50

La rebelión de Cornelia

Roma, febrero de 190 a. C.

En el atrium de la domus de los Escipiones, en el centro de Roma, había tres personas: Publio Cornelio Escipión, su mujer Emilia, a su derecha, ambos sentados, Publio sobre un sólido solium, su esposa sobre una sella más pequeña y sin respaldo. Frente a ellos, su joven hija Cornelia, de catorce años, les encaraba desafiante. La muchacha sólo con ver el semblante serio, irritado de su padre y la cara tensa, preocupada de su madre sabía por qué la habían llamado. Además, su padre tenía en la mano una tablilla que apretaba con fuerza.

Publio blandió entonces la tablilla como quien esgrime una espada y se dirigió a su hija con furia controlada.

—¿Sabes lo que es esto, niña?

Cornelia mantuvo la compostura y respondió con voz firme.

—Una carta.

—Una carta no, niña, esto es traición a la familia —apostilló Publio aún sin gritar, pero haciendo grandes esfuerzos para mantener el control sobre sus sentimientos y sobre sus actos. Cornelia vio que su madre permanecía en silencio tragando saliva. La muchacha había temido la reacción de su padre si descubría la carta que había enviado a Graco, pero el rostro descompuesto del pater familias la impresionaba y atemorizaba incluso si había previsto que algo así podría ocurrir.

—Yo no he traicionado ni traicionaré nunca a mi familia —empezó a defenderse la joven; su padre abrió la boca, pero la muchacha aún añadió una frase más—. En esa carta no hay nada de lo que me avergüence.

Publio Cornelio Escipión estaba acostumbrado a tratar con la indisciplina; había sido capaz de meter en cintura a tropas amotinadas o a legiones rebeldes, pero para solucionar aquellos problemas bastaba la mano dura, blandir una espada, castigar a unos centenares o ejecutar a tantos hombres como fuera necesario hasta que el orden se restableciera. Luego había que predicar con el ejemplo y ser uno mismo el más disciplinado de todos, pero ¿cómo conseguir que aquella niña dejara de rebelarse una y otra vez? Era su hija, por todos los dioses, no podía matarla y su madre ya predicaba con el perfecto ejemplo de una magnífica matrona romana, igual que su hermana mayor. ¿Por qué la pequeña Cornelia tenía que ser tan difícil en todo, siempre?

—Debería mandar azotarte —dijo Publio al fin con severidad. Emilia le lanzó entonces una mirada en la que la muchacha vio tanta fuerza como en los ojos iracundos de su padre; Publio debió sentir esa mirada de su esposa incluso sin girar un ápice su cuello—. Sí, debería mandar azotarte aunque tu madre se oponga; quizá el dolor y la sangre te hicieran comprender lo que ni las palabras ni el ejemplo consiguen. —Y se levantó lanzando contra la pared la tablilla que se hizo añicos—. Escribir a uno de los mayores enemigos de la familia y en secreto es traición, niña.

Para sorpresa de Publio, y también de Emilia, que levantó la mano para detener a su hija, la pequeña Cornelia no se arredró y respondió a la arenga de su padre con un torrente de palabras que dejó estupefactos a ambos progenitores.

—Escribo en secreto porque no se me permite comunicar con ese hombre de otra forma; escribí porque ese hombre que tanto odias, y no digo que sin razón, en un momento concreto ha prestado un servicio a esta familia salvándome la vida quizá, y no hay ni una sola línea de esa carta donde no deje de decir cuánto admiro a mi padre, cuánto le respeto y cuánto pienso siempre seguir admirándole y respetándole incluso si se muestra injusto e intolerante y tan obcecado que es incapaz de distinguir cuando alguien ha hecho algo bueno para nosotros, más allá de que ese alguien sea la misma persona que en el pasado y en el presente y quizá en el futuro siga actuando contra nosotros. Yo sólo actúo siguiendo el ejemplo de mi padre, el mismo padre que en el pasado negoció con enemigos de toda clase y condición para conseguir pactos positivos para Roma, incluso si entre esos enemigos estaban hombres que quizá hubieran participado en la muerte de mi abuelo y de mi tío abuelo.

Publio quedó perplejo. La alusión a sus negociaciones en Hispania con iberos que con toda seguridad participarían en la muerte en el pasado de su padre y su tío le pilló por sorpresa. Se quedó mudo y se sentó. Pero tanto Cornelia como Emilia sintieron aún más miedo de aquel silencio. Fue Emilia la que decidió intervenir en busca de una solución.

—Cornelia, aunque Sempronio Graco te haya defendido en el foro Boario no puedes escribirle ni contactar con él. Eres una Escipión, una scipio, y ya sabes lo que eso significa entre nosotros, los más jóvenes sois el scipio, el bastón sobre el que los mayores nos apoyamos. Si ese bastón se quiebra o trata con enemigos a espaldas de los mayores toda la familia se pone en peligro. Es esencial la sinceridad absoluta entre los miembros de la familia, pero lo importante ahora es que un esclavo nos ha entregado esa carta antes de que salga de aquí y no se ha hecho mal alguno a la familia, pero tienes que jurar por todos los dioses que no volverás a actuar de esta manera.

Publio permanecía callado. Cornelia le miraba y respondió a su madre sin dejar de mirar fijamente a su padre.

—Entiendo perfectamente lo que me dices, madre, y como tan importante es la sinceridad voy a ser sincera: si sólo tenéis una carta, eso es que la otra carta que envié sí le ha llegado, pues ya imaginé que alguien me traicionaría, pero me alegro de que al final haya llegado una de las dos cartas a su destino porque es de justicia reconocer el servicio prestado, pero también lamento que haya llegado porque os sentís heridos sin causa ni motivo. Y ahora me voy a mi cuarto, de donde supongo que mi padre no me dejará salir en semanas o meses o años, donde esperaré a que me azoten o que me dejen morir de hambre o lo que a bien tenga disponer el pater familias de los Escipiones.

Y se dio la vuelta y se marchó. Emilia se levantó para detenerla, pero su esposo la detuvo cogiéndola de la muñeca. Emilia se sentó y miró a su esposo, que tenía los ojos hundidos en el suelo.

—Nació del revés. Eso fue un mal presagio —dijo Publio al fin. Emilia no estaba dispuesta a admitir esa interpretación. No estaba dispuesta a admitir nunca nada contra sus hijos, incluso de su propio padre.

—Eso no es justo, Publio. Hasta tu madre rechazó las insinuaciones que sobre ese asunto hizo la matrona que me asistió en el parto. ¿Acaso sabes más que tu madre sobre partos?

Publio calló unos instantes y negó despacio con la cabeza.

—De acuerdo con eso, pero es una lástima que tanta fuerza se pierda en el cuerpo de una mujer. —Publio hablaba como si hablara para sí mismo, como si estuviera solo—. Ojalá su hermano tuviera la mitad de vitalidad y determinación que esa niña. ¡Qué lástima que Cornelia sea una mujer! Ella debería haber sido Publio, ella debería haber sido un niño.

Emilia sintió las palabras de su marido. Le dolía que menospreciara tanto a Cornelia sólo por el hecho de ser rebelde y ser mujer, algo que le habría perdonado si la muchacha fuera un varón, pero, por otra parte, se quedó más sosegada de que Publio, pese a saber que la carta finalmente había llegado a su destino, no pasara a mayores y dejara correr aquel espinoso asunto sin mencionar más castigos que ella no estaba dispuesta a aceptar; pero también le dolía que despreciara a Publio hijo por el hecho de que éste no se mostrara tan osado como su hermana pequeña. Emilia percibió entonces una sombra tras ellos, y vio como la cortina del tablinium se movía. La intuición de madre hizo que dejara aquel detalle en secreto.

Publio hijo se separó de la cortina del tablinium, pero una esquina de la toga parecía haberse enganchado y tuvo que tirar de ella para poder zafarse de la tela que separaba la estancia en la que se encontraba del atrium. Una vez libre, se escabulló por la puerta trasera y desapareció. Consigo se llevó el desprecio de su padre.

La joven Cornelia lloró desconsoladamente durante horas en la soledad de su habitación. Nadie fue a verla ni a llevarle comida en el resto de la tarde o de la noche. Al día siguiente entró su madre con una bandeja con fruta. Ella no tenía hambre.

—Tu padre y tu tío y tu hermano van a salir para Asia esta misma tarde. ¿Quieres hablar con alguno de ellos? —le preguntó su madre con dulzura.

Cornelia negó con la cabeza.

Emilia suspiró.

—Lo que has hecho está mal —continuó ella ante el silencio de su hija—, pero tu padre al final ha decidido no castigarte más allá de recluirte unos días en la habitación. Luego quedas bajo mi tutela. Por favor, no me des motivos para castigarte más —dijo, y se levantó, pero cuando iba a salir se detuvo un instante y se volvió hacia Cornelia, que permanecía inmóvil, sentada en el borde de su cama, sin tocar la bandeja de comida—. De todas formas no creo que puedas volver a repetir tu rebelión, al menos en bastante tiempo, pues el Senado ha aprobado que Tiberio Sempronio Graco, junto con otros senadores, se incorpore a la campaña de Asia como tribuno de una legión. No sabía si decírtelo o no, pero creo que será mejor así. De esa forma no andarás intentando ver cómo comunicar con él. No estará aquí en mucho tiempo. Quizá le olvides y vuelva todo a su curso normal, Cornelia. Ahora, por favor, come algo. —Y se retiró cerrando la puerta despacio.

La joven Cornelia se quedó aún más quieta de lo que estaba antes. Graco iba a Asia bajo el mando de las legiones que comandaban su tío y su padre. Parpadeó varias veces mientras su mente pensaba a toda velocidad. Dio un salto y se sentó frente a la pequeña mesa que había en su cuarto. Le habían quitado todas las tablillas para escribir, pero tenía otras opciones. Abrió un joyero pequeño que poseía hacía tiempo, extrajo todas las joyas, descubrió entonces el doble fondo y sacó de él unas schedae. Mientras hacía todo eso su mente cambió de opinión. Había pensado volver a escribir a Graco para advertirle que la ira de su padre contra él aún sería más grande de lo que imaginaba después del episodio de la carta, pero por eso mismo lo pensó mejor y se dio cuenta que aquello, si volvía a descubrirse, tampoco ayudaría nada a Graco, así que, rápidamente, cambió el destinatario de su mensaje.

Querido padre:

No he querido nunca ofenderte y sólo deseo que los dioses te protejan a ti, a mi tío y a mi hermano en la campaña que emprendes hoy mismo, y rogaré a los dioses Lares[*] y Penates[*] cada día por vosotros. Imploraré a la diosa Fortuna que os sea propicia a ti y a mi querido tío Lucio y rezaré a Marte para que os dé fuerzas en esta guerra. Prometo comportarme con discreción y no dar motivo para que puedas volver a sentirte decepcionado por mis acciones. Sólo te transmito un ruego que pienso que es justo: no añadas más odio hacia Tiberio Sempronio Graco del que ya tienes. No sería justo que porque yo haya hecho algo que te parece impropio de una hija tuya, castigues con más desprecio y más odio a quien ya detestas. Ruego a los dioses para que volváis todos y ruego por que tras la guerra encontremos la forma de no odiarnos tanto entre los romanos.

Tu hija que te quiere y te adora siempre,

Cornelia menor

Nada más terminó de escribir la carta, la dobló y la depositó con cuidado sobre la mesa. A continuación, Cornelia menor se asomó por la puerta y llamó a una esclava. Ésta se acercó y la joven le susurró unas palabras para, de inmediato, volver a encerrarse en su cuarto. A los pocos minutos su hermano entró en la habitación.

—Una esclava ha dicho que querías verme.

—Sí, hermano, sí —dijo ella levantándose y acercándose para hablar en voz baja—. Lo primero es desearte que los dioses te protejan y rogarte que, por lo que más quieras, no hagas ninguna tontería, hermano.

Publio hijo sonrió. Le conmovió la preocupación de su hermana. Aunque su padre la apreciara más, no sentía envidia contra ella. Era difícil siendo hombre sentir algo malo contra Cornelia menor. En eso su padre estaba completamente solo.

—No te preocupes; sabré cuidarme y volveré para volver a ver a la hermana más guapa del mundo.

Cornelia sonrió a su vez y miró al suelo, pero pronto recordó que había algo más.

—Y, por favor, te lo ruego, entrega esta carta a padre y, por favor, asegúrate de que la lee.

El joven Publio tomó la carta con cuidado.

—No te preocupes. La leerá.

Cornelia sonrió agradecida, se acercó y le dio un beso suave en la mejilla. Su hermano la miró con afecto y desapareció por la puerta seguro de que, muy probablemente, ésa sería la última vez que viera a su hermana. Su padre estaba convencido de que era un cobarde, pero él estaba dispuesto a demostrar en la campaña de Asia que eso no era así. Y no le importaba perder la vida en aquel intento. No, no le importaba.