El pretor de Cerdeña
Olbia, Cerdeña, verano de 198 a. C.
Catón desembarcó en Olbia, al norte de Cerdeña, sin demasiada ilusión, pero consciente de que era su deber y, más importante aún, la única forma en la que podía llegar algún día a estar en situación de enfrentarse a los Escipiones. Tenía que ir ascendiendo progresivamente en el cursus honorum. Ya había servido como quaestor en Sicilia y África y como edil en Roma. Su estrategia de congraciarse con el pueblo al reinstaurar los juegos plebeyos, con su generosidad en el gran banquete público en honor a Júpiter y al contratar varias obras de teatro había surtido el efecto deseado, pero no todo podía ser perfecto. Los Escipiones habían maniobrado en el Senado y le habían impedido conseguir una pretura en una de las provincias hispanas, donde, dados los persistentes levantamientos, habría tenido oportunidad de exhibirse como militar. En su lugar había sido elegido pretor de Cerdeña. No era un lugar donde destacar. La isla estaba razonablemente en calma y los tres mil legionarios que se le habían concedido, más los doscientos jinetes que le escoltaban, eran una fuerza suficiente para controlar cualquier rebelión en la isla, pero una rebelión era algo improbable.
Cerdeña había asumido la dominación romana sin excesiva confrontación. Las viejas colonias fenicias que conquistaran los cartagineses como Káralis, Tharros o Nora aceptaron tras la segunda guerra púnica pasar a depender de Roma. Sólo un gobierno descaradamente injusto podía torcer el curso de los acontecimientos en aquel territorio. Catón no tenía intención alguna en ser él quien comenzara semejante dislate, de forma que impartió justicia del modo más equitativo que pudo y, a la vez, se concentró en reducir costes en todas aquellas actividades que estaban bajo su jurisdicción. Ahorró en el dispendio que suponían las operaciones navales, claves en un territorio como aquél, rodeado por todas partes por mar, y se puso a sí mismo como ejemplo. No utilizaba carruajes, ni tan siquiera caballos en sus desplazamientos por la isla. Viajaba a pie y sólo se permitía la ayuda de un único asistente. Catón quería dejar claro que él no malgastaba el dinero del Estado en suntuosos palacios o innecesarios festines. La estancia en Cerdeña de Catón no guardaba relación alguna con el tiempo que Escipión pasara en Siracusa. Pero pese a su gran ejemplo de austeridad y a su gobierno recto en la isla, el pretor sabía que nada de eso sería suficiente para prestigiarle lo bastante como para suponer un contrapeso al poder de los Escipiones. Hubo al fin un pequeño levantamiento en Cerdeña, pero lo aplastó incluso antes de que pudieran llegar noticias a Roma. Le quedó la duda de si no habría sido mejor que la rebelión se generalizara, para luego aplastarla, pero la prudencia —no disponía siquiera de una legión entera— le aconsejó ser rápido en someter a los rebeldes. Y expeditivo en las ejecuciones.
Catón paseaba por el puerto de Olbia. Miraba al horizonte, donde el mar se desvanecía en la base del cielo. Necesitaba puestos de mayor relevancia. Debía llegar a cónsul y conseguir una de las grandes provincias. Hispania podía ser la llave hacia su ascenso definitivo. Los iberos seguían sin admitir el dominio de Roma. Aquélla era una región que se suponía que había conquistado Escipión y, sin embargo, se alzaba en armas una y otra vez. Si él consiguiera someterla de forma efectiva, los ojos del pueblo empezarían a fijase en él, no ya sólo como gestor, sino como militar, como protector de Roma.
—Allí, mi pretor —comentó uno de los oficiales que le acompañaban en el puerto señalando hacia el mar. En efecto, en la distancia se veían las velas de varias trirremes[*]. Era la flota de abastecimiento que enviaba Roma desde el puerto de Ostia. Catón asintió sin decir nada. Seguía pensativo. Hispania. Ése debía ser su objetivo.