23

Un nuevo Escipión

Campo de Marte, Roma, mayo de 198 a. C.

A Publio hijo le venía grande el pesado gladio[*] militar en sus pequeñas manos de once años. Lo cogió torpemente cuando Cayo Lelio se lo cedió para que se familiarizara con su peso antes del adiestramiento de aquella mañana. Hasta ese día sólo habían practicado con espadas de madera, más pequeñas y ligeras.

—Tu padre quiere que progresemos en tu adiestramiento, muchacho —dijo Lelio con solemnidad—, así que hoy vas a combatir por primera vez con una espada de legionario. Lleva cuidado y no te cortes. Tiene filo en ambos lados y termina en punta para poder clavarla en el enemigo. Es un arma letal si se sabe manejar con la rapidez suficiente. Eso es lo que debemos practicar hoy: rapidez de movimientos.

El joven Publio miraba a Lelio con los ojos bien abiertos. Estaban en la ladera del Campo de Marte. El sol del mediodía de aquella nueva primavera les abrazaba con calidez y ambos llevaban piernas y brazos descubiertos. El muchacho siempre pensó que sería su propio padre el que le enseñaría estas cosas, pero al final la tarea de adiestrarle para el combate fue asignada a Lelio.

El veterano oficial imponía al niño. Lelio era enorme y muy fuerte pese a sus más de cincuenta años. Se mantenía en forma porque practicaba cada día, varias horas, según le había explicado un día.

—Cuando empiezas con esto, muchacho, no se puede abandonar ya ni un solo día. Siempre hay que practicar. Un día sin hacerlo puede costarte la vida en el campo de batalla.

Lelio era la única persona que se dirigía a él como «muchacho». Todos los demás oficiales de su padre le trataban con más distancia. Al joven aquello no le molestaba. De hecho le resultaba gratificante la forma afectuosa, aunque exigente, en la que Cayo Lelio le hablaba. Sólo lamentaba sentir que no estaba a la altura. La semana pasada Lelio había dicho que aún deberían pasar varias semanas antes de empezar a usar espadas de hierro, pero Publio hijo sabía que ayer mismo había hablado el veterano oficial con su padre. De pronto, esas semanas que quedaban aún de adiestramiento con espadas de madera habían desaparecido y allí estaba él, sosteniendo torpemente un gladio militar sin saber bien qué hacer con él.

—Empezaremos con algo sencillo, muchacho —dijo Lelio—. Simplemente intenta clavarme esa espada.

Publio hijo se quedó algo perplejo. Lelio ni tan siquiera se había puesto la coraza. No llevaba más protección que las grebas en parte inferior de las piernas. Tampoco había cogido un escudo. ¿Estaba intentando humillarle para que así respondiera con más energía? El muchacho blandió el gladio en alto y se acercó hacia su adiestrador. Lelio permanecía inmóvil, con los brazos caídos, sosteniendo su propia espada pegada al cuerpo.

—Vamos, muchacho. Clávame esa espada donde quieras. No llevo escudo. Te será fácil.

El joven Publio empezó a caminar despacio trazando un círculo invisible alrededor de su oponente. Varias personas, conscientes de quiénes eran, se arremolinaron en las proximidades. Tenían curiosidad por ver en acción a quien era el hijo de Africanus. Lelio se dio cuenta y tomó nota. No quería dejar en ridículo al muchacho en público. Ya había detectado suficiente falta de confianza en el joven como para mancillar su honor con una dosis innecesaria de vergüenza. Al fin, Publio se decidió y con la espada por delante se lanzó al ataque con fuerza. Lelio le esperó sin moverse hasta que, cuando se encontraba a muy poca distancia, se limitó a hacerse a un lado. El muchacho pasó muy cerca, pero sin tocarle y, al no encontrar la oposición esperada, Publio perdió el equilibrio, tropezó y terminó rodando por el suelo. La espada, gracias a los dioses, cayó de sus manos antes de rodar. Algunos de los mirones lanzaron una fuerte carcajada. Lelio lamentó lo ocurrido. No contaba con que el muchacho fuera a perder el equilibrio y rodar por el suelo. Debían haber iniciado el adiestramiento con el gladio en privado, o posponerlo unas semanas, pero Publio padre se había mostrado intransigente. Lelio recordaba la conversación de la noche anterior con el padre del muchacho como si estuviera teniendo lugar allí mismo.

—El gladio es muy pesado y aún no controla bien los movimientos —explicó Lelio a un Publio padre que le daba la espalda, como si no quisiera escucharle—. Es inevitable que el chico cometa errores. Cualquiera lo haría. Si empezamos con el gladio es mejor no ir al Campo de Marte. Al menos, de momento.

Publio padre se revolvió furioso.

—¿Y permitir que digan que mi hijo tiene miedo a que se vea cómo es su adiestramiento militar? No pasaré por esa vergüenza. Mañana empezará con el gladio. Si no ha podido adquirir la destreza necesaria con las espadas de madera en el tiempo previsto para ello, eso es problema suyo. Tiene que aprender que si no se aplica no se va a detener el curso de su entrenamiento. En el campo de batalla el enemigo no te da tiempo adicional si no te sientes preparado. Cuanto antes aprenda esto, mejor. No quiero hablar más de este asunto. A no ser que quieras decirme que no deseas seguir con su adiestramiento.

—Yo no he dicho eso —respondió Lelio con un tono bastante más sereno que el de Publio padre. Allí terminó la conversación.

Lelio vio como el muchacho se levantaba del suelo y recogía la espada. En su rostro leía la humillación que sentía. Ni tan siquiera le había tocado, ni tan siquiera le había obligado a levantar su propia espada. Gracias a Marte y al resto de dioses el chico se recompuso y volvió a la carga. En una situación normal, a solas, Lelio hubiera repetido la misma acción varias veces, pero rodeados de un gentío cada vez mayor, tenía claro que no iba a dejar que el chico recogiera todo el barro de Roma rodando por el suelo una docena de veces más, así que en lugar de apartarse, levantó su espada e hizo que ésta chocara contra la de Publio hijo, deteniendo el golpe. El chico dio entonces un paso atrás e intentó golpear de nuevo en el mismo sitio con el mismo resultado. Para sorpresa y felicidad de Lelio, el muchacho comenzó entonces a variar sus golpes. Se agachó un poco e intentó barrer con la espada a la altura de las piernas de su oponente. Lelio bajó la suya y paró el golpe cerca de su espinilla. El chico se irguió de nuevo e intentó golpear a la altura del pecho. Intercambiaron así varios golpes. El joven era demasiado lento, pero al menos se batía con ganas y estaba quedando con cierta dignidad ante el tumulto de personas que se había congregado para ser testigos de los primeros mandobles del hijo del gran Africanus con un gladio de verdad. Todo iba razonablemente bien hasta que alguien tuvo la osadía de gritar, amparado en el anonimato de la multitud.

—¡Es tan lento que Lelio no tiene ni que moverse del sitio!

La frase tuvo su efecto. El orgullo del muchacho se sintió herido y aceleró la velocidad con la que el joven se empleaba en lanzar sus golpes. Los espadazos eran tan continuos que al final, para asegurar bien su defensa, Lelio tuvo que retroceder un paso. Una pequeña victoria para el muchacho. Lelio, en el fondo, se alegró, pero le veía sudando, totalmente agotado e iba a ordenarle que se detuviera cuando, de forma inesperada, Publio se lanzó con todo su cuerpo contra el propio Lelio. El veterano oficial intentó retirar su propia espada a tiempo, pero el ataque a la desesperada del muchacho, sin protección alguna, le había sorprendido y no pudo evitar que el filo de su gladio rasgara la piel de Publio hijo a la altura del hombro.

—¡Aagghh! —aulló el muchacho al tiempo que, en un último esfuerzo, intentaba herir a Lelio en algún punto, pero el veterano oficial se hizo a un lado con habilidad y ni tan siquiera ese intento suicida le valió al muchacho para conseguir su objetivo. Publio hijo cayó al fin de rodillas. Soltó la espada y se llevó la mano al hombro ensangrentado.

—¡Por Hércules, muchacho! —dijo Lelio nervioso acercándose a su pupilo—. ¿Cómo se te ocurre atacar con tu cuerpo por delante? Quita esa mano. Déjame ver.

Lelio examinó la herida con atención.

—No es un corte profundo, pero, por todos los dioses, no vuelvas a hacer una estupidez como ésta en tu vida, ¿me entiendes?

El muchacho asentía engulléndose el dolor en lágrimas que quedaban detenidas en sus ojos sin llegar a verterse nunca.

—Vamos a dejarlo por hoy. Vamos a casa a que te limpien esa herida. Seguiremos cuando te hayas recuperado —dijo Lelio y, harto de tantas miradas y comentarios, se levantó del suelo, donde se había arrodillado para ayudar a Publio hijo y se encaró con todos los curiosos que aún, en más de un centenar, seguían allí, rodeándoles—. Y vosotros ¿qué miráis? ¿Tan fácil creéis que es abatirme? ¿Alguien quiere probar suerte? Aquí tengo espadas para el que quiera batirse conmigo. —La gente fue retrocediendo y el círculo que se había formado alrededor de ambos contendientes se agrandó de pronto; Lelio, girando sobre sí mismo, siguió encarándose con los curiosos—. ¡Pues si nadie se atreve, no tenéis ya nada que ver! ¡Marchad de aquí y buscad la forma de ser útiles a Roma en lugar de estar ahí quietos, como pasmarotes!

El gentío empezó a disgregarse con rapidez. El mal humor de Lelio era conocido y nadie tomaba a broma las advertencias del lugarteniente de Africanus.

Una vez en casa, mientras Atilio, el médico que acompañara en tantas campañas a Publio padre, limpiaba la herida del muchacho, Emilia, furibunda, arremetía contra Lelio y, sobre todo, contra su marido.

—¿Es esto necesario? ¿Estáis todos locos?

—Fue un accidente —se defendía Lelio.

—Al muchacho le vendrá bien sangrar un poco —respondía Publio padre con severidad—. Me ocupo de su educación: con Icetas aprenderá retórica y geografía y literatura, sabes que soy el primero que defiendo una educación completa, pero por eso mismo, debe también familiarizarse con el uso de las armas de combate.

—¡Por Castor y Pólux, Publio! —respondió Emilia indignada—. ¡Es un niño!

—¡A su edad yo ya luchaba con espada contra mi tío Cneo!

—Siempre le estás comparando contigo, Publio. Eso tiene que terminarse —replicó Emilia de nuevo. Lelio dio un par de pasos atrás. Emilia y Publio discutían junto al impluvium[*] en el centro del atrium de la gran domus de los Escipiones como nunca antes los había visto discutir por nada.

—Le comparo conmigo porque está llamado a reemplazarme y tiene que estar a la altura.

—¿Sí? ¿Y qué tiene que hacer para satisfacerte? Dime, ¿tiene que conquistar otra Hispania, otra África, derrotar a otro Aníbal o quizá al mismo Aníbal otra vez? ¿Será eso suficiente para satisfacerte?

—Sabes que no me refiero a eso —respondió Publio con firmeza—; el muchacho debe saber combatir. Más tarde o más temprano tendrá que ir a una campaña militar, eso es cierto, y deberá luchar en medio de una batalla.

Emilia sacudía los brazos impotente.

—Tú, ya que te comparas tanto con él, entraste en combate a los diecisiete años. Por todos los dioses, Publio, dale tiempo. No debe adiestrarse más con Lelio hasta que se recupere de esa herida.

—Yo decidiré cuándo y cómo se adiestra mi hijo.

—También es hijo mío, Publio.

Las dos hijas estaban en una esquina viendo la discusión. El propio Publio hijo, con el hombro vendado había asomado por la puerta que daba acceso a las cocinas. Publio padre miraba a su esposa enfadado, incapaz de entender la falta de visión de su esposa. Él había adelantado el adiestramiento de su hijo para protegerlo. Cuanto antes supiera combatir, mejor. Tenía pánico a que le pasara cualquier cosa cuando entrara en combate, pero ése era un miedo que nunca confesaría ni en público ni en privado.

—Padre —sorprendió a todos el joven herido dirigiéndose a su padre—; mañana proseguiré el adiestramiento.

Su padre le miró, por una vez en su vida, agradecido.

—Sobre mi cadáver. —Y Emilia se interpuso entre padre e hijo—. Publio se recuperará primero de la herida y luego retornará al adiestramiento. —Nunca antes se había mostrado Emilia tan obstinada y menos delante de invitados, como Lelio, o de las niñas. Publio padre no tenía ganas de seguir hablando.

—Se hará lo que estime yo mejor —respondió con serenidad gélida y dio media vuelta, cruzó el vestíbulo y salió de casa en dirección al foro. Tenía una sesión en el Senado. Se iban a elegir los pretores para este año y Catón buscaba un buen puesto. Había que hacer todo lo posible por evitar que tras la edilidad lograra una pretura de importancia. La política llenó su mente por unas horas y durante un tiempo estuvo en paz consigo mismo, pero al anochecer, de regreso a casa, seguía enfurecido con Emilia.