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La sangre de Egipto

Alejandría, enero de 199 a. C.

Las noticias del desastre de Panion llegaron pronto a Alejandría y, como si el Nilo las distribuyese al igual que las arterias y venas distribuyen la sangre por nuestro cuerpo, en pocos días todo Egipto sabía que el ejército del faraón no sólo había sido derrotado, sino que ya ni tan siquiera existía.

Netikerty se quedó varias horas contemplando la puesta de sol, mirando el horizonte del delta. A su espalda Alejandría entera lloraba sus muertos. Había habido muy pocos supervivientes entre los egipcios y entre ellos no estaban ni su esposo, ni su hermano ni su padre. De pronto en la familia sólo quedaban mujeres: una madre asustada y dos hermanas algo más serenas pero también perdidas, abatidas. Tampoco era algo extraño. Entre sus conocidos muchas eran las familias que habían quedado en una situación similar. Para los reyes de Oriente y Occidente, para sus generales y ejércitos, el nombre de Panion evocaba una gran victoria militar del invencible ejército de Siria y todo el Imperio seléucida, pero para las esposas, madres y hermanas de Alejandría, Panion era la reencarnación más feroz y brutal de la descarnada muerte.

Netikerty pensaba que Isis y Serapis y todos los dioses egipcios les habían abandonado. Sólo quedaban mujeres. De pronto Netikerty sintió que alguien le estiraba de la parte inferior de la túnica. Miró abajo y se sobresaltó. Su hijo, de apenas siete meses, estaba junto a ella agarrándose con fuerza a su túnica. Netikerty había dejado al niño en casa, junto al lar apagado, sentado, jugando tranquilo, ajeno a la zozobra en la que se había sumido la ciudad y el reino en el que vivía y del que formaba parte. El niño había empezado a gatear. Netikerty lo miró con sorpresa primero y luego, con una tierna sonrisa en los labios. Se agachó, lo tomó en sus brazos y lo puso sobre su regazo mientras lo apretaba contra su pecho. El niño no tuvo dudas, aunque su madre no le estaba ofreciendo comida, y enseguida abrió la boca y empezó a mordisquear el seno de Netikerty por encima del vestido. Su madre mantuvo la sonrisa, sacó un brazo por la manga y dejó descubierto el pecho que el niño había seleccionado.

Sólo quedaban mujeres, era cierto. Y Jepri.

—Sólo quedas tú, Jepri —dijo Netikerty con dulzura—. Ahora tú tendrás que cuidar de todas nosotras.

El niño mamaba con fuerza. Tenía ansias de vivir y aquella fuerza atravesó la piel de su madre y le insufló un destello de alegría que la consoló durante el resto de aquel día de luto y miseria en la capital del reino de los faraones.