Una tarde en Éfeso
Éfeso, Asia Menor, 192 a. C.
La embajada romana llegó a Éfeso desde Pérgamo con todos sus integrantes cubiertos por el polvo de los caminos de Asia Menor. En Éfeso debía de estar esperándoles el rey Antíoco para negociar sobre la situación de Pérgamo, Rodas y otros reinos que habían recurrido a Roma en busca de ayuda ante las irrefrenables ansias de expansión del rey de Siria. Sulpicio Galba, por orden del Senado, encabezaba la embajada, pese a su menor experiencia con respecto a Escipión, pero Catón maniobró con habilidad en el Senado, una vez más, para evitar que Publio consiguiera el mando de aquella misión. Para ello, Catón supo explotar el resentimiento de los senadores más conservadores hacia Escipión, al presentarlo como excelente militar pero mal negociador, por no destruir Cartago tras su victoria de Zama, como muchos romanos hubieran deseado, por pura venganza hacia Aníbal y hacia todo lo que fuera cartaginés, y también por la incapacidad de Escipión, así lo definió Catón, para poner coto a los ataques indiscriminados del rey númida Masinisa contra territorios que no le pertenecían. Catón sabía que no podía criticar la estrategia militar de Escipión, que tantas victorias había dado al Estado, pero sabía también explotar los anhelos por destruir Cartago que muchos senadores y ciudadanos de Roma tenían y que el propio Escipión no había satisfecho pese a sus victorias, de la misma forma que sabía engrandecer la supuesta debilidad de Escipión como negociador.
Así, Sulpicio Galba se encontró al mando de una misión que le venía grande, en tierra extranjera donde ser senador de Roma no era gran cosa, algo que Galba no podía entender.
—Somos la embajada de Roma —dijo en un mal pronunciado griego un, pese a todo, decidido Sulpicio Galba a los guardias de la puerta norte del recinto amurallado de Éfeso—. Venimos desde Pérgamo para entrevistarnos con el rey Antíoco.
Los guardias asintieron con cara desconfiada y, con una parsimonia que enervó a Sulpicio Galba, dieron media vuelta y llamaron a un oficial superior. Apareció entonces un guerrero sirio, con barba, un veterano que con restos de pollo entre los dientes respondió a Galba.
—El rey no está en Éfeso. Tendréis que esperar.
Sulpicio miró al resto de los miembros de la embajada. Publio Vilio Tápulo y Publio Aelio Peto no supieron qué decir. Cayo Lelio, a quien Escipión había conseguido incorporar a la embajada, miró al propio Publio y, por fin, el mismo Sulpicio Galba miró al experimentado general de Roma. Tras ellos estaban los doscientos jinetes de caballería que les escoltaban. Publio Cornelio Escipión, por su parte, miró hacia lo alto de las murallas. Decenas de arqueros se estaban apostando por todo el entorno de la puerta norte. Eran desconfiados los habitantes de Éfeso. Había que manejarse con tiento. Ante el silencio y la inactividad de Sulpicio Galba, Publio desmontó de su caballo dejando las riendas del mismo a Lelio. Escipión dio varios pasos hasta quedar frente al oficial sirio que les negaba el acceso a la ciudad.
—Hemos cabalgado varios días para llegar aquí —empezó Escipión—. Somos embajadores del Senado de Roma y tu rey nos ha citado en esta ciudad. ¿Crees que al rey le gustará saber que nos has mantenido fuera de sus murallas y que nos has negado la hospitalidad debida a un grupo de embajadores? ¿Crees que eso satisfará a tu rey, oficial? —El griego de Publio era mucho más fluido y elegante que el de Sulpicio y generó más respeto no sólo entre el oficial sirio, sino también entre los guerreros griegos que se encontraban inmersos entre las tropas de defensa de Éfeso. El oficial miró hacia atrás y Publio observó cómo varios griegos que parecían también ser oficiales se miraban entre sí y dudaban sobre cómo actuar. Ya había conseguido algo, pero si quería descansar bajo techo aquella noche, necesitaría algo más. Publio inspiró y exhaló aire con profundidad antes de añadir una frase más.
—Mi nombre es Publio Cornelio Escipión y solicito acceso a la ciudad.
El oficial sirio, de pronto, dejó de masticar y tragó el último bocado de comida que se había traído consigo en la boca. Se pasó el dorso de su mano derecha por la barbilla intentando limpiarse las babas que salpicaban su piel. Todo el mundo en Éfeso y en toda Asia Menor sabía que un general romano había derrotado al mítico general cartaginés llamado Aníbal y todos los militares de aquellas ciudades sabían que su nombre era Escipión, pero nadie de entre todos aquellos guardias y oficiales lo había visto cara a cara. El oficial sirio se puso firme y, manteniendo su dignidad más allá de las manchas de salsa de pollo que salpicaban su uniforme, decidió conceder algo a aquel extraño romano que tan orgulloso se mostraba ante todos.
—Tú y el resto de embajadores podéis pasar y descansar en la ciudad, pero la caballería tendrá que permanecer fuera —respondió el oficial sirio.
—Eso es inadmisible —apostilló un irritado Sulpicio Galba desde lo alto de su caballo, un animal que relinchó como si quisiera subrayar la indignación de su amo.
Escipión se volvió hacia Sulpicio y le lanzó una mirada gélida. Éste calló. Publio se volvió de nuevo para encarar al oficial sirio.
—Cincuenta jinetes nos acompañarán al interior de la ciudad, como nuestra guardia personal, el resto permanecerá fuera.
—Veinticinco —replicó el oficial sirio, pero Escipión ya no estaba allí para escucharle, sino que se había acercado a Lelio, a quien le transmitió las órdenes para que seleccionaran a los mejores hombres, esto es, a los hombres de Lelio, Escipión y Aelio, amigo de los Escipiones. Galba y Vilio Tápulo parecían bloqueados y ni confirmaban ni se interponían en las decisiones de Publio.
Una vez que Lelio hubo seleccionado el medio centenar de jinetes, Escipión volvió a montar sobre su caballo. Fue entonces cuando le interpeló Galba en latín, en voz baja y tomándole por el brazo, ambos montados sobre sus respectivos caballos.
—Nosotros no vamos a entrar. Debemos esperar fuera todos.
Publio le miró de arriba abajo antes de responder.
—Haced lo que queráis, tú y Tápulo, pero Lelio y Aelio y nuestros hombres se vienen conmigo. Por todos los dioses, no tengo autoridad para ordenarte nada ni a ti ni a los otros, pero yo estoy cansado de cabalgar, estoy cubierto de polvo y pienso dormir a cubierto y darme un buen baño antes del anochecer y, además —y miró al cielo—, va a llover. —Y con esas palabras Publio se despidió del resto de los senadores y, acompañado por Lelio, Aelio y cincuenta jinetes, se dirigió hacia la puerta norte de la ciudad. Allí Escipión se encontró de nuevo con el oficial sirio que se interponía en su camino. Publio suspiró. Estaba claro que aquella tarde iba a ser difícil darse un baño.
—Veinticinco jinetes —insistió el oficial sirio.
Publio se acercó despacio montado sobre los lomos de su caballo hasta quedar a la altura del oficial seléucida. Se agachó y casi al oído le musitó una sola palabra.
—Cincuenta. —Y azuzó su montura y tras él Lelio, Aelio y el resto del medio centenar de caballeros de Roma iniciaron un decidido trote hacia la puerta norte de Éfeso. El oficial sirio se hizo a un lado maldiciéndolos a todos pero sin dar orden alguna de ataque a los arqueros de las murallas o de que se cerraran las puertas. Si al final el rey quería hablar con aquellos hombres y él los había matado no tardaría mucho él mismo en correr la misma suerte.
Los efesios se agolparon a ambos lados de la amplia avenida que ascendía desde la puerta norte de la ciudad hacia el corazón del foro. La llegada de los embajadores romanos había despertado curiosidad e interés. Además, la próxima llegada del rey Antíoco había llenado las posadas de la ciudad de visitantes de toda la región y de comerciantes ávidos por exponer sus mercancías en cualquier lugar y hacer en pocos días el negocio que normalmente les llevaba varios meses. Éfeso bullía y Publio y Lelio se percataron de inmediato de la enorme expectación que su visita había levantado en toda la ciudad.
—No tendremos problemas —dijo en voz baja Publio a Lelio mientras cabalgaban al paso seguidos por su medio centenar de jinetes—. Esta gente está expectante, pero no hay odio en sus miradas. Sólo quieren saber si Roma llegará a un pacto con Antíoco. Míralos bien: son comerciantes. En la paz fluyen mejor las mercancías que en la guerra. Quieren que se llegue a un pacto.
Lelio asintió impresionado por el gentío que se aglomeraba a su alrededor. Las palabras de Publio, que tan bien sabía evaluar las situaciones en lugares extraños y extranjeros, le tranquilizaron algo, pero no del todo. Publio insistió.
—Cuando nos demos un buen baño y nos relajemos verás las cosas con más sosiego, Lelio.
—Sí, un baño nos vendrá bien.
—Éfeso es famosa por muchas cosas, Lelio, por su enorme teatro, por sus templos, por ser la ciudad donde nació Heráclito, el gran filósofo… —Publio observó que Lelio parecía no escucharle y que seguía mirando nervioso a un lado y a otro, así que omitió citar la famosa frase del gran pensador efesio «ποταμοïç τοïç αúτοïç εμβαίνομεν τε καï οúκ εμβαίνομεν, εïμεν τε καï οúκ εïμεν τε»[10], pero Lelio no estaba interesado en todo eso—. Y también es famosa Éfeso por sus baños, especialmente por los que se levantan junto a su puerto. Hacia allí nos dirigiremos, Lelio —concluyó Publio levantando algo la voz para recuperar la atención de su fiel tribuno—. Estaría bien tener en Roma algún día baños como los que vamos a ver.
—Sí, en los baños estaremos mejor —aceptó Lelio, pero porque pensaba que en un lugar cerrado, con varias decenas de jinetes leales apostados en la puerta, tanto él como, sobre todo, lo que más le preocupaba siempre, el propio Publio, estarían más seguros.
Casi sin darse cuenta, absortos por la conversación y por la visión de toda aquella multitud que buscaba ver con sus propios ojos al general romano que había derrotado a Aníbal, llegaron al teatro de Éfeso. Allí, inmenso, levantado en tres gigantescos pisos, con capacidad para más de veinte mil espectadores, se erigía el monumental teatro de Éfeso. Lelio se quedó admirado y Publio, como siempre que visitaba teatros griegos, como le ocurrió con Siracusa, lo apreciaba en todo su esplendor con asombro salpicado de una pizca de envidia. Lo de los baños ya no importaba tanto en su mente. ¿Cuándo levantaría Roma un teatro semejante? ¿Cuándo dejarían de representar las obras de Plauto o Livio, Nevio o tantos otros en aquellos improvisados entramados de madera que construían año tras año en el foro del centro de Roma? Con teatros así, donde la acústica es perfecta, ya no sería tan esencial estar sentado en las primeras filas para entender a los actores. Ni siquiera haría falta una ley como la que le dio tantos problemas en su segundo consulado, pero en el foro de Roma la voz se perdía. Era una lástima.
Publio hizo girar su montura hacia el oeste. Había estudiado los planos de Éfeso durante el trayecto desde Pérgamo y Lelio siempre respetaba su agudo sentido de la orientación.
—El puerto debe de estar en esa dirección —dijo Publio, y tras pronunciar aquellas palabras, se dibujó ante ellos la bahía de Éfeso con su rico puerto comercial y varios edificios construidos junto a los muelles—. Queda por adivinar cuál de todos estos edificios son los baños públicos.
Lelio señaló entonces una gran edificación separada del resto, de grandes dimensiones, custodiada por varias decenas de guerreros, soldados que, a medida que se acercaban, tanto Publio como Lelio comprendieron que por sus uniformes no eran ni sirios ni griegos. Llevaban una mezcla de armas iberas y africanas, junto con cotas de malla de diversa procedencia, algunas romanas, otras de origen desconocido para los soldados de la embajada de Roma; varios lucían corazas de bronce repujado y otros portaban escudos ligeros propios de Libia. Eran cartagineses.
—¿Cartagineses en Éfeso? —preguntó Lelio algo incrédulo—. Sólo puede ser… —Pero se detuvo sin pronunciar el nombre.
—Sólo puede ser Aníbal —apostilló Publio con determinación—. El nuevo consejero del rey Antíoco.
—Su presencia aquí no es un buen augurio para las conversaciones con Antíoco —añadió Lelio.
Publio respondió sin negar ni conceder.
—Primero debemos confirmar que se trata en efecto de Aníbal.
Se acercaron cabalgando al paso, cautelosos. Los soldados cartagineses, en principio, parecían pocos, una docena, pero de pronto salieron dos decenas más del interior de los baños y una veintena más de detrás del edificio. Las fuerzas estaban igualadas, pero un enfrentamiento era lo último que deseaba Publio. Aquello sería funesto para los fines negociadores de la embajada, incluso si se trataba de reavivar una vieja contienda con los cartagineses, algo que entendería el Senado. Estaba además el hecho de que los soldados seléucidas que controlaban las murallas de la ciudad ya no les dejarían salir con vida si se enfrentaban con los cartagineses.
Al llegar a la puerta principal de los baños, encarando varias decenas de soldados cartagineses, Publio observó la llegada de un oficial púnico veterano, con barba, adusto, serio, fornido y con mirada penetrante que salía del edificio y que el general romano no tardó en identificar.
—Es Maharbal —musitó Publio al oído de Lelio.
—El segundo de Aníbal —confirmó Lelio—. Ahora estamos seguros de que está aquí.
Publio asintió mientras desmontaban de sus caballos. El resto de jinetes, no obstante, al no recibir la orden expresa de su general, permanecieron sobre sus monturas. A caballo tenían ventaja para moverse en caso de combate. Maharbal pasó entre sus hombres y se situó frente a Escipión e inició la conversación, como era habitual, en griego.
—Te saludo, Publio Cornelio Escipión, embajador de Roma en Asia.
—Te saludo, Maharbal, jefe de la caballería cartaginesa.
Los dos guardaron unos segundos de silencio. Publio retomó la conversación.
—Sólo buscamos un lugar donde bañarnos y pasar la noche. El viaje desde Pérgamo ha sido largo y llevamos el polvo del camino pegado a nuestra piel.
—Los baños permanecen cerrados mientras Aníbal esté dentro —respondió Maharbal, celoso de proteger a su general en jefe de la misma forma en que Lelio lo hacía con Publio, pero, ante la mirada fija y tenaz de Escipión, que permanecía inmóvil, como si la presencia de Aníbal en el interior no fuera motivo suficiente para retenerle fuera de los baños, el oficial púnico añadió al fin unas palabras más a modo de excusa—. Es una cuestión de seguridad. No nos fiamos de nadie en estos tiempos.
—Lo entiendo —respondió en tono cordial Publio—. Sin embargo, estoy cansado, necesito un baño y ya he discutido con el oficial sirio al mando de las murallas, ¿podrías, al menos, preguntarle a Aníbal si tiene inconveniente él en compartir el agua de estos baños con un general de Roma?
Maharbal inspiró un par de veces. Miró hacia el interior y de nuevo a Publio. El oficial comprendió que el general no se marcharía hasta que al menos recibiese respuesta del propio Aníbal.
—Espera aquí —dijo al fin Maharbal y, cruzando de nuevo entre sus guerreros, desapareció tras la gran puerta de los baños del puerto de Éfeso.
Mientras aguardaban, Publio se separó de los guardias cartagineses y Lelio le acompañó. Una vez distanciados de los soldados púnicos, Publio, de nuevo en latín, reiteró a Lelio una de las dudas que le había comentado ya en más de una ocasión durante el viaje desde Pérgamo.
—Esta reunión con Antíoco debería haber sido en Apamea, el Senado debería haber insistido en que fuera allí. Es en esa ciudad donde Antíoco reúne el grueso de sus tropas. Podríamos haber evaluado mejor las fuerzas reales con las que cuenta, el tipo de tropas y equipamiento del que dispone y podríamos haber visto las gigantescas cuadras de elefantes de las que todos hablan e, incluso, algunos de los míticos catafractos. Aquí, en Éfeso, veo pocos soldados. No sacaremos mucho de esta embajada en esta ciudad, más allá de reencontrarnos con el eterno enemigo de Roma.
—Quizá hablando con Aníbal… —empezó a sugerir Lelio, pero calló al ver que Publio sacudía la cabeza.
—Incluso si conseguimos hablar con Aníbal… Aníbal es demasiado inteligente para que le sonsaquemos nada que merezca la pena. Hablar con él puede ser interesante, pero no para conseguir el objetivo de saber hasta qué punto está el rey Antíoco dispuesto a combatir contra Roma…
Pero Publio detuvo sus comentarios. Maharbal había reaparecido en la puerta. Desde lo alto de las escaleras que daban acceso al edificio, el veterano oficial cartaginés se dirigió a ellos.
—Podéis pasar: tú, Cayo Lelio, y media docena de tus hombres. —Y Maharbal se hizo a un lado como invitándoles a subir las escaleras y entrar en los baños. Publio asintió. Miró a Lelio y éste, cabeceando afirmativamente, se volvió hacia los jinetes romanos. Señaló a seis y éstos desmontaron y, armados con sus gladios enfundados en la cintura, se dispusieron a seguir al embajador romano y al experimentado oficial Lelio. Nadie había hablado de desarmarse, así que ninguno dejó sus espadas de lado al entrar en el recinto de los baños, pero Publio observó que tras ellos entraba una docena de los hombres de Aníbal. Por un segundo dudó en seguir adelante, pero al apretar los puños cerrados de sus manos, sintió el anillo que llevaba y le hizo recordar el anillo consular de su suegro fallecido en Cannae: el anillo de Emilio Paulo, un anillo que Aníbal llevara en su mano tras recogerlo el general cartaginés del cadáver del cónsul caído en combate, un anillo que tras Zama, el propio Maharbal entregó a Publio, tal y como Aníbal había dicho antes de la batalla: «si quieres recuperar el anillo que dices que te pertenece sólo tienes que derrotar a mi ejército»; eso ocurrió y Aníbal cumplió su promesa y él, Publio, a su vez, lo devolvió a la familia de su esposa. No tenía sentido que un hombre con ese grado de honor, con esa estima personal en cumplir lo pactado, preparase una encerrona mortal a unos embajadores. Una emboscada a un cónsul en una acción de guerra, eso sí, eso sí lo practicó Aníbal, como la que hizo a los cónsules Marcelo y Crispino en Venusia, pero no una traición a una embajada. Ése no era su estilo. Publio ahogó sus dudas en el océano de su mente y avanzó con decisión hacia el interior del edificio. De tan concentrado como caminaba, apenas se percató de que los baños no estaban tan vacíos como uno hubiera imaginado al haberse topado con la guardia de Aníbal rodeando el recinto. En los vestuarios se cruzaron con varios hombres que se vestían tras haber disfrutado de una tarde en las termas de la ciudad. Eran prohombres de Éfeso, grandes comerciantes, propietarios de grandes fortunas con los que Aníbal no quería enemistarse. Publio comprendió, una vez que su atención volvió a dedicarse a la observación de su entorno, que la guardia de Aníbal estaba filtrando los hombres que entraban a los baños, pero que no había cerrado el acceso a los mismos por completo. Por eso la ciudad respiraba un ambiente tranquilo. Ni los hombres de Aníbal ni las tropas seléucidas se imponían sobre las autoridades civiles de la ciudad. Se limitaban a esperar la llegada del rey de todos ellos, de los efesios, de los mercenarios africanos y de las tropas sirias.
Tras pasar por los vestuarios, en donde Publio no se detuvo pues aún no tenía decidido si al final se bañaría o no en medio de tropas enemigas, superiores en número en el corazón de una ciudad extranjera a miles de millas de Roma, siguieron andando y encontraron una serie de habitaciones de tamaño medio con pequeñas piscinas de agua en donde se veía a algunos hombres desnudos, entrando y saliendo del líquido transparente o relajándose en medio del agua. Luego vino un pasillo no muy ancho, donde la luz del exterior apenas llegaba, por lo que los efesios habían instalado un par de lámparas de aceite que ardían casi permanentemente. Entre las sombras, Publio sintió como Lelio y el resto de caballeros romanos se apelotonaban entre sí, buscando en el grupo cerrado una seguridad en la que tranquilizarse. A sus espaldas se oía el estruendo de las sandalias de Maharbal y los guerreros de Aníbal caminando sobre el suelo de piedra de aquel pasillo central del edificio hasta que su sonido acompasado retumbaba en los recovecos de las esquinas oscuras.
De pronto se hizo la luz. Al final de aquel pasadizo se abrió ante los perplejos ojos de los romanos una inmensa estancia mayor que todas las anteriores, con techos altos y ventanas grandes por donde los rayos del sol de la tarde se arrastraban iluminando una amplia piscina central y a todos los que allí se encontraban: una docena de hombres divididos en dos grupos, desnudos todos, en las esquinas de la piscina más próxima al punto por donde entraban los romanos. Había otros hombres, con toallas sobre la piel, fuera ya del agua, pero también en el lado próximo a la entrada del pasadizo, y, al fondo de la piscina, un solo hombre, completamente hundido en el agua excepto por sus brazos que extendía como alas desplegadas, sobre la piedra del borde de la piscina, y su cabeza erguida, con piel tostada por el sol de África, con un rostro relajado pero serio, con la barba larga y un parche sobre el ojo izquierdo ocultando la pérdida de vista del mismo; y, tras este hombre, una docena de soldados cartagineses, en pie, firmes, vigilantes, armados con espadas enfundadas, pero prestas a ser usadas sin dilación si era preciso, y lanzas en sus manos derechas. Publio reconoció a Aníbal al instante. De hecho, el general romano era el único romano que había sobrevivido a dos encuentros con el enemigo más temible de Roma: primero la conversación que mantuvieron antes de la batalla de Zama y luego el combate a muerte que sostuvieron en medio de aquella brutal batalla campal. Ahora, una vez más, se volvían a encontrar. La primera vez hablaron como generales antes de una batalla, la segunda lucharon buscando atravesar con sus espadas al contrario. ¿Cómo transcurriría este nuevo encuentro?
Los romanos entraron en la gran sala central de los baños del puerto de Éfeso seguidos de cerca por los soldados cartagineses dirigidos por Maharbal. Publio caminó despacio hasta situarse a pocos pasos de Aníbal. Un murmullo creciente emergía de cada esquina. Los ciudadanos poderosos de Éfeso, que se encontraban en aquellos momentos en los grandes baños, aparecieron por todos los pasadizos que daban acceso a la gran sala central. Todos compartían la misma curiosidad por ver con sus propios ojos, cara a cara, a los dos mayores generales de aquel tiempo, para algunos, los mejores generales de toda la historia, para otros grandes generales, sí, pero siempre después del gran Alejandro.
Publio, detenido frente a Aníbal, era consciente de la expectación creada alrededor de ambos, pero desde hacía tiempo estaba acostumbrado a generar expectación en su entorno. Lo que era nuevo, era el hecho de compartir aquel acontecimiento con otro personaje a su mismo nivel. Aníbal Barca fue el primero en hablar. La lengua elegida, como era habitual, fue el griego.
—Te saludo, Publio Cornelio Escipión. Nos volvemos a encontrar, y por tu aspecto te veo en la imperiosa necesidad de disfrutar de un buen baño.
—Te saludo, Aníbal Barca. El mundo parece no ser tan grande cuando se trata de que tú y yo nos encontremos —comenzó a responder el general romano haciendo alusión a sus diferentes encuentros militares en Tesino, Trebia, Cannae, Locri o Zama—. Y sí, en efecto, llevamos a nuestras espaldas gran parte del polvo que separa Pérgamo de Éfeso. Un baño nos vendría bien.
Aníbal sonrió satisfecho por el tono de la respuesta. Respetuoso, pero relajado.
—Aquí hay suficiente agua para todos —añadió el general cartaginés—, siempre y cuando a un embajador romano no le importe compartirla con el temido y salvaje Aníbal Barca —apostilló levantando su mano derecha con la palma hacia arriba a modo de invitación a entrar en la piscina.
Publio miró a su alrededor. Un centenar de ciudadanos de Éfeso, unos treinta guerreros cartagineses, su media docena de caballeros romanos, Maharbal y Lelio y varias decenas de esclavos de los ciudadanos efesios, se arremolinaban alrededor de la piscina central de los grandes baños. Todos asistían absortos al encuentro de aquellos dos estrategas, de aquellos dos generales, de aquellas dos leyendas. Al fin, el embajador romano se retiró su pesada capa que lucía a modo de paludamentum, pero gris, nunca púrpura, que estaba sólo reservado para los magistrados o promagistrados consulares en ejercicio y, con la ayuda de dos de los caballeros romanos que respondieron rápidos a una mirada de Lelio, se empezó a retirar la coraza del pecho, las grebas de las piernas, la espada de la cintura y el resto de complementos de su atuendo hasta quedar completamente desnudo a los ojos de todos, mientras respondía al general cartaginés que le miraba intrigado por aquella inesperada visita.
—Es muy posible que no encuentres muchos romanos dispuestos a compartir el baño con un cartaginés y mucho menos con Aníbal, pero creo que yo soy una excepción. —Y continuaba mientras se desprendía de la ropa interior—. Yo no tengo inconveniente en sumergirme en la misma agua en la que Aníbal Barca se baña, siempre y cuando se me asegure mi vida y la de mis hombres, que no tienen culpa de mis ansias por deshacerme de todo este polvo.
—Vuestras vidas están aseguradas, por Baal y todos mis dioses —confirmó Aníbal.
Publio asintió y, desnudo, se sentó en el borde de la piscina, próximo a la esquina, quedando ambos generales reposando sus cuerpos uno mirando hacia el oriente, Aníbal, y el otro encarando el norte, Publio, sentados cada uno en un lado de un ángulo de noventa grados. El romano comprobó que el agua estaba tibia, ni fría ni muy caliente. Al sentarse, sin nada que le cubriera, quedó a la vista de todos una larga cicatriz que recorría su muslo izquierdo, un recuerdo que Aníbal le dejara al rasgarle la piel con su espada púnica en medio de la batalla de Zama. El general cartaginés la contempló con aprecio pero sin decir nada. Publio se sumergió de golpe en la piscina, por completo, hundiendo un segundo todo su cuerpo incluida la cabeza, para, al instante, emerger, sacudirse el agua del pelo con las manos y reposar su espalda en la pared de la piscina de modo similar al de su interlocutor.
—Ya que te veo complaciente —dijo Publio retomando la conversación brevemente interrumpida por su chapuzón—, ¿sería posible que se dispusiera un lugar donde mis hombres pudieran pasar la noche y recibir algo de comida? He discutido con el oficial sirio al mando de la plaza y no creo que sea fácil negociar con él estas cosas. —Aníbal sonrió.
—No ha sido una medida inteligente discutir con el oficial sirio al mando de Éfeso.
—El orgullo, en ocasiones, me hace cometer pequeños errores —admitió Publio con una sinceridad sorprendente para el púnico. Aníbal, sin borrar su sonrisa, asintió mientras volvía a hablar.
—Yo me ocuparé de que tengáis un buen lugar donde descansar y de que se os traiga comida.
Publio cabeceó afirmativamente un par de veces a modo de reconocimiento. Entre sus pensamientos buscó algo con lo que poder corresponder con un halago a la hospitalidad del general cartaginés.
—Estuve en Cartago, no hace mucho, el año pasado y me sorprendió ver cómo se ha recuperado la ciudad después de la larga guerra, y me consta que gran parte de esa recuperación se debe a tu labor como sufete. Desconocía que además de general fueras un buen administrador.
Aníbal sonrió levemente.
—Administrar con justicia el dinero de otros es fácil si se quiere, lo difícil es administrar el dinero propio de forma apropiada.
Publio se quedó un instante ponderando el significado de aquellas palabras. El agua tibia estaba completamente en calma en toda la piscina. El resto de hombres que se hallaban en la piscina habían salido de ella, como buscando no interponerse entre los dos generales. Publio sentía las miradas de todos, efesios, griegos, sirios, cartagineses y romanos sobre ellos.
—Creo que no deberías haber abandonado Cartago —dijo Publio retomando la conversación—, y, en todo caso, una vez tomada esa decisión, venir a la corte de Antíoco es, para muchos en Roma, un acto hostil.
La sonrisa de Aníbal resplandeció ahora en todo su esplendor. En el tono de su respuesta no había desprecio hacia las consideraciones de su interlocutor, pero sí un profundo sarcasmo.
—¿Y seguiría libre si me hubiera quedado en Cartago? —Publio fue a responder, pero Aníbal levantó la mano y el general romano se contuvo—. No, no malinterpretes mis palabras. Me consta que tu familia no está detrás de la persecución que hay en Roma y en la propia Cartago contra mi persona, pero sé que si me hubiera quedado, al final mis enemigos me habrían traicionado y entregado a Roma cubierto de cadenas, y en el fondo tú sabes que lo que digo es cierto. —Publio guardó silencio. Aníbal prosiguió con sus explicaciones—. En cuanto a lo de venir a la corte de Antíoco… no quedan muchos reyes que no teman la larga mano de Roma. Aquí estoy seguro y aquí soy respetado. Ha sido una sabia elección.
A estas palabras siguió un silencio más largo que los anteriores. Había ya más de cien personas en la sala central de los baños de Éfeso, pero nadie se atrevía a abrir la boca. Incluso, aún sin saberlo, todos procuraban respirar sin que casi se notara. Nadie quería perderse una sola palabra de lo que aquellos hombres decían. La mayoría entendía bien el griego, excepto algunos comerciantes sirios y varios de los caballeros romanos, pero ninguno de ellos se atrevía a interrumpir el silencio establecido entre los dos generales con murmullos en los que se preguntara sobre el desarrollo de la conversación. Los que no entendían el griego se concentraban en examinar cada gesto, cada movimiento, cada mueca o sonrisa en la faz de los dos generales.
—Veo que no llevas el anillo que te devolví tras Zama —continuó Aníbal cambiando de tema.
—No, sólo llevo uno que me regaló mi esposa, el de Emilio Paulo se lo devolví a la familia de mi mujer, pero me gustó comprobar que eras hombre de palabra —dijo Publio mirándose la mano derecha y admirando el anillo de oro que le regalara Emilia al regreso de África. Miró entonces la mano derecha de Aníbal—. Sí, te agradezco el detalle de devolverme el anillo de mi suegro. La familia para mí es lo más importante: la esposa, los hijos, la familia política; creo que sólo un problema con un hijo o una hija puede preocuparme tanto como estar rodeado por un ejército superior en número. —Y sonrió levemente, pero rápido volvió hacia el tema de los anillos—. Tú, por tu parte, sigues empeñado en exhibir unos anillos que no te pertenecen. —Y señaló hacia la mano del general cartaginés en donde éste lucía aún los anillos consulares de Marcelo y Cayo Flaminio, caídos en Venusia y Trasimeno.
—Ya te dije una vez, y lo mantengo, embajador de Roma, que Roma sólo podrá recuperar estos anillos arrancándolos de mi cadáver. —Y el rostro de Aníbal se tornó serio, fiero, amenazador.
Publio mantuvo la serenidad sin bajar su determinación.
—Eso puede ocurrir.
Aníbal le miró con intensidad y, de pronto, relajó todos los músculos de su cara, echó la cabeza hacia atrás y emitió una sonora carcajada. A los pocos segundos, todos sus soldados le imitaron aunque no tenían claro por qué su general reía ante la amenaza del embajador romano.
—Eso, mi querido general de Roma, eso es muy, muy improbable —dijo Aníbal aún con una sonrisa, y luego, con el rostro nuevamente serio, añadió una grave sentencia—: Yo, si fuera tú, no haría la guerra contra Antíoco.
—Lo derrotaremos como hemos derrotado a los ligures, a los ilirios, a los iberos, a los macedonios y a vosotros mismos.
Aníbal miró hacia la bóveda de los baños levantando las cejas en señal de cierto hastío.
—El ejército de Antíoco no es uno cualquiera, Publio Cornelio Escipión. No tenéis ni idea de a lo que os enfrentáis. La falange macedonia de Filipo eran unidades en decadencia, nada que ver con los argiráspides de Antíoco. Y eso es sólo el principio.
—Aun así, ganaremos.
—Y están los elefantes. Sé que no te gustan los elefantes. Antíoco tiene muchos. Más de los que encontraste en Zama. —Publio tragó saliva.
—Nuestras legiones no retrocederán ante los elefantes de Antíoco como no lo hicimos ante los vuestros.
Aníbal le miró estudiando la decisión marcada en la faz de Escipión.
—No dudo —respondió— que si tú estás al mando de esas legiones en el día clave de esta nueva guerra que anticipas, tus legiones no retrocederán, pero falta que seas tú el general al mando; tú y yo sabemos lo complicado de la política y, en cualquier caso, incluso si llegas a estar al mando, esa nueva batalla nunca será como Zama. Tú sabes bien que en Zama fue la superioridad de vuestra caballería la que hizo que la victoria se decantara de vuestro lado, pero los catafractos, la caballería de Antíoco, son indestructibles. En Panion, el ejército seléucida pasó por encima del ejército egipcio y etolio. Lo masacraron casi por completo y eso que el general etolio al mando era el strategos Escopas, que no es un mal general. Consiguió salvarse y refugiarse en Sidón. Si alguna vez tienes ocasión, una charla con Escopas quizá consiga abrirte los ojos. He de admitir que en cierta medida lamentaría tener que retirar tu cadáver del campo de batalla, pero si así fuera, cogeré el anillo consular que luzcas en tu mano ese día y lo sumaré también a mi colección. —Y levantó su mano derecha y la exhibió ante todos los presentes. Muchos dieron un paso atrás, asustados, casi temiendo que el general cartaginés saliera de la piscina y los rajara con su espada. Pero Aníbal bajó al fin la mano y no pasó nada.
Publio se quedó mirándole, apretando los labios, sin decir nada. Habían pasado de hablar del posible cadáver de Aníbal a hablar de su propio cadáver en medio de un campo de batalla. Publio no sentía miedo, pero sabía que Aníbal no era un fanfarrón y las advertencias de aquel hombre no debían dejarse pasar por alto. Tomó nota de lo de la conversación con Escopas. Sin duda sería útil hablar con aquel strategos etolio si es que seguía con vida y daban con él algún día.
Fue Publio quien retomó la conversación.
—Has hablado de Escopas como un buen general y comparto tu criterio, pero a veces me pregunto, ¿quién considera Aníbal que ha sido el mejor general de todos los tiempos? —Nada más formular la pregunta, tanto Aníbal como Escipión se dieron cuenta de que todos los presentes daban un par de pasos hacia ellos. Todos querían oír bien la respuesta del general cartaginés. Pero Aníbal y Escipión no dejaron de mirarse, hasta que el púnico apretó los labios, bajó la mirada hacia el agua y repitió la pregunta del general romano mientras meditaba.
—¿Quién creo yo que ha sido el mejor general de todos los tiempos? Ésa es, sin duda, una pregunta interesante. —Se tomó entonces unos segundos más para reflexionar con sosiego—. Sin duda alguna —dijo al fin—, sin duda alguna, el mejor general de todos los tiempos no ha sido otro que el gran Alejandro Magno: conquistó más territorios que ningún otro, sometió a más reyes que nadie, y demostró que un ejército de menor número, bien adiestrado y bien manejado, era capaz de derrotar a ejércitos muy superiores en número, y más aún que todo eso: nos enseñó la importancia de la caballería. Alejandro, sin duda, ha sido el mejor.
Publio asintió, al igual que, en silencio, sin osar interrumpir aquella conversación, asentían muchos de los presentes, romanos, efesios, cartagineses, sirios.
—Sea —respondió entonces Publio—. Estoy de acuerdo, Alejandro ha sido el mejor de todos, pero ¿y después? ¿Quién ha sido el mejor general después de Alejandro?
Aníbal esbozó una tímida sonrisa. Acababa de darse cuenta de que Escipión, en su vanidad de general romano, no dejaría de preguntar hasta ver dónde figuraba su propio nombre en la lista de generales que pudiera ir recitando.
—¿Después de Alejandro? —preguntó el cartaginés para ganar tiempo. Publio asintió dos veces. Aníbal prosiguió entonces—. Después de Alejandro el mejor general de todos los tiempos, y creo que tampoco debe haber muchas dudas, fue el rey del Épiro, el rey Pirro, porque nuevamente con un pequeño ejército fue capaz de conseguir victorias sorprendentes y de rendir un enorme número de ciudades.
Escipión, que se había incorporado un poco separando su espalda de la pared de la piscina, volvió a dejarla caer hacia atrás. Aníbal leía en la mirada del general romano su decepción y sentía en las miradas del resto de romanos el enfado. Pirro había guerreado contra Roma en el pasado y fue un grave problema para la ciudad y todos sus aliados. Mencionarlo como uno de los mejores generales era algo discutible, pero más allá de eso, resultaba ofensivo, hiriente para todos los caballeros romanos allí presentes. La tensión había vuelto a la sala de la gran piscina central de los baños del puerto de Éfeso.
—Sea —concedió Escipión una vez más—. No comparto tu opinión en este caso, creo que podríamos pensar en otros nombres antes que el rey del Épiro, pero es tu opinión la que me interesa, así que sigamos con tu modo de ver las cosas, Aníbal. Y tras Pirro, ¿quién es para Aníbal el mejor general de todos los tiempos?
A Aníbal, sagaz siempre en el arte no sólo de hablar, sino de escuchar, no se le escapó el cambio del tiempo pasado al tiempo presente en la nueva pregunta del general romano. «¿Quién es?», y no «¿quién era?», acababa de preguntar Escipión. El romano buscaba cada vez con más ansia que Aníbal dijera su nombre, Publio Cornelio Escipión. Aníbal se estaba divirtiendo.
—¿Después de Alejandro y después de Pirro…? —dijo Aníbal dejando la pregunta en suspenso por toda la gran sala de los baños—. Bien, bien, bien… por Baal, después de ellos, el mejor general de todos los tiempos soy yo. —Y sonrió con complacencia. Publio no parecía tan divertido, pero Aníbal decidió defender su candidatura con argumentos sólidos—. Porque siendo sólo un muchacho conquisté toda Hispania, porque he sido el primero en cruzar con un ejército los Alpes, porque ninguna tribu ni en Hispania ni en la Galia fue capaz de detenerme, porque tuve a Roma sometida durante más de quince años, porque en mi mano tengo la prueba de los cónsules romanos que han caído bajo mi espada, porque sé que cuando en Roma alguien se atreve a pronunciar mi nombre, aún lo hace con miedo y mi solo recuerdo hace que los senadores de tu ciudad aún se despierten en medio de la noche temiendo que, una vez más, mis ejércitos hayan llegado hasta las puertas de su ciudad.
Publio tensó las facciones de su rostro. Había sentido curiosidad por conocer la opinión militar de su interlocutor, pero éste se había vuelto primero hiriente, con la respuesta de Pirro, y luego petulante al aportar su propio nombre a la lista de grandes generales. No tenía sentido seguir preguntando. Aníbal nunca le diría qué pensaba de él como general ni aunque se le preguntara directamente y no pensaba rebajarse a hacerlo, pero tampoco quería que el cartaginés quedara como el vencedor de aquella conversación, y menos delante de todos los caballeros romanos, delante de Lelio. No podía permitirlo. Su mente decidió entonces atacar en su respuesta.
—Alejandro, Pirro y luego Aníbal. Te pones en tercer lugar de entre todos los generales de la historia y eso que yo te derroté en Zama. Me pregunto, ¿dónde te habrías situado de haber sido tú el que me hubiera derrotado en África?
Todos entendieron que Escipión cuestionaba que Aníbal se considerara tan alto cuando hablaba con alguien que había sido capaz de derrotarle en el campo de batalla. Los cartagineses pensaban que aquella derrota se debió más a la falta de recursos que el senado púnico se negó a aportar a su general que a causa de una mala estrategia de Aníbal, pero los romanos que sabían que los cartagineses pensaban eso, consideraban a su vez que el propio Escipión tampoco había recibido en su momento refuerzos suficientes para afrontar la batalla de Zama con garantías y que además fue un genio al saber afrontar la carga de los elefantes con las legiones V y VI en campo abierto. Los efesios, sirios y griegos no sabían decidirse por ninguno de los dos hombres, pero los que eran militares estaban de acuerdo en que a ninguno le gustaría combatir contra un ejército comandado por cualquiera de aquellos dos generales que estaban compartiendo el baño en aquella piscina de su ciudad.
Fue entonces Aníbal el que recuperó la conversación al fin repitiendo, nuevamente, la última pregunta de su interlocutor.
—¿Dónde me habría situado yo de haberte derrotado en Zama? —Y, una vez más, sonrió con rotundidad—. Sin duda alguna, si yo te hubiera derrotado en Zama me habría situado por delante del mismísimo Alejandro. —Y miró fijamente a los ojos a Escipión. Publio asimiló la respuesta mientras contemplaba la sonrisa del cartaginés y comprendió que, aunque sólo de modo indirecto y sin mencionar su nombre en la lista de grandes generales, Aníbal parecía estar haciéndole un gran cumplido. Si le hubiera derrotado en Zama, Aníbal decía que eso se habría debido a ser él mejor incluso que Alejandro. Era como decir que sólo él, Publio Cornelio Escipión, había sido capaz de impedir que él, Aníbal Barca, fuera el mejor general de todos los tiempos. El cartaginés se negaba a incluir el nombre de Escipión en la lista de grandes generales, pero con aquella última respuesta, de modo implícito lo estaba incluyendo, eso sí, sin determinar con precisión quién de los dos era mejor, si Escipión o Aníbal.
—¿Es eso lo que piensas de verdad? —indagó Publio buscando confirmación a sus reflexiones.
—Eso lo tendrás que decidir tú —respondió Aníbal, y mantuvo su sonrisa unos segundos más. Publio, a su vez, empezó a sonreír también y a la sonrisa de Publio, Aníbal respondió con una sonora carcajada a la que al instante se unió el general romano primero, luego los soldados cartagineses y romanos y, al fin, todos los ciudadanos efesios y griegos y los soldados sirios que les rodeaban.
Tras las risas, Aníbal se incorporó y su robusto cuerpo emergió del agua tibia de la piscina. En su propio muslo izquierdo había una marca de guerra, como ocurría con Publio; en el caso del general cartaginés se trataba de la profunda cicatriz que una lanza ibera había dejado en su cuerpo durante el largo asedio de Sagunto. El resto de la piel lucía moreno, limpio, aunque, eso sí, con diversas cicatrices más repartidas aquí y allá, restos de innumerables contiendas en campos de batalla de Hispania, la Galia, los Alpes, Italia o África. Uno de sus soldados se apresuró a traerle una toalla con la que envolverse.
—Me ocuparé —empezó Aníbal, y carraspeó un poco—, me ocuparé de que tú y tus hombres tengáis comida y bebida. Podéis pasar la noche en los baños. Son confortables y nadie os molestará.
Publio, en señal de respeto, se levantó mientras el general púnico hablaba y Lelio, por detrás, le acercó también una toalla.
—Te lo agradezco —respondió Escipión mirando a Aníbal que, ayudado por un esclavo se vestía con rapidez. El cartaginés no dijo más y asintió con la cabeza. Publio guardó silencio también y asistido por sus hombres se cubrió rápidamente con su uniforme militar. Cuando estaba ajustándose la ropa, Aníbal pasó a su lado.
—Que vuestros dioses te protejan, general de Roma —dijo el cartaginés—. Si nos volvemos a encontrar en un campo de batalla, no habrá tiempo para palabras.
—Quizá no haga falta que nuestros ejércitos vuelvan a enfrentarse —respondió Publio en tono conciliador—. Quizá el rey de Siria se avenga a negociar con Roma.
Aníbal le miró y sacudió la cabeza mientras respondía.
—Veo, romano, que sigues siendo el mismo ingenuo de Zama, pero no volveré a infravalorar tu capacidad en el campo de batalla. Procura que las circunstancias de esta nueva guerra no te pongan en una situación de debilidad, porque esta vez no tendré misericordia.
Publio fue a responder, pero el general cartaginés se desvaneció entre una nube de soldados cartagineses que lo escoltaban hacia la salida. Cayo Lelio se acercó a Publio por detrás y le habló al oído.
—¿Qué habrá querido decir con eso?
—No lo sé, Lelio; supongo que exactamente lo que ha dicho: que si hay guerra mejor que nos andemos con cuidado. Es un consejo a tener en cuenta… Tampoco me ha quedado claro quién cree él que es mejor general, si él o yo, pero hay otras cosas de las que ocuparse ahora. Que los hombres se bañen por turnos. La mitad a la piscina y la otra mitad que monten guardia en las puertas del edificio.
Lelio transmitió las órdenes al resto. Publio se sentó en una de las esquinas de la gran sala y, relajado tras el baño, se entretuvo viendo cómo los caballeros de su escolta se alegraban de poder darse un buen chapuzón en aquella agua tibia y quitarse así el polvo acumulado durante días cabalgando por los caminos de Asia Menor.
A los pocos minutos, uno de los jinetes que montaba guardia en una de las puertas de entrada a los baños entró en la sala y se acercó a Lelio. Éste le dio una orden y el jinete regresó a la entrada del edificio. Lelio se acercó a Publio.
—Traen la comida. Unos esclavos. He dicho que les dejen pasar.
Publio afirmó con la cabeza en señal de aprobación. Al momento entraron una docena de esclavos con varios cestos repletos de víveres de todo tipo. Una vez se fueron, Publio y Lelio se aproximaron a los cestos. Había pan de diferentes tipos, carne de cerdo asada fileteada, fruta variada, pescado en salazón, pequeños cuencos con salsas exóticas, desconocidas para los romanos y gran cantidad de ánforas en las que descubrieron leche, agua, aceite y vino.
—Es generoso Aníbal —comentó Lelio mientras degustaba un vaso de vino—. Y, por Castor y Pólux, tiene influencia sobre los sirios y los efesios.
Publio asentía mientras masticaba algo de la carne de cerdo. Estaba deliciosa.
—Demasiada influencia, Lelio, demasiada. Eso es preocupante. Cuanto más escuchen los sirios a Aníbal, peor será todo para Roma en estas negociaciones y peor aún en la guerra si es esto lo que al fin acontece.
—Aníbal estaba muy convencido de que habrá guerra.
—Sí —dijo Publio, y calló mientras se sentaba y masticaba con deleite el trozo de carne que había seleccionado. De pronto le asaltó una duda y dejó de comer. Sus ojos se encontraron con los de Lelio, que acababa de tener el mismo pensamiento y le miraba fijamente. Entonces Publio negó con la cabeza y continuó comiendo mientras respondía a la pregunta que pendía aún en la mirada de Lelio—. No, Aníbal no nos envenenaría. No es su estilo. Si hubiéramos sido partícipes de lo que le ocurrió a su hermano Asdrúbal es posible, pero sabe que no tuvimos nada que ver con aquello. En cierta forma estoy seguro de que nos respeta. No nos envenenaría, pero…
—¿Pero…? —inquirió Lelio, que aún no estaba del todo persuadido y sostenía su copa de vino sin atreverse a terminarla.
—Pero, Lelio, si nos encontramos con él en el campo de batalla irá a por nosotros con toda su furia. Conviene que no lo olvidemos.
—Sea pues. —Y Lelio alzó su copa—. Brindo por un combate limpio en el campo de batalla. —Y engulló el resto del vino de un largo y profundo trago en el que enterró sus dudas. Sin embargo, Publio ralentizó su ingestión de comida. «Entrar dos veces en el mismo río». Heráclito. Publio asintió en silencio, para sí mismo. Todo cambia. Todos cambiamos. Aníbal también. No era el mismo. Más cínico. Capaz de hacer cualquier cosa. Pese a todo, Publio siguió comiendo despacio, pero sin estar ya seguro de nada. Aníbal había cambiado. El destierro le había amargado y en cualquier momento podría hacer algo inexplicable, imprevisible. Eso le hacía aún más peligroso.
Nadie murió aquella noche y el dolor de tripas de más de un jinete romano, que hizo despertar entre los hombres de Escipión una vez más las dudas sobre aquella comida, se debió a una común y frecuente indigestión de salsas demasiado sazonadas y a las que los estómagos romanos estaban poco acostumbrados.
En el exterior de la ciudad, Sulpicio Galba miraba al cielo con aprensión: unos nubarrones negros, enormes, se arrastraban por la tierra de Éfeso y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Los romanos plantaron las tiendas, pero cuando la tormenta se desató, las telas apenas resistieron las primeras ráfagas huracanadas y así, al raso, se vieron obligados a resistir las inclemencias que los dioses sirios descargaban sobre ellos. Muchos jinetes maldecían su suerte y lamentaban no haber sido seleccionados por Lelio para acompañar a Escipión al interior de Éfeso aunque su vida hubiera corrido riesgo. Cualquier batalla les parecía más acogedora que aquella tormenta de rayos, truenos y lluvia torrencial desbocada.