El apresamiento de Aníbal
Cartago, norte de África. Mediados de febrero de 196 a. C.
Indiferente a la llegada de los legados romanos que enviaba el Senado de la ciudad del Tíber, Aníbal dedicó la mañana a recibir a diferentes miembros de la Asamblea del Pueblo que querían consultarle sobre asuntos relacionados con el gobierno de la ciudad. Terminadas las audiencias, el sufete se dirigió al foro situado en la gran ágora del centro de Cartago. Maharbal insistió en que con los legados romanos en la ciudad, negociando en secreto con los miembros del Consejo, no era conveniente que se paseara por las calles.
—Eso es lo que buscan, Maharbal —le respondió con serenidad Aníbal—. Quieren intimidarnos, quieren que me retracte en mi política, la única política capaz de gestionar los recursos de modo que Cartago pronto se vea libre del yugo de los pagos a Roma, pero no conseguirán atemorizarnos, Maharbal. No teníamos miedo de los romanos cuando nos rodeaban sus legiones. No vamos a tener miedo de tres legados.
Maharbal suspiró.
—Dicen que vienen a negociar con Masinisa, por el asunto de la frontera con Numidia —apostilló el veterano oficial púnico pero sin convencimiento en lo que expresaban sus palabras.
—Eso dicen —confirmó Aníbal—. Si es así, les recibiré y quizá saquemos algo de su visita, aunque de Roma poco bueno puede esperarse. Ellos fueron quienes pusieron a Masinisa en el trono para recompensarle por su ayuda contra nuestro ejército. —Y se incorporó de la silla en la que estaba sentado y, rodeado por media docena de veteranos fieles a los Barca, salió de su casa dispuesto a dar su paseo matutino por el foro de la ciudad. Maharbal se quedó mirándole con la boca cerrada y tensión en el rostro. Una voz de mujer le sorprendió por la espalda.
—Yo también estoy nerviosa —dijo Imilce. Maharbal se volvió y la contempló atento. Hablaron unos minutos casi entre susurros. No se fiaban ni de las paredes.
Los tres legados romanos, Marco Claudio Marcelo, Quinto Terencio Culeón y Cneo Servilio, no podían reprimir su admiración ante el majestuoso puerto marino de Cartago, con su laguna semicircular donde decenas de pesqueros y barcos de mercancías se agolpaban como un inmenso racimo de riqueza que entraba y salía de la ciudad a la que tanto temían. En su ingenuidad, los legados habían esperado encontrar una población hundida en la miseria de la posguerra, padeciendo estrecheces para poder hacer frente a los pagos de guerra, como ocurría en las visitas anteriores de otros legados, pero estaban comprobando cómo desde que Aníbal regentaba el gobierno, todo aquello había cambiado y lo contemplaban todo con un estupor que no escapaba a los ojos del anciano Hanón, que los acompañaba en su visita. El viejo miembro del Consejo aceleró el paso, pese a sus años, para alejarse del puerto.
—Son sólo mercancías. Cartago nunca más embarcará armamento en este puerto. Y la mayor parte de los productos va a Roma. —Intentó así el anciano mitigar el impacto de la riqueza exhibida en el puerto de la ciudad. Los legados asintieron, pero a Hanón no le quedó muy claro que aquello les hubiera tranquilizado en demasía. Lo único positivo es que su temor a Cartago les haría estar aún más dispuestos a arrestar a Aníbal y llevárselo consigo a Roma. Giraron por una calle para adentrarse en la gran plaza del ágora cuando justo de cara se encontraron con el propio Aníbal quien, rodeado de un gran número de ciudadanos, departía con los habitantes de Cartago en animada conversación, atento a los comentarios que le hacía cada uno. Los legados se detuvieron en seco. Pocos romanos habían estado tan cerca de Aníbal y habían vivido para contarlo. Los enviados de Roma iban adecuadamente escoltados por una decena de legionarios triari que habían desembarcado de la quinquerreme que los había conducido hasta allí, más una docena adicional de soldados cartagineses fieles al Consejo de los Ciento Cuatro. Tanto los legionarios como los soldados púnicos imitaron a los legados y se detuvieron justo a la entrada del ágora.
Aníbal observó de reojo la llegada de los legados romanos, de sus escoltas y de Hanón, que les hacía de guía. El sufete de la ciudad no lo dudó y despidiéndose con elegancia de los que le rodeaban se dirigió hacia los legados. Los romanos, a medida que Aníbal se aproximaba, palidecían y sentían cómo la garganta se les quedaba seca, sin saliva. Hanón, en un gesto que agradecieron, se interpuso para recibir él al sufete.
—Nos vemos de nuevo, sufete de Cartago —dijo el anciano del Consejo con rapidez en su lengua.
—Así es —respondió Aníbal sin mirarle, pues tenía sus ojos puestos en los enviados de Roma. Veía cómo sudaban y no hacía tanto calor. No sonrió, pero su vanidad de viejo guerrero se complacía en el terror que su sola presencia podía inspirar en los que no eran otros sino el enemigo.
—Éstos son los legados que Roma ha enviado para negociar con Masinisa el cumplimiento de los tratados sobre fronteras con Numidia. —Y Hanón dijo sus nombres, pero Aníbal no los registró porque sabía, viéndoles la cara, observando las gotas de sudor resbalando por sus mejillas, que aquéllos no eran nombres que mereciera la pena retener en su mente, al contrario que Escipión, Marcelo o Fabio Máximo. Aquéllos sí que fueron romanos a tener en cuenta. Al menos no sudaban cuando hablaban con él o cuando luchaban hasta la muerte o cuando declaraban la guerra en el Senado de Cartago. Aníbal pensó en saludarles con corrección, de acuerdo a lo que su cargo de representante máximo de la ciudad exigía con relación a unos embajadores de otra importante y poderosa ciudad, pero retuvo sus palabras mientras estudiaba a fondo el carácter de aquellos enviados escrutando sus atemorizados rostros.
—Sed bienvenidos a Cartago —dijo al fin el sufete en griego—. Si os place, mañana al mediodía podemos reunirnos para tratar del tema de la frontera con Numidia.
Los legados romanos, incapaces de abrir la boca, se inclinaron levemente en señal de aceptación. Todo sea dicho, su griego, como el de muchos de los seguidores de Catón, no era muy fluido. Vieron, al fin y para su alivio, como el sufete se alejaba con su propia escolta en dirección opuesta, hacia las calles del ágora que enfilaban hacia los pies del montículo de Byrsa.
—¿Siempre va escoltado? —preguntó uno de los legados.
—Siempre —confirmó Hanón—, pero eso tiene solución. Aníbal tiene un puñado de hombres fieles a su causa en la ciudad, veteranos de sus campañas pasadas, pero no son más de cien o ciento cincuenta. El Consejo puede reunir trescientos soldados completamente leales a nuestro Senado esta misma noche, o pedir que vengan más desde la frontera con Numidia, pero eso no hará falta pues, si se unen vuestras tropas, no habrá problema en rodear la casa de Aníbal y hacernos con él entre todos.
El legado Marco Claudio, mientras se secaba el sudor de la frente, evaluaba la situación. Prefería que fueran los propios legionarios los que arrestaran a Aníbal, pero apenas tenía ciento veinte hombres y sólo la mitad eran triari; el resto eran demasiado inexpertos para una misión de aquella envergadura. Además, adentrarse en Cartago a arrestar a Aníbal, a la luz de cómo era saludado por los ciudadanos del ágora, no sería algo popular y cualquier arrebato de los ciudadanos púnicos terminaría con una masacre de sus hombres.
—No, Hanón —respondió Marco Claudio—. Nosotros esperaremos con nuestros legionarios en el puerto hasta que nos entreguéis a Aníbal encadenado. Prenderlo es asunto vuestro.
Hanón comprendió que Roma no había enviado a sus más valientes para aquella misión, pero tampoco se sorprendió. Tenía un plan alternativo. Giscón, uno de los generales veteranos de la guerra contra Roma, apartado del poder por Aníbal durante la última fase de la contienda en África y nuevamente arrinconado del gobierno de la ciudad desde que Aníbal ejercía de sufete, había acumulado rencor suficiente como para prestarse a dirigir la misión, tan temida por muchos, de arrestar a Aníbal en su propia casa.
—Así se hará, si ése es vuestro deseo —dijo el anciano cartaginés inclinándose levemente ante los legados romanos. Éstos devolvieron el saludo y partieron de regreso hacia su barco donde, rodeados por sus legionarios, conseguirían sentirse un poco más seguros. Pero seguían teniendo miedo. Les costaba creer que el pueblo no se levantara contra los miembros del Consejo si el arresto de Aníbal era difundido. Por eso, en cuanto Marco Claudio llegó a la quinquerreme romana se dirigió al capitán del barco con instrucciones.
—Esta noche, o quizá al amanecer, nos traerán un preso. Una vez embarcado debemos partir de inmediato, ¿está claro?
El capitán asintió con vehemencia. El legado descendió hacia su estancia en las entrañas de la nave mientras el capitán compartía con sus oficiales la orden recibida. Marco Claudio había tenido éxito en trasladar no sólo sus órdenes sino también todos sus nervios al capitán, pues éste ordenó redoblar la guardia y estar dispuestos a zarpar lo antes posible.
Giscón ascendió desde el puerto hasta llegar a los pies del montículo de Byrsa. Como la casa de Aníbal se levantaba a los pies de la montaña sólo se podía acceder a la misma por la calle que rodeaba el montículo, por eso Giscón ordenó a un grupo de sus hombres que escalara la ladera del monte y se dispusieran a atacar por la parte trasera de la residencia del sufete de Cartago. Él, por su parte, avanzaría por la calle para enfrentarse con los centinelas nocturnos que estaban apostados en la puerta principal de la casa.
Giscón caminaba en el silencio de la noche arropado por la oscuridad que los envolvía a todos. Era una noche sin luna y ellos un regimiento sin antorchas. Sólo llevaban armas y odio. Giscón había reunido en aquel grupo a los pocos oficiales que habían sobrevivido de su antiguo ejército de Iberia y África. Todos habían sido apartados de la fase final de la guerra por Aníbal y humillados y despreciados en repetidas ocasiones por el sufete y sus fieles. Era el momento de la venganza. Aníbal siempre se había creído mejor que todos ellos, pero eso se había acabado. Giscón había tenido que sufrir primero los desplantes de los hermanos de Aníbal en Hispania y luego los del propio jefe del clan de los Barca cuando éste regresó a África para hacerse cargo de la defensa de Cartago. Y llegó Zama y Aníbal no supo vencer a ese maldito Escipión. Luego vinieron los insultos y acusaciones proferidas por el maldito Aníbal en presencia del Senado y del Consejo de Ancianos, cuando le espetó que sólo sabía vender a hijas, en alusión a la boda de Sofonisba, su preciosa hija, con el rey númida Sífax. Eso dijo Aníbal. Giscón tenía las palabras clavadas como si se las hubieran grabado rasgándole la piel del pecho: «Giscón, debiste casar a tu preciosa hija con Masinisa y no con Sífax. Hasta en eso Escipión supo elegir mejor». Ahora llegaba el momento de la venganza. Giscón se deleitaría viendo el rostro de Aníbal al ser su cuerpo encadenado y entregado a los romanos para que lo despeñaran desde su famosa roca Tarpeya o para que lo torturaran durante meses en las mazmorras del húmedo y maloliente vientre de Roma.
Llegaron a la esquina a partir de la cual se vería la puerta de la casa de Aníbal. Giscón levantó la mano y los que le seguían se detuvieron mientras que los oficiales apostados a intervalos de diez soldados alzaban la mano para que el resto del regimiento hiciera lo mismo y detuviera su marcha. En la oscuridad, no había visibilidad más allá de diez pasos. Eso dificultaba las maniobras de ataque, pero también las facilitaba al hacerles casi invisibles a los ojos de quienes custodiaban la casa de Aníbal. Giscón se asomó por la pared de la esquina de la calle. Sólo se adivinaban, más que verse, dos centinelas situados en la puerta principal. La vanidad de Aníbal jugaba a favor de ellos y en contra del derrotado en Zama, como le gustaba a Giscón llamar a Aníbal cada vez que su mente se detenía en elucubrar una venganza a la altura de las ofensas recibidas durante años.
—Así que sólo sé vender a mi hija —musitó entre dientes Asdrúbal Giscón—. Veremos, maldito Aníbal, si es eso lo único que Giscón sabe hacer. —Y se quedó observando a los centinelas de la entrada y recordó cómo una batalla nocturna fue el principio de su propio declive frente a Escipión; sonrió ante la ironía: un combate nocturno sería el que le devolvería la paz de ánimo.
Aníbal se acostó en la cama. Imilce llevaba ya una hora dormida. Él había permanecido junto a la pequeña mesa de la cama, a la luz de una vela, repasando cuentas sobre ingresos del Estado y gastos causados por los pagos a Roma por un lado y por satisfacer las necesidades de todos los funcionarios al servicio de Cartago, por otro. Luego revisó las entradas sobre las cantidades que se habían reunido en la última cosecha de trigo y calculó las reservas que poseería la ciudad. El cansancio le sobrevino al cabo de un rato y dejó los papeles y las tablillas amontonados unos encima de otros sobre la pequeña mesa. Se ensalivó el pulgar y el índice de la mano derecha y al hacerlo brillaron los anillos consulares que exhibía en sus manos junto con otro pequeño anillo que lucía en el dedo meñique siempre repleto de veneno, siempre dispuesto para el momento preciso si era necesario. Con el pulgar y el índice húmedos apretó la llama de la vela y la luz se extinguió. Por una pequeña ventana apenas entraba un pálido resplandor de las estrellas. Era una noche oscura. Una noche para traiciones. Su casa estaba bien custodiada por soldados fieles a su causa. No tenía claro si serían suficientes centinelas en caso de un ataque nocturno, pero sabía que había tomado todas las decisiones que debían tomarse en momentos tan difíciles. Maharbal e Imilce, en cuyo criterio confiaba cada vez más, habían estado de acuerdo en todo lo que había propuesto para protegerse de los sicarios a quienes el Consejo pudiera asignar la misión de acabar con su vida. Aníbal cerró los ojos e intentó dormir.
Giscón dio la orden y media docena de sus soldados entró en la calle principal. Nada más hacerlo prorrumpieron en el estruendo de lo que fingía ser una canción de borrachos. Se daban palmadas fuertes en la espalda y lanzaban carcajadas afectadas. Los centinelas que custodiaban la puerta de la casa de Aníbal desconfiaron y se pusieron en guardia llevando las manos a las empuñaduras de sus armas, pero aún sin desenfundar. No abandonaron sus posiciones, pero se separaron un par de pasos de la pared para disponer de libertad de movimientos en caso de que fuera preciso defenderse de un ataque. Eran hombres experimentados. Giscón sabía que los hombres que hubiera seleccionado Maharbal y Aníbal no serían guerreros fáciles de abatir y menos aún de poner en fuga, por eso había ideado un ataque nocturno por tres puntos distintos. Los centinelas mantenían la mirada fija en los supuestos borrachos que se acercaban montando una enorme algarabía, por eso no vieron como por el otro extremo de la calle aparecían cuatro arqueros que les apuntaron con la parsimonia que permite el saber que sus objetivos están distraídos. Las cuerdas de los arcos se tensaron y el silbido de las flechas atravesó la noche con certera precisión. Los dos centinelas sintieron sus corazas resquebrajándose por la espalda. Eran sólo corazas de cuero endurecido, insuficientes para detener dardos lanzados desde tan corta distancia y con tanta perfección. Cada uno recibió dos flechas, suficientes para dar de bruces en el suelo con la mayoría de enemigos, pero los hombres de Aníbal eran de otra pasta. Gimieron y ambos, retorciéndose por el dolor, dieron media vuelta para encarar a los enemigos que les habían sorprendido por la espalda. Iban a dar la voz de alarma pero los soldados que fingían estar borrachos se lanzaron sobre ellos y mientras uno sujetaba los hombros otro apuñalaba por la espalda y un tercero cercenaba la garganta; así con cada uno. Los centinelas de la casa de Aníbal cayeron de rodillas. Sus atacantes extrajeron los puñales y depositaron a sus víctimas en el suelo despacio para evitar que hicieran ruido al caer de cara sobre el suelo. Giscón emergió entonces en la calle rodeado por un centenar de hombres. Mientras, por la parte trasera de la casa, otra centena de soldados había dispuesto escalas y empezaba a trepar para acceder a la residencia por aquel extremo. La toma de la casa de Aníbal había dado comienzo.
Imilce tenía el instinto felino de una ibera hija de guerreros indómitos. Su sueño era siempre ligero y se despertó sobresaltada. Como un lince levantó un poco la cabeza despegando su faz de piel morena de la almohada. Se quedó inmóvil, escrutando con su fino oído los movimientos de la noche. Le pareció extraño tanto silencio. Se volvió hacia su esposo. Aníbal dormía plácidamente. Imilce palpó por debajo de la almohada. La espada de su marido estaba allí, dispuesta, como siempre, por si era necesario recurrir a ella. Pensó en despertar a su esposo, pero le pareció absurdo molestarle pues sabía que últimamente le costaba conciliar el sueño y le parecía infantil interrumpirle en su descanso por la sola causa de una intuición. Y sin embargo…
Había varios centinelas más durmiendo en el atrio, pero no llegaron a despertar nunca. Los asaltantes que habían escalado los muros por la parte trasera de la casa les cortaron el cuello antes de que pudieran ni tan siquiera abrir los ojos. Los mismos sicarios que habían ejecutado a la guardia del atrio abrieron la puerta de la entrada principal de la casa. Todo el atrio estaba ya ocupado por más de treinta soldados fieles al Consejo, cuando Giscón cruzó el umbral arropado por otros tantos guerreros. Asdrúbal Giscón señaló las habitaciones.
—Matadlos a todos excepto a Aníbal. A Aníbal lo quiero vivo —dijo en voz baja.
Los soldados del Consejo irrumpieron en cada una de las habitaciones que daban al atrio. Se escucharon entonces los primeros golpes para derribar puertas y algún grito ahogado. La matanza había empezado. Pronto emergerían por una de aquellas entradas sus hombres llevando a Aníbal a rastras, vencido, humillado, quizá medio desnudo. Giscón tenía ganas de deleitarse viendo cómo le golpeaban después de haber matado a su mujer en su propia casa. Aquí una duda le asaltó: debería haber pedido a sus hombres que no mataran a Imilce. No tenía nada personal contra aquella mujer, pero era la esposa de Aníbal y habría estado bien violarla delante de su marido preso.
Imilce había decidido intentar dormir de nuevo cuando escuchó los dos golpes secos en la puerta de su habitación. Aníbal abrió los ojos e, instintivamente, como un gato, se puso en pie, desnudo, pero blandiendo la espada, en guardia, dispuesto a luchar hasta el último instante de vida.
—Ponte detrás de mí —le dijo a su esposa, y la mujer, sin dudarlo, se situó tras él.
La puerta se abrió de par en par.
Los soldados del Consejo regresaron al atrio después de haber registrado todas las habitaciones. Muchos llevaban las espadas goteando sangre. Habían matado a algunos soldados más, fieles a Aníbal, y a una decena de esclavos y esclavas, pero los soldados a los que Giscón miraba con más intensidad regresaban de la estancia principal de la casa con las espadas limpias y una expresión confusa en el rostro.
—¿Dónde está Aníbal? —preguntó Giscón con la boca abierta y aire nervioso, y, ante el silencio de los soldados, repitió la pregunta una y otra vez gritando a cada uno de los guerreros que le rodeaban—. ¿Dónde está Aníbal? ¡Por Baal y todos los dioses! ¿Dónde está Aníbal? ¿Dónde está Aníbal?
En el umbral de la puerta del camarote, Aníbal reconoció enseguida la silueta de su fiel Maharbal. Relajó entonces los músculos, al igual que lo hizo su esposa, y echó la espada sobre la cama.
—Nos has asustado, Maharbal. Por un momento creía que estaban abordando el barco.
—No, lo siento. Falta aún algo para el amanecer, pero es que ha llegado un mensaje desde la ciudad y he pensado que tenías que saber que ha ocurrido todo tal como imaginamos.
—¿Esta misma noche? —inquirió Aníbal sentándose en el borde de la cama.
—Sí —respondió Maharbal con tono triste.
—Han muerto todos, ¿verdad? —preguntó Aníbal.
—Sí. Todos. —Y Maharbal suspiró.
Aníbal sintió la mano de Imilce, suave, sobre su espalda desnuda.
—Lástima; eran buenos hombres —dijo Aníbal apretando los puños—. Buenos hasta el final.
—Parece que el Consejo ha recurrido a Giscón y los suyos. Eran más de trescientos los atacantes.
Aníbal asentía mientras escuchaba las explicaciones de Maharbal.
—Ya no podemos regresar —concluyó Aníbal. Su plan era pasar la noche en el mar, a salvo de un posible ataque. Si éste no se producía siempre podría regresar antes del amanecer y nadie habría sabido nada. Su plan se había mostrado inteligente, pero saberse con vida no era suficiente consuelo. Ya no les quedaba otro camino que el destierro.
—¿Qué hacemos, general?
Aníbal se levantó y empezó a vestirse. Imilce, junto a él, cubierta por una suave túnica, le ayudaba. Maharbal retrocedió hasta quedar de nuevo en el umbral y se volvió hacia un lado para preservar la intimidad del general y su esposa.
—Haremos, Maharbal, lo único que nos dejan hacer —dijo Aníbal en voz alta para que su fiel oficial pudiera escucharle desde la puerta—. Iremos a Asia. Iremos a conocer al tan famoso rey Antíoco III de Siria, al que tanto parecen temer los romanos. No podemos hacer sino aquello por lo que ya nos han juzgado y sentenciado. Ya que padeceremos la pena del destierro por algo que no hemos hecho, lo mejor será, al fin y al cabo, hacerlo de verdad.
—Daré las órdenes al capitán —dijo Maharbal desde la puerta, y desapareció subiendo la escalera que le conducía a cubierta.
—Éste es un camino sin retorno —dijo Aníbal a su esposa, mientras ésta estaba ocupada en ceñirle bien el cinturón que sujetaba la espada. La mujer se irguió y, mirando hacia arriba, pues Aníbal la superaba mucho en estatura, le respondió con la seguridad de quien conoce su destino.
—Hace mucho tiempo que mi vida es un viaje sin retorno. No temo al futuro, sino al pasado. El pasado me quitó a mis padres, a mi ciudad y a mi reino. La guerra se lo llevó todo. El futuro no puede hacerme ya más daño.
Aníbal asintió. Una vez vestido se encaminó hacia la puerta. La abrió y se volvió hacia la habitación. Imilce se había quitado la túnica y desnuda se metía entre las sábanas con los ojos ya cerrados. Pese a la edad seguía teniendo un cuerpo hermoso. Era una lástima que aquella mujer no le hubiera dado un hijo, pero, al mismo tiempo, ¿tenía sentido traer hijos a un mundo gobernado por Roma? Mientras seguía esperando resolver lo primero, decidió concentrarse en cambiar lo segundo. Antíoco III era su nuevo destino: el más poderoso ejército del mundo. Sólo necesitaban un buen general. Había recibido hacía meses una carta firmada por un tal Epífanes, que aseguraba ser consejero del rey Antíoco. De eso era de lo único que era culpable hasta ese momento. Nunca había dado respuesta a aquella misiva, pero ahora había llegado el momento de hacerlo. Aníbal cruzó la bodega del barco repleta de víveres, armas y una colección de estatuas de los dioses Baal, Melqart y Tanit[*], «siempre es bueno tener a los dioses contigo», pensó el veterano general mientras sonreía y ascendía de dos en dos los peldaños de la escalera que daba acceso a cubierta. La verdad era que, convertido en un fugitivo por el Consejo de Ancianos, tenía prisa por llegar a Asia.
Hanón acababa de dar las malas noticias a los legados de Roma. Marco Claudio estaba furioso. Hablaba a gritos al tiempo que caminaba de un extremo a otro de la cubierta de la quinquerreme hasta la que el líder del Consejo de Ancianos de Cartago se había desplazado personalmente para hacer llegar aquel mensaje.
—¡Hay más traidores en Cartago de lo que nunca pensé! ¡Alguien ha advertido a Aníbal! ¡Esto es traición! —aullaba el legado.
El anciano Hanón no parecía inmutarse por la ira de Marco Claudio. Replicó con una calma fría.
—Aníbal es lo suficientemente inteligente para prever que vuestra embajada no era lo que simulabais ser. La guerra le ha enseñado a ser precavido y no creo que nadie de los nuestros le haya avisado pero, en cualquier caso, eso carece de importancia.
—¿Ah, sí? ¿Eso crees? —le espetó Marco Claudio deteniéndose justo frente a Hanón—. Si alguien ha avisado a Aníbal eso es traición a Roma y la traición a Roma se paga con la muerte. ¿Qué puede haber más importante que averiguar cómo ha sabido Aníbal lo que iba a ocurrir?
Hanón suspiró. ¿Cómo era posible que con romanos tan estúpidos no hubieran podido ganar la guerra? Rápidamente concluyó que no todos los romanos serían igual de simples, pero el caso era que el apresamiento de Aníbal había fracasado, aunque parecía que era necesario repetirlo varias veces para que aquel obtuso legado romano lo entendiera. Hanón suspiró antes de responder.
—Es más importante, legado, evitar que Aníbal llegue a Asia. Si yo fuera romano, eso es lo que me quitaría el sueño. Si Antíoco acepta a Aníbal como general de su ejército no sé si tendréis esta vez legiones suficientes para detenerle. Cartago ha expulsado a Aníbal. Más no podemos hacer ya. —Y dio media vuelta y empezó a descender por la pasarela. En el fondo de su alma, Hanón estaba contento, pese a todo, de que Aníbal hubiera escapado. Eso, sin duda, tendría a los romanos ocupados durante meses, quizá años. Quizá así se olvidarían un poco de la propia Cartago y podrían tener, al fin, un poco de paz en orden y sin nadie que intentara sublevar al pueblo.