El nuevo sufete de Cartago
Cartago, enero de 196 a. C.
Seis años después de la derrota de Zama, Aníbal consiguió su objetivo de ser elegido sufete de Cartago. La elección fue compleja porque el Senado cartaginés seguía profundamente dividido entre la facción que apoyaba a los Barca y sus planes de regenerar la ciudad incluso saltándose los límites impuestos por Roma tras la guerra y, por otro lado, los senadores, apoyados por el Consejo de los Ciento Cuatro Ancianos, que defendían que era mejor avanzar en esa recuperación de forma más lenta y evitar despertar de nuevo la animadversión de Roma. Fuera como fuera, aunque por poco, y sobre todo debido a la presión popular, Aníbal salió victorioso en el Senado púnico. Y es que el pueblo estaba cansado de pagar impuestos sobrecargados en los últimos años para costear las inmensas sumas de oro y plata que se debían entregar a los romanos en concepto de indemnización por los daños causados durante la guerra.
Aníbal entró en su nuevo cargo como más temían sus enemigos políticos y, en especial, el Consejo de Ancianos: como un torrente que amenazaba con llevarse por delante todo lo realizado durante los últimos años de administraciones controladas por el Consejo que, mediante maniobras corruptas, habían estado manipulando las cuentas del Estado en favor de los grandes oligarcas de Cartago. Algunos miembros del Consejo, en sus debates secretos, se mostraron confiados en que la inexperiencia de Aníbal en tareas administrativas daría al traste con las pretensiones del general de detectar dónde se encontraban los fallos en el sistema que impedían, año tras año, pagar convenientemente las indemnizaciones de guerra estipuladas en los acuerdos de paz con Roma. Otros miembros del Consejo, más prudentes, más cautos, evitaron pronunciarse y abogaron por esperar a ver de qué forma conducía el líder de los Barca su gestión de gobierno. Para sorpresa de unos y otros, Aníbal sólo tardó unos días en convocar al cuestor general de Cartago.
El nuevo sufete aguardaba desde el amanecer la llegada del contable responsable de las cuentas del Estado durante los últimos años, pero éste, en un acto claramente hostil a los Barca, decidió no acudir a la entrevista solicitada por Aníbal y envió un mensaje al sufete cargado de desconfianza y desprecio. Un soldado nervioso entregó al sufete de Cartago la tablilla enviada por el cuestor. Aníbal la leyó despacio y luego la depositó junto a una mesa situada a su derecha. Sobre la mesa había una jarra de agua y un vaso. El sufete de Cartago se levantó despacio y él mismo se sirvió. Bebió con ganas. Era una mañana calurosa pese al invierno y en la estancia asignada al sufete para recibir a los diferentes representantes del Senado, del Consejo de los jueces o de cualquier otro funcionario público, no corría el aire. El agua le sentó bien. Junto con Aníbal se encontraba Maharbal, en pie, en un lado de la gran sala, y, al fondo, media docena de soldados armados seleccionados por el propio Maharbal entre los veteranos supervivientes a las campañas de Iberia, Italia y Zama. No eran muchos los que reunían tal capacidad de sobrevivir al destino, pero el centenar de hombres que se ajustaban a esa descripción, una mezcla de cartagineses, númidas, iberos y galos, se habían constituido en una guardia personal del sufete que le escoltaba en todos sus desplazamientos por la ciudad.
Aníbal dejó el vaso, vacío ya, sobre la mesa y se dirigió a Maharbal.
—El cuestor no va a venir.
Maharbal se sentía obligado a decir algo y más cuando la voz del general transmitía decepción.
—¿Es eso lo que dice el mensaje?
Aníbal asintió y añadió una explicación adicional.
—El cuestor se escuda en la ley que sólo le hace responsable ante el Consejo de Ancianos. —Y continuó sonriendo mientras se servía otro vaso de agua—. Dice que si quiero convocarle tendré que hacerlo solicitándolo al Consejo.
—El Consejo nunca accederá.
—No. —Y el sufete bebió su segundo vaso de agua—. No, no van a convocar para que responda ante mí a quien no ha hecho sino prevaricar para evitar que los miembros del Consejo y sus senadores afines paguen los impuestos que les corresponden para satisfacer los pagos de indemnización a Roma y que, en su lugar, lo que ha hecho es aumentar los impuestos del pueblo para compensar la falta de dinero. —Y suspiró—. Creo que de esta forma no vamos a conseguir mucho. —Y se sentó de nuevo junto a la mesa.
Maharbal, que no sabía ya bien qué decir, hizo un comentario con el que rellenar el silencio.
—El aire no corre por esta sala desde hace días.
Aníbal, sentado, inmóvil, con la mirada de su único ojo sano, le respondió con la rotundidad de quien acaba de ver las cosas con lucidez.
—El aire, Maharbal, no corre por esta sala ni por todo Cartago desde hace años. El aire está estancado, corrompido y pronto nos asfixiaremos todos en él, los que sufrimos las ventanas cerradas y los que las mantienen así, pero eso se va a acabar empezando por hoy mismo. —Y levantó su ojo, sin alzar un ápice el cuello, mirando a Maharbal casi de reojo—. Coge unos hombres y encarcela al cuestor.
Maharbal tragó saliva.
—¿Bajo qué acusación? La ley le ampara en lo de no venir a la entrevista —Aníbal, sin dejar de mirarle, le interrumpió.
—Acusado de malversación de las arcas del Estado… —Pero no estaba satisfecho y meditó un instante antes de apostillar con decisión—. Acusado de traición.
La pena por traición era la muerte. Maharbal miraba a Aníbal con los ojos abiertos de par en par. Los soldados que escuchaban desde la puerta se quedaron más inmóviles si cabe de lo que ya estaban, pues dejaron de respirar. El sufete de Cartago, mientras veía a Maharbal saludarle militarmente, girar sobre sí mismo y partir para cumplir las órdenes, habló a las paredes de la estancia con la seguridad de quien sabe que acaba de dar comienzo a una nueva guerra: una guerra civil larvada, no declarada, sin concesiones y de desenlace incierto. Pero cualquier cosa era mejor que quedarse de brazos cruzados.
La reacción del Consejo de los Ciento Cuatro no se hizo esperar y a la mañana siguiente los Ancianos convocaron al Senado de la ciudad. Varios senadores partidarios del Consejo y de la forma en la que se había gobernado la ciudad desde la derrota contra Roma arremetieron frontalmente contra el nuevo sufete. Aníbal escuchaba en silencio sentado en uno de los bancos laterales del cónclave. Aguardó con paciencia hasta que concluyeron todos y cada uno de los discursos preparados por sus enemigos políticos. Se le acusaba de todo: de manipular las instituciones del Estado, de querer enfrentar al pueblo con el Consejo al acusar al cuestor general de malversación y traición; se le conminaba a retractarse y a liberar al responsable de las cuentas, un venerable funcionario que el año siguiente, de acuerdo con las leyes de la ciudad, entraría a formar parte del Consejo de Ancianos como miembro de pleno derecho y con carácter vitalicio, como el resto de miembros del Consejo que una vez eran admitidos disfrutaban de los privilegios del cargo para toda la vida. Aníbal no replicó durante toda la retahíla de ataques vejatorios contra su persona ni tampoco puso mala cara ni dejó entrever en su faz indiferencia. Escuchó con atención a todos manteniendo una expresión seria, grave pero siempre firme, resuelta. Al fin tomó la palabra. Se levantó y se situó en el centro del gran Senado de Cartago. Dio un giro lento de 360 grados y paseó su mirada por los rostros de los senadores. Muchas caras enemigas.
—Senadores de Cartago —empezó Aníbal Barca con una voz potente, la misma voz acostumbrada a arengar a millares de soldados justo antes de una gran batalla—. Senadores de Cartago, he servido a mi patria desde que nací. Primero en Iberia, a la que reduje hasta que de sus minas de oro y plata manaban minerales preciosos que siempre terminaban en las arcas del Estado; luego en Italia, donde hice tanto daño a nuestro eterno enemigo que aún nos temen pese a negarnos la posibilidad de disponer de una flota o de los soldados necesarios siquiera para defender nuestras fronteras, y, finalmente serví aquí, en África, donde combatí contra los romanos con las fuerzas que pusisteis a mi mando. Mis dos hermanos murieron en el campo de batalla, como lo hizo mi padre; he perdido un ojo, tengo mil heridas por todo mi cuerpo, me atravesó una lanza en Sagunto, pero todo eso no me importa porque son sufrimientos que padecí con orgullo porque servía a mi patria. Pero ahora tengo que aguantar con paciencia que se me acuse de traidor y eso dicho por labios de personas que no pueden exhibir ni una sola herida de guerra ni un solo rasguño aunque fuera al tropezarse con su propia mentira, miseria y acusaciones falsas. —El Senado estalló en un tropel de gritos que llovían sobre un Aníbal en pie, manos en jarras, desafiante que en lugar de callar gritó aún más que todos ellos juntos—. ¡Los gritos nunca me han asustado y los de los cobardes aún menos! ¡El cuestor está en la cárcel y en la cárcel seguirá por mentir a los ciudadanos de Cartago, por malversar las cuentas para ocultar que unos pocos ricos, senadores y miembros del Consejo llevan años sin contribuir al pago de las indemnizaciones de guerra! —Y seguían gritando y Aníbal aún más y, sorprendentemente, fue Aníbal el que hizo que su voz callara a todo el resto, quizá porque era la voz de la verdad—. ¡Muchos de los que me insultáis no estáis pagando al Estado! ¡Y yo pregunto! ¡Por Baal, yo pregunto! ¿Qué pasará cuando el pueblo sepa de estas malversaciones? A mí me podéis decir lo que queráis, pero ¿qué les vais a decir a los cartagineses, a los labradores, a los comerciantes, a los artesanos, a los pescadores, a los soldados, qué les vais a decir a las mujeres y a los niños de Cartago, a todos ellos, a los que lleváis seis años exigiéndoles más y más esfuerzos para pagar unas indemnizaciones a las que vosotros, vosotros, los que más tenéis, no contribuís como os corresponde? —Y Aníbal se detuvo para escuchar el silencio más tenso en aquel Senado, sólo comparable al que precedió a la declaración de guerra que Quinto Fabio Máximo les espetó allí mismo hacía ya más de veinte años; desde entonces no se había vuelto a vivir una sesión tan tensa como aquélla—. Ahora calláis, ahora parece que os faltan las palabras. Ya he informado a varios representantes de la Asamblea del Pueblo sobre todo lo ocurrido con las cuentas del Estado estos últimos años y será ante el pueblo ante quien el Consejo deberá rendir cuentas y muchos de vosotros también. Voy a hacer dos cosas: primero exigiré los pagos pendientes a todos aquéllos de vosotros y del Consejo de Ancianos que aún no habéis satisfecho desde hace seis años y hasta que todo ese dinero no se recupere no cobraré ni una sola moneda más de impuestos a ningún ciudadano de Cartago; con el dinero que recaude satisfaré con creces los pagos a Roma y, a partir de ahí, reconstruiré el poder de Cartago; eso primero, y luego… —Aníbal se detuvo mientras veía como muchos senadores negaban con la cabeza ante lo que no dudó en responder antes de hacer pública su segunda y más audaz propuesta—. Y me da igual que digáis que no con la cabeza pues, si es preciso, enviaré los mismos soldados que han metido al cuestor en la cárcel a que vayan visitándoos uno a uno en vuestras casas hasta que las arcas del Estado reciban todo el dinero que deberían haber acumulado estos años y… —Nuevos insultos y gritos a los que Aníbal respondió con su segunda propuesta proyectándola con el máximo de potencia de su voz entrenada a dar discursos en amplias llanuras, estrechos valles, luchando contra el viento, la lluvia o las tormentas—. ¡Y en segundo lugar aprobaré una ley por la cual los miembros del Consejo de Ancianos serán elegidos anualmente y sin posibilidad de repetir en el cargo! ¡Aprobaré esa ley y se reemplazará a todo el Consejo de Ancianos! —Aquí los senadores pasaron de las palabras a los insultos, pero una docena de soldados veteranos de los ejércitos de Aníbal le rodearon y le escoltaron hasta la salida. El general no miró hacia atrás. Ni le sorprendía la reacción de los senadores ni le importaba ya demasiado. Sabía que no era ya aquel Senado el lugar donde debía centrar sus reformas. El pueblo y sólo el pueblo de Cartago debería abrir la ventana del futuro.
Caída la noche, el anciano Hanón, fuertemente custodiado por dos decenas de soldados favorables a la causa del Senado y del Consejo de los Ciento Cuatro, llegó hasta la residencia de Aníbal. El anciano miró de arriba abajo la entrada a la casa. No le gustó lo que vio. Era una fachada limpia, pero sencilla. La puerta era de madera fuerte, pero sin adornos. No había más que un par de soldados apostados a ambos lados. Todo era demasiado austero. Un hombre que vivía así era menos proclive a caer en manos del soborno. Hanón se dirigió a los soldados que custodiaban la puerta.
—Decid a vuestro amo que el más anciano del Consejo de los Ciento Cuatro quiere verle.
Hanón pronunció la palabra «amo» con el intenso afán de ofender a los soldados apostados en la puerta, pero éstos no hicieron mueca alguna ni de reprobación ni de desdén a aquellas palabras. Eran hombres fieles hasta el final. El anciano tomó nota de aquello también. Despreciar al enemigo era algo que nunca hacía. Al poco tiempo, el soldado reapareció y abrió la puerta permitiendo que el anciano pasara, pero cuando iban a seguirle varios de sus guardianes, éste y su compañero centinela de la puerta se interpusieron, a la vez que una docena de soldados más emergían del interior de la casa obstruyendo la entrada por completo. Las espadas se desenvainaron con rapidez, pero la voz de Hanón emergió con fuerza.
—¡Por Baal y Melqart y todos los dioses! ¡Envainad todos las espadas! ¡Esto no es una guerra! ¡Un enviado del Consejo de Ancianos viene a ver al sufete, eso es todo! ¡Envainad las espadas!
Y todos los hombres que escoltaban a Hanón hicieron caso, pero no así los hombres de Aníbal que, desafiantes, permanecían con las espadas en ristre apuntando a sus enemigos. El anciano tomó nota también de aquello. Así estaban las cosas. Estuvo meditando si reiterar su orden a riesgo de que su autoridad sobre aquellos fieles a Aníbal quedara en entredicho si éstos persistían en la desobediencia a su persona, cuando desde el interior de la casa el propio Aníbal apareció en la puerta.
—Como el enviado del Consejo dice, no hay motivo para desenfundar. —Y al instante los catorce hombres de Aníbal envainaron sus espadas.
Anciano y sufete entraron en la casa de Aníbal, la puerta se cerró y ambos hombres quedaron a solas en un atrio descubierto, no muy grande, sólo decorado por plantas, eso sí, cuidadas con el mimo propio de una mujer. El anciano había oído hablar de la hermosa esposa ibera de Aníbal y miró a su alrededor con la curiosidad morbosa de la lascivia permanentemente insatisfecha pese a sus excesos carnales con las esclavas, pero no vio a nadie: sólo las plantas por suelos y paredes, una pequeña mesa y unos pocos asientos dispersos por el atrio. Aníbal se sentó en uno de ellos, para nada el más lujoso, e invitó con la mano al anciano para que hiciera lo propio. Hanón aceptó la propuesta y se acomodó en el asiento que quedaba frente al sufete de Cartago.
—¿Quieres tomar algo? ¿Bebida, comida? —preguntó Aníbal conciliador.
—No, no es necesario. A mis años no me conviene comer a deshoras y el tiempo es un bien escaso. Es mejor que vayamos directamente al asunto que me trae aquí.
—Muy bien, como quieras. —Y Aníbal se reclinó en el respaldo de su asiento.
Hanón se tomó un par de segundos mientras volvía a pasear su mirada por el atrio desierto.
—No es sensato lo que has hecho, sufete de Cartago, y aún más insensato es lo que pretendes hacer. —Aníbal fue a responder, pero el anciano estuvo rápido—. No, no me interrumpas. Deja que me explique y luego me dices lo que tengas que decir y yo te prometo escuchar igual. —Aníbal aceptó y asintió una vez. El anciano continuó sin detenerse, con voz parsimoniosa pero constante—. Encerrar al cuestor del Estado es un error, pero sea; revisa las cuentas, pero de ningún modo puedes acusarlo de traición. Ese hombre va a entrar en el Consejo el año que viene y lo defenderemos como si ya fuera uno de los nuestros. Si no retiras las acusaciones, al menos la de traición, no respondo de las consecuencias. —Hanón observó a su interlocutor; éste no parecía impresionado; debía añadir más—. En todo caso, lo que no es posible es la reforma que pretendes: no puedes cambiar siglos de historia en un día, no puedes pretender que, contra natura, los miembros del Consejo sean elegidos anualmente; han sido, son y seguirán siendo, a tu pesar, cargos vitalicios. Sólo los mejores llegan al Consejo y de ahí que se deba respetar su criterio. Retráctate de estos hechos y todo puede reconducirse de forma adecuada. Reclamas dinero para las arcas del Estado. Sea, puede que algunos no hayan contribuido en lo que les tocaba, empezando por mí, pero esto puede arreglarse negociando. No es necesario romper las leyes que nos han regido durante siglos. No es bueno, no es sensato, no es inteligente, no es propio de uno de los mayores generales de Cartago.
Y aquí el anciano dio por terminado su discurso y fue entonces él el que se reclinó sobre el pequeño respaldo de su butaca, que le pareció muy incómodo. Aníbal tomó la palabra.
—Conozco bien la corrupción porque la he vivido en mis ejércitos. Donde hay poder y victorias y dinero hay corrupción. En Cartago ha habido demasiado tiempo de victorias y la corrupción se instaló con comodidad. Yo la corté de raíz entre mis tropas de la única forma que puede hacerse: arrancándola de cuajo. Ahora ya no tengo tropas, pero gobierno la ciudad y haré con la corrupción civil lo mismo que hice con la militar: de cuajo, Hanón, de cuajo. Y eso hace necesario la cárcel para el contable del Estado y la muerte si es preciso, y también es preciso relevaros a todos vosotros de una vez y para siempre. No quieres. Es lógico. No esperaba que aceptarais de buen grado. ¿Queréis guerra? La tendréis. En la guerra me desenvuelvo bien. —Y calló en seco.
Hanón le miró serio.
—Estás cayendo en un error —dijo el anciano—. Esto, mi querido amigo, no es una guerra. Esto es política. Yo no sería tan estúpido como para enfrentarme a ti en un campo de batalla. Sé que perdería. Pero tú, ¿vas a enfrentarte a mí en política? Eso nos diferencia a ti y a mí. Yo soy más sensible a mis limitaciones que tú, Aníbal Barca. Tu padre ya perdió en el Senado, varias veces, como cuando exigió una flota para conquistar Iberia; perdió, pero tuvo la suficiente inteligencia de comprender su derrota y de idear una estrategia mediante la que poder cumplir su plan sin enfrentarse al Senado; ése es un gran mérito que siempre le he reconocido a tu padre. Tú quieres cambiar las reglas del juego cuando las reglas no se ajustan a tus deseos. Ése es un atajo peligroso, Aníbal. Escúchame: en política las armas son más mortíferas que en la guerra; te estoy avisando aunque tus acciones del presente no recomiendan que te trate con tanta benevolencia, pero lo hago porque tus acciones heroicas del pasado merecen un respeto. Sólo por eso te aviso por última vez: no presentes batalla en el para ti desconocido campo de la política. Perderás. Perderás, Aníbal.
—Creo que esta conversación carece ya de sentido —respondió Aníbal sin levantar la voz, sin mover un solo músculo de cuerpo.
El anciano se levantó con dificultad. A sus ochenta años todo le costaba.
—Supongo que en eso es en lo único en lo que podemos estar de acuerdo —dijo, y se dio la vuelta y echó a caminar hacia la puerta—, claro que… —empezó de nuevo volviéndose una vez más hacia Aníbal— supongo que no tiene sentido que te ofrezca ser uno más de nosotros el año próximo, ¿verdad?
—Supones bien, Hanón —replicó Aníbal sin levantarse de la silla.
—Sí, está claro. Lo imaginaba, pero debía intentarlo. Todavía había en el Consejo quien pensaba que una propuesta así podría hacerte cambiar de opinión. Como ves entre los míos también hay ingenuos. —Y sonrió.
—La ingenuidad tiene su encanto —apostilló Aníbal devolviendo la sonrisa.
—Sin duda, sin duda, pero los cementerios están llenos de ingenuos, Aníbal. Me da pena ver lo que has sido y en lo que te has convertido. Me da pena despedirme de un cadáver, pero eso es lo que quieres y nadie va a cambiar tu forma de ver las cosas. Es triste ver tanta capacidad derrochada por una testarudez sin sentido.
Aníbal se defendió con vehemencia.
—También me dijeron que no se podían cruzar los Alpes en invierno y los crucé con mi ejército.
—Sí. En el campo de batalla eres el mejor. En el campo de batalla —repitió el anciano, y esta vez sí, se dio la vuelta de nuevo, encaró la puerta, la golpeó un par de veces con la palma seca de su mano arrugada por el tiempo y ésta se abrió. El anciano desapareció dejando a Aníbal a solas en el atrio, rodeado de decenas de plantas que devolvían con frescor y fragancias el cariño recibido por las manos suaves de quien las regaba y podaba con frecuencia. Imilce apareció por entre las plantas del fondo del atrio y se acercó a su marido.
—¿Quieres cenar algo? —preguntó la mujer.
—Ayunar no resolverá nada —respondió su marido, sin mirarla. Ella le puso la mano encima del hombro, se agachó y le dio un beso en la mejilla. Él no se movió, pero le habló en voz baja aprovechando la proximidad de su rostro—. Vienen tiempos difíciles, Imilce.
—Lo sé —respondió ella.
—No me quedan muchos amigos en esta ciudad y pronto tendré menos.
—El pueblo está contigo.
—Eso es cierto, pero dudo de su capacidad para protegernos contra la ira del Consejo.
—Yo no dudo de ti. Sólo te pido una cosa.
Aníbal echó la cabeza hacia atrás y miró a Imilce a los ojos.
—Dime.
Imilce se agachó un poco más y le habló al oído.
—Si todo sale mal, no me vuelvas a dejar atrás. —Y se separó y se alejó por entre las plantas del fondo del atrio en dirección a la cocina para hablar con los esclavos sin esperar respuesta de su marido.