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La lex Oppia[*] y la amenaza de África

Roma, principios de febrero de 196 a. C.

Desde la Via Nomentana[*] y la Via Tirbutina Vetus por el norte, desde la Via Labicana[*] y la Via Tusculana[*] por el este, y desde el Vicus Tuscus[*] y el Clivus Victoriae[*] desde el sur, centenares de mujeres caminaban en dirección al foro, hasta el punto que Catón, para cruzarlo desde el sur, pues había acudido a casa Graco en el Clivus Victoriae para preparar la sesión del senado de aquella mañana, tuvo que pasar por entre estrechos pasillos que dejaban las matronas de Roma para que los senadores, tribunos y magistrados de toda condición pudieran pasar y llegar al edificio de la Curia, al norte del foro; eso sí, no sin antes haberse visto obligados a escuchar sus insistentes peticiones de que la lex Oppia se aboliera para siempre.

El Senado, en medio de la guerra contra Aníbal, en una Roma aterrorizada y donde todos los esfuerzos se dedicaban a ayudar al Estado para que con las legiones se salvara a la ciudad del desastre absoluto, promulgó una ley que prohibía que las mujeres de Roma pasearan por la ciudad exhibiendo preciadas joyas o que usaran carruajes en sus desplazamientos, entre una larga serie de normas de austeridad que se pensaron entonces adecuadas y que fueron aceptadas por las propias mujeres en las turbulencias de un pasado reciente donde lo importante era sobrevivir. Era lógico que en aquellos años se le pusiera coto a exhibiciones de lujo cuando todos estaban recibiendo noticias funestas de hermanos o padres o primos o amigos que habían caído en el frente de guerra, cuando los entierros eran la moneda común del día a día y cuando en todas las colinas de Roma se lloraba incesantemente por los muertos que ya nunca volverían con sus allegados. Pero la guerra pasó y el dolor de la ausencia de los que ya no estaban se fue diluyendo en medio de una ciudad cada vez más rica y más poderosa a la que llegaba el lujo en mil formas diferentes para ser disfrutado: Marcelo inundó la ciudad con las espectaculares estatuas de Siracusa, había grano en abundancia, pan para todos, juegos y festividades en todo momento, obras de teatro, luchas de gladiadores, mimos, banquetes públicos y privados donde se degustaban comidas exóticas servidas en salsas desconocidas hasta entonces como el garum[*] que fluía desde Hispania en grandes barcos mercantes, y el oro y la plata y joyas de todo tipo eran adquiridas por las familias patricias y por los plebeyos enriquecidos por el control del comercio del Mediterráneo occidental. Roma bullía en un lujo que, sin embargo, no se podía exhibir en público en forma de joyas o grandes carruajes por unas matronas romanas que se veían sujetas a una ley que todas las mujeres romanas consideraban ya anticuada y obsoleta. Sin embargo, todo se puede sobrellevar cuando no existe el agravio de la comparación, pero cuando desde las diferentes regiones de Italia o desde otras partes del mundo llegaban mujeres acompañando a embajadores extranjeros o a mercaderes fenicios, griegos, iberos, masaliotas o de cualquier otra parte, éstas se paseaban por las calles de Roma exhibiendo sin tapujos todo el lujo que les era posible mostrar; fue entonces cuando las matronas de Roma se rebelaron: si las itálicas o las griegas o las fenicias o las masaliotas o las etruscas o las de Tarento o las de Capua o las de cualquier otra ciudad podían portar sobre sus cuellos, brazos y muñecas todo tipo de piedras preciosas y cruzar la ciudad no ya sólo en litera sino también en hermosos carruajes, ¿cómo no iban a poder hacerlo ellas y más aún tratándose de su propia ciudad? El conflicto estaba servido.

Catón llegó indignado a la plaza del Comitium y su enfado se incrementó aún más cuando observó que sólo los legionarios de las legiones urbanae podían contener a las esposas, madres, hijas y hermanas de Roma entre los Rostra[*] y la Graecostasis. Cruzó así el adusto senador de Tusculum por un Comitium vacío de mujeres y en su ausencia encontró algo de sosiego después de haber tenido que escuchar una y mil veces ruegos y súplicas de centenares de romanas pidiendo que votara a favor de la propuesta de los tribunos que pedían la abolición de aquella ley de austeridad.

Nada más dar comienzo la sesión, Catón, una vez que se dio lectura formal a la propuesta de los tribunos de la plebe, Marco Fundanio y Lucio Valerio, de derogar la ley de Cayo Opio, hizo lo que se esperaba de él. Se levantó con rapidez de su asiento en el edificio de reuniones del Senado y lanzó un punzante discurso contra aquella propuesta. Sabía que tenía la batalla perdida, pero sabía también que pese a todo debía lucharla. Luego vendría lo realmente importante, al final de la sesión, pero eso, sus enemigos, no debían pensarlo, así que se empleó a fondo, y habló mirando fijamente a los Escipiones y los Emilio-Paulos y Flamininos y todos cuantos sabía que estaban dispuestos a derogar la ley.

—Si cada uno de vosotros, Quirites, hubiese aprendido a mantener sus derechos y su dignidad de marido frente a la propia esposa, tendríamos menos problemas con las mujeres en su conjunto; ahora nuestra libertad, vencida en casa por la insubordinación de la mujer, es machacada y pisoteada incluso aquí en el foro, y como no fuimos capaces de controlarlas individualmente, nos aterrorizan todas a la vez. (…) La verdad, he sentido cierto rubor cuando hace poco he llegado hasta el foro por entre un ejército de mujeres. Y si, por respeto (…) no me hubiese contenido (…) les habría dicho: «¿Qué manera de comportaros es esta de salir en público a la carrera, invadir las calles e interpelar a los maridos de otras? ¿No pudisteis hacer este mismo ruego en casa cada una al suyo? ¿O es que sois más convincentes en público que en privado, y con los extraños más que con los vuestros?». (…) Nuestros mayores quisieron que las mujeres no intervinieran en ningún asunto, ni siquiera de carácter privado, más que a través de la tutela de un representante legal; que estuvieran bajo la tutela de padres, hermanos o maridos. Nosotros, si así place a los dioses, incluso les estamos permitiendo ya intervenir en los asuntos públicos y poco menos que inmiscuirse en el foro, en las reuniones y en los comicios. (…) [La lex Oppia] es una pequeñísima muestra de lo que, impuesto por la costumbre o por las leyes, soportan las mujeres a regañadientes. Lo que añoran es la libertad total, o más bien, si queremos decir las cosas como son, el libertinaje. Realmente, si en esto se salen con la suya, ¿qué no intentarán? (…) Quisiera, no obstante, que se me dijera cuál es el motivo que ha llevado a las matronas a presentarse en público a la carrera, de forma tumultuosa, faltando poco para que entrasen en el foro e interviniesen en las asambleas. ¿Para que se rescate a sus padres, maridos, hijos, hermanos, prisioneros de Aníbal? Semejante trance está lejos, y ojalá lo esté siempre, de nuestra nación; pero, sin embargo, cuando se dio el caso, dijisteis no a sus piadosos ruegos. Pero no fue la piedad ni la preocupación por los suyos lo que las ha congregado. (…) ¿Qué excusa (…) se aduce para este amotinamiento de las mujeres? «Queremos estar radiantes con el oro y la púrpura, —se dice—, y desplazarnos en carruaje por la ciudad los días de fiesta y los de diario, en una especie de desfile triunfal sobre la ley vencida y abrogada y sobre vuestros sufragios, apresados y anulados; queremos que no haya límite alguno para el gasto y el despilfarro». (…) Cuanto mejor y más boyante es cada día que pasa la situación del país, cuanto más se ensancha nuestro imperio (…) más me estremezco por temor a que todo esto nos esclavice en lugar de hacernos nosotros sus dueños. Las estatuas procedentes de Siracusa, creedme, fueron enseñas enemigas introducidas en nuestra ciudad. Son ya demasiadas las personas a las que oigo ponderar en tono admirativo las obras de arte de Corinto y Atenas y reírse de las antefijas de arcilla de los dioses romanos. (…) Nuestros padres recuerdan como Pirro, por medio de su emisario Cineas, trató de ganarse a base de regalos la voluntad no sólo de los hombres sino de las mujeres. Todavía no se había promulgado la lex Oppia para refrenar el despilfarro femenino, y, sin embargo, ninguna aceptó. (…) Si Cineas recorriera ahora la ciudad con aquellos regalos, encontraría de pie en las calles mujeres dispuestas a aceptarlos. (…) ¿Queréis provocar esta rivalidad entre vuestras esposas, patres conscripti, de forma que las ricas quieran tener lo que no está al alcance de ninguna otra, y las pobres, para no sentirse humilladas por ese motivo, vayan más allá de sus posibilidades? (…) Mi opinión es que la lex Oppia de ningún modo debe ser derogada; y quisiera que los dioses todos hagan que sea para bien lo que vosotros decidáis.[7]

Con esas palabras, Catón lanzó su dura proclama contra las mujeres de Roma en donde sabía que no ganaría simpatías entre los miembros del sexo opuesto, pero eso era algo que no le importaba porque las mujeres no intervenían en los asuntos importantes del Estado.

A su discurso los tribunos opusieron decenas de ideas para compensar cada uno de los puntos presentados por el senador conservador. Lucio Valerio estuvo especialmente brillante aquella mañana y a las supuestas ansias de las mujeres por exhibirse y la sugerencia de Catón con relación a que aceptarían las dádivas de cualquier rey extranjero, el tribuno repuso con habilidad que ésas a las que Catón criticaba con tanta saña eran las mismas mujeres que en el pasado, en medio de la guerra contra Aníbal, entregaron su oro, su plata y todas sus joyas para que el estado tuviera dinero y recursos suficientes para financiar nuevas levas y la forja de nuevas armas para más legionarios; añadió que eran las mismas esposas, madres, hijas o hermanas de los que habían caído en el frente de guerra y que merecían, cuando menos, un respeto y que, en consecuencia, eran ofensivas las insinuaciones de debilidad de las mujeres ante el enemigo que había hecho Catón. Añadió Lucio Valerio que era frecuente dictar leyes especiales en la guerra y luego cambiarlas en la paz y que, en consecuencia, lo que las mujeres pedían no era, en modo alguno, algo que rompiera con las costumbres de Roma. Y defendió al fin que si las mujeres habían sabido ser castas y discretas durante siglos, sin lex Oppia, ¿por qué habrían de dejar de serlo por derogar una norma que se dictó en circunstancias tan extremas y que sólo había estado funcionando unos pocos años? ¿O es que Catón pensaba que las mujeres de Roma ya no merecen el respeto de sus maridos, hijos, esposos y hermanos?

Catón perdió la votación por una amplia mayoría. Sólo Graco, su primo Lucio Porcio, Spurino, Quinto Petilio y otros pocos fieles se mantuvieron a su lado en un asunto tan espinoso. Pero era de esperar. Catón no se arredró y aceptó con dignidad el resultado de la votación a la espera del siguiente asunto que debía debatirse. En el exterior de la Curia Hostilia[*] se escuchaban los gritos de júbilo de las mujeres de Roma, pues el resultado de la votación llegó al exterior con sorprendente rapidez, pero a Catón aquello no le importaba. Tenía que ceder ahí como cedió en sus principios al contratar obras de teatro cuando era edil y promover los juegos plebeyos y algún gran banquete público y, en lo referente a las mujeres, éstas eran, por definición, unas simples. Se contentaban con poca cosa y poca cosa era lo que se les había dado. Los asuntos realmente importantes venían ahora y en ellos nunca interferiría una mujer. No había nacido en Roma la mujer que de una manera u otra, ni tan siquiera usando todas las poderosas armas de la seducción, pudiera, en modo alguno, interferir en sus planes. La estrategia de Catón era lenta y a largo plazo para socavar el poder de los Escipiones. Todo llegaría, y para satisfacción suya, su gran enemigo, Publio Cornelio Escipión, por muy princeps senatus que fuese ahora tras la reciente muerte del viejo Quinto Fulvio, sólo había tenido un hijo y dos hijas. El hijo, según se decía por todas partes, era débil y las hijas no contaban. Ninguno de aquellos vástagos del gran Africanus le producía temor. Si se acababa con el padre se acabaría con su estirpe.

En el interior de la Curia, los senadores murmuraban sobre todo lo ocurrido, pero nadie marchaba en espera del que debía ser el debate fuerte de aquel día. Algo mucho más importante que si las mujeres pueden o no lucir ciertas joyas o pasear en carruajes por la ciudad; algo de consecuencias aún difíciles de imaginar que debía ser discutido en aquella misma jornada: habían llegado varios mensajeros desde Cartago asegurando que Aníbal había pactado en secreto con el rey Antíoco de Siria para lanzar un ataque conjunto sobre Roma.

Para algunos era aún difícil de imaginar que Cartago pudiera haberse recuperado lo suficiente como para estar en condiciones de iniciar una nueva guerra contra Roma y para casi todos era inimaginable que Antíoco pudiera plantearse seriamente cruzar el Helesponto y avanzar más allá de Asia Menor para invadir Grecia. Pero aquél era un mundo en constante cambio y todo era posible. Y lo que todos compartían era un miedo irracional cada vez que en el Senado de Roma alguien pronunciaba el nombre de Aníbal. Y escuchar que Aníbal podía estar al lado de Antíoco era algo que a nadie dejaba indiferente. Sólo unos pocos parecían disentir de aquella creciente preocupación. Escipión era el más destacado de los que se oponían a que el Estado interviniera en lo que él consideraba un asunto menor, una cuestión interna de la política de Cartago. Claro que a él, muy al contrario que a la mayoría del resto de senadores, no se le ponían los pelos de punta cada vez que se mencionaba el nombre de Aníbal. No es que no le respetara, ni mucho menos. Los enfrentamientos que había sostenido con él en el pasado le hacían ver que era un enemigo temible, muy difícil de batir, pero no lo veía como la reencarnación de la maldición que la reina Dido de Cartago lanzara sobre el mítico Eneas hacía siglos, como pensaban muchos de los allí presentes.

Catón acababa de perder una votación, así que dejó pasar un tiempo antes de volver a intervenir, pero lo tenía todo preparado. Primero Tiberio Sempronio Graco, tal y como habían acordado en la entrevista de la mañana, hizo una introducción al tema poniendo énfasis en que las informaciones con respecto al trato que se había realizado entre Aníbal y Antíoco III de Siria procedían de miembros del propio Consejo de los Ciento Cuatro de Cartago, la máxima autoridad gobernante en aquella ciudad, pues todos sabían que el sufetato, como en Roma el consulado, estaba sujeto a la autoridad del Senado y de dicho Consejo de Ancianos. Graco subrayó la importancia de las fuentes de la información y que por ello estaban en la obligación de asegurarse sobre la existencia de dicho pacto y si en efecto tal entendimiento entre Aníbal y Antíoco era cierto actuar en consecuencia. Una vez terminado su discurso el joven Graco volvió a sentarse, justo detrás de Marco Porcio Catón y sus más fieles seguidores. Catón se volvió y le saludó cabeceando levemente. Graco correspondió con otro saludo.

En el otro extremo de la gran sala central de la Curia Hostilia, Publio Cornelio Escipión, junto con su hermano Lucio, Cayo Lelio y su cuñado Lucio Emilio Paulo, observaba la escena intrigado. En calidad de princeps senatus, podía intervenir cuando lo deseara, pero quería ver antes en qué sentido se orientaba el debate. Graco, como siempre, un instrumento en manos de Catón, se había limitado a presentar unos supuestos hechos que muchos consideraban ciertos mientras que, hasta el momento, todavía nadie había empleado la manipulación y la tergiversación. Eso se lo reservaban para los Petilios o quizá para el propio Catón.

Se levantó entonces Quinto Petilio Spurino y fue directamente al punto donde querían llegar Catón, Graco y el resto de sus seguidores.

—Tiberio Sempronio Graco nos ha resumido de forma acertada, queridos patres conscripti, la situación en Cartago. Ahora lo que debemos hacer es actuar y actuar pronto. No, no podemos mirar hacia otro lado, pese a que veo caras de perplejidad entre algunos senadores por la importancia que yo y Graco y otros damos a este asunto. —Y miraba hacia el princeps senatus y sus correligionarios—. No es un asunto menor. Probablemente, sea todo lo contrario. Seguramente la alianza entre Aníbal y el cada vez más poderoso rey de Oriente sea el asunto más peligroso para nuestra amada Roma: Aníbal nos guarda un rencor total y no olvida; si en el pasado reciente se hubiera llevado a término la tarea de derrotar y atrapar a ese maldito criminal sediento de sangre romana ahora no nos veríamos en este nuevo desagradable trance. —Un murmullo se extendió entre las filas de los senadores que rodeaban a Escipión; Publio, no obstante, permanecía en silencio—. Pero sea, las cosas son como son y ahora tenemos que afrontar este nuevo peligro. No todo está perdido. Está claro que entre los cartagineses hay quienes han aprendido la lección y no desean un nuevo enfrentamiento contra Roma, pero también los hay, y muchos, que están dispuestos a una guerra. Evidentemente podemos vencerles, como ya hemos hecho en el pasado en dos ocasiones, pero una alianza con el rey de Oriente es algo muy temible. El ejército de Antíoco III no es el de Filipo V. —Spurino estaba dispuesto ahora a infravalorar la victoria de Flaminino, amigo de los Escipiones, para terminar así su lista de desprecios a los que ocupaban el otro extremo de la gran sala de la Curia—. Filipo V apenas podía reunir unos miles de hoplitas que hacía combatir de forma antigua y así poco pudo hacer frente a nuestras aguerridas y mucho más ágiles legiones, pero Antíoco, queridos patres conscripti, Antíoco es algo mucho más serio. El rey de Oriente puede reunir soldados desde el río Indo hasta el mar Egeo, desde las montañas del Cáucaso hasta mares lejanos que nosotros desconocemos. Dispone de elefantes, y en gran número, proporcionados por los reyes indios que le rinden pleitesía y dispone de unidades de élite. El rey de Oriente tiene arqueros a millares, y los terribles catafractos, la caballería acorazada, que literalmente arrasó al ejército de Egipto como si se tratara de un grupo de mujeres asustadas y todas esas fuerzas combinadas y bajo la dirección de Aníbal pueden llevarnos a nuestra destrucción. De modo que yo propongo que se vote ahora mismo que una comisión del Senado vaya a Cartago y, en colaboración con el Consejo de Ancianos de la ciudad, detenga a Aníbal y así conjuremos al menos una parte de este gran peligro que se cierne sobre nosotros. La detención de Aníbal servirá también de aviso al rey Antíoco.

Spurino dio media vuelta y retornó a su asiento. Muchos de los senadores asentían con claridad mientras que los más próximos a Spurino le daban palmadas en la espalda y le felicitaban por su intervención. Hubo una pausa en la que nadie se puso en pie para hablar y el presidente de la sesión estaba a punto de ordenar una votación sobre la propuesta de Spurino cuando, de súbito, Publio Cornelio Escipión, el princeps senatus, se alzó, dio un paso hacia delante y empezó a hablar.

—Spurino y Graco nos hablan de un gran peligro, patres conscripti, pero yo sólo veo una ciudad debilitada por la guerra del pasado, Cartago, envuelta en disputas internas promovidas por la envidia que conducen a que sus gobernantes se traicionen entre sí. En todo lo que se ha explicado sólo veo que Aníbal, sufete de Cartago, quiere ser vendido por el Consejo de Ancianos de su ciudad, seguramente porque las últimas subidas de impuestos que ha promovido Aníbal para hacer efectivas las indemnizaciones de guerra para con nosotros han recaído de forma especial sobre esos ricos consejeros que no quieren ver sus riquezas reducidas. Eso es todo lo que hay en Cartago. En Asia, es cierto, el rey Antíoco ha atacado Egipto y destruido su ejército. No negaré yo que ese asunto sea serio. Sí, estoy de acuerdo en que algo debe hacerse con respecto a Asia para evitar que Antíoco siga atacando otros pueblos que pueden ser amigos de Roma. Allí es donde debemos enviar una misión del Senado, no a Cartago. Al igual que debemos ocuparnos de los levantamientos de Hispania, de donde proviene gran parte de nuestro oro y plata. Pero no debemos malgastar nuestra energía con las rencillas internas de Cartago. Es muy contrario a la dignidad de Roma rebajarse a hacer el trabajo sucio que otros no quieren hacer por sí mismos. Si el Consejo de Ancianos tiene diferencias con Aníbal, el sufete elegido por los ciudadanos de su ciudad, que las resuelvan entre ellos. Me parece humillante intervenir en semejantes disputas.

Y Publio Cornelio Escipión se sentó entre los suyos, que le hacían gestos de apreciación por sus palabras. Muchos sentían que todo lo que había dicho era muy cierto y, aunque temían una posible alianza entre Aníbal y Antíoco, estaban también persuadidos de que esa alianza no existía más que en la imaginación de los más cobardes de aquella sala que sólo buscaban cualquier excusa para desprestigiar las acciones pasadas de su líder, Africanus. Todo parecía que iba a quedar en nada, y que se pasaría a debatir sobre la misión que debería enviarse a Asia o sobre cuántas legiones serían necesarias para detener el levantamiento de los iberos, cuando Marco Porcio Catón pidió la palabra y el presidente se la concedió.

Catón se levantó, pero no se separó ni un paso de su asiento.

—Senadores de Roma, patres et conscripti, no caigáis en la confusión en la que, pese a su experiencia, parece vivir nuestro respetado princeps senatus. Ya no se trata de si existe o no la alianza entre Aníbal y Antíoco; a mí me basta con que exista la posibilidad de que eso, algún nefando día, llegue a ser cierto. Esa alianza, todos estaréis de acuerdo, es un peligro potencial. Acabáis de derogar la lex Oppia, sea; contra mi criterio, pero sea, yo acepto las votaciones del Senado. No insistí más en ello porque hay cosas mucho más importantes que decidir que si las mujeres pueden o no exhibirse de forma lujosa, excéntrica, a mi parecer, por las calles de nuestra ciudad, pero ya que queréis vivir en esa ilusión de un mundo donde las mujeres puedan pasear sin preocupación alguna, ya que queréis ese festín de lujo a vuestro alrededor, sed al menos consecuentes y garantizad las fronteras de Roma. El Consejo de Ancianos de Cartago, por el motivo que sea, a mí eso me da igual, aunque aquí haya quien parezca estar más preocupado por lo que piensan en Cartago que por lo que pensamos aquí —y miró a Publio directamente, sólo un instante, para de nuevo dirigirse al conjunto de senadores alzando con fuerza el volumen de su voz—, si el Consejo de Ancianos, decía, quiere entregarnos a Aníbal, no seamos tan incautos de dejar pasar esta ocasión. Apresémosle, traigámosle aquí, juzguémosle y ejecutémosle de una vez por todas ante el gran pueblo de Roma por todas sus múltiples fechorías y crímenes del pasado reciente. —Y levantó los brazos y decenas de Senadores aclamaron su propuesta; y es que el terror a Aníbal era aún tremendo y era tan fácil encenderlo para alimentar el deseo perpetuo de casi todos los romanos de ver al general púnico siendo despeñado desde la roca Tarpeya como el rey Sífax, que Catón no dudó en recurrir a ese sentimiento para apoyar la propuesta de Spurino. Catón permaneció con los brazos en alto hasta que la última de las voces que aplaudían sus palabras se acalló. El presidente rogó al veterano senador de Tusculum que volviera a sentarse. Catón aceptó y la votación se inició de inmediato.

Catón había perdido la votación de la lex Oppia, pero ganó con un gran margen la votación sobre la moción de Spurino. Al día siguiente saldría una misión del Senado hacia Cartago para prender a Aníbal y traerlo a Roma. Para preservar la seguridad de la misión y no despertar las sospechas de Aníbal, acudirían en calidad de embajadores, pero el Consejo de Ancianos sería informado del auténtico objetivo de aquellos emisarios de Roma.