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El faraón niño

Palacio real de Alejandría. Finales del verano de 200 a. C.

Agatocles entró en la sala real del gran palacio de Alejandría algo nervioso. No sabía muy bien cómo trasladar al faraón niño la noticia del desastre de Panion. No sabía tampoco si aquello tenía algún sentido. El faraón tenía sólo diez años y poco sabía aún de estrategia militar o de política. De momento estaba aún aprendiendo la compleja serie de dioses egipcios, los colegios sacerdotales y luchando con las escrituras jeroglífica, demótica y griega. Necesitaba saber los tres idiomas para gobernar sobre los sacerdotes, sobre el pueblo y en la corte. El faraón niño levantó la cabeza de entre el montón de papiros de los que estaba rodeado. El escriba que Agatocles había asignado como tutor para esa tarea se alzó y, discretamente, salió de la sala real.

—¿Pasa algo, Agatocles? —preguntó el faraón. El consejero real asintió.

—Sí, mi faraón y rey. Nuestro ejército ha sido derrotado en la frontera de la Celesiria. Todas las ciudades fenicias están en manos del enemigo. Bueno, Sidón resiste en un asedio, pero poco podemos hacer por ayudarles. Temo que pronto caerá también.

El niño miró a su consejero, pensó un momento y dio una orden real.

—Envía otro ejército para derrotar a nuestro enemigo del norte.

Agatocles suspiró. Pensó en explicar al faraón que no había otro ejército que enviar, pero el faraón ya había hundido de nuevo su pequeña cabeza entre los papiros y parecía centrado en entender lo que ponían los textos que le había seleccionado su escriba para la clase de ese día.

—Sí, mi faraón y rey. Así se hará —respondió Agatocles. Se inclinó ante el niño que gobernaba Egipto y salió de la sala real.

Enviar otro ejército. Agatocles negaba con la cabeza mientras se alejaba por los largos pasillos del palacio de Alejandría. Como si eso fuera tan fácil. Bastante haría con conseguir reunir los restos del ejército derrotado en Panion y nuevas levas de soldados inexpertos para proteger la frontera al sur de Fenicia e impedir que Antíoco III se plantara en la mismísima Alejandría. Sólo le retenía al rey de Siria la tenaz resistencia de Escopas en Sidón y rogaba a los dioses que Antíoco, antes de acabar con el moribundo Egipto, quisiera emprender otras acciones militares contra sus enemigos en Asia Menor. Eso, al menos, le daría una oportunidad. Enviar un nuevo ejército. Sonrió con tristeza, pero, de pronto, comprendió que la simpleza de la respuesta de un niño era la única salida. Cuando has sido derrotado sólo puedes hacer dos cosas: o consigues un nuevo ejército o te alias con quien te ha vencido.

—Sea —dijo en el silencio de los pasillos del palacio del faraón. Intentaría primero conseguir un nuevo ejército. Derrotado Escopas, sólo quedaban dos ejércitos temibles en el mundo conocido que pudieran hacer frente a Antíoco: uno eran las falanges macedónicas de Filipo V, pero éste había pactado con Antíoco. La otra opción eran las legiones de Roma.

Agatocles reemprendió la marcha por los pasillos del palacio. Y, si Roma no acudía, Egipto tendría que ser entregado en bandeja de oro y plata a Antíoco III. Él la entregaría, si llegaba el caso. Sería la única forma de conservar la vida. Pero quedaba por ver qué hacía Roma.

Roma.