apoyar el avance de Antíoco sobre Grecia es una herida profunda en las relaciones entre Roma y los etolios. Tu colaboración es una forma de fortalecer esta tregua y de transmitir a Roma el deseo de los etolios de no combatir más contra Roma. —No era una gran respuesta, pero era lo mejor que tenía.
Escopas rumió en silencio aquellas palabras.
—¿Se retirarán las legiones hacia el norte?
—En cuanto terminemos esta conversación partiremos hacia el norte y respetaremos la tregua y… y habrás fortalecido nuestra voluntad de defender ante el Senado de Roma que los etolios, aunque fuera al final, colaboraron en la campaña de Roma contra Antíoco.
No era gran cosa. Se trataba sólo de palabras, pero eran las palabras del mayor general de Roma, del princeps senatus, el más veterano senador, las palabras de una de las mayores autoridades de aquel inmenso poder que emanaba de Roma. Tampoco era algo desdeñable. Escopas se pasó las yemas de los dedos de su mano izquierda por los labios. Al fin, asintió despacio y empezó a hablar, yendo directamente al asunto sobre el que se le había preguntado.
—Nuestra falange central resistía bien, y eso que los argiráspides de los seléucidas y, en general, toda su falange, dirigida por Antípatro, estaban bien armados y bien entrenados. Las tropas de Antíoco estaban curtidas en las batallas de oriente. Eran buenos, pero mis etolios luchaban con bravura y los egipcios, sobre todo los nativos, aunque poco profesionales, combatían por su tierra y vendían muy caro cada paso que se veían obligados a ceder ante el empuje de un enemigo mejor y más poderoso. —Escopas se percató de cómo los dos generales romanos se inclinaban ligeramente hacia delante en sus asientos; pocas veces había tenido un público más atento—. El problema grave fue la caballería. Nuestros jinetes resistieron las primeras acometidas de los dahas y otras unidades seléucidas, pero entonces llegó el desastre. —Escopas magnificó el impacto de sus palabras con un retórico silencio que alargó el suspense—. Antíoco ordenó intervenir a los catafractos. Centenares, miles de jinetes blindados de pies a cabeza, con caballos protegidos de igual forma, se abalanzaron sobre las alas de mi ejército. Yo mismo acudí en socorro de uno de los extremos de la formación y lo pude ver con mis propios ojos. Los catafractos son lentos, eso es cierto, pero son indestructibles, son completamente invencibles. En poco tiempo mis dos alas de caballería estaban desarboladas, destrozadas, mis jinetes abatidos o en franca huida, los caballos etolios y egipcios heridos, muertos o sin guerreros que los gobernaran. Y los catafractos no se detenían y giraron hacia el centro en busca de la falange que, a duras penas, resistía contra los argiráspides sirios. Es un milagro que consiguiera replegarme hacia Sidón y salvar unos miles de soldados con los que hacerme fuerte en aquella ciudad hasta negociar mi salida y retorno a Grecia. Nos masacraron sin casi esforzarse y sin ni siquiera hacer entrar en combate a las decenas de elefantes que traían consigo; sólo los hizo entrar en batalla para masacrarnos mientras nos retirábamos; apisonaron a los egipcios como si fueran hormigas. —Hizo otra breve pausa en la que encontró el atrevimiento suficiente para lanzar una pregunta directa a Publio—: ¿Lleváis elefantes, romano?
Publio permaneció en silencio. Tenían apenas docena y media de elefantes, pero insuficientemente adiestrados y, además, las legiones no estaban acostumbradas a combatir con ellos. Era como prácticamente no tener. Escopas respondió al silencio de Publio con un resumen final de Panion y otra pregunta.
—Nada ni nadie puede detener a los catafractos de Antíoco. Primero el rey sirio te lanza su infantería, sus carros escitas, sus elefantes si le parece, sus unidades de élite y si, pese a todo pronóstico, consigues mantener la posición, lanza por las alas a su caballería blindada. Los catafractos lo arrasan todo a su paso, te desbordan por las alas y luego se vuelven contra tu retaguardia. Es siempre la misma estrategia, pero no hay nada que pueda detenerlos. Nada ni nadie. En las Termópilas Antíoco no utilizó el grueso de su caballería acorazada, pero ahora ya no menospreciará el poder de las legiones y acudirá al campo de batalla con todo lo que tiene. ¿Tenéis acaso caballería blindada?
No tenían. Publio y su hermano callaban. Publio observó que Lucio se movía de forma incómoda en su sella curulis.
—Somos nosotros, strategos, los que hemos venido a hacer preguntas —dijo al fin Publio. Escopas asintió despacio y se inclinó hacia atrás. Le gustaría dejar caer su espalda cansada de tantas batallas sobre algo blando o duro, pero aquel asiento carecía de respaldo. Echaba de menos el banco frente a su casa, a la sombra de la higuera, el transcurrir lento de los días sin sangre, sin mandar a miles de hombres a una lucha incierta, días en paz. Escopas decidió no hacer más preguntas, tal y como se le acababa de indicar, pero no se privó de emitir su sentencia sobre el futuro de aquellas legiones.
—Camináis hacia vuestra destrucción —pronunció el strategos con la calma de quien evalúa algo que no le concierne personalmente, pero, a su vez, con la frialdad que da la distancia—. Sin caballería blindada que oponer a los catafractos estos pasarán por encima de vuestros jinetes y de vuestras legiones para que luego los elefantes se distraigan pisoteando los cadáveres. Igual que en Panion.
Tanto detalle en la evaluación del strategos era innecesario, pero era una pequeña victoria moral que el veterano etolio se permitía ante quien acababa de forzar una tregua que suponía una derrota para su pueblo. Los etolios, como el resto de Grecia, ya no eran libres, sino que estaban a merced de los romanos. No podían evitar en el fondo de su alma, alegrarse de que hubiera un enemigo, Antíoco, al que los romanos temían de verdad.
Publio Cornelio Escipión respondió sin elevar el tono de voz, sin mostrar ni un ápice de nerviosismo o de irritación ante las palabras de Escopas.
—Te olvidas de un pequeño detalle, strategos. —Escopas admitió para sí mismo que el romano había captado su atención.
—¿Un detalle? ¿Qué detalle? —Escipión sonrió.
—Soy Publio Cornelio Escipión, al que llaman Africanus, y estoy invicto en el campo de batalla. Nadie nunca me ha derrotado. —Y con cierta petulancia, quizá algo forzada, añadió—: Y nadie, strategos, nadie nunca lo hará.
Escopas pensó en decir que siempre había una primera vez para todo, pero no tenía ganas de forzar más su suerte y, pese a su orgullosa respuesta, el general romano estaba preocupado por el relato de la batalla de Panion que acababa de escuchar. El strategos etolio sabía leer en los ojos de los hombres y preocupación era lo que rezumaba en la mirada de Publio Cornelio Escipión. Eso, sin embargo, le concedía una posibilidad: el romano parecía no menospreciar al enemigo. Ésa era una base, no suficientemente sólida sin caballería blindada que oponer a los catafractos, pero era una pequeña base sobre la que podría trabajar aquel general.
—Creo que mi presencia ya no puede reportar más a Roma —dijo Escopas, y se levantó con lentitud.
—Has sido muy amable por venir a esta entrevista, strategos —respondió Publio—. Una turma de nuestros jinetes te acompañará de regreso a tu ciudad. Que tus dioses te protejan.
Escopas inclinó la cabeza ante Publio, luego ante Lucio, dio media vuelta y desapareció por la puerta del praetorium. Los dos hermanos y generales romanos quedaron a solas.
—No hemos sacado mucho de esta conversación —dijo Lucio.
—Bueno… hemos confirmado algo que tenía en mente desde hace tiempo.
Lucio miró a su hermano a la espera de que éste precisase más. Publio se explicó.
—Los catafractos son invencibles.
Lucio suspiró. Aquel comentario no era precisamente muy motivador.
—Pero tenemos buenas tropas, buenas legiones, bien adiestradas, y unos buenos cuerpos de caballería y Pérgamo acudirá con refuerzos si cruzamos a Asia.
—Así es, hermano, pero contra los catafractos no podemos salir victoriosos con nuestra caballería. Éste es un enemigo nuevo para nosotros.
Un instante de silencio y Lucio dio un respingo en su asiento.
—¿Y si creáramos una unidad similar?
—Lo he pensado, Lucio, lo he pensado. Es una buena idea, pero nos falta tiempo. Copiamos las naves cartaginesas, pero para ello nuestros antepasados se hicieron con embarcaciones púnicas abandonadas tras un naufragio. Adoptamos las espadas iberas para nuestras tropas, pero tras años de luchar contra ellos y de recopilar cientos de armas enemigas. No podemos inventarnos una fuerza de catafractos sin luchar antes contra ellos, sin ver cómo son exactamente sus protecciones, sin ver cómo maniobran. No tenemos ni el tiempo ni los caballos adecuados, ni los jinetes sabrían cómo conducirlos. Sería una locura forzar a nuestra caballería a intentar copiar una forma de luchar que desconocen. Seguramente en el futuro Roma tendrá que crear caballerías similares a las de Oriente, pero no será en esta campaña, hermano. Aún estamos intentando aprender a luchar con elefantes y no sabemos hacerlo bien y dudo de que alguna vez sepamos hacerlo con habilidad. No. Definitivamente nuestra victoria tiene que forjarse en la maniobrabilidad de nuestras legiones, en la fortaleza de nuestra infantería, en conseguir los refuerzos necesarios de Pérgamo. La caballería debe tener su papel, Lucio, pero aún no sé cuál será. Aún no lo sé.
—¿Qué hacemos ahora? Aún no ha regresado Graco de Pella y no sabemos nada sobre Filipo. Si empezamos a avanzar hacia el norte sin tener confirmado el permiso de Filipo, seguro que el rey macedonio lo interpretará como un acto hostil y podríamos poner a Graco en una difícil situación si aún está negociando con ese canalla de Filipo.
Publio le miró con sorpresa. No había pensado en eso, tan concentrado como estaba con el tema de la caballería acorazada siria. No, no había considerado que un avance de las legiones hacia el norte podría poner en un aprieto, si es que no lo estaba ya, al impertinente Graco.
—No tenemos tiempo que perder, hermano. Avancemos hacia Macedonia y que Graco se las componga como pueda. Tenemos que llegar al Helesponto lo antes posible. Si es con la aquiescencia de Filipo mejor, y si es sobre su cadáver, pues sobre su cadáver. Quizá se me ocurra algo sobre cómo luchar contra los catafractos mientras nos aproximamos hacia Asia.
—¿Quizá? Por Hércules, Publio, entre tú y ese general etolio habéis conseguido ponerme nervioso. —Y se levantó entre furioso e irritado. Publio se alzó también y sonriendo le puso la mano en la espalda.
—Quita el «quizá», hermano. Pensaré en algo. Cruzaremos a Asia y regresaremos victoriosos, como hicimos en Hispania y en África.
Lucio se serenó y tras estrechar la mano de su hermano partió para organizar la puesta en marcha de las legiones con dirección a Macedonia. Tan preocupado estaba por el tema de los catafractos que el cómo pudiera afectar ese movimiento de tropas al joven tribuno de la familia Sempronia enviado a negociar con Filipo era ya un asunto muy menor en su mente.
Publio se quedó en la tienda. Su hermano se había tranquilizado, pero él no. Los catafractos estaban en Asia, pertrechados, armados y bien adiestrados esperándoles en alguna llanura de Oriente. El rey Antíoco estaría al mando y Aníbal como consejero. Pudiera ser que al final de aquella campaña se cumplieran las maldiciones de los reyes de Numidia. Publio inhaló el aire con parsimonia y lo dejó salir mientras volvía a tomar asiento en su sella. Siempre había llevado las campañas militares al límite máximo de sus fuerzas y de las fuerzas de todos los legionarios. La campaña de Asia parecía que llevaba el mismo camino pues todo dependía de cómo detener a los catafractos y, por el momento, no veía modo alguno.
Publio Cornelio Escipión se quedó varias horas en el silencio del praetorium. De cuando en cuando se pasaba una mano por la barbilla o cambiaba ligeramente de posición en su asiento. En el exterior se escuchaba la algarabía que las legiones generaban mientras se desmontaban tiendas y se recogían todos los pertrechos necesarios para avanzar hacia el norte. En su mente no había sitio ya para Graco. Lo daba por muerto o, si la Fortuna le sonreía, por un embajador con suerte. En cualquier caso, incluso si sobrevivía a la negociación con Filipo, la campaña de Asia sería dura. Muy dura.
Graco. Los catafractos. La guerra.
Tiberio Sempronio Graco no probó bocado de la cena y tampoco probó el vino. A la esclava la despidió nada más llegar. Seguía desarmado y la estancia en la que se le había alojado no tenía ventanas. Se parecía más a una celda que a una habitación que se usara para invitados. Eso sí, el lecho era confortable, había mantas limpias, la comida era abundante y el vino había sido decantado con generosidad en una gran jarra. El agua estaba fresca y sólo saberse al borde de la muerte podía hacer que todo aquello fuera poco deseable. Al cabo de varias horas insomne, agotado de pasear de una esquina a otra de la habitación, se recostó en el lecho y cerró los ojos. Empezó a dormirse, pero la puerta se abrió de golpe de par en par chocando contra el muro. Alguien le había dado un puntapié. Graco dio un respingo y al instante estuvo en pie, en guardia, sin armas, pero listo para luchar aunque fuera con sus manos. Habían entrado tres soldados en la habitación y tras ellos, para sorpresa del tribuno, entró Filipo V de Macedonia. Graco, en aquella habitación sin ventanas, había perdido la noción del tiempo, pero aún debía ser de noche y debía faltar bastante para el nuevo día. Aquello no podía presagiar nada bueno.
—Buenas noches, romano. Veo que ni te gusta la comida de Macedonia, ni la bebida y, por lo que me cuentan mis guardias, tampoco te gustan las esclavas de palacio. Como negociador, tribuno, eres más bien poco hábil. Cualquiera en tus circunstancias sabría que aceptar la hospitalidad del anfitrión es el principio de una buena negociación. Pero siéntate, romano, siéntate. —Y Graco, aunque sin mayor interés por sentarse, cumplió aquella orden confuso, asustado, sin saber qué estaba pasando—. No entiendes nada, ¿verdad? Es lógico. Por eso yo soy rey y tú sólo eres un embajador al que se la han jugado los suyos. —Aquí el rey se congratuló al ver cómo el tribuno fruncía el ceño; estaba claro que no sabía nada—. ¿No sabes acaso que las legiones romanas se han puesto en marcha hacia Macedonia sin tan siquiera esperar a que tú regreses con mi respuesta? No, ya veo que no sabías nada de todo esto. Tu faz es suficientemente reveladora. Tengo jinetes desplazados por toda la frontera y más allá, hacia el sur, y me mantengo informado de lo que ocurre alrededor de mi reino. Las legiones avanzan, romano, avanzan hacia aquí. Parece que a tus generales no les importa ni tu vida ni mi opinión. Ya ves, joven romano, tus generales nos desprecian a los dos. Eso me ha hecho pensar. —Había una silla en una esquina de la habitación y el rey tomó asiento—. Verás, mi primer impulso al recibir los informes de mi caballería era venir aquí y, como te anuncié en el salón del trono, cortarte la cabeza. Luego me pondría al frente de mis tropas y me encaminaría a la frontera con mis hoplitas. Habría sido una gran batalla. Quizá la última que luchara. Me consta de la enorme fuerza de ataque que Roma ha desplazado para luchar con Antíoco. Luego pensé en tus palabras y por supuesto que llevas razón: Antíoco no merece que combata por él. Así que ya ves, te he escuchado y lo he sopesado todo. Quiero fastidiaros a todos: a Aníbal, a Antíoco, a tus generales y a ti mismo y ya he decidido cómo conseguiré todo eso. —Aquí el rey se detuvo en una prolongada y estudiada pausa en la que saboreó cada gota de sudor que resbalaba por la nerviosa faz de su interlocutor romano; al cabo de unos segundos se sintió satisfecho por la tensión creada y presentó su decisión con gran capacidad de síntesis—. Ya sé que nadie piensa en mí para el futuro, pero eso ya se verá. No pienso suicidarme en esta batalla que buscan tus generales. No, no voy a hacerlo. Y tampoco voy a matarte. Te dejaré marchar igual que has venido y puedes decir a tus queridos generales, esos mismos que te han traicionado, que has conseguido el permiso del rey Filipo V de Macedonia, descendiente del gran Alejandro Magno, para cruzar mis territorios sin ser molestados, y no sólo eso, sino que facilitaré grano y provisiones a vuestro ejército para que crucéis a Asia en las mejores condiciones posibles. Sí, aprovisionar a quienes van a luchar contra Antíoco y Aníbal me ilusiona, igual que me divertirá ver pasar a unas legiones que caminan hacia una muerte segura: Asia no es ni África ni Hispania ni tan siquiera Grecia. Tus generales son unos inconscientes. Antíoco tiene el mejor ejército de todo el mundo. El ejército sirio no es un conjunto de tribus iberas desordenadas ni mercenarios agotados tras años de guerra. En las Termópilas, Antíoco sólo había desplazado una pequeña parte de ese descomunal ejército. En Asia tus generales se las tendrán que ver con todas sus tropas, incluidos los catafractos. Sí, he decidido dejar que os matéis los unos a los otros. Ya veremos en qué queda vuestra proyectada victoria sobre Antíoco y sólo entonces decidiré con quién aliarme si es que queda alguien con quien hablar. Y en cuanto a ti, eres un asunto muy menor, pero si tus generales han movido las tropas sin esperar tu regreso es que, sin duda, te desean muerto. Estoy seguro de que les irritará sobremanera que regreses vivo y con tu misión cumplida. —Aquí el rey Filipo sonrió con soltura, satisfecho consigo mismo—. Ahora que mi ejército está en inferioridad de condiciones, éstas son las pequeñas victorias que puedo permitirme. No son gran cosa, no lo parecen, pero por Heracles, veremos qué pasa en Asia. —Y se levantó y desapareció por la puerta arropado por sus soldados repitiendo sus últimas palabras—. Veremos qué pasa en Asia.
Un soldado macedonio permaneció en la habitación y le alargó el brazo con el gladio. Graco tomó el arma y la envainó mientras digería todo lo que acababa de escuchar y mientras el soldado macedonio le daba las últimas instrucciones de parte del rey Filipo.
—Un caballo te espera a la puerta del palacio y una patrulla de jinetes te acompañará hasta la frontera. A partir de allí, el resto es cosa tuya.
Tiberio Sempronio Graco salió del palacio real de Pella con vida. Cabalgando al trote sobre un nuevo caballo, mientras avanzaba por las calles de la capital macedonia, sintió hambre y lamentó no haber probado la cena que se le había ofrecido, pero mejor era tener hambre que estar muerto.