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El asedio de Sidón

Fenicia, febrero de 199 a. C.

Sidón fue la segunda de las tres grandes ciudades fenicias en ser hegemónica entre los fenicios. Primero fue Biblos, que ya había caído en manos de Antíoco, luego Sidón, que estaba siendo asediada y, finalmente, Tiro, que caería en poder de Siria si Sidón se rendía. En el pasado, los fenicios, partiendo de Sidón, colonizaron Chipre, Rodas, Creta y fundaron factorías con las que extender su actividad pesquera y comercial por todo el Egeo y el Mediterráneo oriental. También se explotaban desde la ciudad las minas de oro de Tasos, lo que les proporcionaba una fortuna y una riqueza suplementaria. Sidón fue abandonada, tras la decadencia del poder fenicio en el Mediterráneo, pero ya hacía años que había sido repoblada y recuperada para el comercio por los pueblos extranjeros interesados en controlar su magnífico puerto. Así, Egipto, Asiria y Persia se disputaron antaño su control por su riqueza pesquera, minera y comercial. Desaparecida Persia, la lucha por su puerto continuó entre los herederos de Alejandro: los Ptolomeos de Egipto y los seléucidas de Siria. Ahora, una vez más, estaba a punto de cambiar de manos. Tras Panion, Egipto ya nada podía hacer para retener a Sidón, o el resto de ciudades fenicias que aún quedaban bajo su débil dominio.

Tantas guerras, tantos asedios, habían llevado a Sidón a estar bien fortificada. Unas poderosas murallas la rodeaban por todas partes, incluido el sector que daba al mar, para proteger la ciudad de un posible ataque naval. Levantada en la ladera de una colina, desde Sidón se controlaba una amplia llanura rica en agricultura y que abastecía bien a la ciudad. Ahora, con el asedio de Antíoco, el strategos Escopas se había preocupado de recolectar el máximo posible de víveres por toda la llanura y los había almacenado en la fortaleza de la ciudad. De igual forma, había incendiado todo lo que podía comerse y no podía llevarse para evitar que los sirios pudieran abastecerse. Los ciudadanos de Sidón, acostumbrados a ser siempre víctimas de las guerras de otros pueblos, lo contemplaban todo con la calma resignada, estoica de quien está acostumbrado a sufrir casi siempre y a disfrutar con intensidad las pocas veces en que eso era posible. Ahora, una vez más, tocaba padecer.

Lo peor para muchos es que el gran Templo de Eshmún[*], el dios curativo, quedaba fuera de los lindes de las murallas, en el camino del norte que llevaba a Biblos. Eshmún era la divinidad de la vida y de la sanación, sobre todo de los niños. Para los griegos era el equivalente del dios Asclepios[*], pues los fenicios aseguraban que Eshmún era hijo de Apolo. Eshmún. Eso era en todo lo que podían pensar los fenicios de Sidón cuando vieron que el strategos etolio se hacía con su ciudad y lo disponía todo para un nuevo y largo asedio. Hasta el templo de Eshmún, antes de que los etolios cerraran las puertas de la ciudad de forma permanente, se dirigieron muchos padres y madres de Sidón a rezar acongojados por el futuro de sus hijos. En un asedio el hambre es la dueña de todo y los niños son siempre sus primeras víctimas. Muchos fenicios de Sidón llevaron sus pequeñas estatuillas de terracota representando a niños y niñas, torpes imágenes de sus hijos e hijas pero en las que sus progenitores ponían toda su fe, y las llevaron al Templo de Eshmún y las depositaban ante la gran estatua del dios rodeado por dos serpientes. Se arrodillaban y rogaban.

Un carpintero avanzaba entre la multitud que hacía cola frente al templo. De la mano llevaba a su pequeña hija Areté. La madre, enferma, había permanecido en casa. Padre e hija depositaron una estatuilla por la madre y otra por la propia niña. El hombre sabía que la madre no podría ser salvada. Estaba demasiado débil y un asedio terminaría con su esposa, pero rogó a Eshmún, a aquella inmensa imagen del dios rodeado por serpientes, por ella y, sobre todo, rezó con auténtico fervor, con esa pasión ciega que es la única que parece conmover, ocasionalmente, a los dioses, con frecuencia ajenos a los padecimientos de los pobres mortales que los adoran; y rogó porque Eshmún protegiera a su pequeña Areté que no tenía culpa de nada, no tenía culpa de ser humilde en un mundo de guerras entre reyes que ni tan siquiera conocían y que, y aquí acertó en su plegaria, nunca rezaban con esa misma fe a ningún dios. Ante esa plegaria el dios Eshmún asintió de forma invisible para los mortales allí congregados. Todo el mundo desalojó el templo. Los etolios iban a cerrar las puertas de la ciudad. Los que tenían familia en Tiro fueron hacia el sur, pero era un camino peligroso porque las tropas sirias estaban ya cerca y odiaban a los fenicios que habían aceptado el gobierno de Egipto durante tantos años sin rebelarse contra los faraones. El norte ya estaba conquistado por el enemigo. Muchos pensaron que estaban mejor en sus propias casas. Si había que morir, mejor hacerlo en el hogar y no despedazado por enemigos enloquecidos en algún camino desolado y desértico. El sol se ponía, pero aún se filtraba algún rayo que se arrastraba por las losas del gran Templo. Curiosamente, el último rayo de sol languideció estirándose por el suelo vacío y frío de aquel lugar sagrado hasta detenerse justo en donde un padre desesperado había dejado la pequeña estatuilla de barro que representaba a su hija Areté. Fue sólo un instante, pero aunque sólo fuera por el breve tiempo de un parpadeo, la estatuilla quedó iluminada y resplandeció a los pies de la gran imagen del dios Eshmún. Nadie vio nada, pero eso a un dios no le importa. En el exterior sólo se escuchaba ya el golpe seco de miles de guerreros avanzando hacia las murallas de Sidón.

Escopas sabía que todo estaba perdido. Había conseguido refugiarse tras las altas murallas de Sidón y así sobrevivir a la masacre de Panion. Pero todas las rutas para recibir refuerzos estaban cortadas. El norte y el este estaban controlados por el invencible ejército de Antíoco; el mar, por el oeste, estaba cercado por la flota siria y sólo quedaba la posibilidad de que Egipto enviara refuerzos desde el sur, pero aquello era ya del todo imposible porque Agatocles no disponía de más tropas.

Escopas contemplaba la caballería de Antíoco patrullando alrededor de todo el perímetro amurallado y veía cómo los sirios habían levantado un campamento permanente junto a la ciudad. Habían venido para quedarse y sólo contemplaban la rendición absoluta de Sidón. El rey de Siria, el emperador dueño y señor de todos los reinos desde la India hasta allí, quería controlar los puertos de la Celesiria y así asegurarse una amplia franja costera que le permitiera su siguiente paso: el ataque a Occidente. Escopas no tenía duda alguna de que, tras la exhibición de Panion, Antíoco no se conformaría sólo con apropiarse de los territorios celesirios de Egipto, sino que buscaría expandir aún más su poder hacia el oeste, pero eso ya no era asunto suyo. Las ciudades griegas y la propia Macedonia deberían preocuparse por ello en el futuro, pero lo que ahora ocupaba su mente era cómo sobrevivir de día en día. Llevaban ya un mes de asedio y el hambre comenzaba a causar estragos entre la población. Sus tropas etolias permanecían fieles a su mando pero sabía que incluso éstos, si el asedio se alargaba, empezarían a flaquear y la situación se haría insostenible. La cuestión era saber cuántos hombres y esfuerzo estaba dispuesto a sacrificar el rey de Siria por conquistar aquella ciudad. Escopas no lo dudó y la noche anterior, aprovechando la oscuridad, envió a un mensajero a parlamentar con el rey Antíoco. Le ofrecía entregarle la ciudad, abrir las puertas y dejar que el rey tomara posesión de la misma sin que se derramara la sangre de ninguno de sus soldados seléucidas. A cambio, Escopas sólo pedía que se le permitiera salir de Sidón sano y salvo junto con sus guerreros etolios de regreso a Grecia. De los egipcios que pudiera haber presos entre los sirios, o escondidos por Sidón, no decía nada. Ni de los habitantes de la ciudad. No le concernían y, aunque hubiera querido, no estaba en situación de pedir más. Unos barcos para sus hombres y el rey de Siria entraría en la ciudad acortando unos largos y penosos meses de asedio. Escopas esperaba la respuesta contemplando el imponente campamento del todopoderoso rey de Oriente. El general etolio aguardaba tenso, pero sin perder la esperanza. Si recibía una negativa estaba dispuesto a vender muy cara su piel, una piel y un cuerpo que ya no valían tanto pues la herida del hombro le había inutilizado el brazo derecho y ya poco valía para el combate; se trataba de salvar la vida, llevarse el dinero de Agatocles y refugiarse en su ciudad natal, en Amfissa, hasta el fin de sus días. Pese a su herida, aun sin usar el brazo bueno, estaba seguro de poder llevarse por delante a una buena cantidad de aquellos malditos soldados sirios si el rey no se avenía a negociar. Una cantidad suficiente como para que el rey Antíoco le recordara siempre, incluso si conseguía, como era seguro, la victoria.

Escopas contemplaba desde lo alto de las murallas el infinito ejército de Siria y guardaba silencio. Se llevó la mano izquierda al entumecido hombro derecho. Sí, incluso si salía vivo de allí, sus días de guerrero habían terminado. Sólo anhelaba regresar a Amfissa, en el corazón de Grecia, y descansar.

Areté acababa de ver cómo su padre enterraba a su madre en una de las fosas que se habían habilitado para que se fueran depositando los cadáveres de todos los que fallecían presa del hambre. Ya eran muchos los muertos y el fallecimiento de su madre, una humilde mujer de treinta años, casada con un carpintero, no llamó la atención de nadie ni generó lágrima alguna adicional entre la columna de gente que venía a depositar allí a otros familiares que habían sucumbido a las penurias del asedio. Al regresar a casa, su padre, con el semblante triste, se sentó en una silla frente a la única mesa de la única estancia que conformaba su hogar. Hacía frío aquella mañana, pero no había leña en el fuego. Al igual que la comida, también se había acabado, y eso que él, como carpintero que era, había podido aguantar más tiempo que otros con la madera que tenía almacenada para su trabajo, pero hasta ésa se había terminado.

—He hablado con Tiresías —dijo su padre con un débil hilo de voz—. Vendrá a buscarte, Areté. Él se hará cargo de ti. Como médico que es, al cuidar a los heridos de los etolios de Escopas está en buen trato con ellos, sobre todo porque creo que ha tratado a su propio general de una herida en el hombro. Los soldados y oficiales le pagan bien por sus cuidados. Tiresías ha aceptado hacerse cargo de ti. Yo ya no tengo nada que darte, hija. No tengo comida y no tengo ni con qué calentarte. Esta guerra ha acabado con todo. —Y cerró los ojos y rompió a llorar. Areté, la pequeña niña de siete años, se acercó a su padre y le puso la mano sobre la espalda. Nunca había visto llorar a su padre. Ni cuando murió madre. No sabía qué más hacer. Ella no lloraba porque se le habían acabado las lágrimas de regreso de enterrar a su madre. Estaba exhausta y muerta de hambre, pero el terror a quedarse sola la mantenía despierta y atenta a todo lo que pasaba. En ese momento se abrió la puerta y apareció un hombre viejo, acompañado por dos soldados etolios. Areté reconoció enseguida al médico que antaño cuidara de las enfermedades de sus padres o cuando ella estaba mala. Tiempos pasados en los que el negocio de su padre le permitía pagar los servicios de aquel médico griego.

Tiresías se acercó al padre de la niña.

—¿Estás bien?

El hombre se enjugó las lágrimas y sintió vergüenza, pero respondió con una voz más fuerte.

—Sí. Estamos bien. Aquí tienes a la niña. Es una buena niña. Es obediente y trabajadora.

Tiresías miró un momento a la niña que se encogía por momentos e intentaba apretarse contra el cuerpo de su enflaquecido padre. El médico asintió. Extrajo entonces de un capazo que llevaba dos trozos de pan y le dio uno al padre y le ofreció otro a la niña. El padre lo aceptó de buen grado pero la niña lo rechazaba. Tiresías no se ofendió y se limitó a guardarse el pan.

—No he podido traerte más hoy. Los etolios me racionan el pan a mí también, pero tendré suficiente para la niña. Eso te lo garantizo.

En el pasado, cuando Tiresías levantó su casa junto al puerto, el padre de Areté había realizado toda la carpintería, las puertas, las ventanas, las mesas y había hecho un trabajo excelente. Tiresías pagó bien y luego siempre acudían a él cuando estaban enfermos y Tiresías siempre les cobraba muy por debajo de lo que acostumbraba. Se estableció entre ellos un cierto afecto y ahora, en medio de las terribles penurias de aquel asedio, Tiresías había respondido favorablemente al ruego de aquel carpintero desesperado por que ayudara a su hija.

—Mañana vendré si puedo y te traeré algo más de comida —dijo el médico, pero tanto Tiresías como el carpintero eran conscientes de que aquéllas eran palabras vacías, dichas más bien para tranquilizar los aterrados oídos de la niña que para otra cosa, pues ambos hombres sabían, como todos los ciudadanos de Sidón, que el rey Antíoco había aceptado la propuesta del general etolio de recibir la ciudad a cambio de que los etolios abandonaran Sidón por mar sin ser atacados. Y los etolios habían aceptado irse y, entre muy pocos seleccionados por ellos, iban a llevarse al médico que tan útil les era para cuidar de sus heridos. Eso significaba que la pequeña Areté embarcaría en aquellas naves hacia un destino desconocido.

—Gracias —dijo el carpintero—. Cuida bien de ella. —Y a continuación se dirigió a su pequeña—. Tiresías es un buen hombre. Él te cuidará. Obedécele como si de mí se tratara. Él te dará de comer y te cuidará. —Pero la niña negaba con la cabeza. Su padre, reuniendo las pocas energías que aún le quedaban, levantó la voz y gritó con furia—. ¡Ve con él y no me discutas, ve con él, niña, ve con él, por los dioses!

Areté dio un respingo y se separó de su padre. El carpintero lamentó haber gritado a su hija y no quiso que la niña se marchara así.

—Toma esto —añadió entonces el famélico carpintero y se quitó un pequeño colgante que llevaba al cuello—. Me lo dio tu madre hace tiempo para que me protegiera. Es una miniatura del dios Eshmún. Le he rogado por ti. Eshmún te protegerá. Llévalo siempre contigo y él velará por ti. Lo hará, sé que lo hará. —Y el carpintero hablaba con la seguridad de quien sabía que ha ofrecido su propia vida al todopoderoso Eshmún a cambio de la vida de su hija Areté; el carpintero hablaba con la seguridad del que sabe que el momento de su inmolación está cercano.

Confundida, asustada, Areté tomó el colgante que le dio su padre y se lo puso enseguida al cuello. Iba a decir algo, pero Tiresías la cogió de la mano y, sin violencia, pero con firmeza, la condujo a la puerta y, cuando quiso darse cuenta, Areté ya caminaba junto al médico, rodeada por un grupo de soldados etolios. Tiresías se apiadó de la muchacha y le volvió a ofrecer el pedazo de pan. No es que el médico la quisiera mal, pero los soldados estaban nerviosos y la visita al carpintero se había alargado demasiado, por eso se sintió en la obligación de acortar una despedida que, como era lógico, podía haberse hecho eterna. Areté aceptó esta vez el pan y empezó a comer con ansia al tiempo que las lágrimas que creía ya terminadas para siempre rebrotaban en sus ojos mientras se alejaban de la casa que la vio nacer y donde hasta hacía pocos meses había disfrutado de una infancia feliz en el amparo y la seguridad de sus padres.

En el interior de la casa, el carpintero se tomó despacio su último pedazo de pan. Pronto entrarían las tropas del rey Antíoco y acabarían con todo y con todos. A los hombres los matarían por haber aceptado durante tantos años el gobierno de Egipto sin rebelarse y a las mujeres y las niñas las violarían para luego vender a los supervivientes de las torturas y las vejaciones como esclavos en las ciudades de Oriente. Sabía que iba a morir, de una forma u otra, muy pronto, pero estaba feliz porque había salvado a su hija de aquel terrible destino. De pronto se llevó la mano a la boca y se dio cuenta de que ya no le quedaba pan. Suspiró. Una pregunta permanecía en su mente y, por unos minutos, le hizo olvidar que se estaba muriendo de hambre. ¿Qué le depararía ahora la vida a su pequeña Areté?

Un centenar de soldados sirios rodeaban el Templo de Eshmún. Uno de los guerreros cogió una antorcha. En el interior del templo había leña acumulada para sacrificios y pensaba usarla para incendiar aquel santuario, pero de pronto una mano fuerte detuvo su brazo. El soldado se revolvió enfadado, pero al descubrir el rostro amargo de Artaxias, el oficial seléucida al mando, se contuvo.

—¡Esto es un templo, imbécil! —le espetó Artaxias al tiempo que tomaba la antorcha y la arrojaba lejos de los muros del santuario—. ¿No tenéis suficiente con tomar su ciudad, matar a miles de fenicios y violar a sus mujeres e hijas? Dejad a sus dioses en paz —añadió, y se alejó cruzando por entre unos soldados algo confusos pero incapaces de rebelarse contra aquel valiente oficial del ejército de Antíoco.

El rey Antíoco estaba satisfecho del pacto con Escopas. Un asedio era algo que le molestaba por tedioso. Te obliga a estar durante meses con todo el ejército enclavado en un mismo sitio. Era aburrido y, además, logísticamente te debilita, pues no puedes atender otros frentes o emprender otras acciones con el cien por cien de tus tropas, por eso cuando Escopas propuso el pacto de rendir Sidón a cambio de su vida y la de sus hombres el rey Antíoco se sentía muy pagado consigo mismo. Sabía que el etolio se llevaría algo de dinero egipcio con él y pensó en reclamárselo, pero, a fin de cuentas, el etolio había luchado por ese oro y había luchado bien. Que se lo llevara.

Antíoco estaba demasiado henchido de victoria como para preocuparse por el paradero de unas pocas monedas. Lo esencial era que las ciudades se le rendían a los pies de su temible ejército. ¿Que Escopas salía vivo y podía contar todo lo ocurrido, todo lo que había pasado en Panion? Antíoco III, Basileus Megas, sonrió de forma ostentosa. Que lo cuente. Que cuente cada maniobra, cada ataque, cada carga de su ejército, y, sobre todo, que describa con detalles cómo sus catafractos y sus elefantes lo aplastan todo. Todo.

En la tienda real levantada en el centro del gran campamento del ejército sirio, el rey compartía su felicidad con su hijo Seleuco y con sus más importantes generales. Toante y Antípatro ocupaban lugares destacados, pero a nadie escapaba que Seleuco y Toante eran ahora claramente los favoritos en los afectos del rey. Hubo una larga fiesta y se comió y se bebió mucho hasta que el rey tuvo ganas de estar solo y descansar. Había permanecido en su tienda real, alejado de los gritos de dolor de los fenicios de Sidón que estaban siendo acuchillados y despedazados en las calles de la ciudad. El viento se ocupaba de evitar que aquellos aullidos llegaran a los oídos del rey y así el monarca se dispuso a descansar un poco cuando Epífanes entró en el recinto. Antíoco, nada más verle y comprobar la seria expresión con la que su consejero le regalaba en esa tarde de victoria, comprendió que, fiel a su costumbre, Epífanes no traía buenas noticias. Epífanes había sido, según decían muchos en la corte, el mejor consejero que nunca había tenido el Imperio seléucida, pero a Antíoco, últimamente, se le antojaba un hombre pesimista y demasiado entrometido. Eso sí, siempre poseía información relevante, veraz. Por eso le mantenía en su puesto, aunque apenas le hiciera ya caso en todo lo relacionado con el desarrollo de las campañas que tenía diseñadas para reconquistar el imperio de Alejandro.

—Me parece, querido Epífanes, que una vez más vienes con malas noticias —empezó el rey desde su trono—. No me traes ninguna información que me alegre desde que negociaste el pacto con Filipo V, y de eso ya hace unos años.

—Siento que mi rey —empezó Epífanes inclinándose al tiempo que hablaba— tenga ese concepto de mí. Entiendo que mi deber es tener informado al rey de todo aquello que pueda suponer un contratiempo a sus planes y, en efecto, algo he averiguado que puede poner en peligro futuras campañas.

Antíoco III suspiró profundamente. Echó mano de una copa de oro que aún tenía vino y la agotó de un trago. No llamó a ningún esclavo. Estaba a solas con Epífanes y, fuera lo que fuera, como sería malo, mejor tener conocimiento del asunto en privado.

—Te escucho —dijo por fin el rey.

Epífanes inspiró aire y fue directo al grano. A medida que el consejero hablaba, la faz del monarca se iba tornando agria y roja de ira mal contenida. Una vez que Epífanes terminó su relato, Antíoco III de Siria se levantó despacio y paseó de un lado a otro justo delante de su trono con las manos en la espalda. Se detuvo y miró a Epífanes.

—Sal y llámalo.

—¿A Toante, mi señor?

—A Toante, sí, y al resto. Quiero también aquí a mi hijo y a Antípatro y todos los oficiales. Ya mismo.

Epífanes hizo una reverencia y dio media vuelta. Incluso antes de llegar a la salida de la tienda, su rostro se había iluminado por una amplia sonrisa. Conocía aquel rictus desgarrado en la expresión de Antíoco. Epífanes, no obstante, fue meticuloso en borrar toda huella de satisfacción de su rostro cuando emergió por la puerta de la tienda real.

En el interior, Antíoco ponderaba la información de su consejero mientras tomaba de nuevo asiento en su trono. Al poco tiempo, el recinto real se llenó de gente: primero entraron los soldados de la guardia imperial, argiráspides seleccionados por el propio monarca en función de los informes sobre su valentía en el campo de batalla que Antípatro le pasaba. Tras los argiráspides entró Seleuco, el hijo del rey, Toante, Antípatro y una larga pléyade de oficiales como Minión o Filipo, recién llegados de Asia Menor, y tras todos ellos, Epífanes, caminando lentamente, hasta situarse a la derecha del rey, a una prudente distancia. El monarca no tenía ni ánimo ni tiempo para rodeos. Quería confirmar si lo que decía Epífanes era cierto. Comprobarlo era innecesario, pues si bien no le gustaba Epífanes, había algo que tenía que nadie más poseía en aquella corte: nunca le mentía; puede que, como el resto, nunca dijera todo lo que sabía, pero, al menos, y eso era clave, nunca había mentido. No, Antíoco III sólo quería ver hasta qué punto Toante había ocultado aquella información. Y quería ver su reacción.

—Toante —empezó el monarca con aparente serenidad, pero con una voz grave que de inmediato hizo ver a todos que se iba a tratar un asunto importante—, Toante, me has servido bien en Oriente y combatiste bien en Panion, pero hay algo que no puedo permitir.

Toante, que había entrado sonriente, seguro de sí mismo y saciado en sus apetitos de comida y carnales, pues acababa de comer un cabritillo entero junto a varios de los catafractos y luego se había entretenido en violar a dos muchachas, casi niñas, dos fenicias, antes de matarlas, tragó saliva. No entendía bien a qué venía aquello, aunque al ver a Epífanes tan satisfecho de sí mismo, en pie, junto al rey, empezaba a intuirlo. Epífanes habría averiguado lo de los elefantes, sin duda. Toante sabía que no podría guardar aquella información por siempre, pero había esperado que los éxitos bélicos pudieran al fin tapar este error.

—¿Qué es lo que mi rey no puede permitirse? —preguntó Toante con estudiada ingenuidad, pero no le gustaba ver que había el triple de argiráspides en la tienda del rey de lo que solía ser habitual en cualquier cónclave del alto mando sirio.

Antíoco suspiró. Aquella fingida ignorancia le irritaba.

—¿Desde cuándo sabías que todos, absolutamente todos los elefantes que nos enviaron desde la India tienen colmillos? —preguntó el rey mirándole fijamente.

Toante callaba. Seleuco, incauto, se atrevió a preguntar lo que todos estaban pensando.

—¿Y qué si todos tienen colmillos, padre? Mejor así. Mejor se defenderán del enemigo.

Antíoco III de Siria lamentó que su hijo fuera aún más necio de lo que había imaginado. Tras la decepción de Toante, tenía que volver a pensar en dejar el reino a Seleuco y el pobre sabía tan poco de todo… El rey decidió ahorrarse la explicación y se limitó a mirar a Epífanes.

—Sólo los machos tienen colmillos en la India —precisó el consejero real—. En África es diferente, pero en la India es así. Los reyes indios han hecho igual que con Alejandro Magno: sólo entregan elefantes machos como presente. De esa forma controlan el número y mantienen el control sobre los elefantes de guerra de Asia. Nuestro rey tenía el plan de aumentar el número de elefantes en Apamea, pero el general Toante no tuvo la precaución de asegurarse de que entre los elefantes indios hubiera también hembras. Ahora ese plan es del todo imposible.

—¿Desde cuándo sabías esto, Toante? —insistió el rey con voz más nerviosa. El aludido empezó a mirar a un lado y a otro. De pronto, no había nadie a su alrededor. Un amplio círculo vacío se había creado en torno al general sirio. Toante respiraba acelerado. Eludió responder directamente.

—Mi rey, te he servido siempre, y bien; recuperé el control de las provincias rebeldes de Oriente…

—¡Yo, Antíoco III, Basileus Megas, recuperé las provincias orientales para nuestro imperio! —gritó el rey alzándose en su trono—. ¡Tú me servías!

Toante calló. El rey repitió la pregunta.

—¿Desde cuándo sabías que no había hembras, inútil? A ti te correspondía la gestión del trato de los elefantes con los reyes indios. No atacamos su frontera a cambio de elefantes. Sólo tenías que conseguir un buen número de machos y hembras, inútil, ¡y sólo tenemos machos!

Toante nunca pensó que su vida fuera a correr peligro por una hembra, o varias, y menos de elefante, pero ahora lo veía todo muy oscuro.

—Toante —empezó de nuevo el rey con voz más serena sentándose otra vez en su trono—, Toante, me has decepcionado profundamente y, lo peor de todo, lo que no puedo perdonar, es que me has ocultado información. ¿Cómo voy a conquistar el mundo si mis generales me ocultan lo que saben? Con generales así no puedo avanzar, pero, Toante, ¿sabes una cosa?

Alrededor del general sirio en desgracia se habían arremolinado una decena de argiráspides quienes, a un gesto de Epífanes, desenfundaron sus espadas brillantes y, cuyo oficial al mando, se quedó mirando al rey.

—Toante, ¿sabes una cosa? —repitió el rey—. Yo pienso seguir avanzando… pero sin ti. —Y miró al oficial de su guardia real y el monarca se limitó a asentir levemente. El asgiráspide jefe se volvió hacia Toante y, sin dudarlo, hundió su espada en el vientre del que hasta hacía sólo pocos minutos era uno de los hombres más poderosos de la corte de Antíoco III. Toante se llevó ambas manos al estómago y apretó en un vano intento por detener sangre y dolor a la vez, pero fracasó en ambos objetivos. Cayó de rodillas. Otros tres argiráspides clavaron sus espadas en la espalda del general abatido, para que su muerte fuera ignominiosa y vulgar.

—Nadie me miente, Toante —dijo el rey inclinado en su trono, agachándose para ver los ojos en blanco de su general ejecutado, y luego, mirando al resto de los presentes, añadió un aviso—. Nadie me oculta información. Nadie. —Y, mirando a los argiráspides—: Ahora llevaos a este imbécil de mi vista y dejadme solo.

Los soldados de la guardia real arrastraron por los pies el cadáver de Toante dejando un largo reguero de sangre que partía desde los pies del trono real hasta la puerta de salida. Tras ellos salieron todos los oficiales, el resto de la guardia y Epífanes, pero este último se detuvo al escuchar su nombre en la voz del monarca.

—Epífanes.

El consejero se dio la vuelta de inmediato, dio dos pasos hacia el interior de la tienda y, aún desde una distancia de unos veinte pasos, respondió con rapidez a su señor.

—Sí, mi rey.

—Epífanes, me has servido bien, pero no me has hecho feliz.

—Lo siento, mi rey. Siento traer en ocasiones malas noticias.

—¿En ocasiones? —El rey lanzó una carcajada nerviosa en la que descargaba parte de la ira contenida—. Siempre, Epífanes, eres portador de malas noticias. Desde que conseguiste el pacto con Filipo V no has dicho nada que me hiciera feliz.

Epífanes comprendió que el rey le estaba avisando. Era conveniente confirmar que había entendido el mensaje.

—Me esforzaré en devolver a mi rey la felicidad que haya podido robarle hoy.

Antíoco se reclinó hacia atrás hasta que su espalda se apoyó en el respaldo del trono.

—Eso estaría bien, Epífanes. Estaría bien que un día me sorprendieras de verdad.

Epífanes hizo una nueva reverencia y salió de la tienda. Por el tono y la reacción del rey, el consejero estaba seguro de que Antíoco no contemplaba retrasar sus planes pese al contratiempo de los elefantes. El rey seguía ciego en que podría contra todo y contra todos. Pronto vendría la campaña de Asia Menor. De momento se había conseguido eliminar a un general estúpido y demasiado ambicioso, un peligro potencial en el campo de batalla, pero eso no era suficiente. Tenía que conseguir mejores generales. Epífanes no dudaba del potencial de aquel inmenso ejército, sino de la capacidad de mando de sus generales. Antípatro, Filipo, Minión eran buenos, razonablemente leales, pero no brillantes, y Seleuco, el hijo del rey, era un estúpido. Había otros oficiales emergentes como un tal Artaxias, del que le habían hablado bien como combatiente, pero su lealtad estaba por probar. Antíoco quería reconstruir el imperio de Alejandro Magno, pero ni era él Alejandro ni había ningún Alejandro entre sus filas. Estaban abocados al fracaso a no ser que él, Epífanes, encontrara un nuevo Alejandro que comandara aquel ejército. Entonces la campaña de Asia Menor y cuantas decidiera emprender el rey tendrían éxito. Entonces conseguiría hacer feliz al rey. Quizá ése era el mensaje oculto del aviso del rey: «Toante era un inútil, de acuerdo, pero encuentra tú ahora a alguien que valga para reemplazarle», sólo que el orgullo del rey le impedía ponerle palabras tan claras a aquella petición. ¿Y dónde había un nuevo Alejandro?