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El juramento de Aníbal

Apamea y Antioquía, Siria. Marzo de 195 a. C.

Maharbal y Aníbal, junto con una docena de sus veteranos de guerra, esperaban en las escaleras que daban acceso al gran palacio imperial de Antioquía. La capital del imperio seléucida era la segunda escala de su periplo una vez que dejó las costas de África. Primero costearon la orilla fenicia del Mediterráneo y, sin desembarcar, comprobaron cómo todas las grandes ciudades que en el pasado dieron origen a decenas de colonias por todas las costas del mundo, entre otras a la propia Cartago, estaban bajo completo dominio de la flota siria del rey Antíoco III. Tiro, Sidón, Biblos, todos puertos antaño independientes, y luego en manos de Egipto, ahora estaban bajo el control del cada vez más poderoso rey de Oriente. Desde allí, navegando hacia el norte, llegaron a Apamea, donde Aníbal fue recibido por Epífanes, el consejero real más veterano de Antíoco y, según decían, el más astuto. Aníbal, mientras esperaba ser recibido por el propio rey, recordaba con nitidez las palabras que había intercambiado con Epífanes en una pequeña sala de un edificio levantado junto a las gigantescas caballerizas imperiales de Apamea, una conversación interrumpida por los bramidos de las decenas de elefantes que el rey de Siria adiestraba para la guerra de Asia Menor y su próxima invasión de Grecia.

—Me alegro de que al fin el gran Aníbal haya aceptado venir hasta Asia —había comentado Epífanes en un tono conciliador. Aníbal agradeció el buen recibimiento. Llevaban casi un año vagando por las costas de la Cirenaica, Egipto y Fenicia y, después de verse traicionado por el Consejo de Ancianos de Cartago, cualquier saludo cordial era bienvenido por el veterano general y sus hombres.

—La verdad es que no pensé responder a la carta que me enviaste —respondió Aníbal con sinceridad al consejero real—, pero Roma y los traidores de Cartago han forzado que tu ofrecimiento sea mi mejor opción.

Epífanes se reclinó hacia atrás en su silla, suspiró despacio e invitó a Aníbal a sentarse al tiempo que volvía a hablar.

—Veo que el gran general cartaginés habla con honestidad. —Se calló entonces un segundo mientras contemplaba cómo el fornido general púnico se sentaba sin lanzar el más mínimo resoplido de aire al doblar sus piernas y, al fin, decidió ser también él, de modo excepcional con un extranjero, algo sincero—. Te aconsejo, Aníbal, que abandones pronto esa tendencia a la sinceridad absoluta si quieres supervivir por largo tiempo en la corte del rey Antíoco. Por supuesto, negaré siempre haber pronunciado semejantes palabras.

Aníbal asintió despacio mientras digería la advertencia en todo su amplio sentido.

—Te agradezco el aviso —respondió entonces Aníbal—. Supongo que si me dices algo así es porque me valoras. Es agradable estar con alguien que se da cuenta de que mis servicios pueden reportar grandes beneficios a Siria.

Epífanes sonrió.

—No te equivoques, Aníbal, la ambición de Antíoco III no tiene límites y no ha habido aún un general que le satisfaga por completo y muchos han terminado muertos en el campo de batalla o ejecutados por, digamos, haberle decepcionado.

—Procuraré estar a la altura de los objetivos del rey.

—Bien, eso está bien, por Apolo, ojalá los dioses te ayuden, porque te hará falta. El rey ha iniciado la guerra contra las ciudades rebeldes de Asia Menor y pronto se lanzará contra Macedonia. Macedonia, no obstante, fue un antiguo aliado tuyo. El rey Filipo V de Macedonia fue aliado tuyo en el pasado en tu guerra contra Roma. Tendrás que demostrar al rey que estás dispuesto a combatir contra quien fue amigo tuyo en el pasado reciente.

—Aquel pacto no es tan reciente y, si no me equivoco —repuso Aníbal—, sois vosotros los que tenéis ahora un pacto de no agresión con Filipo V; los aliados ahora sois vosotros.

Epífanes volvió a sonreír.

—La vida es complicada siempre, ¿no crees?

Aníbal se limitó a asentir.

—Bien —dijo entonces Epífanes—, no es ya conmigo con quien tienes que hablar, sino con el rey. Mañana al amanecer saldrás hacia Antioquía con tus hombres si lo deseas. Allí te recibirá el propio Antíoco III, Basileus Megas, señor de todos los territorios desde la India hasta el Egeo. Muéstrate humilde.

—Así haré. —Y Aníbal se levantó, se inclinó levemente ante el consejero real, que devolvió la reverencia con un saludo similar y, al ver que el general se daba media vuelta, decidió pronunciar una última advertencia.

—Sólo una cosa más, general.

Aníbal se detuvo y se volvió de nuevo para mirar a su interlocutor.

—¿Sí? Te escucho.

Epífanes lanzó un nuevo largo suspiro antes de hablar.

—Aníbal, yo creo que nos eres necesario; yo sé que te necesitamos, pero el rey de Siria no piensa de igual forma. Eso es todo.

El general púnico no dijo nada. Se limitó a asentir una vez más, dar media vuelta y marcharse por donde había venido en busca de Maharbal y sus hombres.

Había pasado apenas un día desde aquella conversación y Aníbal ponderaba en su mente la insistencia de Epífanes en advertirle de la gran desconfianza del rey hacia su persona. Estaba claro que su presencia allí se debía, sobre todo, a la influencia que Epífanes podía tener sobre el rey, pero Antíoco no se mostraría tan cordial.

Se abrieron entonces, tras una larga espera de más de dos horas bajo el cálido sol de marzo, que gracias a Baal y al resto de dioses no se mostraba particularmente implacable en el inicio de la primavera, las puertas del palacio imperial de Antíoco III. Los guardianes sirios del palacio forzaron que todos se quedaran fuera ya que sólo Aníbal y su lugarteniente, Maharbal, habían sido formalmente invitados a pasar al interior del inmenso edificio, y eso sólo después de haber sido convenientemente registrados y desarmados por los centinelas reales.

El paseo por el magno edificio fue largo. Cruzaron una serie de puertas que se abrían y se cerraban tras su paso, todas ellas custodiadas por más y más guardias fuertemente armados con largas sarissas y espadas y escudos que relucían como si estuviesen forjados con plata pura. Sedas de múltiples colores engalanaban las paredes por las que a través de grandes ventanas se filtraba la luz del exterior; las paredes de ambos lados de los pasillos estaban flanqueadas por una innumerable serie de estatuas de piedra y mármol de todos los dioses de Oriente y Siria, destacando especialmente por tamaño y esplendor las efigies dedicadas al gran dios Apolo.

Al fin, se abrieron ante Aníbal y Maharbal las últimas puertas y ambos cartagineses entraron en la gran sala del trono imperial de Antíoco III, donde el lujo no sólo se veía por las decoraciones en tela y estatuas que lo inundaban todo, sino por la pléyade de esclavas semidesnudas que, alrededor del rey, se esmeraban en agasajarle con todo tipo de placeres: bebida, frutas, pan untado en extrañas salsas y trozos de carne troceada que hacían difícil identificar su procedencia, pero cuyo aroma despertaba el apetito voraz de los dos guerreros púnicos que, tras horas de espera sin comer ni beber, estaban ansiosos por compartir aquella comida y bebida. Alrededor del rey se veía a algunos hombres que, recostados entre almohadones, disfrutaban de aquellos placeres rodeados también de hermosas esclavas. Aníbal no sabía de quién se trataba exactamente, pero supuso que allí estaría Seleuco, el hijo del rey y algunos de sus generales de confianza como Antípatro, Minión o Filipo, entre otros. Nadie se presentó y nadie les presentó. Tanto el rey como sus altos oficiales y su hijo siguieron comiendo y bebiendo y, alguno de ellos, acariciando con lascivia evidente a alguna de las jóvenes esclavas. Pasaron así, en pie, en el centro de la sala, varios minutos, en los que tanto Aníbal como Maharbal guardaron un cauteloso e inteligente silencio.

El rey hizo entonces como que, de pronto, se daba cuenta de su presencia y se dirigió a ellos. La conversación con Antíoco, al igual que la de Epífanes la noche anterior, fue en griego.

—¿Y vosotros sois…?

Aníbal pasó por alto la estupidez de la pregunta. Como si no le hubieran informado al rey de quién se trataba.

—Mi nombre es Aníbal Barca, general cartaginés, y éste es… —Pero no tuvo tiempo ni tan siquiera de presentar a Maharbal. El rey le interrumpió de inmediato.

—Y si eres general, ¿dónde está tu ejército? —Y Antíoco prorrumpió en una sonora carcajada nada más lanzar aquel insulto.

Seleuco, Antípatro y el resto de oficiales rieron la gracia del rey con aparente coincidencia en la apreciación que su rey acababa de hacer con relación a la valía de la persona que les visitaba. Aníbal no dijo nada. El rey insistió.

—Mis generales tienen un ejército que dirigir, por eso son generales. Quien no tiene ejército no puede denominarse a sí mismo general, ¿no crees?

Aníbal aceptó ser degradado con el pragmatismo que requería la situación.

—Llevas razón, gran rey, Basileus Megas, señor de todo el Oriente, desde la India hasta el Egeo. Mi nombre es Aníbal Barca. Eso es todo cuanto soy.

—Eso está mejor —respondió serio Antíoco dejando en manos de una esclava la copa de vino que sostenía en la mano y dando una palmada que hizo que todas las esclavas, para disgusto de su hijo y sus oficiales, desaparecieran de la gran sala del trono real.

Aníbal se alegró de que, al menos, el rey fuera a centrarse algo en su persona. Para bien o para mal, eso ya le daba igual, pero no podía evitar sentir una rabia furiosa por esa aparente indiferencia con la que se le estaba tratando. Y eso que sabía que era todo estrategia, pero su alma de guerrero no podía evitar sufrir y pugnaba por rebelarse.

—Señor de todos los reinos desde la India hasta el Egeo, de momento —precisó el rey—. Pronto añadiremos Asia Menor, cuando Pérgamo y Rodas caigan al fin en mis manos, y luego Macedonia y el resto de Grecia. ¿Qué tienes que decir a eso?

—Estoy seguro de que pronto será así —inició Aníbal para satisfacción del rey hasta que se atrevió a añadir algo más—, pero… —Y calló.

—¿Pero qué? Maldito seas, un nuevo aguafiestas. Ya sabía yo que si Epífanes aconsejaba que te unieras a nosotros sería porque eras como él.

—Yo no soy consejero real, soy guerrero; puede que sin ejército, pero guerrero con experiencia y sé de guerra más que nadie en esta sala, porque he estado en más batallas que nadie, porque he combatido desde niño contra iberos y romanos y númidas y galos y hasta tribus desconocidas para todos, porque he luchado entre montañas de nieve y en desiertos, porque he combatido junto a ríos o lagos, de día y de noche, a la luz del sol cegador o entre las sombras de la luna, en días claros o entre la espesa niebla del amanecer y sé que vuestro plan tiene un fallo.

Seleuco y varios de los generales se pusieron en pie y se llevaron la mano a la empuñadura de sus armas, pero el rey levantó el brazo derecho extendiéndolo y todos se contuvieron.

—Eso de que tienes más experiencia que yo podríamos discutirlo, y en cualquier caso yo sí que tengo y mantengo ejércitos y territorios y tú no tienes nada más que palabras; pero ya que te has atrevido a tanto, termina tu frase y di qué fallo tiene mi plan.

—Cuando ataques Asia Menor, Pérgamo y Rodas, aliadas de Roma, pedirán ayuda a Roma, si no lo han hecho ya, que es lo más probable, y aunque no les harán caso en un principio, de igual forma que Roma habrá desoído las peticiones de ayuda de Egipto, cuando cruces el Helesponto y te lances sobre Grecia y Macedonia, entonces sí, entonces serán los propios romanos los que se asustarán y reunirán sus legiones y se arrojarán con toda su fuerza contra tu ejército y eso es algo que podría evitarse.

—¿Cómo? —preguntó el rey muy firme, muy serio, atento.

—Enviando ahora mismo parte de tu ejército a Italia. Ataca Roma allí mismo en su territorio con parte de tu ejército mientras que el resto se ocupa de invadir Asia Menor, Grecia y Macedonia. No necesitas todo tu ejército para derrotar a Pérgamo, Rodas o al debilitado Filipo V que apenas dispone de diez mil hombres como mucho. Además, las ciudades griegas están en decadencia y sin ejércitos que merezcan la pena excepto los etolios, que están dispuestos a pactar contigo, como lo hizo Escopas en Sidón. Puedes ir conquistando esa parte del mundo mientras yo hostigo con tus hombres a los romanos. Si tienen un frente en Italia no se atreverán a lanzarse contra ti. En el pasado necesitaron dieciséis años antes de atreverse a responder contra mi ataque en mi propio territorio, sólo que ahora tú tienes muchos más hombres. Cuando tengas bien dominada la situación en Grecia y Macedonia yo me retiraré de Roma, si es que no la he conquistado, y podrás pactar las fronteras que quieras con ellos, que tendrán toda Italia en llamas, arrasadas por las tropas que me des. Te habrás convertido en un nuevo Alejandro Magno y serás el mayor rey de la historia de Siria y del Imperio seléucida. Luego caerá Egipto y luego todo lo que quieras, pero si no haces lo que digo, si no atacas Roma directamente ahora, ahora que no lo esperan, les darás tiempo a rehacerse, a planear la guerra despacio, como a ellos les gusta, y tendrán tiempo entonces de enviar contra ti sus mejores generales y sus legiones y entonces sí que puede que te derroten y lo habrás perdido todo. Y créeme, sé de guerras.

—Estás pidiendo que divida mis fuerzas. Eso siempre es una decisión delicada. Yo también sé de guerras, cartaginés —rebatió el rey, y apostilló sus palabras con una pregunta—: ¿Y por qué habría de fiarme de ti?

Y antes de que pudiera responder Aníbal, Seleuco se levantó de nuevo y se dirigió al rey.

—No le hagas caso, padre. Sin duda es un agente del enemigo. Nuestro ejército es el más poderoso del mundo. Nada ni nadie podrá detenernos, pero si lo dividimos nadie sabe lo que puede ocurrir. No cambies el plan, padre. No lo cambies.

Antíoco levantó la mano derecha una vez más y su hijo calló y se sentó. El rey volvió a hablar.

—Mi hijo es impetuoso e inexperto aún, pero es sangre de mi sangre. Me fío de su advertencia y te repito la pregunta que te he hecho antes, cartaginés: ¿por qué he de fiarme de ti? ¿Porque lo dice Epífanes? Eso no es bastante para mí.

Aníbal evitó entrar a valorar la importancia del aprecio de Epífanes hacia su persona. Intuía que las opiniones del consejero real eran, cuando menos, controvertidas entre los generales allí presentes. Optó por una línea diferente de argumentación. Algo inesperado.

—Basileus Megas, crees que tus enemigos son Pérgamo o Rodas o Macedonia o las ciudades griegas, pero todos esos reinos son sólo súbditos del otro gran poder del mundo: Roma. Roma es tu auténtico enemigo. Cuanto menos tiempo tardes en entenderlo, mejor para ti. Todos a cuantos atacas envían mensajeros a Roma y Roma calla y no mira aún hacia aquí, pero más tarde o temprano lo hará. Lo ideal para ti y para tus propósitos sería dar tú el primer golpe invadiendo Italia antes de que ni tan siquiera sospechen que algo así es posible, y si me envías a mí, mi nombre, aunque sólo sea allí, entre las calles de Roma, aún causa miedo. Sólo pensarán en luchar contra mí, en liberarse una vez más de mí. Entretanto tú, Basileus Megas, podrás conquistar el mundo.

Antíoco III de Siria inspiró aire con profundidad antes de volver a responder con tono grave.

—Sé que mi enemigo último es Roma y sé que deberé enfrentarme contra Roma, pero soy yo quien decido cómo, dónde y cuándo entrar en combate con mis enemigos. Ni mis consejeros, ni mis generales ni mucho menos un extranjero va a tomar esa decisión por mí. Por última vez, cartaginés: ¿por qué debo fiarme de ti? —Y se levantó de su trono alzando a la vez el volumen de su voz—. ¡Dame una buena respuesta a esa pregunta o lárgate de aquí y no pares de correr hasta salir de mis dominios!

Aníbal recibió aquella muestra de ira como la vela que resiste el envite del viento en medio de la tormenta más terrible. Dio un pequeño paso atrás, como para mostrar que el ímpetu de la rabia del rey había llegado hasta él, pero, al instante, retomó la posición de antes y respondió con un breve pero muy intenso discurso que había preparado durante todas las horas de los dos largos días de viaje desde Apamea hasta Antioquía.

—Te puedes fiar de mí porque Roma es mi mayor enemigo y porque juré de niño acabar a sangre, fuego y hierro con la existencia de Roma. Cuando era niño rogué a mi padre, Amílcar Barca, que me dejara acompañarle a Iberia y él aceptó que le siguiera, pero antes me hizo arrodillarme ante las estatuas de Baal, Melqart y Tanit y me hizo jurar por todos los dioses de mi pueblo que siempre odiaría a Roma y que no me detendría nunca hasta acabar con el poder de esa ciudad. Se lo juré a la sangre que me dio la vida y es un juramento que pienso cumplir, con mi ejército cuando lo tenía, con el ejército del gran Basileus Megas si el gran rey de Oriente se lanza contra Roma, o con mis manos y mi espada sola si no tengo nada ni nadie más que me apoye. Lucharé contra Roma hasta el fin de mis días. Se lo juré a mi padre y cumpliré ese juramento. Tú mismo dices que te fías de tu hijo, pese a su inexperiencia, porque es tu propia sangre la que te habla. Fíate de mí porque le debo a mi propia sangre destrozar a Roma con mis propias manos: he de despedazar sus murallas y pasearme sobre sus calles ensangrentadas por los cadáveres de todos los romanos abatidos por mi rabia y mi odio. Fíate de mí porque no hay nadie en el mundo que desee tanto ver a los romanos derrotados como yo. Fíate de mí y conseguirás el mundo entero. Yo sólo quiero ver a Roma muerta.

Antíoco III de Siria escuchó con atención y durante unos segundos nadie dijo nada en la sala. El tiempo parecía detenido. Ninguno de los comensales invitados al banquete del rey se atrevía ni a comer ni a probar bocado alguno. Todos estaban expectantes ante la reacción del gran Antíoco. El rey se sentó despacio sobre su trono imperial. Era rey de Siria y emperador desde el Indo hasta el Egeo. Necesitaba derrotar a Roma. Aquel extranjero se brindaba como general y había conseguido grandes victorias contra las legiones. Las palabras del púnico le convencían de que realmente quería luchar a su lado contra los romanos, pero aún dudaba sobre el plan de dividir al ejército en dos. En cualquier caso, los consejos de aquel general extranjero bien podían escucharse. Luego sería él, él solo, Antíoco III, quien tomara las decisiones finales.

—Siéntate y come algo. Pareces hambriento, tú y tu guerrero. Hoy comeréis conmigo. Mañana decidiremos sobre la campaña de Asia Menor y sobre nuestro ataque contra Macedonia. —Y dio una nueva palmada y las esclavas retornaron desde detrás del trono y se repartieron por toda la sala retomando sus antiguas ubicaciones. Un par de esclavas se acercaron al propio Aníbal y a un sorprendido Maharbal y, tomándoles suavemente del brazo, los condujeron hacia un extremo de la sala donde, entre almohadones, recibieron vino, fruta y asado de buey. Aníbal se reclinó entre los cojines y aceptó con gusto la carne mientras no dejaba de mirar al rey de Siria. Maharbal no tenía ojos más que para las hermosas esclavas que se habían sentado a su alrededor. Antíoco III no miraba a nadie, sino que con los ojos clavados en el suelo bebía vino como quien no ha bebido en meses. A su derecha, Seleuco, su hijo, había dejado de comer y no tenía más ganas de admirar la belleza de las esclavas, sino que con su mirada fija en aquel extranjero que acababa de llenar la cabeza de su padre de ideas absurdas rumiaba la forma de expulsar al maldito cartaginés de la corte imperial antes de entrar en combate contra Roma. Seleuco no era hombre de escrúpulos, así que su pensamiento trabajaba desbocado sin importarle el método que pudiera ocurrírsele para devolver a Aníbal al mar.

Al salir del palacio real, Maharbal, a quien aún le rondaba por la mente la imagen de las preciosas esclavas del rey sirio, recordó que había otra cosa que le roía por dentro. Se volvió hacia Aníbal y le habló con la seguridad de quien conoce muy bien a su interlocutor.

—Ese juramento a tu padre es falso.

Aníbal se volvió para mirarle un momento y sonrió al responder sin dejar de caminar.

—Cierto, pero Antíoco no lo sabe.