La invasión de Asia Menor
Roma. Finales del verano de 198 a. C.
Los embajadores de Rodas, Pérgamo, Egipto y otras ciudades del Oriente se arracimaban entre las columnas de la Graecostasis[*] en la gran plaza del Comitium a la espera de ser recibidos por el Senado. Hasta Roma llegaban los lamentos de innumerables pueblos del Mediterráneo oriental que se veían acosados, expulsados o humillados, cuando no las tres cosas a un mismo tiempo, por el irrefrenable avance de los ejércitos de Antíoco III. Eumenes, rey de Pérgamo, y Agatocles, el consejero del faraón de Egipto, eran quienes habían enviado embajadas más numerosas y de mayor rango y con mayor insistencia.
En la larga sesión del Senado en la que se les permitió exponer sus sufrimientos quedó patente la desolación que el avance del rey de Siria estaba generando en toda aquella parte del mundo, pero los senadores no escuchaban. Publio Cornelio Escipión y sus seguidores miraban de frente a Catón y sus correligionarios. Tanto los unos como los otros estaban más preocupados por las continuas rebeliones en Hispania, y luego, para los Escipiones la segunda preocupación eran los movimientos que Filipo pudiera hacer desde Macedonia. Ésos eran los vecinos inmediatos de Roma y los que más preocupaban a Publio y a su hermano Lucio. Catón, por su parte, además de su interés por lo que ocurriera en Hispania, mantenía su mirada fija sobre la irreductible Cartago. En esas circunstancias los ruegos y reclamaciones de ayuda de Pérgamo, Rodas o Egipto eran oídos pero no escuchados. Se despidió a los embajadores de aquellas lejanas tierras con palabras de ánimo y de consuelo, pero todos los mensajeros sabían que regresaban a su patria con las manos vacías.
Apamea, Siria. Verano de 198 a. C.
En el campamento general de Apamea el rey de Siria inspeccionaba por enésima vez sus tropas. Los elefantes estaban expuestos frente a las gigantescas caballerizas reales y los catafractos desfilaban ante el rey levantando un inmenso estruendo al chocar los cascos de sus caballos contra el suelo pétreo de aquel inmenso paseo. Antíoco III de Siria estaba preparado para la guerra absoluta. Los argiráspides habían sido enviados hacia el norte a modo de avanzadilla y habían penetrado ya en las tierras de Asia Menor, que no le reconocían como rey haciendo sentir en los soldados de Pérgamo el preludio de su inevitable caída. Asia Menor le pertenecía desde tiempos inmemoriales y Antíoco III estaba dispuesto a dar término a la rebeldía de Pérgamo y otros reinos de la región como Rodas. Al mismo tiempo, en todos los puertos de la costa de Celesiria, recién reconquistada tras derrotar al ejército de Egipto, se armaba una de las mayores flotas del mundo antiguo. El rey sabía que los rodios y el propio Pérgamo contaban con un importante número de navíos de guerra que empleaban para proteger sus mercantes. Antíoco estaba convencido de que necesitaba el control del mar Egeo, primero para recuperar el control de Asia Menor y, a continuación, para dar el golpe definitivo cruzando el Helesponto y desembarcando con todo su ejército en Grecia. Todo a su debido tiempo, pero sin freno, sin pausa.
Epífanes, unos pasos por detrás del rey, contemplaba la imponente parada militar desde la estupefacción y la incertidumbre. Cualquiera quedaba anonadado ante aquella magna exhibición de poder militar, pero en el fondo de su mente permanecían las dudas que le acompañaban desde Panion. Antíoco quería luchar contra todo y contra todos a un mismo tiempo. Era cierto que había aislado a Egipto con el pacto de no agresión a Macedonia, pero atacar a Rodas y Pérgamo a la vez podía tener consecuencias inesperadas. ¿Qué haría Roma? Los ojos de la emergente potencia de Occidente aún no se habían vuelto hacia ellos, pero cuando los catafractos cargaran contra la infantería de Pérgamo, Roma no podría permanecer en su extraña ceguera eternamente. Epífanes no dudaba que la intervención de la ciudad del Tíber era cuestión de tiempo, eso no era objeto de debate en sus pensamientos. De lo que Epífanes no estaba tan seguro era de qué lado se inclinarían los dioses cuando Roma y Siria se enfrentaran en una gran batalla. Tras la ejecución de Toante, Antíoco seguía favoreciendo a su hijo y al veterano Antípatro. El primero era incapaz y el otro sólo leal. No era suficiente. El asunto de un general de generales para liderar el ejército seguía pendiente. Minión y Filipo seguían sin dar la talla para el cada vez más preocupado Epífanes. Tenía que resolver ese espinoso asunto. Alguien como Escopas habría podido servir, pero el etolio se lamía sus heridas en Grecia y, por lo que le habían informado en Sidón, había quedado con el brazo derecho inútil. Eso le hacía inservible ante los soldados. Para los guerreros se podía perder un dedo, o incluso un ojo, pero no un brazo. Un ojo.
Epífanes, por fin, sonrió aliviado. Tenía una solución. Tenía una carta que escribir y tenía que hacerlo pronto, pues esa carta debía viajar muchas parasangas[*]. De pronto se sintió más relajado, más tranquilo, más seguro. Sonrió. Incluso iba a disfrutar del desfile.