34

La crueldad de Catón

Emporiae, noreste de Hispania. Finales de febrero de 195 a. C.

En el puerto de Emporiae empezó a amanecer. El hijo de Bilistage, rey de los ilergetes, no había pegado ojo en toda la noche. Se había mantenido allí mismo, junto a los muelles, para asegurarse de que los romanos no detenían en ningún momento el proceso de embarcar todos los pertrechos y suministros de la primera legión. Cuando, una vez repletas las bodegas de las quinquerremes más grandes, llegaron los primeros legionarios armados y éstos empezaron a subir a los barcos, el joven príncipe se concedió, por fin, el derecho a sentarse sobre algunos de los fardos que aún quedaban por cargar, e invitó a su escolta a que hiciera lo propio. De ese modo, sentados sobre dos sacos de harina, recibieron a las tropas romanas que embarcaban disciplinada y organizadamente en las decenas de buques amarrados en el puerto de Emporiae. Todo iba a la perfección y el joven príncipe daba por buena aquella noche en vela. Había tenido que usar palabras muy duras con el cónsul de Roma, pero al final aquella firmeza era la que les había abierto el camino de la esperanza. Su padre estaría orgulloso de él y su pueblo pronto dispondría de los refuerzos suficientes para sobreponerse y vencer a sus enemigos.

Por su parte, el veterano guerrero que acompañaba al joven príncipe no dejaba de mirar con asombro a aquel muchacho que había sido capaz de conseguir todo aquello. Era, sin duda alguna, merecedor de suceder en el futuro a Bilistage y el soldado se sentía a su vez honrado de servir a alguien que era capaz de influir sobre la voluntad de un poderoso cónsul de Roma. Todo estaba saliendo a la perfección hasta que, de súbito, uno de los manípulos de la primera legión se detuvo en la pasarela del barco que estaba más próximo a ellos. El guerrero ibero se levantó y observó que había llegado un mensajero romano, seguramente procedente del campamento general. Acto seguido, el manípulo que estaba embarcando dio media vuelta y empezó a bajar del barco. Pero eso no era grave, podía haber órdenes confusas y que no tuvieran claro los romanos qué tropas embarcar y cuáles no. Eso se decía a sí mismo el veterano ibero al principio, pero cuando de cada una de las quinquerremes romanas empezaban a desembarcar los centenares de legionarios que ya habían subido a los buques, fue el propio joven príncipe quien se levantó mirando con ojos extrañados el desembarco de aquellas tropas. ¿Qué estaba ocurriendo? Fue entonces cuando vio llegar al mismísimo cónsul de Roma andando a paso ligero escoltado por el resto de lictores a los que rápidamente se unió el proximus lictor que los había conducido hasta el puerto durante la noche. Cuando el cónsul llegó junto a ellos el príncipe de los ilergetes no tardó en hablar.

—¿Por qué están desembarcando ahora las tropas?

Marco Porcio Catón le miró con profundo desprecio. El hecho de que ni tan siquiera hubiera usado el término «cónsul» para dirigirse a él, ahondaba aún más en la distancia que existía entre él y aquel petulante príncipe de los ilergetes. Si no era porque Catón iba a divertirse haciéndolo, ni tan siquiera le hubiera respondido, pero aquel mozalbete le había humillado ante sus oficiales y no pensaba ahora renunciar al dulce placer de la venganza fría.

—Desembarcan porque lo he ordenado yo, que soy su general, el cónsul de Roma en Hispania.

El joven príncipe miró a su alrededor cada vez más nervioso. No sólo desembarcaban los soldados sino que ahora estaban descargando los fardos, sacos, armas y resto de pertrechos que habían estado cargando durante toda la noche. Aquello era absurdo.

—¿Habéis estado cargando los barcos toda la noche para descargarlos ahora al amanecer? —preguntó tenso el príncipe.

—Así es, joven ibero —respondió Catón con seriedad, como quien explica que el sol se pone cada día y sale de nuevo cada amanecer—. Hemos cargado los barcos durante toda la noche para descargarlos por completo este amanecer. Eso exactamente es lo que hemos hecho y lo que estamos haciendo ahora. —Y se quedó mirándole y disfrutando del rostro nervioso, desencajado del desolado príncipe de los ilergetes.

—Pero mis hombres ya han partido hacia el sur para informar a mi padre de que la ayuda está en camino.

—Por supuesto, ésa era la idea de toda esta noche en vela —respondió Catón—; y no temas por su seguridad que te garantizo que tus hombres encontrarán todo el camino expedito hasta donde mis legionarios controlan los pasos fronterizos. Tus soldados llegarán pronto junto a tu padre y podrán anunciarle que estamos en camino. Aunque no lo estemos en realidad, claro. —Y el cónsul se permitió esbozar una de sus poco frecuentes y casi imperceptibles sonrisas.

—Pero… pero… —El joven príncipe no sabía bien qué decir.

—Vaya —le interrumpió Catón, y habló mirando a sus lictores y a un nutrido grupo de oficiales que se habían reunido junto al cónsul—, parece que al joven príncipe de los ilergetes, por fin, le faltan las palabras. Anoche te vi más resuelto en la tienda del praetorium, muchacho.

Aquello fue el detonante para que el joven príncipe se recompusiera y, una vez más, firme, no tanto como la noche anterior, pero sí digno y decidido, respondiera con convicción en cada palabra que empleaba.

—Si al final no envías las tropas mi padre se rebelará contra Roma.

Pero Catón se paseaba ante el joven príncipe negando con la cabeza.

—No, muchacho, no. ¿Cómo va a rebelarse tu padre contra quien está enviando una legión entera hacia el sur para ayudarle? No, mentecato, ¿cómo va a rebelarse tu padre contra el que le ha prometido ayuda, ayuda que tus propios soldados han visto que estamos embarcando y ayuda que ha de venir de quien además retiene a su hijo como rehén? No, ingenuo príncipe. Te diré lo que va a pasar. —Y Catón se acercó despacio hacia el hijo del rey mientras se explicaba y se regocijaba con cada frase hasta el punto de que la saliva emergía de su boca húmeda y salpicaba a su interlocutor que, petrificado, permanecía inmóvil ante el cónsul de Roma—. Tu padre, joven príncipe, resistirá estos días en espera de ayuda; luego, cuando empiece a dudar de nuestra llegada, pensará que tenemos problemas o puede que empiece a dudar sobre si al final llegaremos a tiempo o no, pero seguirá resistiendo, y esto es lo mejor de todo, porque te tenemos como rehén. ¿Qué ocurrirá al final? Eso sólo los dioses lo saben. A veces el mero hecho de pensar que va a llegar ayuda es tan poderoso en los ánimos de quien lucha a la desesperada que les da las fuerzas suplementarias que necesitan y resistirá e incluso puede que derrote a sus enemigos; claro que también puede ocurrir que incluso esta falsa esperanza de ayuda sea insuficiente y tu padre perezca rodeado de todos los pueblos iberos que se lanzan contra él. En cualquier caso, siempre será tarde ya para pactar con ellos. Con un poco de suerte para mí, quizá los ilergetes y el resto de tribus se enfrentarán en un largo combate sin fin y al final mi avance hacia el sur será un paseo militar porque os habréis matado entre vosotros. Mientras tanto yo seguiré aquí con mi plan: adiestraré bien a mis tropas, aseguraré la región en torno a Emporiae y, en unas semanas, con el buen tiempo avanzaré hacia el sur. Si tu padre ha resistido, le ayudaremos. Si no, te dejaremos que lo entierres según tus costumbres, eso sí —y aquí se volvió hacia sus oficiales y lanzó una larga carcajada a la que se unieron todos los romanos presentes—, siempre y cuando los buitres y los lobos hayan dejado algo que enterrar, ¡ja, ja, ja!

El joven príncipe aún encontró fuerzas y dignidad suficientes para dar una respuesta que molestara al cónsul y que inquietara a sus oficiales.

—Si nunca cumples tus promesas, cónsul de Roma, nadie en Iberia pactará contigo, y sólo los que han pactado con los iberos, como el legendario Escipión al que vosotros llamáis Africanus, llegan a mandar sobre nosotros. Los demás cónsules murieron y seguirán muriendo en Iberia.

Catón dejó de reír y todos callaron. La mención de Escipión le había fastidiado el momento de triunfo que estaba disfrutando y las alusiones del maldito príncipe a un posible fatal desenlace de la campaña que iba a emprender en Hispania, habían despertado la más furibunda ira de Marco Porcio Catón. El cónsul se acercó entonces a su proximus lictor y le dio una orden en voz baja.

—Mata al escolta del príncipe.

El proximus lictor le miró como quien no está seguro de lo que ha oído, pero la mirada fría y fija del cónsul no dejaba lugar a duda alguna. El veterano soldado desenvainó su espada y se dirigió a por el escolta. Éste, que no entendía latín y que no había comprendido nada de lo que allí se había hablado, no sabía bien qué hacer, y para cuando el príncipe le dijo que se defendiera, pues intuía que algo terrible iba a pasar, ya era demasiado tarde y la espada del proximus lictor asomaba empapada en sangre ibera por la espalda del fiel guerrero ilergete. Al extraerla el proximus lictor, el soldado ibero cayó al suelo de bruces y quedó tumbado boca abajo, sobre el polvo del muelle, retorciéndose de dolor, incapaz ni siquiera de darse la vuelta para ver por última vez la luz del sol. El proximus lictor levantó la espada para clavarla en la nuca y terminar el trabajo, pero el cónsul levantó la mano derecha.

—No. Que sufra. Deja que se tome su tiempo en morir. —Y luego, dirigiéndose una vez más al atónito príncipe de los ilergetes, añadió una sentencia con voz grave y ominosa—: Eso es por amenazarme dos veces, primero anoche en el praetorium y luego ahora mismo en los muelles de esta ciudad. A un cónsul de Roma, si le odias, le matas si puedes, pero nunca jamás le amenaces. Y una cosa más: yo no he venido a Hispania a pactar sino a masacrar a todos los rebeldes que se oponen a Roma. Cuanto antes entendáis esto menos de vosotros morirán, pero ya vengo predispuesto a tener que matar a muchos de los tuyos y del resto de tribus, pero no importa porque cuantos más mate más grande será mi triunfo en Roma. La absurda e inútil testarudez de los bárbaros siempre me pareció incomprensible y no pienso ponerme ahora a intentar comprender a locos como tú. —Y concluyó mirando a los tribunos—. Encerradlo y ya veremos qué hacemos con él en primavera, cuando lleguemos al territorio de su padre.

Marco Porcio Catón se alejó andando a paso ligero de aquel lugar. Tenía una campaña que dirigir, hombres inexpertos a los que adiestrar y una región que asegurar en torno a aquel puerto antes de acometer el viaje hacia el sur. Estaba cansado, pero estaba satisfecho. Albergaba grandes esperanzas de que, en efecto, tal y como había explicado, los ilergetes y el resto de iberos se enzarzaran en una cruenta guerra civil durante lo que quedaba de invierno y que así, cuando llegaran a las proximidades del Ebro, quedaran pocos iberos que matar.

Cuatro legionarios se llevaban medio a rastras al joven príncipe, que no dejaba de luchar para que le soltaran mientras escupía por su boca un torrente de maldiciones iberas.